IX

Florencia

En un par de horas el vehículo conducido por Francesco había recorrido los poco más de doscientos kilómetros entre la ciudad de los canales y Florencia.

– Francesco, pasaré la noche en el Grand Hotel Villa Medici, en Via il Prato, 42 -informó Afdera.

– Lo sé, señorita Afdera. Me lo ha dicho Rosa. Entraré por la Via Borgo Ognissanti y desde allí estaremos a pocos metros de la Via il Prato.

– En cuanto me dejes en el hotel puedes regresar a Venecia. No hace falta que te quedes.

– ¿Y cómo piensa volver usted?

– No te preocupes, cogeré un taxi o alquilaré un coche. Si te retengo aquí, Rosa se va a poner de los nervios.

Minutos después, tras atravesar el río Arno por el puente Americo Vespucci, llegaban hasta la misma puerta del hotel. Ya en su habitación, Afdera se disponía a realizar la primera de varias llamadas, pero cuando levantó el auricular, pudo reconocer una voz al otro lado.

– Hola, Afdera -saludó Max Kronauer.

– ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo tienes la poca vergüenza de llamarme? Desapareces y vuelves a aparecer y pretendes que te salude como si tal cosa. Y, por cierto, ¿cómo sabías que estaba en este hotel de Florencia?

– Me lo ha dicho la CIA. Uno de sus satélites te está siguiendo constantemente -respondió Max intentando arrancar una sonrisa a la joven, pero Afdera no estaba para bromas.

– No me hace ninguna gracia. Desapareciste de nuevo en Berna como alma que lleva el diablo y sin darme ninguna explicación. No quiero sufrir, Max, y sabes que me gustas, pero, como te digo, no quiero que me hagan sufrir, ni que me hagan daño, ni que me hieran.

– ¿Quieres que nos veamos o prefieres dispararme? Estoy en Florencia.

– La verdad es que me gustaría dispararte.

– ¿Cuándo quieres que nos veamos?

– Mañana tengo una cita con un tal Leonardo Colaiani, un profesor de la Universidad de Florencia, un experto en las cruzadas. Tiene bastante información sobre el recorrido que siguió el libro de Judas. Si quieres, puedes acompañarme.

– Me gustaría. Será un placer. ¿A qué hora te recojo?

– Ven a mi hotel a las diez de la mañana. Desayunaremos juntos y después nos vamos a ver a Colaiani, para ver qué tiene que esconder. ¿Te parece bien?

– Me parece muy bien. ¿Quieres que cenemos mañana después de la reunión con Colaiani? -propuso Kronauer.

– Sólo si me explicas por qué te alejas de mí cada vez que intento acercarme a ti.

– Te lo explicaré, te lo prometo. Por cierto… -dijo Max-, sabía en qué hotel estabas porque te llamé a Venecia y tu hermana Assal me lo dijo. También me aconsejó lanzarme de una vez. Me imagino a lo que se refería.

– Tal vez ella lo tenga más claro que tú y que yo. Hasta mañana, Max.

– Hasta mañana.

A Afdera le costó conciliar el sueño. Tenía muchas preguntas que hacerle a Colaiani, pero muchas más que plantearle a Max, y de ambos quería respuestas concretas. Estaba dispuesta a conseguirlas fuese como fuese, tanto del profesor universitario como de Kronauer.

El teléfono sonó varias veces arrancándola de un sueño profundo, conseguido con paciencia y un buen par de pastillas.

– Buenos días.

– Buenos días, Max -respondió con voz ronca.

– Te espero en la Sala Caterina para desayunar. Date prisa…

– Pídeme un café bien cargado. Necesito estar serena antes de ver a Colaiani. Me ducho y bajo.

Tres cuartos de hora después, Afdera entraba en la sala en donde la esperaba Max.

– ¿Cómo estás?

Al oírla a su espalda, Kronauer se puso en pie y besó a Afdera en la mejilla.

– Te veo muy bien.

– Yo también a ti, pero cuéntame, ¿dónde has estado?, ¿qué has estado haciendo?

– Tras vernos en Berna, regresé a Londres, donde he estado trabajando en unos textos antiguos escritos en arameo pertenecientes al Museo Británico. El gobierno de Damasco me ha propuesto también estudiar y traducir unos manuscritos que encontraron hace años cerca de Palmira. Será un trabajo que me llevará un año entero.

– Así es que vas a trabajar para ese Hafez al-Assad…

– No. Voy a trabajar en la traducción de unos textos en arameo que casualmente se encontraron en Palmira, que casualmente se encuentra en Siria. Si los científicos trabajasen tan sólo en aquellos lugares en donde existe la democracia, jamás se habrían descubierto los misterios de los faraones, ni las ruinas de Balbek o Palmira, tal vez ni siquiera hubiéramos pisado la Gran Muralla china o las ruinas de Babilonia. Si tuviésemos que esperar a que en muchos de esos lugares llegase la democracia, tendrían que pasar otros mil años para poder estudiar la mayoría de sus antigüedades -respondió Max-. Pero dime, ¿quién es ese Colaiani?

– Leonardo Colaiani trabajó junto a Charles Eolande en la búsqueda de los orígenes del libro de Judas. Eolande es uno de los papirólogos más importantes del mundo y trabaja en el Instituto Oriental de la Universidad de Chicago. Colaiani es uno de los grandes expertos en historia medieval y da clases aquí, en la Universidad de Florencia. Ha escrito varios libros sobre la materia. Eolande y Colaiani trabajaron durante varios años a las órdenes de un misterioso griego llamado Vásilis Kalamatiano.

– Le conozco. He oído hablar mucho de él, pero no sé si la mayoría de rumores son reales o tan sólo leyendas.

– Eolande y Colaiani viajaron durante años siguiendo la pista del libro desde su creación hasta nuestros días, pero realmente no se sabe si averiguaron algo importante. Rezek Badani, mi amigo, el comerciante de antigüedades de El Cairo, me dijo que debía hablar con Colaiani si deseaba conocer algún eslabón más de la historia del libro de Judas. Por eso estoy aquí, en Florencia -relató, después de dar un largo sorbo a su café caliente, muy cargado y sin azúcar.

– ¿Por qué crees que va a proporcionarte la información que necesitas? Quizá no quiera dártela y prefiera guardarse para él los sacretos del libro, o a lo mejor no tiene suficiente autoridad como para proporcionarte los datos que necesitas.

– Puede que tengas razón. Pero tengo que conseguir que Colaiani hable conmigo, que me cuente lo que descubrió. Vámonos. Cogeremos un taxi -dijo la joven mientras firmaba la cuenta al camarero y daba un último sorbo a su café.

– ¿Y cómo sabes que ese tal Colaiani querrá hablar contigo delante de mí? Tal vez prefiera estar a solas contigo.

– Podría ser, pero le diré que tú eres uno de los mejores especialistas en cristianismo primitivo y que por eso necesito que asistas a la conversación.

– ¿Dónde es la reunión?

– En la universidad. Hoy tiene clase y tú y yo estaremos allí cuando termine para hablar con él. Necesito hacerle muchas preguntas y sólo él tiene las respuestas que busco.

El campus florentino estaba a esa hora de la mañana repleto de estudiantes cargados de libros que iban y venían entre los edificios universitarios rumbo a alguna clase. Afdera recordó sus años universitarios con cierta añoranza.

– ¿La echas de menos? -preguntó Max.

– ¿Perdona?

– Si la echas de menos. La universidad.

– Oh…, sí, tal vez. Mi abuela me envió a Oxford y después a Jerusalén. Era un mundo completamente aislado, una especie de urna de cristal hermética. Mi abuela hizo que mi hermana Assal y yo viviésemos en un ambiente que no era del todo real. Recuerdo mis años universitarios como una etapa de mi vida en la que no me enteré de gran cosa. Casi no sabía a qué se dedicaba mi abuela. Prefería aplicarme en el estudio. Fueron años de inocencia. Mi abuela se ocupó de mantenernos a Assal y a mí alejadas de cualquier cosa que pudiera perturbarnos -dijo con cierta añoranza, observando a una pareja de universitarios besándose en un banco del parque.

– Tal vez intentaba protegeros.

– Puede ser, pero el problema es que me ha dejado en herencia una tarea para la que no creo estar preparada o, por lo menos, para la que no había sido preparada. Ella creía en mí más de lo que yo misma creo.

– Pues yo pienso que lo estás haciendo muy bien. Tu hermana Assal te admira. Has sido su madre, su padre y su hermana mayor. No creo que lo hayas hecho tan mal como dices.

Afdera guardó silencio con las manos metidas en su abrigo mientras caminaban en dirección al edificio principal, en donde en ese momento el profesor Leonardo Colaiani impartía su clase de historia medieval.

Colaiani había conocido a Crescentia Brooks a través de Rezek Badani a comienzos de la década de los sesenta, casi cuando ésta adquirió el libro de Judas. Aunque el profesor conocía el libro, aseguraba que se había descubierto en Gebel el-Tuna y no en Gebel Qarara. Al parecer, en algún momento entre Badani y Crescentia Brooks, Colaiani y Eolande habían estado asesorando al egipcio para intentar vender el libro.

