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Berna

La reunión con Leonardo Colaiani había sido muy fructífera y ahora deseaba cerrar el asunto del libro con la Fundación Hel sing. Afdera quería despedirse de los miembros del equipo que habían devuelto a la vida al evangelio de Judas y agradecérselo personalmente en su nombre y en el de su abuela.

La reunión iba a celebrarse esa misma mañana en la sede de la fundación en el barrio de Gurten. Sería su última visita antes de traspasar la propiedad del libro al misterioso mecenas de Aguilar. Un Mercedes-Benz de color negro la recogió muy temprano en la puerta del Bellevue Palace para trasladarla hasta la fundación.

Al llegar, Aguilar la esperaba en la misma puerta del edificio principal acompañado de Sabine Hubert, la persona que había hecho posible el sueño de su abuela. El vehículo se detuvo justo delante de ellos.

– ¿Cómo estás, querida? -saludó la restauradora dándole un caluroso abrazo.

– Bien, Sabine, encantada de estar aquí y poder ver el libro finalmente restaurado.

– Adelante, el equipo la está esperando en la sala de reuniones para despedirse de usted -dijo Aguilar, cogiéndola por el brazo.

– Deseo mantener un encuentro a solas con el equipo -pidió al director-. Después me reuniré con usted.

– Veo que prefieren hablar entre científicos. Lo entiendo -respondió Aguilar con una falsa sonrisa-. La esperaré en mi despacho. Tómese todo el tiempo que necesite.

Al entrar en la sala de juntas, Afdera vio a John Fessner, Burt Herman y Efraim Shemel sentados alrededor de una gran mesa con papeles y una caja metálica hermética. Supuso que en el interior estaba el libro de Judas.

Mientras la joven saludaba uno por uno a los científicos, Sabine se dispuso a abrir la caja metálica, dejando al descubierto varias planchas de cristal con las páginas del evangelio colocadas entre ellas. Algunas aparecían aún incompletas. Otras presentaban los bordes carcomidos por el paso de los siglos, pero en sí, el texto era más o menos legible.

– Aquí tienes tu libro -dijo Sabine.

– Bueno, ya no es mío, es del misterioso mecenas de Aguilar -puntualizó, sujetando entre sus manos varias planchas de cristal.

– Aún tenemos que darle los últimos retoques antes de entregárselo a Aguilar. El códice consta de treinta y dos pliegos, sesenta y cuatro páginas, algunas de las cuales han desaparecido. Las páginas 5, 31,32 y 49 ya no existen. Son absolutamente ilegibles. Lo más curioso de todo es que en las páginas 4, 30 y 48 se habla en un papel destacado del tal Eliezer. Según Burt y Efraim, eso sólo puede suponer que alguien arrancó a propósito las páginas en las que ese Eliezer podría haber escrito o dicho algo importante y que no se deseaba que se conociese.

– El libro, aunque se le llama el evangelio de Judas, sólo hace referencia a éste en alguna de sus partes -intervino Herman-. En realidad, son cuatro textos los que lo conforman. Desde la página 1 a la 9, es la llamada carta de Pedro a Felipe; de la página 10 a la 32, la revelación de Jaime; de la 33 a la 58, el evangelio de Judas, un texto totalmente desconocido hasta ahora, aunque es mencionado por Irineo de Lyon en su obra Contra las herejías; y finalmente, desde la página 59 a la 66, un libro muy dañado llamado el libro de Alógenes y que creemos que da algunas claves que no hemos podido entender.

– ¿A qué te refieres?

– En las páginas 62 y 65 se habla de guardianes de puertas o de accesos, o algo parecido, y cita en algunos de sus párrafos a guardias, o soldados, o ángeles guardianes que gobiernan el caos, los mundos inferiores, con nombres concretos como Yaldabaot, Set, Harmatot, Galila, Yobel y Adonaios. Todos ellos están junto al Autógenerado, el Sacia, el Guardián de los Guardianes, el Gran Uno, Barbelo, el Autógenes Autogenerado.

Afdera recordó en ese momento los cuentos que le relataba su abuela cuando era tan sólo una niña, tras sus encuentros con la señora Levi, en el gueto de Venecia. Recordó la Corte Expiatoria o la Corte de los Arcanos, que para entrar en ella había que abrir antes siete puertas, cada una de las cuales tenía grabado el nombre de un shed, un demonio de la casta de los shedim. Cada puerta se abría con una palabra mágica que resultaba ser el nombre de cada demonio del mundo del caos. Sam Ha, Mawet, Ashmodai, Shibbetta, Ruah, Kardeyakos y Na Amah eran los siete guardianes. ¿Y si esos siete shedim fuesen los siete guardianes de las siete puertas a las que se refería Leonardo Colaiani?

– Como una especie de siete guardianes que protegen siete puertas.

– No sé a qué te refieres.

– Mi abuelo recorrió la Dankalia hasta Ogadén a lomos de un camello. A los veinte años fue rescatado por un misionero cuando estaba a punto de morir de una extraña enfermedad en una tribu de pigmeos en África. Allí pasó mucho tiempo con los contrabandistas. Mi abuelo me contó que un camellero dankalo le reveló que para entrar en el Jardín del Edén, ellos lo llamaban Al-Jannah Al-Adn, era necesario abrir siete puertas en el desierto, y que para poder abrirlas había que conocer los nombres de siete diablos de la tribu de los shaitans.

– ¿Las mismas siete puertas de las que te habló la amiga de tu abuela? -exclamó Sabine.

– Puede que tengan relación. Antiguamente los árabes conocían al Adriático como Giun Al-Banadiquin, el Golfo de los Venecianos. A Venecia se la conocía por el nombre de Al Bunduqiyyah, o también como la Ciudad de las Siete Puertas. Tal vez sea Venecia la ciudad a la que se refiere cuando se habla del Laberinto de Agua, de las siete puertas, de los siete guardianes, y tal vez esté en Venecia la clave para encontrar el secreto guardado al que se refiere el evangelio de Judas. ¿Podría tratarse el libro de Alógenes de un apéndice del evangelio de Judas?

– Puede ser -intervino Sabine-. Puede ser incluso que el libro de Alógenes sea una especie de anexo del de Judas y que en él tenga un papel destacado ese Eliezer del que tanto habla el códice en varias partes.

– ¿No habéis podido averiguar más de Eliezer?

– No. Quizá, como ya te dijo Burt en su momento, pudiese ser un seguidor o un escriba a las órdenes de Judas.

– ¿Pudo Irineo de Lyon conocer algo de ese Eliezer para condenar el libro?

– Puede ser, pero es sólo una conjetura -afirmó Herman-. Aunque el original de Contra las herejías fuese escrito por Irineo en el año 180 en griego, sólo conocemos su traducción al latín escrita en el siglo IV. Irineo, en uno de los apéndices, habla de los gnósticos y otros creyentes, llamados ofitas, los hombres de la serpiente. Irineo sostiene que Judas el traidor conocía con precisión estas cosas, siendo el único de los apóstoles en poseer esta gnosis. Por eso obró el misterio de la traición, por lo cual fueron disueltas todas las realidades terrenas y celestiales. En una de las páginas del libro de Alógenes aparecen varias referencias a uno de los apóstoles que reverenció al maestro y lo protegió, y a otro de los apóstoles que lo reverenció pero luego lo traicionó, pero no especifica que fuese Judas. Curiosamente, este texto aparece reseñado en un extracto del libro de Alógenes, cuyo autor pudo ser ese Eliezer.

– ¿Podría tener una copia de la traducción?

– Sí, puede que en un mes o dos tengamos ya una copia casi definitiva -intervino Sabine-. Pero para ello no es necesario que el equipo permanezca más tiempo en Berna. John ha terminado su trabajo y regresa a Ottawa. Burt y Efraim permanecerán en contacto entre ellos y darán los últimos retoques al libro.

– ¿Cuándo os marcháis?

– Yo me marcho mañana mismo -respondió Burt.

– Yo regreso a Israel mañana a primera hora, en un vuelo desde Ginebra -afirmó Efraim.

– A mí me gustaría quedarme unos días para visitar Suiza, pero debo regresar a Canadá para comenzar otro trabajo. Creo que hay unos antropólogos que desean saber la datación de unos huesos encontrados en un yacimiento en Wichita.