Tanto Colaiani como Eolande eran personajes conocidos en las tiendas de antigüedades de El Cairo o en cualquier otro lugar de Egipto en donde se pudieran encontrar textos antiguos. Trataban de comprar cualquier papiro que se descubriera. Eolande, el experto de Chicago, se ocupaba de tantear a los vendedores con preguntas acerca de papiros antiguos. Los libros como el de Judas o los de Nag Hammadi tenían una encuadernación que mantenía unidos los papiros. En la Antigüe dad, este material se consideraba prescindible, pero actualmente tenía un valor incalculable. Ambos científicos trabajaban a las órdenes de Vasilis Kalamatiano y conocían el valor de un libro analizando esa unión.

Afdera y Max llegaron hasta el aula. Al asomarse por la ventanita que había en el centro vieron a un grupo de estudiantes tomando apuntes y haciendo preguntas. Frente a ellos se encontraba un hombre alto, delgado, bien parecido, con una larga melena de pelo blanco y un rostro moreno escondido tras unas gafas redondas de concha. Esperaron hasta el final de la clase.

Una oleada de estudiantes pasó ante ellos, pero Afdera prefirió esperar a que el aula se hubiese vaciado. Cuando el profesor se disponía a abandonar la sala, la joven preguntó:

– ¿Es usted el profesor Colaiani? Soy Afdera Brooks, nieta de…

– Sí, ya sé de quién es usted nieta, de Crescentia Brooks -la interrumpió Colaiani-. Sígame hasta mi despacho, por favor. Allí podremos hablar sin que nadie nos interrumpa. -De repente, el experto en las cruzadas fijó su mirada en Kronauer-. ¿Y usted quién es?

– Oh, perdone, profesor. Es Maximilian Kronauer, gran amigo de la familia y experto en cristianismo primitivo.

– Mucho gusto -dijo Max.

– Vayamos a mi despacho -propuso el profesor sin estrechar la mano aún tendida de Kronauer. Estaba claro que al profesor le había molestado la intromisión de aquel desconocido-. Badani me dijo que sólo tendría que hablar con usted -dijo Colaiani a modo de protesta.

El despacho del medievalista tenía el ordenado caos típico de los científicos. Altas paredes cubiertas de estanterías de madera, cubiertas a su vez de libros sobre la historia de las cruzadas perfectamente etiquetados. En el centro de las estanterías, en un claro en la pared, se encontraba colgado un fragmento de estela funeraria del siglo XIV en la que aparecía representado un caballero cubierto por un gran escudo junto a un animal mitológico, posiblemente un león alado o un dragón.

Al entrar, Colaiani dejó sus papeles sobre una pila de libros y carpetas que se encontraban en precario equilibrio sobre su mesa. Cuando se dirigía hacia el sillón de cuero para despejarlo de libros, la pila se desmoronó con gran estruendo. Colaiani volvió a levantar la inestable torre, pero esta vez sobre el suelo.

– Discúlpenme, pero no tengo tiempo de ordenar este maldito orden caótico -se disculpó-. Por favor, siéntense en donde puedan.

Afdera se sentó en el borde del sillón, dejando varios ejemplares de la Enciclopedia Británica de las Cruzadas a modo de respaldo. Max decidió hacerlo en un pequeño taburete que, debido a su altura, le obligaba a tener que doblar mucho las rodillas. Afdera le miró divertida.

– ¿Qué desea de mí, señorita Brooks?

– Llámeme Afdera, por favor.

– De acuerdo. Bien, Afdera, ¿qué desea?

– Información.

– ¿Qué clase de información?

– Sobre el libro de Judas. Sobre lo que usted descubrió para Kalamatiano y todo lo que sepa de mi libro y el papel jugado por Luis de Francia…

– No hace falta que precise más. Le diré todo lo que descubrimos Charles y yo sobre su libro de Judas o, por lo menos, lo que puede usted saber sin que yo llegue a violar el acuerdo de confidencialidad que firmé con el señor Kalamatiano. Dígame qué desea saber en primer lugar.

– Cuando entré en la cueva de Gebel Qarara, descubrí en su interior tres sarcófagos. Uno de ellos tenía la tapa rota. Dentro estaba depositado el cuerpo de un cruzado cubierto por un escudo. Supe que aquel cruzado había combatido a las órdenes del rey Luis, porque sus ojos y su boca estaban sellados con unas monedas con el escudo de armas de Luis IX de Francia. ¿Por qué estaban esos hombres protegiendo el libro de Judas?

– Primero déjeme situarle en el contexto en el que vivieron y combatieron aquellos hombres, incluido el cruzado que usted encontró en esa cueva de la que habla. En la primera mitad del siglo XIII, las huestes del Islam reconquistaron la ciudad santa de Jerusalén. Los monarcas europeos estaban demasiado ocupados en sus asuntos internos como para embarcarse en una nueva cruzada, así es que sólo el rey de Francia, Luis IX, decidió participar en la nueva aventura de recapturar Jerusalén. En junio de 1248 partió de París acompañado por sus hermanos y muchos nobles, entre ellos el conde de Flandes y el duque de Bretaña. En septiembre llegaron a Chipre con intención de pasar el invierno, pero la peste golpeó al ejército del Rey. Aquello hizo que las tropas se desmoralizasen. Pero Luis no estaba dispuesto a ceder. Cuando llegaron los refuerzos, a la primavera siguiente, pusieron rumbo a Egipto en lugar de a Tierra Santa. La primera conquista en tierra egipcia sería la plaza de Damietta, que fue capturada el 7 de junio.

Mientras continuaba con su relato, Colaiani se levantó para buscar un códice ilustrado en la amplia biblioteca.

– Aquí está.

El profesor, con una pipa de madera entre los labios, abrió un libro dejando al descubierto una ilustración de la época a todo color en la que aparecía Luis IX atacando con su flota el puerto de Damietta.

– ¿Consiguieron conquistarla? -preguntó Afdera.

– Sí, pero Luis era demasiado impetuoso y decidió no esperar a los refuerzos, y atacar El Cairo él solo. Sin embargo, como demuestra la historia militar, las conquistas son más sencillas que las ocupaciones. Las crecidas de las aguas del Nilo obligaron a Luis y a los suyos a tener que mantener sus posiciones, pero en noviembre decidieron emprender su marcha hacia El Cairo. En abril de 1250, las fuerzas del rey Luis fueron derrotadas en Mansura.

– ¿Y qué fue del Rey? -preguntó Max.

– Enfermo y derrotado, decidió regresar a Damietta, pero fue hecho prisionero en el camino. Fue liberado sólo después de que se pagara un rescate, e inmediatamente abandonó Egipto, dirigiéndose con algunos caballeros de su confianza y lo que quedaba de su ejército hacia Acre. Entre esos fieles caballeros que acompañaban al monarca se encontraban dos hermanos, Phillipe y Hugo de Fratens, además de varios cruzados de los regimientos escandinavos: los varegos.

– No sabía que en las cruzadas combatieran tropas escandinavas -se sorprendió Max.

– Sí. Los varegos que lucharon junto a Luis eran mercenarios, tal y como hoy conocemos este término. Cuando no hacían la guerra contra alguien se dedicaban al comercio y a la piratería. Sus zonas comerciales de influencia eran el Caspio y Constantinopla.

– ¿En Bizancio?

– Sí. Aparecieron, según las fuentes, a mediados del siglo IX, a las órdenes del emperador Teófilo, pero poco después, como buenos mercenarios, se volvieron contra su amo y en el 860 decidieron atacar Constantinopla. Realmente ése fue su error. Los ejércitos que defendían la ciudad acabaron con ellos y con su aventura militar.

– Ellos no eran cristianos, así que es difícil creer que luchasen por la fe en Tierra Santa.

– Señor Kronauer, los varegos eran sólo una cosa: mercenarios. Lo único que les importaba era el dinero, pagase quien pagase. En el siglo x se menciona a los varegos como parte del ejército bizantino, y también está documentado que existían contingentes varegos entre las fuerzas que lucharon contra los árabes. De hecho, esta guerra elevó su rango de indeseables miembros de las Grandes Compañías de mercenarios al de Guardia Imperial. La brutalidad de los varegos cuando perseguían a los ejércitos derrotados era proverbial: cortaban y despedazaban a los soldados que huían. Basileo creó una nueva fuerza de élite conocida como la Guardia Varega . Con los años se fueron uniendo nuevas huestes de zonas tan alejadas como Suecia, Dinamarca y Noruega.

– ¿Y cómo acabaron en las cruzadas? -volvió a preguntar Afdera.

– Existen indicios de la presencia de unidades varegas junto al emperador Federico II Hohenstaufen en la sexta cruzada; junto al rey Luis IX de Francia en la séptima cruzada; e incluso hasta 1291, cuando los cruzados evacuaron sus últimas posesiones en Tiro, Sidón y Beirut, tras la caída de San Juan de Acre. Estoy seguro de que algunos de estos varegos acompañaban a Luis de Francia y a sus caballeros en su retirada de Damietta a Acre, y estoy seguro de que varios de ellos escoltaban a Phillipe o a Hugo en su camino de regreso a Occidente.