– Os deseo la mejor suerte del mundo y quiera, ante todo, daros las gracias en mi nombre, en el de mi hermana Assal y en el de mi abuela por la labor que habéis realizado con el libro. Si necesitáis cualquier cosa o disfrutar de unas buenas vacaciones en mi casa de Venecia, no dudéis en llamarme.

Mientras se levantaba de la mesa para dirigirse a la puerta, Sabine Hubert se acercó a Afdera.

– ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Berna?

– Aún no lo sé, antes quiero hablar con el inspector Grüber.

– ¿Sobre la muerte de Werner?

– Sí. Quiero hacerle partícipe de varias muertes parecidas a la de Werner. Hay demasiadas coincidencias en su muerte con la de un comerciante de El Cairo, un excavador de Maghagha y una experta en arte de Alejandría. Me gustaría informar a Grüber de todo esto. Después iré a Ginebra para ver si consigo hablar con un tipo bastante misterioso que conocía a mi abuela.

– ¿Cómo se llama?

– Vasilis Kalamatiano. Le llaman el Griego.

– Oh, sí, he oído hablar de él, pero no le conozco personalmente. Se cuentan muchas leyendas sobre él.

– ¿Qué leyendas has oído?

La conversación quedó interrumpida por la llegada de la secretaria de Aguilar.

– Señorita Brooks, el señor Aguilar la está esperando.

– Ahora mismo voy a reunirme con él, muchas gracias.

– Ven a cenar esta noche a mi casa. Allí hablaremos sin intromisiones. Ésta es mi dirección. Te espero sobre las ocho y media -dijo la restauradora, entregando a Afdera un pequeño papel.

– De acuerdo, nos vemos esta noche.

La secretaria la acompañó hasta el despacho de Aguilar. Al verla entrar, el director se levantó rápidamente y se dirigió hacia ella.

– Por favor, querida Afdera, pase, pase, y siéntese aquí. Tengo entendido que se ha despedido ya de nuestros amigos Fessner, Herman y Shemel, ¿no es así?

– Sí, así es.

– Quería preguntarle cuándo desea que le enviemos la copia del informe de restauración y traducción de su libro.

– Pretendía llevarme una copia ahora conmigo -dijo Afdera.

– No sé si podremos prepararle un informe cerrado sobre las etapas de la restauración del libro, pero si me deja una dirección puedo hacérselo llegar sin ningún problema. Espero que esta misma tarde o mañana a primera hora, la señora Hubert me entregue su informe final. Haré que un equipo de nuestra fundación recopile todas las imágenes, informes y análisis y se los hagan llegar cuanto antes.

– Ya sabe que ésa es una de las condiciones que hemos impuesto mi hermana y yo.

– Lo sé, no se preocupe por nada. Tal vez cuando llegue usted a su casa de Venecia el informe la estará esperando. Esta misma tarde le diré al comprador que usted ya ha traspasado el libro a la fundación y que debe depositar los ocho millones de dólares en la cuenta convenida. Ahora que hemos arreglado este punto, sólo me queda desearle toda la suerte del mundo -dijo Aguilar levantándose para tenderle la mano a Afdera-. Ha dejado usted el libro de Judas en muy buenas manos.

A Afdera aún le quedaba hablar con Sabine esa misma noche. «¿Qué querrá decirme? ¿Por qué estaría tan misteriosa? ¿Por qué querrá verme en su casa? ¿Es que acaso no quiere que Shemel, o Herman, o Fessner oigan lo que tiene que decirme?», pensó.

Tras abandonar la sede de la Fundación Helsing, decidió llamar al inspector Grüber.

– Deseo hablar con el inspector Grüber, de la División Criminal -pidió la joven.

– Un momento. Le paso con la Criminal -dijo el agente al otro lado de la línea.

– ¿Dígame? Aquí el inspector Grüber.

– Inspector, soy Afdera Brooks. ¿Recuerda que le llamé para hablar sobre la muerte de Werner Hoffman?

– Oh, sí, lo recuerdo. ¿Dónde está?

– Estoy en Berna.

– ¿Quiere pasarse por la comisaría?

– Sí, me gustaría. Necesito hablar con usted. Tengo información sobre ese octógono de tela y quiero saber si encontró algo similar en el cuerpo de Hoffman.

– Bien, señorita Brooks. La espero aquí.

Al entrar en la comisaría, Afdera se dirigió hasta un pequeño mostrador en donde se encontraba un agente vestido con el uniforme azul y los distintivos rojos de la policía de Berna.

– ¿Qué desea?

– Querría hablar con el inspector Hans Grüber, de la División Cri minal. Me está esperando. Soy Afdera Brooks.

– Espere un momento. Le llamaré.

Unos minutos después, un hombre algo obeso, de mirada inteligente, se dirigió hacia ella.

– ¿Señorita Brooks? Soy Hans Grüber. Acompáñeme a una sala de interrogatorios. Allí no nos molestará nadie -dijo.

La sala era como la de tantas comisarías de policía. Una mesa atornillada al suelo y dos sillas, una frente a otra. En un lado había un gran espejo. Afdera supuso que era para poder controlar los interrogatorios de sospechosos desde el otro lado.

Grüber llevaba en su mano una gruesa carpeta. Afdera vio el nombre de «Hoffman, Werner» escrito en ella.

– ¿Quiere un café? Yo voy a tomar uno.

– No, muchas gracias. Tan sólo agua.

Tras unos minutos, mientras esperaban a que un agente les llevase el café y el agua, Grüber y Afdera hablaron de Berna. La joven le contó la estrecha relación de su abuela Crescentia con la ciudad.

– Le gustaba mucho el orden de esta ciudad -dijo.

– Todo en Suiza es orden y armonía, pero el problema es que a veces suceden hechos extraños que cuesta entender, como la muerte de Hoffman -afirmó Grüber, colocando la palma de su mano sobre la carpeta.

Cuando el agente abandonó la sala tras depositar sobre la mesa una taza de café y una botella de agua mineral, el policía cambió su tono de voz.

– Lo que nosotros sabemos es que se intentó hacer creer que Werner Hoffman se había suicidado arrojándose con el vehículo a un lago helado cerca de Thun, al sur de Berna. El forense encontró en el cuerpo indicios de una sustancia que se usa habitualmente como relajante muscular. Posiblemente se la suministrarían para que no luchase por su vida mientras era arrojado al lago. Lo más seguro es que estuviese vivo mientras se ahogaba y por eso encontramos sus pulmones encharcados. Si la muerte se hubiese producido antes de sumergirse en el lago, los pulmones presentarían otro aspecto. Y bien, ¿qué sabe sobre Hoffman y el trabajo que estaba haciendo para usted?

– Le contaré lo que sé hasta ahora de ese octógono de tela.

– Bien. La escucho.

Antes de comenzar su relato, Afdera extrajo de uno de sus bolsillos el octógono de tela que llevaba encima el asesino que intentó estrangular a Rezek Badani y lo colocó sobre la mesa. Al mismo tiempo, Grüber sacó una fotografía en blanco y negro de la carpeta y la dejó también sobre la mesa. En ella aparecía la imagen de un octógono de tela de las mismas características que el de Afdera. Durante varias horas, la joven relató al veterano policía la muerte de Liliana Ransom, atada a su cama y sodomizada con un obelisco decorativo; la muerte de Boutros Reyko, el antiguo socio de Badani; el asesinato de Abdel Gabriel Sayed, estrangulado en una solitaria carretera del sur de Egipto, tras llevar a dos extranjeros en su coche y, por último, el intento de asesinato de Rezek Badani en su casa de El Cairo.

– ¿Tenían todos un octógono de tela como éste?

– Sí. Todos. Liliana lo tenía justo al lado de su cama; Reyko, introducido en la boca; Abdel, en el interior del vehículo, y este que tiene aquí se lo extraje yo misma del bolsillo al tipo que intentó asesinar a Rezek.

– ¿Habría alguna forma de interrogar al tipo?