– ¿Por qué era tan importante para Luis de Francia llegar hasta Egipto? -preguntó Max.

– En un principio se pensó que Luis IX deseaba establecer una base permanente cerca de Tierra Santa, no sólo para esa cruzada, sino para las que llegarían en el futuro. Pero realmente aquella operación militar tenía un sentido más religioso, más sagrado. Hay varios pasajes de la Biblia, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, que hacen referencia al paso de la Sagrada Familia por Egipto, y aquello hizo que Luis se tomase la cruzada en Egipto como una misión de fe -respondió el profesor.

– Pero es una tradición más copta que católica -interrumpió Afdera.

– Sí, así es -intervino Max-. Para los coptos es más importante el paso de la Sagrada Familia por Egipto, incluso adaptaron la narración del Antiguo Testamento a su sistema de creencias, desarrollando más aquellos pasajes del Nuevo Testamento que tienen que ver con Egipto. Celebran, por ejemplo, el pasaje del evangelio de Mateo en el que la Sagrada Familia llega a Egipto para huir de la matanza de los primogénitos ordenada por Herodes. Aunque la Biblia no es demasiado explícita con la ruta que siguió la Sagrada Familia, los coptos han intentado reconstruir el camino que tomaron. La verdad es que han conseguido incluso reconstruir el trayecto de forma muy detallada.

– Sí, pero comprenda usted la mentalidad de un monarca cristiano de la época. Luis conocía la historia del viaje de la Sagrada Fa milia por Egipto, y para él era suficiente para organizar una cruzada con la que arrancar de manos infieles los lugares en los que pasó su infancia Jesucristo.

– ¿Cuándo entra en contacto Luis de Francia con el libro de Judas? -preguntó Afdera, intentando centrar la conversación.

– Su hallazgo del libro pudo producirse de forma casual. Seguramente, cuando sus tropas conquistaron la plaza de Damietta, se encontraron con su libro de Judas o con alguna copia en griego de éste. Tanto Eolande como yo apostamos a que sería el libro original que tiene usted ahora en su poder.

– Caray, han pasado más de setecientos años, ¿por qué cree que aparecería el libro en la cueva de Gebel Qarara con aquellos tres cruzados?

– La libertad del rey Luis y de sus hermanos fue obtenida a cambio de entregar la plaza de Damietta y un millón de besantes de oro. Posiblemente, cuando Luis y sus cruzados se vieron obligados a abandonar Damietta, éste no estuvo dispuesto a dejar el libro de Judas o cualquier texto sagrado cristiano en manos de los infieles musulmanes. Lo más seguro es que Luis ordenase a esos tres cruzados de los que habla proteger el libro con su vida, y la verdad es que lo hicieron muy bien hasta 1955, cuando se descubrió la cueva.

– ¿Cree usted que Luis de Francia supo del contenido del libro de Judas? -preguntó Afdera, tomando notas en el diario de su abuela.

– Es difícil responder a su pregunta, pero puede que algún religioso o noble que acompañase a Luis de Francia hubiese podido traducir el texto en griego o en copto. Tal vez Luis comprendió la peligrosidad de ese texto para la Iglesia católica y para el poder pontificio en la tierra y por eso decidió esconderlo.

– ¿No hubiera sido más fácil quemarlo directamente? -intervino Max.

– ¡Oh, no! Conociendo la historia de san Luis de Francia, dudo mucho que se hubiera atrevido a quemar un texto sagrado, aunque fuese del mismísimo Judas Iscariote. Era un hombre muy devoto, pero también un gran estudioso de la historia de la cristiandad. No creo que se hubiera atrevido. Para él era más cómodo, o mejor dicho, menos incómodo, enviar el libro lejos de Damietta, lejos del alcance de manos musulmanas, protegido por tres caballeros. Mientras el libro permaneciese escondido, no habría nada que temer.

– ¿Descubrieron los cruzados de Luis IX, o ustedes, algo de un tal Eliezer?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Porque al traducir el texto en copto de mi libro de Judas aparecen en muchos de sus párrafos innumerables referencias a un tal Eliezer, y no sabemos quién es -respondió Afdera.

– Le voy a contar una cosa que tal vez el Griego no desearía que le contase. Se dice que cuando Luis y los suyos conquistaron Damietta, descubrieron un libro con la palabra de Judas y un extraño texto, parecido a una carta, firmado por un tal Eliezer. Según parece, y siempre basándonos en rumores y leyendas, aquella carta provocó un verdadero pánico en Luis IX al descubrir su contenido. Tal vez entendió que era mejor para la cristiandad mantener lo más alejado posible el libro de Judas de la carta de Eliezer. Separados, tal vez fuesen menos peligrosos que los dos textos juntos.

– ¿Descubrió usted quién era ese Eliezer?

– Posiblemente sería algún escriba a las órdenes de Judas Iscariote, algún intelectual de la época o algún seguidor del propio Judas, pero, como le digo, eso sería antes de suicidarse después de traicionar a su maestro Jesucristo, y no hay constancia alguna de que durante la época en la que ejerció como apóstol de Jesucristo tuviese a su vez seguidores o discípulos.

– ¿Y no podría ser que Judas no llegase a suicidarse, tal y como dicen los evangelios?

– No puedo responder a eso. Yo soy sólo un experto en historia medieval, en las cruzadas, y no en historia del cristianismo. Supongo que esa cuestión podrá aclararla su amigo -se disculpó Colaiani, señalando a Max.

– Déjame decirte, Afdera, que, aunque los evangelios del Nuevo Testamento coinciden en vilipendiar a Judas, ninguno de ellos hace referencia a detalles de esa misma traición. Marcos no aporta indicación alguna de por qué Judas delató a su maestro. Mateo señala que la traición de Judas fue tan sólo por dinero, pero cuando vio el sufrimiento de Jesús, se arrepintió y se ahorcó. Lucas sugiere que Judas fue inspirado por el diablo, de modo que la traición fue un acto satánico. Juan dice que el propio Judas llevaba dentro a Satanás. Con respecto a tu pregunta, te diré que únicamente Mateo hace referencia al supuesto suicidio de Judas. El resto de los evangelistas ni siquiera lo citan -apuntó Max.

– Por tanto ¿sería posible que Judas no hubiese muerto como dice Mateo y se encontrase con ese Eliezer?

– Perfectamente. Incluso puede que Judas acabase en Egipto. Buena parte de la población de Judea acabó huyendo de la ocupación romana y de las persecuciones religiosas a las que se vieron sometidos y se refugiaron en barrios de Damietta y Alejandría. Puede que Judas Iscariote fuese uno de ellos y llegase a Egipto.

– Déjenme decirles que lo que sí descubrimos fue el rastro de su libro y del documento de Eliezer entre la séptima cruzada liderada por Luis IX de Francia y la llegada de Luis y sus caballeros a San Juan de Acre. Al parecer, Luis ordenó a varios de sus caballeros desplazarse hacia el sur de Egipto para proteger el libro, mientras dos de ellos, acompañados de miembros de la guardia varega, se dirigían hacia Acre, posiblemente con el documento de ese Eliezer. Desde ahí, Eolande y yo conseguimos seguir el rastro de uno de los caballeros y varios varegos hacia Antioquía y el Pireo. Después les perdimos la pista -afirmó Colaiani.

– ¿Qué descubrió exactamente hasta ese momento? -preguntó Afdera, tomando notas a toda velocidad y casi sin orden alguno.

– Pues que los dos caballeros que acompañaron a Luis IX hasta Acre se separaron en la misma capital cruzada. Uno de ellos fue el que salió rumbo a un lugar conocido como el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes, pero ni Eolande ni yo pudimos identificar el lugar. Podría ser cualquier sitio del planeta. Lo que sí sabemos, como le he comentado antes, es que el caballero, escoltado por unidades varegas, pasó por Antioquía y el Pireo. Después de eso, nada.

– ¿Quiere eso decir que ese caballero podría llevar con él el documento de Eliezer?

– No puedo asegurarlo científicamente, de forma histórica, aunque debido al número de varegos que iban con ese cruzado como escolta sólo podría significar que llevaba el documento que el monarca francés le había ordenado custodiar. Tanto Charles como yo estábamos seguros de que ese caballero llevaba el texto de Eliezer.

– Ese caballero podría ser del que habla la leyenda -apuntó Afdera.

– ¿A qué leyenda se refiere?