– Lo dudo. Está muerto. Lo atamos a una silla, y aunque Rezek intentó hacerle hablar, no consiguió que nos dijera nada. Aun estando atado a la silla, consiguió levantarse y arrojarse contra una ventana. Voló desde una quinta planta.

– ¿Se inmoló?

– Puede decirlo así. Pero la palabra «inmolación» tiene una vertiente más religiosa -precisó Afdera.

– Puede ser, pero ¿no le parece que este octógono de tela, con esta frase en latín, puede tener más relación con un asesinato ritual o religioso que con un asesinato común?

– Tal vez tenga razón. Usted es el policía.

– ¿Cuál cree que puede ser la conexión entre todos ellos?

– Mi libro.

– ¿De qué libro habla?

– Del libro de Judas.

– ¿Es que Judas Iscariote escribió un libro? -preguntó Grüber con cierto tono de incredulidad.

– Parece ser que sí, y si no fue él, quizá fuese un discípulo suyo. Un hombre llamado Eliezer.

– Pero ¿no se suicidó tras entregar a Jesucristo?

– Puede ser, pero no está tan claro que se suicidase. Tal vez pudo huir de Jerusalén y refugiarse en Alejandría. Mi libro podría ayudar a comprender no sólo el origen del cristianismo y su acto más sagrado, como es la Pasión de Cristo, sino también el origen de la Iglesia católica tal y como hoy la conocemos.

– ¿Me está diciendo que Ransom, Sayed, Reyko, su amigo Badani y Hoffman pudieron ser asesinados por haber estado demasiado cerca de su libro?

– No se lo estoy diciendo, lo estoy afirmando. Liliana, Reyko, Abdel y Hoffman tal vez fueran asesinados por la misma mano por haberse acercado demasiado a la palabra de Judas.

– Lo que sí me queda claro es que esa mano debe de ser muy larga y bastante poderosa como para extender sus tentáculos en Egipto y Suiza.

– ¿Por qué lo dice?

– Le aseguro, señorita Brooks, que no es tan fácil conseguir un asesino con cierta habilidad para enviarlo a matar a una mujer en Alejandría, a un tipo en el sur de Egipto, a un científico en Thun y a otro en El Cairo. Para eso se necesita poder, dinero y unos amplios conocimientos en materia de información y logística. Me está diciendo que alguien ha enviado asesinos a Egipto y a Suiza para matar a todos aquellos que han accedido a su libro. El que ordena esas ejecuciones está claro que debe ser lo suficientemente poderoso como para no importarle que sus asesinos dejen una pista tan clara como un octógono de tela. O se trata de un asesino en serie bastante estúpido, o de un grupo de asesinos bajo una misma dirección, según su octógono de tela. Pueden incluso ser una secta como aquella de los ashashin de las montañas de Alamut.

– ¿Me está diciendo que puede existir una secta como la de los ashashin en pleno siglo XX?

– ¿Y por qué no? ¿Por qué cree que hoy día no podría existir una secta como la de los ashashin, liderada por un hombre poderoso que envía asesinos para liquidar a todos aquellos que estén relacionados con su libro de Judas? Cada día vemos en las noticias de televisión actos como los de esos tipos iraníes y palestinos que se arrojan con un camión cargado de explosivos contra un cuartel o contra una embajada. Ellos lo hacen creyendo en que Dios o Alá, o como quiera llamarlo, los premiará una vez que lleguen al paraíso, así que, ¿por qué cree que no puede existir un grupo así formado por católicos? ¿Es que piensa que todos los católicos creen en la inviolabilidad del quinto mandamiento? Si fuese así, yo ya no tendría trabajo y podría dedicarme a mis orquídeas y a mi jardín.

– Perdone, inspector, pero me cuesta creer que en pleno siglo XX actúe una secta como la que apareció en el siglo XII en Asia. Y, según su teoría, ¿quién puede ser Hassan Sabah, el Viejo de la Montaña de Alamut?

– Tal vez el Papa, o algún otro miembro de la alta jerarquía de la Iglesia católica.

– ¿Está hablando en serio? No puedo creer que el Sumo Pontífice de Roma envíe por todo el mundo a sus guardias suizos vestidos con sus ridículos uniformes multicolores a matar a científicos relacionados con mi libro. De verdad, no puedo ni siquiera imaginarlo.