– A la leyenda del caballero y la reliquia. Creo recordar que existe en algún lugar de Venecia un arco en el que aparece representado un yelmo, un escudo y una espada. La leyenda cuenta la historia de un caballero procedente de Tierra Santa que llevaba consigo una reliquia. Durante su largo viaje conoció a un noble mercader, un Morosini, con el que entabló una estrecha amistad. Una vez llegados a Venecia, el mercader quiso hospedar al caballero en su casa, que se encontraba precisamente en esa corte, en la corte Morosina. En su residencia, ricamente decorada, le presentó a su bella hermana. Parece ser que el caballero, experto sólo en el arte de la guerra y no en el arte del amor, se enamoró tan perdidamente de la joven que olvidó la importante misión encomendada por su señor el rey Luis. Para desgracia del caballero, la joven y el mercader no eran hermano y hermana, sino dos astutos amantes que huyeron de Venecia con la pequeña fortuna que llevaba el caballero cruzado, así como con su espada, su yelmo y su escudo. La leyenda dice que, desde aquella misma noche, el infortunado caballero vaga sin descanso, lamentándose por las calles, hasta que un día, en la misma corte Morosina, junto al pozo, se encontró su armadura vacía. Se dice que el escudo de armas que llevaba el caballero en su armadura quedó grabado en el brocal del pozo cuando éste desapareció.

– ¿Recuerda cómo era ese escudo de armas? -preguntó el profesor, levantándose una vez más para coger un libro sobre escudos de armas de los caballeros cruzados.

– Me parece que era como una especie de garra de león o algo parecido. No estoy muy segura.

De repente, el profesor de historia medieval abrió el volumen por una de sus páginas. Ante los ojos de Afdera y Max apareció la imagen de un escudo con una garra de león.

– ¿Era como éste?

– Sí, puede ser. Seguro que era parecido a este escudo. Una garra de león.

– Este escudo perteneció a la familia de Fratens, cuyos miembros acompañaron al rey Luis IX de Francia en la séptima cruzada. Esto demuestra que esa leyenda del caballero que me ha contado usted puede estar basada en un hecho real. Demostraría que o Hugo o Phillipe de Fratens pudieron llegar hasta Venecia. La cuestión ahora es saber cuál de ellos fue el que llegó y qué trayecto siguió desde Tierra Santa.

– ¿Qué importancia tiene saber cuál de los dos llegó a Venecia? ¿Qué diferencia podría haber entre ellos? -preguntó Max.

– ¡Oh, sí! Sí que había diferencia entre los dos hermanos. Los hermanos que lucharon en Damietta y después en Mansura junto al Rey eran muy diferentes. Los dos eran hijos de su tiempo, una época feudal en la que el barbarismo incipiente estaba ligado a su modo de vida. En Francia, Gran Bretaña o Alemania, eran los señores y barones quienes gobernaban en nombre del Rey o del Emperador. El padre de Hugo y Phillipe de Fratens ejerció el dominio sobre sus tierras, pero sus hijos prefirieron seguir la palabra de Dios y unirse a las cruzadas en busca de fortuna y gloria. Hugo y Phillipe mostraban orgullosa sumisión y digna obediencia y se unieron a las huestes del Rey. Lo bueno que tenía participar en la cruzada era que demostraba cómo un esclavo podía convertirse en caballero y un caballero en esclavo. Los dos hermanos habían sido educados en una sociedad de abnegada dedicación a los pobres, los heridos, los enfermos y los débiles, pero eran también militares muy competentes. Para los hermanos, la «orgullosa sumisión» era para con Dios, quien ocupaba el lugar más alto de la cúspide social, incluso por encima del monarca de turno. Phillipe era, al parecer, muy diferente de su hermano Hugo. Mientras Hugo era un caballero asceta y devoto con una gran fama de humildad y valor, Phillipe era un caballero totalmente decidido y despiadado en nombre de la fe. A Phillipe de Fratens, un curtido veterano, le encantaba contar una vez tras otra el número de infieles que había matado sin que se le agriara su buen humor. Le gustaba definirlo como «malicidio» o, sencillamente, «la matanza del mal». Mientras Hugo se dedicaba a los pobres y a los débiles, Phillipe se dedicaba a matar a los pobres y débiles musulmanes, pero está claro que a ellos, a los infieles, no se les preguntaba su opinión. Hugo era un monje metido a guerrero, mientras que Phillipe era un sádico.

– Pero ¿qué importancia tendría que hubiese llegado uno u otro a Venecia? -volvió a preguntar Max.

– Mucha. Si Phillipe hubiese muerto en Tierra Santa, lo más seguro es que hubiese sido enterrado en cualquier lugar, mientras que si el caballero que permaneció en Acre fuese Hugo, posiblemente hubiese sido enterrado en las catacumbas de Acre con sus armas y, por tanto, sería más fácil de localizar. ¿De qué año puede ser ese arco del que habla? El arco con el yelmo, el escudo y la espada -preguntó Colaiani interesado.

– No estoy muy segura, pero quizá del siglo XIII o XIV. Sería fácil de comprobar en los Archivos de Estado de la Serenísima o en la Bi blioteca Marciana, en el Palacio de los Dogos ¿Qué relación puede tener la leyenda con su primer caballero?

– Usted sabe, Afdera, que muchas veces las leyendas se conforman basándose en un hecho real. ¿Y si ese caballero que dice su leyenda fuese el mismo que luchó junto a Luis IX en Damietta? ¿Y si ese caballero fuese uno de los hermanos que siguió su camino hacia Europa con el documento de Eliezer? ¿Y si el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes, al que se refiere la historia, es nada más y nada menos que Venecia? ¿Y si descubriésemos que el documento de Eliezer está realmente escondido en algún lugar de Venecia? ¿Sabe usted lo que supondría para la cristiandad? ¿Sabe lo que significaría descubrir un documento de la época que demostrase que realmente Judas Iscariote no se suicidó como dice el evangelio de Mateo? Un documento semejante podría abrir los ojos o demostrar que los pilares sobre los que se edificó la actual Iglesia católica no fueron los correctos. ¿Se imagina que usted y yo descubriésemos ese documento, ese texto sagrado en Venecia? Estaría dispuesto a compartir la gloria del descubrimiento con usted, sin duda alguna.

– Muchas gracias, pero si descubro el lugar donde está la carta de ese tal Eliezer, le aseguro que no compartiré con usted su contenido. El libro de Judas es de mi propiedad. De cualquier forma, antes de bañarnos con la gloria debemos localizar las pistas que nos lleven hasta el lugar en donde está escondido ese valioso documento.

– Déjenme que les interrumpa a los dos en su momento de gloria… – intervino Max-. ¿Qué fue de Luis de Francia o del segundo caballero?

– Luis IX y el segundo caballero estuvieron cuatro años fortificando las plazas cristianas de San Juan de Acre, Cesarea, Jaffa y Sidón y peregrinando a los Santos Lugares de Nazaret y Canaán. En el año 1254, Luis IX tuvo que regresar a Francia tras la muerte de su madre, doña Blanca de Castilla, que había actuado como regente, y asumir sus responsabilidades como rey.

– ¿Y el segundo caballero? ¿Supieron al menos dónde está enterrado? -preguntó Afdera, sin dejar de tomar notas.

– Imposible saberlo. Desde 1250 hasta 1291 los caballeros cruzados muertos en acción eran en su mayoría enterrados en el lugar donde caían, pero si tenían suficientes méritos, sus cuerpos eran trasladados hasta San Juan de Acre y sepultados en las criptas y catacumbas de la ciudad, junto a su escudo, sus emblemas de guerra y su espada. El problema es que desde 1291, cuando Acre cayó en poder de los musulmanes, se perdieron la mayor parte de los registros que se habían hecho hasta ese momento. Las diferentes órdenes de caballería llevaban registros exhaustivos de los caballeros muertos y la ubicación de sus sarcófagos -afirmó Colaiani.

– ¿Y no hay forma de localizar el sarcófago del caballero de Fratens?

– Imposible. Los musulmanes destruyeron y quemaron todos los textos que encontraron en Acre, y si no lo hicieron, seguro que los turcos se encargaron de ello cuando conquistaron la ciudad en 1517. Se sabe a ciencia cierta que en 1819, cuando los ingleses anexionaron Acre a Palestina, ya no existían los registros. Para localizar la tumba de ese caballero habría que recorrer uno a uno los kilométricos pasillos que conforman los subsuelos de Acre, y para ello se necesitaría el permiso de los israelíes, y no creo que eso sea nada sencillo.

– No será ningún problema. Tengo buenas relaciones con los israelíes y con la Autoridad de Antigüedades.

– Pero no creo que ellos las tengan conmigo -afirmó Colaiani.

– ¿A qué se refiere?

– Los israelíes nos acusaron oficialmente a Kalamatiano, a Eolande y a mí de estar detrás del intento de robo de una serie de objetos. Yo tengo que decirle que no tuve nada que ver en ello, pero fuimos acusados los tres y nos impidieron realizar cualquier investigación en Acre.

– No se preocupe. Si usted me ayuda a mí, yo le ayudaré a usted con los israelíes -propuso Afdera.

– ¿Y de qué forma le ayudaría yo? Usted no está dispuesta a compartir el éxito del descubrimiento del texto de Eliezer.

– Podría cambiar de opinión, depende de su ayuda.

– ¿Hasta qué punto debería llegar esa ayuda?

– A ponerme en contacto con Vasilis Kalamatiano.

– ¿Está usted loca? -exclamó Colaiani-. Si el Griego se entera de que he hablado con usted sobre el libro de Judas y el documento de Eliezer, es capaz de despellejarme vivo en una tinaja de aceite hirviendo.

– Pues ésa es mi condición. Si me pone en contacto con Kalamatiano, haré que los israelíes se olviden de usted. Si no lo hace, no sólo me preocuparé de que los israelíes no se olviden de usted, sino que hablaré con todos los amigos de mi abuela, y le aseguro que son muchos, y correré la voz de que ha intentado engañarme con una pieza -dijo Afdera, poniendo su mejor rostro angelical.

– Hija de puta -farfulló Colaiani, dirigiéndose hacia su desordenada mesa para buscar una vieja agenda de tapas de cuero bajo un montón de papeles y fotografías en blanco y negro-. De acuerdo, le diré la forma de contactar con Kalamatiano. Llame a este número. Si el Griego acepta hablar con usted, perfecto. Usted llamará a los israelíes y les dirá lo bueno que soy. Si Kalamatiano se niega a hablar con usted, o se niega incluso a devolverle la llamada, también perfecto. Usted llamará igualmente a los israelíes y les contará mis bondades.

– De acuerdo. Trato hecho. Le llamaré después de hablar con Kalamatiano. Ya no le molestamos más -dijo, poniéndose en pie para despedirse.

– Espero tener noticias suyas muy pronto, señorita Brooks. Recuerde que ahora somos socios -aseguró Colaiani.

– Aún no, profesor, aún no.

Max rompió el silencio cuando estuvieron fuera del campus.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Me imagino que intentar localizar a ese Kalamatiano.

– ¿Y después?

– Necesito hablar con Badani esta tarde para confirmar si en el cadáver de Liliana encontraron un octógono de tela. Y quiero hablar con ese inspector de la policía de Berna, Hans Grüber, para saber si en el cadáver de Werner Hoffman hallaron un símbolo similar.

– ¿Qué ocurriría si descubrieses que esa gente que mata dejando un octógono de tela tras de sí está realmente asesinando a cualquier persona relacionada con tu libro de Judas? ¿Y si ese supuesto grupo descubriese que realmente hay un texto de un tal Eliezer que podría poner en peligro los cimientos de la Iglesia católica? ¿Crees realmente que dejarían que todos los que conocen ese secreto permaneciesen vivos?

– No lo sé, Max. Ahora no puedo pensar en ello. Tal vez estamos tomándonos demasiadas molestias por ese Judas.

– ¿Por qué no le concedes el beneficio de la duda, como hizo tu abuela?

– ¿Tal vez porque traicionó a su amigo?

– En el Infierno de la Divina Comedia de Dante, Judas es condenado a las fosas más profundas, en donde es devorado desde la cabeza por un ave gigante. La gente de hoy considera a Judas como un delator, un traidor. Incluso su nombre es asociado a la codicia, a la avaricia, a alguien mucho más interesado en el dinero que en la fidelidad a un amigo. Se desprecia el nombre en sí. En ningún lugar de Occidente nadie pondría el nombre de Judas ni siquiera a su perro, y mucho menos en Alemania, en donde es ilegal llamar así a un hijo. ¿Por qué no puedes ser tú la persona que consiga limpiar el nombre de Judas Iscariote? -propuso Max.

Cuando el taxi se detuvo ante las puertas del Grand Hotel Villa Medici, Afdera se bajó esperando que Max la siguiese, pero éste permaneció en el vehículo.

– ¿No vas a bajar?

– No, pero esta noche cuando cenemos juntos te diré por qué no puedo acercarme a ti. Me comprenderás cuando te lo cuente.

– Espero que tu explicación sea convincente. Quedamos a las nueve en el restaurante Al Lume di Candela, en Via Pancini. Sé puntual -dijo Afdera, dando un fuerte portazo al vehículo.

Ya en su habitación, levantó el teléfono y marcó el número de Badani en El Cairo.

– Residencia del señor Badani, dígame.

– Hola, buenas tardes, deseaba hablar con Rezek Badani, por favor.

– ¿A quién debo anunciar? -preguntó la criada.

– Dígale que soy Afdera Brooks. Al otro lado de la línea, Afdera oía cómo la joven discutía y recriminaba algo en árabe a Badani.

– Malditas mujeres. Sólo piden, piden y piden… ¿Quién es? ¿Quién quiere hablar conmigo?

– Hola, Rezek, soy Afdera.

– Querida Afdera, ¿cómo estás?

– Bien, querido amigo. ¿Qué tal por El Cairo?

– Intentando engañar a más turistas estúpidos. Ya sabes cómo son. Vestidos como si fueran a Hawai, con esas camisas de flores ridículas, quieren comprar un preservativo perteneciente al faraón Ramsés. ¡Qué estúpidos son!

– Un día alguien te va a dar un escarmiento por engañarles. Dime, ¿has averiguado algo sobre el octógono de tela? ¿Tenía Liliana algún octógono cerca de ella? -preguntó intrigada.

– Hablé con mi primo y…

– ¡Tú y tus primos!

– Como te estaba diciendo, hablé con mi primo, el policía de El Cairo. Estuvo haciendo preguntas por la Sección Criminal de la Poli cía de Alejandría. Un agente le dijo que, efectivamente, junto al cadáver de Liliana Ransom había un extraño octógono con una frase escrita en latín. Déjame que busque el papel en donde apunté el texto…

Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios -dijo Afdera.

– Exactamente. ¿Cómo lo sabías? ¡A veces me das miedo! -exclamó Badani.

– Con Liliana, son ya tres las víctimas de esos asesinos del octógono. Tu socio Boutros Reyko, Abdel Gabriel Sayed y tú.

– Bueno, yo se lo puse bastante difícil a ese hijo de puta del octógono que saltó por la ventana.

– Con mi ayuda, querido amigo, con mi ayuda. Te llamaré y te tendré al tanto de lo que descubra. Cuídate y no te fíes de nadie. Si lo han intentando una vez, puede que vuelvan a hacerlo. Tal vez a esos tipos del octógono no les guste dejar flecos sueltos, y tu, amigo mío, te has convertido en eso, en un fleco suelto -dijo Afdera antes de colgar.

La joven volvió a levantar el teléfono para llamar a Sabine Hubert.

– ¿Cómo estás? -dijo Sabine.

– Muy bien, querida amiga. ¿Y tú?

– Estamos dando los últimos retoques a tu libro. Tu Veuaggelion Nioudas está casi finalizado.

– ¿Qué es eso de Veuagge…?

– El evangelio de Judas en copto. Para mí, debo decirte, querida, ha sido como montar uno de los puzles más importantes y complejos de la historia. Tu libro de Judas está escrito en trece hojas de papiro, por ambas caras, en total veintiséis páginas que aparecen numeradas entre la treinta y tres y la cincuenta y ocho del códice. Además, hemos podido encajar casi todos los fragmentos de papiro que trajiste junto al libro, dentro de la caja de plástico.

– Eso sí que es un arduo trabajo.

– Sí que lo es. Si coges un documento de unas diez páginas escritas por ambos lados, lo rompes en fragmentos diminutos, tiras la mitad de ellos y luego intentas volver a reconstruirlo, verás que el trabajo es bastante complicado. Lo que hemos hecho es trabajar con fotocopias. Fotocopiamos todos los fragmentos, incluso los más pequeños, los recortamos a escala, dándoles una numeración, y Efraim se ocupó de colocarlos en su lugar. Desciframos el significado de tu libro gracias a pequeñas victorias, al ir colocando cada trozo en su sitio. Cuantos más fragmentos añadíamos, más podíamos leer y más historia desvelábamos. El texto, sin lugar a dudas, narra la historia de los últimos días de Jesucristo. Para todos nosotros y por unanimidad, tu libro es el mismo que condenó Irineo de Lyon hace más de mil ochocientos años.

– ¿Cómo estáis tan seguros?

– Efraim ha encontrado una frase que dice textualmente: «Tú los superarás a todos, porque sacrificarás el cuerpo en el que vivo». Burt afirma que revelar este texto podría llegar a generar una crisis de fe. No cabe la menor duda de que tu abuela te dejó en herencia uno de los mayores descubrimientos de este siglo. Es un hallazgo porque supone un testimonio directo.

– ¿Habéis averiguado algo más de ese tal Eliezer?

– Sí, es curioso. Burt dice que pudo ser un discípulo de Judas, si es que éste no se suicidó, o tal vez una especie de escriba o secretario.

– Sabine, ¿crees que es necesario que vaya a Berna?

– Yo creo que deberías venir para que podamos darte los últimos detalles del libro. Creo que ha llegado el momento de que decidas qué quieres hacer con él. Si lo vas a vender, donarlo o a quedártelo. A John, Burt y Efraim les gustaría despedirse de ti antes de regresar a sus países.

– De acuerdo, seguiré tu consejo. Iré a Berna. ¿Te ha dicho Aguilar algo sobre el libro? -dijo Afdera.