– Dígame una cosa, señorita Brooks, ¿qué sucedería si se descubre en su libro que Jesús no murió en la cruz como dice la Iglesia?

¿Qué ocurriría si se descubriese que tal vez Judas no delató a Jesús y que incluso sobrevivió y se hizo viejo junto a su mujer, sus hijos y sus nietos? ¿Y si se descubriese que el crucificado no fue Jesucristo, sino una mujer, o Pedro, o Juan? ¿Quién sería el principal perjudicado?

– La Iglesia católica. Aun así, inspector, me cuesta mucho imaginar al Papa de Roma enviando a tipos vestidos de soldados suizos o vestidos de curas para matar a gente por varias ciudades del mundo.

– Pues yo llevo más de treinta años como policía y le aseguro que he visto de todo y mi teoría no es nada descabellada viendo su octógono de tela con esa frase en latín. Le aseguro que un asesino en serie no se toma tantas molestias para matar a alguien. Un asesino en serie mata en ambientes sociales que él puede controlar y además intenta que la policía conozca sus crímenes para aumentar su vanidad. A ningún asesino en serie se le ocurriría coger un avión a Egipto para eliminar a una mujer en Alejandría, coger después otro avión a Suiza y asesinar a un hombre en Thun -replicó Grüber.

– ¿Investigará usted todo lo que le he contado?

– Sí. Incluso solicitaré a un juez de Berna que pida los informes de las muertes de su amiga y del excavador a la policía de El Cairo, pero no le prometo nada. Lo que sí me preocupa ahora es que si esa secta se encargó de Hoffman, ¿qué le impedirá ir a por el resto de miembros del equipo de científicos que restauraron su libro?

– ¿Cree usted que debería poner escolta a John Fessner, Burt Herman, Efraim Shemel y Sabine Hubert? -propuso Afdera.

– Ya me gustaría, pero esto no es Estados Unidos. Aquí no tenemos agentes suficientes como para poder escoltar durante meses a cuatro personas.

– A cuatro científicos en peligro de muerte…

– Como quiera usted llamarlo. El hecho es que no tengo tantos agentes disponibles. Aunque no lo crea, necesitaría policías que hasta esta misma mañana estaban dirigiendo el tráfico en el centro de Berna y no quiero ponerlos en peligro si deben enfrentarse a esos asesinos del octógono. Estoy seguro de que esos tipos están más preparados para matar que cualquiera de mis agentes. Lo máximo que harían ellos ante uno de esos asesinos sería ponerle una multa de tráfico.

– ¿Qué cree que puede hacer? Herman, Shemel y Fessner regresan mañana a sus países, pero Sabine Hubert vive aquí.

– En ese caso estarán bajo vigilancia hasta que se vayan. Después informaremos a las autoridades de sus respectivos países para que oficialmente se ocupen ellos. El caso de Sabine Hubert es diferente, ya que ella es ciudadana suiza y reside aquí. Desde esta misma noche, tendrá una patrulla de la policía en la puerta de su casa. La protegeremos. No se preocupe.

– De acuerdo, inspector. Le agradezco mucho todo lo que está haciendo. Ahora debo irme. Si me necesita, estaré en mi casa de Venecia a partir de pasado mañana. Mañana viajaré a Ginebra, porque tengo una reunión allí. Sólo le pido que me tenga informada de todo y que cuide de Sabine y del resto del equipo.

– Yo le pido lo mismo a usted. Cualquier cosa que descubra, le ruego que la comparta conmigo. Usted no tiene a nadie que la ayude en este asunto, y por mi parte, dudo mucho que en mi entorno haya alguien que dé crédito a esta historia de asesinos que actúan por el mundo en el nombre de Dios por orden del Papa -dijo Grüber con una sonrisa sarcástica.

– Muy bien, le llamaré.

Mientras se dirigía en taxi hasta su hotel, Afdera sacó el diario de su abuela y escribió un «sí» al lado del nombre de Werner Hoffman. Con él eran ya cuatro las víctimas de ese misterioso grupo del octógono. En ese momento miró su reloj. Aún le quedaban algunas llamadas por hacer antes de su cita para cenar con Sabine. Necesitaba hablar con su hermana Assal.

– Rosa, soy Afdera. Tengo que hablar con mi hermana. Es urgente.

– De acuerdo, señorita Afdera, ahora mismo la llamo.

Tras unos segundos de espera, Afdera escuchó los pasos de su hermana Assal corriendo en dirección al teléfono.

– Hola, hermanita, ¿cómo estás? -la saludó Assal.

– Muy bien. Necesito tu ayuda.

– Perfecto. Dime lo que quieres.

– Cuando la abuela te pidió que catalogaras las piezas de la Ca' d'Oro, tuviste que investigar en los archivos de Venecia, ¿no?

– Sí, me hice toda una experta. ¿Qué necesitas?

– ¿Te ha dicho algo Sampson sobre el asunto en el que estoy metida?

– Ya sabes que Sampson es de pocas palabras, y si encima es algo que tú le has encargado, todo se rodea de misterio y no me comenta absolutamente nada. Todavía no me ha llamado para decirme dónde anda metido. Lo único que sé es que le enviaste a Londres para arreglar unos papeles, claro que yo no me lo creo. Espero que cuando nos casemos te busques otro abogado, hermanita. Lo quiero sólo para mí.

– Te lo prometo.

– Bueno, ahora dime, ¿qué quieres?

– ¿Conoces algún vestigio del paso de tropas o soldados varegos por Venecia?

– ¿Los escandinavos?

– Sí, eso es. Necesito que busques en el Archivo de Estado de la Serenísima o en la Biblioteca Marciana del Palacio de los Dogos algún indicio del paso de tropas varegas por Venecia. Es muy importante.

– ¿Tienes alguna pista en particular?

– Al parecer, después de la séptima cruzada, Luis de Francia, acompañado de varios caballeros, se retiró de Egipto llevando consigo nuestro libro de Judas y un documento firmado por un tal Eliezer. El rey dividió a sus caballeros. Unos se dirigieron al sur de Egipto con el libro, mientras que otros continuaron con el documento de Eliezer hacia San Juan de Acre. Después se pierde la pista. Según parece, dos de los caballeros, que eran hermanos, se separaron. Uno se quedó en Acre mientras el otro, posiblemente con el documento de Eliezer, se dirigió hacia una ciudad que denominan el Laberinto de Agua, la Ciu dad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes…

– ¿Y qué tienen que ver los varegos con esta historia y con Venecia?

– Parece ser que ese caballero iba fuertemente escoltado por unidades varegas a su paso por Antioquía y el Pireo y posiblemente con alguno de ellos llegó hasta Venecia, si es que ese Laberinto de Agua es realmente Venecia.

– ¿Es segura esta información?

– He hablado con Leonardo Colaiani…

– ¿El medievalista?

– Sí, ¿lo conoces?

– Sólo de nombre. Algunos de sus libros me ayudaron a catalogar ciertas piezas de la Ca' d'Oro, como los bustos de la Masacre de los Inocentes. Es uno de los grandes especialistas en la Edad Media. ¿Lo conoces tú?

– Sí, estuve con él.

– Me han dicho que es muy atractivo.

– Sí que lo es, pero también es una serpiente que puede morderte en cualquier momento -aclaró Afdera.

– ¿Y qué pinta Colaiani en todo esto?

– Te lo explicaré. Colaiani y un tipo llamado Charles Eolande trabajaron para un griego, Vasilis Kalamatiano. Estuvieron durante años siguiendo el rastro del libro de Judas e intentando localizar el documento de Eliezer, el supuesto ayudante o escriba de Judas. Consiguieron trazar la ruta de los caballeros y los varegos desde Damietta a Acre, de Acre a Antioquía y de Antioquía al Pireo, y allí perdieron la pista histórica. Con el paso del tiempo, Kalamatiano se puso nervioso a causa de los escasos progresos en la investigación y los despidió a los dos. Allí acabó toda la aventura para intentar localizar el rastro de los cruzados. Colaiani me habló de los varegos que acompañaban a uno de los caballeros del rey Luis de Francia y, tal vez, si pasaron por Venecia, dejasen algún rastro. Por eso necesito que te sumerjas en los archivos de Venecia y busques si hay algo semejante. Es muy importante.