– No, no me ha dicho nada, pero te recomendaría que no te fiases de Aguilar. El libro es tuyo, hemos trabajado mucho en él para restaurarlo y traducirlo.

– Mi abogado ha ido a Berna para cerrar el acuerdo y las condiciones que hemos impuesto mi hermana Assal y yo son muy estrictas. Si se incumple alguna de las condiciones, su propiedad volverá a nosotras.

– Espero que sepas lo que haces, pero, como te digo, ten cuidado con Aguilar.

– Muchas gracias, querida amiga. Nos vemos en Berna dentro de unos días -se despidió Afdera.

La tarde había caído ya sobre Florencia, coloreando los tejados de la ciudad de tonos violetas y rojos. La cúpula diseñada en el siglo XV por Filippo Brunelleschi surgía altiva entre las sombras. Afdera miró su reloj. Aún le quedaban unas horas hasta la cita con Max. Se recostó en la cama e intentó dormir un rato, pero no dejaba de darle vueltas a aquello que Max tenía que revelarle. «¿Qué misterio ocultará Max?», pensó Afdera antes de conciliar el sueño.

Al cabo de un buen rato, la joven se levantó dando un salto sobre la cama.

– ¡Mierda, mierda! Me he quedado dormida -exclamó.

A toda velocidad se desnudó, se metió en la ducha, se puso unas braguitas negras, unas medias con liguero y se enfundó en un vestido negro que dejaba entrever el escote. «Si no consigo excitarle así, es que es gay, está claro», se dijo ante el espejo mientras se levantaba los pechos para hacerlos más exuberantes.

Salió a toda prisa y tomó un taxi rumbo al restaurante en donde tenía su cita con Max. El conductor no dejaba de mirar por el espejo retrovisor a su pasajera. Era moreno, muy atractivo y de ojos verdes. «Es el perfecto italiano, con un rostro muy florentino», pensó Afdera.

– Disculpe, señorita. Déjeme decirle que está usted preciosa -dijo.

– Muchas gracias, pero estoy casada -sentenció la joven, mostrando uno de sus anillos para cortar en seco cualquier intento de cortejo por parte del atractivo conductor.

– Perdone, no quería molestarla.

– No se preocupe. De cualquier forma, muchas gracias.

Durante el resto del trayecto reinó el silencio en el interior del vehículo.

– Aquí es -anunció el taxista.

Afdera se bajó y entró en el restaurante. Max aún no había llegado. El camarero la acompañó hasta una mesa situada al fondo de la sala.

– Póngame un martini seco mientras espero a mi acompañante -pidió al camarero.

Miró su reloj. Eran las nueve y diez. Cinco minutos después apareció Max. Afdera aún no se había dado cuenta de su presencia hasta que vio al camarero dirigirse hacia ella seguida por Max.

– Ésta es su mesa, señor -dijo el camarero, apartándose del campo de visión de Afdera.

En ese momento, la joven vio a Max vestido con un elegante traje negro que dejaba a la vista un inmaculado alzacuellos blanco. Su rostro pasó de la sorpresa a la indignación.

– ¡Soy una estúpida! -dijo, intentando levantarse de la mesa para salir huyendo-. Debes de habértelo pasado muy bien con mis insinuaciones. Soy una auténtica estúpida. ¿Cómo no me di cuenta?

– Déjame que te lo explique -intentaba decir él, tratando de sujetar por el brazo a Afdera, que ya se había puesto en pie.

– No quiero que me expliques nada. No hay nada que explicar. Lo único que hay que explicar es que tú me has mentido y yo he sido una auténtica estúpida. Me siento engañada. Me has engañado -seguía diciendo Afdera.

– ¿En qué te he engañado, puedes decírmelo? ¿Te he engañado por no aceptar acostarme contigo? ¿Te he engañado por no haber llegado a besarte? ¿Te he engañado por haber tenido que huir de ti para evitar llegar a algo que tal vez deseaba? ¿En qué te he engañado? -intentaba disculparse Max.

– Me siento como una estúpida. Debería salir corriendo de aquí, pero no sé si es la vergüenza o la estupidez y la humillación lo que me impide moverme. Me he enamorado de ti como una imbécil. Tenías que habérmelo dicho antes.

– Lo reconozco, debería habértelo dicho antes de que te enamorases de mí, pero no encontraba nunca el momento. Tal vez tenga la culpa de haberte dejado que llegases hasta ese punto sin decirte nada, pero cuando me disponía a contártelo tú siempre me dejabas una puerta abierta…

– Una puerta que tú tendrías que haber cerrado y no dejar que permaneciera entreabierta -le recriminó ella.

– Tienes razón, pero no sé bien por qué dejaba que esa puerta continuase entreabierta. Quizá porque en el fondo te deseaba, pero mi condición de sacerdote me impedía dar un paso adelante. Soy un hombre, y, como tal, me gustas. Te confieso que incluso he tenido que luchar conmigo mismo para no besarte, para no aceptar tu invitación de pasar la noche contigo en Berna, pero mi condición de sacerdote hacía que renegase al mismo tiempo de ti. He tenido que luchar contra mí mismo.

– ¿Y qué me dices de mí? ¿Es que yo no he tenido que luchar contra mí misma para no darte un puñetazo? ¿Y me lo dices ahora? ¿Aquí? ¿Así? No sé si pegarte un puñetazo en la nariz o salir corriendo. ¡Qué estúpida he sido! -seguía lamentándose Afdera mientras Max continuaba reteniéndola por el brazo para evitar que se fuera.

– ¿Y bien? ¿Qué quieres hacer?

– ¿A qué te refieres?

– O me das el puñetazo o sales corriendo.

– Debería salir corriendo y dejarte aquí, pero estoy demasiado impresionada como para poder moverme. Prefiero pedir otro par de martinis y hacerte cientos de preguntas. A lo mejor me has mentido en todo lo demás.

– No te he mentido en nada. Reconozco que debería haberte dicho quién era realmente, pero no te he engañado. Pregúntame lo que quieras. Adelante -invitó Max.

– ¿Desde cuándo eres sacerdote?

– Desde hace casi veinticinco años. Ingresé en los jesuitas a los dieciocho. Mi vocación para con Dios fue más un convencimiento, poco a poco, que una inspiración directa. Mi tío, el cardenal Ulrich Kronauer, fue quien me ayudó en mi vocación y quien me obligó a estudiar.

– ¿Dónde has estudiado? ¿En qué universidad?

– En Yale. Estudié historia de las religiones y me especialicé en los orígenes del cristianismo. Una vez licenciado, decidí vivir algunos años en Damasco, en cuya universidad estudié arameo y copto.

– Caray, tu familia tiene dinero… -exclamó Afdera tras beber el segundo martini de un solo trago.

– ¿Por qué lo dices?

– Está claro que si estudiaste en Yale, tu familia debe de tener bastante dinero. Allí estudian sólo los de sangre azul como tú.

– O como tú. Pero sí, mi familia tiene dinero, creo que mucho dinero. Por parte de mi padre, mi familia ha servido a la Iglesia desde hace siglos. Antepasados míos sirvieron a varios papas, hasta mi tío Ulrich, que actualmente es uno de los consejeros más próximos al Santo Padre en el Vaticano. Por parte de mi madre, su familia ha estado relacionada con el negocio del acero desde el siglo XIX.

– ¿De dónde procede tu familia?

– De la católica Baviera, por supuesto. Mi padre nació en una ciudad llamada Ingolstadt. Mi madre nació en Berlín. Y yo en Augsburgo, en septiembre de 1939, pocos días después de que Hitler lanzase al mundo a una guerra. Mis padres tenían su segunda residencia en esa ciudad.

– ¿Qué hicieron tus padres durante la guerra?

– La verdad es que ellos apoyaron el discurso de Hitler y los suyos sobre una Gran Alemania, pero con el paso de los años aquel sueño fue derrumbándose. Muchos amigos de mis padres fueron detenidos y enviados al campo de concentración de Dachau por no estar de acuerdo con el partido. Finalmente, las propiedades de mi madre y de su familia fueron incautadas en virtud de la llamada Ley de Industrias de Defensa. Mis padres decidieron buscar refugio en el Vaticano, gracias a que mi padre consiguió un salvoconducto para toda la familia por mediación de mi tío Ulrich.

– ¿Regresasteis tras la guerra contra Alemania?

– Sí. Mis padres se sometieron a una «desnazificación» por parte de las fuerzas aliadas e intentaron volver a la vida normal, difícil en aquellos años en una Alemania destruida hasta sus cimientos por la locura del nazismo y los bombardeos aliados. Volvimos a Munich, en donde vivimos hasta finales de los años cincuenta. Después, yo ingresé en el seminario.

– ¿Tienes hermanos? -preguntó Afdera, llamando la atención del camarero para pedir un tercer martini.

– Sí. Tengo dos hermanas que viven en Alemania con muchos hijos a su alrededor.

– Déjame preguntarte, ¿por qué no me dijiste antes que eras sacerdote? Lo hubiera entendido.

– Alguna extraña razón me lo impidió. Tal vez tenía miedo de perderte…

– No se pierde lo que no se tiene -replicó Afdera.

– Lo sé, pero tenía miedo de no volverte a ver. Me gusta estar contigo, hablar contigo. No quería dejar de verte. Sé que es bastante egoísta por mi parte. ¿Quieres que me aparte de tu vida? -preguntó Max de repente.

– Tendré que pensarlo. He de ir de nuevo a Berna para atar los últimos cabos del libro. Después, si quieres, o cuando vuelvas a aparecer en mi vida, podremos discutirlo con más tranquilidad. Por ahora prefiero mantener la mente fría con respecto a ti.

– ¿Cuándo regresas a Venecia?

– No lo sé. Primero tengo que ir a Berna. -¿Quieres que pidamos la cena? -Sí, padre Max.

– No seas mala -dijo guiñándole un ojo-. Adelante, pidamos la cena.


***

Berna

La mañana amaneció fría, casi invernal. Un viento gélido recorría las calles de la ciudad. Sampson Hamilton, el abogado de la familia Brooks, había viajado hasta la ciudad suiza para llevar a cabo la operación de transferencia de propiedad del evangelio de Judas a la Fun dación Helsing. La reunión con Renard Aguilar estaba prevista para las diez de la mañana y Hamilton era escrupulosamente puntual.

El Mercedes alcanzó el primer control de seguridad de la fundación por la avenida Schweizerhausweg. Al detenerse, el chófer abrió la ventanilla y entregó un documento al vigilante armado ante la atenta mirada de un segundo vigilante que sujetaba fuertemente por una correa a un pastor alemán con aspecto poco amistoso.

Uno de los guardias conectó un mando a distancia y la puerta comenzó a abrirse dando paso a un espeso y frondoso bosque cortado por una carretera de gravilla blanca.

El vehículo penetró en el bosque hasta alcanzar un claro más allá de una colina que escondía del campo de visión de curiosos un edificio blanco acristalado. «Esto parece la CIA», pensó Sampson.

En la recepción, un gran sello con el símbolo de la Fundación Hel sing coronaba la entrada.

– ¿Es usted el señor Hamilton?

– Sí, soy yo.

– Sígame, por favor. Le están esperando en la sala de juntas.

Mientras seguía a la joven recepcionista, Hamilton pudo observar las obras de arte que se exhibían colgadas de las paredes. Relieves griegos, fragmentos de lápidas funerarias etruscas y esculturas romanas se mezclaban con cuadros de Roy Lichtenstein, Mark Rothko o Tiziano. Al final del pasillo, una gran puerta se abrió ante Sampson Hamilton. Esperaba encontrarse con decenas de abogados bien vestidos dispuestos a negociar las condiciones de venta impuestas por Afdera y Assal. Pero la única persona que había era Renard Aguilar, el director de la fundación.

– Buenos días. Creí que iba a haber aquí un buen número de abogados suizos dispuestos a negociar cualquier punto del acuerdo -dijo Sampson.

– ¡Oh, no! En la Fundación Helsing solemos evitar cualquier contacto con los abogados. Espero que no le moleste.

– No se preocupe, a mí tampoco me gustan los abogados, a pesar de pertenecer a su gremio -respondió Sampson con una falsa sonrisa-. Pasemos al asunto que nos ocupa. Le traigo tres copias del contrato que hemos dispuesto para la transferencia del evangelio de Judas a su mecenas a través de la Fundación Helsing, que actuará como intermediaria de la operación

– Me gustaría leerlo tranquilamente, si no le parece mal.

– En absoluto. ¿Podrá hacerlo en una hora?

– Perfecto, así lo haré. Mi secretaria le acompañará hasta una sala en donde podrá esperar. Si desea algo, no dude en pedírselo a ella -dijo Aguilar.

Justo sesenta minutos más tarde, la secretaria apareció en el salón en donde Hamilton leía los periódicos del día.

– ¿Señor Hamilton? ¿Puede usted acompañarme?

– Por supuesto.

De nuevo en la gran sala de juntas, Aguilar se dirigió al abogado de Afdera Brooks.

– He leído el documento con suma atención. Estoy de acuerdo con todos los puntos expuestos y así se lo haré saber al comprador. Una vez que estemos todas las partes de acuerdo, yo firmaré en nombre del comprador y usted en nombre del vendedor. A continuación, informaré al comprador que ya es formal y oficialmente el propietario del libro, dando orden automática de depositar en la cuenta en Suiza que usted reseña en el documento la cantidad de ocho millones de dólares. Una copia del material utilizado para su restauración será depositada en los archivos de la Fundación Helsing y una segunda copia será enviada a la señorita Afdera Brooks en Venecia. Ni la Fundación Helsing ni la señorita Brooks podrán hacer uso de este material sin permiso expreso del nuevo propietario del libro. Este acuerdo quedará bajo la jurisdicción de los tribunales de Suiza, Estados Unidos y Gran Bretaña.

– Perfecto. Si ha quedado todo claro, firmemos -propuso Sampson Hamilton.

Los dos hombres extrajeron de sus bolsillos sendas plumas Montblanc y rubricaron la veintena de páginas que conformaban el acuerdo.

– Brindemos por el buen fin de nuestro acuerdo -propuso Aguilar, descorchando ruidosamente una botella del mejor champán francés.

– Lo siento, no bebo. Sólo espero que tanto su misterioso comprador como usted y su fundación cumplan con su palabra. Le aseguro que no deseará encontrarse conmigo ante un tribunal.

– No se ponga así, amigo Hamilton. El comprador cumplirá con lo estipulado. Y ahora, ¿qué tiene previsto hacer? ¿Quiere cenar conmigo esta noche? -preguntó Aguilar.

– Lo siento, mañana debo viajar temprano a Estados Unidos, a Colorado exactamente, a arreglar varios asuntos de mi clienta.

– Es una zona maravillosa, sobre todo si tiene usted tiempo de practicar el esquí.

– Es un viaje de trabajo. No creo que tenga mucho tiempo. De cualquier forma, muchas gracias por el consejo. Intentaré hacerle caso -dijo el abogado, poniéndose en pie para despedirse del director. Antes de salir de la sala, Hamilton se giró hacia Aguilar y añadió-: Por cierto, mi clienta, la señorita Brooks, tiene previsto venir a Berna para despedirse personalmente del equipo que ha llevado a cabo la restauración del libro. ¿Cuándo cree que dejarán Suiza?

– Su dienta tiene al menos una semana para despedirse de ellos antes de que regresen a sus países.

– De acuerdo, dígales que se reunirá con ellos esta misma semana.

Ya en la soledad de su despacho, Aguilar pidió a su secretaria que no le pasase ninguna llamada ni le molestase. Tras meterse en la boca un caramelo de menta, marcó los prefijos de Hong Kong.

– ¿Dígame?

– Buenas tardes, deseo hablar con el señor Delmer Wu.

– ¿Quién pregunta por él?

– Soy Renard Aguilar, de la Fundación Helsing. Dígale al señor Wu que tengo su pedido. Él lo entenderá.

Dicho esto, colgó el aparato.

Le quedaba todavía la llamada más difícil de hacer. Debía informar sobre el libro de Judas a monseñor Mahoney, el secretario del poderoso cardenal Lienart.

– Secretaría de Estado Vaticana, dígame.

– Por favor, deseo hablar con monseñor Mahoney, secretario de su eminencia el cardenal Lienart. Es urgente. Dígale que le llaman desde Berna, de la Fundación Helsing.

– De acuerdo, espere un momento -dijo el diplomático de guardia.

Una música con coros de voces angelicales inundó la línea. De repente se interrumpió.

– ¿Señor? Un momento. Le paso con monseñor Mahoney.

La voz de Emery Mahoney parecía severa al otro lado de la línea. Aquel tipo no le caía demasiado bien a Aguilar. «Parece la voz de su amo», pensó.

– ¿Qué desea, señor Aguilar?

– Buenos días, monseñor. Tan sólo le llamaba para informarle de que estamos intentando cerrar las negociaciones con el abogado de la señorita Brooks. Estoy seguro de que en pocos días podré decirle algo más sobre ese libro hereje. Le llamaré para indicarle que envíe usted a alguien a buscarlo. Ya sabe que estoy totalmente de acuerdo con su eminencia, el cardenal Lienart, de que ese texto debería estar bajo el control de Nuestra Santa Madre Iglesia.

– Le comunicaré a su eminencia lo que usted me ha transmitido. Espero que todo siga su curso sin el menor problema. Ya sabe usted, querido Aguilar, que a su eminencia le disgusta cualquier traba o intromisión en los intereses de la Iglesia -le advirtió Mahoney.

– Lo sé, monseñor. No habrá problemas por ninguna de las partes y en pocos días estoy seguro de que el Vaticano tendrá bajo su control el libro hereje. No se preocupe, se lo prometo.

– Que así sea. ¿Desea informar de algún asunto más?

– No sé si tendrá importancia para usted o para su eminencia el cardenal Lienart… -dijo Aguilar.

– Deje que sea yo quien lo decida. ¿De qué se trata?

– Hamilton, el abogado de la señorita Brooks, me ha comentado que tiene previsto viajar a Colorado para arreglar unos asuntos de su dienta. No sé si esta información será importante, y si lo es, creo que debería ser recompensado por ello.

– Nunca sabemos cuál es en realidad el camino correcto que debemos seguir, querido Aguilar, pero lo único que sabemos es seguir adelante aun cuando no estamos seguros de lo que sucederá. Buscamos respuestas, le damos vueltas en nuestra mente en busca de una cierta luz y decidimos: «Esto es lo que debo hacer y lo hago». Pero de repente aparece un nuevo problema al preguntarnos si hicimos lo correcto o no. Ésta es la cuestión. Usted no sabrá si lo ha hecho bien, y nunca lo descubrirá aun cuando le paguemos por ello -respondió el obispo Mahoney justo antes de colgar el teléfono.


***

Ciudad del Vaticano

La llamada de Renard Aguilar había dejado intranquilo a monseñor Mahoney. Tal vez ese Hamilton pretendía meter sus narices en asuntos que no eran de su incumbencia. Quizá ese viaje fuese para intentar cerrar algún capítulo que el Círculo Octogonus había dejado abierto hacía casi veinte años. Aquello podría ser peligroso, así que el obispo Mahoney decidió consultar con el cardenal Lienart.

Se dirigió hasta el despacho del secretario de Estado. Monseñor Mahoney golpeó la puerta tres veces antes de escuchar la voz de Lienart.

– Adelante, pase, monseñor Mahoney -le invitó Lienart-. Pase y cierre la puerta, por favor.

Fructum pro fructo.

Silentium pro silentio -respondió el cardenal, tocando levemente la cabeza de su secretario.

– Deseo hacerle una consulta, eminencia.

– ¿Es tan urgente como para sacarme de una reunión con los responsables de la Primera y Segunda Sección?

– Puede que no sea nada, pero también puede que sea algo peligroso para nuestro Círculo.

– ¿De qué se trata?

– Acabo de hablar con Aguilar, el director de la Fundación Hel sing de Berna…

– Sí, sí, ya sé quién es, pero, dígame, ¿cuál es el problema?

– Me dijo que el abogado que está negociando la venta del libro de Judas va a viajar a Colorado para arreglar varios asuntos de su clienta, Afdera Brooks. Usted sabe que el Círculo estuvo implicado en la muerte de los padres de esa joven, y si el abogado llega a descubrirlo, pueden ponerse las cosas difíciles para nosotros.

– ¿Y qué propone usted?

– Enviar a Colorado a los hermanos Osmund y Ferrell para vigilar de cerca a ese Sampson Hamilton. Si el abogado se acerca demasiado a algún secreto que ponga en peligro el Círculo Octogonus, les ordenaré que actúen para impedirlo.

– ¿Quiere preguntarme algo más o, por el contrario, puede usted solucionarlo solo? -dijo Lienart.

– Los cuatro científicos han terminado de restaurar y traducir el libro de Judas. ¿Qué quiere que hagamos con ellos? -preguntó el obispo.

– Cuando los tres abandonen Berna, que el hermano Alvarado se ocupe de esa mujer de la que ahora no recuerdo su nombre… -ordenó el cardenal August Lienart.

– Sabine, Sabine Hubert.

– Que así sea, querido Mahoney, y después ocúpese usted de que el resto del equipo quede silenciado para siempre.

– ¿Y Renard Aguilar?

– Mientras pueda seguir siéndonos de utilidad, le utilizaremos. El día en que ya no nos sirva para nuestra sagrada labor, será el momento de enviar su alma con Dios Nuestro Señor.

– A sus órdenes, eminencia. Lo prepararé todo y convocaré a los miembros del Círculo que deben asumir sus nuevas misiones.

– Puede retirarse. Por cierto, deberá usted comenzar a asumir mayores responsabilidades dentro de nuestro Círculo. Según parece, Su Santidad no goza de tan buena salud como cabría esperar de un campesino del Este. ¡Quién sabe si se convocará un nuevo cónclave en fechas no muy lejanas! Si eso ocurriera, tendré que estar preparado, y si usted no es capaz de controlar el Círculo, tal vez debería pensar en el padre Alvarado o en el padre Ferrell para sustituirle en tan difícil y delicada misión. Podría sopesar incluso la posibilidad de enviarle a usted a un monasterio en Polonia para que pueda dedicarse a la oración y a la vida contemplativa.

– Pero, eminencia, yo…

– Si usted no está preparado, puede irse ahora mismo y abandonar nuestra sagrada misión, encomendada a los miembros del Círculo Octogonus. Si está dispuesto a continuar desempeñando su trabajo, deje de quejarse, abandone sus miedos y actúe por sí solo, querido Mahoney. El hombre que más ha vivido, monseñor, no es aquel que más años ha cumplido, sino aquel que más ha experimentado en la vida. Ya es hora de que acepte tomar decisiones y no esperar que sean otros quienes lo hagan por usted.

– No creo estar capacitado para asumir esa responsabilidad, eminencia.

– Querido Mahoney, las suposiciones siempre son malas para el espíritu. El hombre pasa su vida razonando sobre el pasado, quejándose del presente y temblando por lo venidero, y usted es un perfecto ejemplo de ello. Actúe sin remordimientos, ya que cada hombre puede mejorar su vida mejorando su actitud. El mejor ejemplo de nuestra misión, la del Círculo Octogonus, es esa frase que dice que la guerra es una masacre entre personas que no se conocen para beneficio de otras que sí se conocen, pero que no desean masacrarse. Estos últimos somos, querido Mahoney, usted y yo. A partir de aquí es donde usted debe elegir en qué lado quiere estar. Píenselo y comuníqueme su decisión cuanto antes. No me gustaría tener otro padre Reyes con dudas entre nosotros. Si sucede eso, tal vez tendría que ordenar acabar con esa plaga que genera tantas dudas en algunos de los miembros de nuestro Círculo. Buenos días, monseñor. Fructum pro fructo -dijo el cardenal, señalando a Mahoney la puerta de salida de su despacho. -Silentium pro silentio, eminencia.

Ya en su despacho, monseñor Emery Mahoney descolgó el teléfono rojo que había sobre su mesa y conectó el sistema de antiescucha. Seguidamente marcó el número del Casino degli Spiriti, en Venecia.

Fructum pro fructo.

Silentium pro silentio -respondieron al otro lado de la línea.

– Soy el hermano Mahoney.

– Soy el hermano Ferrell. Dígame, hermano.

– Tengo nuevas órdenes. Usted y el hermano Osmund partirán mañana mismo a Aspen, en Colorado, e intentarán localizar a un abogado llamado Sampson Hamilton.

– ¿Tiene alguna orden concreta, hermano Mahoney?

– Por ahora lo único que deseo es que ustedes sigan de cerca a ese tal Hamilton. Deberán informarme antes de tomar cualquier decisión. No adopten ninguna medida sin consulta previa. Sólo yo podré ordenar una acción concreta contra ese abogada Nadie más que yo. Mañana mismo les haré llegar una fotografía reciente de ése hombre.

– ¿Y si recibimos una orden concreta del gran maestre? -preguntó Ferrell.

– No creo que eso llegue a suceder. Fructum pro fructo.

Silentium pro silentio -respondió Ferrell.

Mahoney debía hacer una nueva llamada. Esta vez a un pequeño piso en el casco histórico de Berna regentado por monjas.

– Hermana, soy el obispo Mahoney y deseo hablar con el padre Septimus Alvarado.

– Un momento, monseñor, ahora mismo le aviso -dijo la religiosa.

Unos instantes después, Mahoney oyó la respiración de Alvarado al otro lado de la línea.

Fructum pro fructo.

Silentium pro silentio -respondió Alvarado.

– Tengo instrucciones concretas para usted, hermano Alvarado.

– Dígame, le escucho atentamente.

– Su nuevo objetivo será una mujer llamada Sabine Hubert. Es la persona que ha dirigido la restauración y traducción del libro hereje de Judas. Debe pagar por ello. Sabe demasiado sobre ese libro y el gran maestre no desea que siga siendo así.

– ¿Cuándo debo dar el golpe?

– Sólo cuando los otros tres miembros del equipo hayan abandonado el país. No deseamos que la policía pueda relacionar nuestro Círculo con Hoffman, Hubert y el resto. ¿Cree que el padre Pontius podría ocuparse de Fessner? -preguntó Mahoney, refiriéndose al científico canadiense experto en análisis por radiocarbono.

– Creo que sí está preparado. De cualquier forma, no se preocupe, hermano Mahoney, yo le ayudaré en su tarea.

– De acuerdo, pero no puede quedar ninguna pista de Fessner. La policía no debe encontrarlo. Si lo hacen y relacionan al Círculo con Hoffman, Hubert y Fessner, podrían llegar hasta nosotros y deseamos que eso no suceda, ¿no es así, hermano Alvarado?

– Sí, así es.

Fructum pro fructo, hermano Alvarado.

Silentium pro silentio.

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