– ¿Qué pasa si encuentro algo?

– Me lo dices sólo a mí y a nadie más. Nadie debe saber lo que estás buscando. ¿Me has entendido?

– Sí, hermanita. Sólo debo decírtelo a ti y a nadie más. Por cierto, ¿cuándo vuelves a Venecia?

– Estoy en Berna y mañana tengo una reunión importante en Ginebra. Volveré a Venecia pasado mañana. Te dejo, tengo que arreglarme. Esta noche voy a cenar a casa de Sabine Hubert, la restauradora del libro.

– ¿Sabes cuándo regresa Sampson de Londres?

– ¿Por qué debería saberlo?

– Porque sólo realiza viajes misteriosos después de hablar contigo.

– Pues no lo sé, pero se lo puedes preguntar a él. Tenía que ir a Londres a revisar unos papeles de la abuela y después irá a Venecia. Estoy segura de que volverá en pocos días junto a ti. Ahora, hermanita, tengo que colgar. Te quiero mucho.

– Yo también a ti. Cuídate mucho -le advirtió Assal.

– Tú también, y acuérdate de que no debes decirle a nadie lo que estás buscando.

A pocos kilómetros de allí y a esa misma hora, un desconocido, disfrazado de técnico de la compañía telefónica y con una pequeña maleta negra de herramientas, entraba en el edificio de una céntrica calle de Berna. Sin hacer el menor ruido, subió las escaleras hasta la segunda planta. Cuando el único sonido que podía oírse era el de su respiración, se dispuso a sacar de su bolsillo una ganzúa que introdujo en la cerradura del piso C.

El piso estaba perfectamente ordenado, casi inmaculado. La primera puerta a la derecha era la de la cocina. Cacerolas de cobre colgaban ordenadamente de un gancho situado sobre una antigua cocina de acero. La siguiente puerta era un armario. El pasillo desembocaba en un luminoso salón con vistas a un pequeño parque arbolado.

En una de las estanterías se alineaban por tamaños varios libros y tratados sobre el arte de la restauración y conservación de códices y tratamientos de papel, papiro y pergamino antiguo. En una mesa situada al lado de un pequeño piano se amontonaban ejemplares de la revista Arqueología y Restauración. Sobre el piano observó varias fotografías de una mujer, más o menos atractiva y algo entrada en carnes, que aparecía en diferentes momentos de su vida: con un grupo de arqueólogos en algún yacimiento desconocido, vestida con pantalones tiroleses en una montaña nevada, o recibiendo un diploma en alguna conferencia internacional de restauración de obras de arte.

El desconocido examinó atentamente su alrededor. Miró cada marco, cada objeto, cada cuadro. Al llegar al baño, igualmente ordenado, abrió el pequeño armario metálico, en donde se alineaban varios frascos de medicamentos para el dolor de cabeza y la acidez. Lo cerró y fijó su mirada en la repisa de la bañera, donde había frascos de gel, de champú y de suavizante para el pelo. Sacó de su maletín una cámara Polaroid y tomó una fotografía de los frascos.

Luego se dirigió a la que parecía la habitación principal. No cabía la menor duda de que en aquella casa vivía una mujer sola. En el interior del armario colgaban, ordenados por colores, varias camisas y vestidos, alguno de ellos de noche. A continuación abrió el primer cajón, en donde la dueña de la casa guardaba su ropa interior. Al cerrar la puerta del armario, observó a través del espejo un pequeño tocador de finales del siglo XIX. El intruso realizó una segunda fotografía con la Polaroid, que guardó en el bolsillo de su mono de trabajo.

Allí encontró lo que buscaba. Se fijó en un bote de crema nutritiva para el cutis. El recipiente de color rosa estaba abierto y en su interior aún podían identificarse las huellas de Sabine Hubert, la dueña de la casa.

Con el mayor sigilo, el hombre abrió su maleta negra de herramientas y extrajo la bandeja superior. Al hacerlo, quedaron a la vista dos pequeñas cajas de plástico con tapa transparente en cuyo interior aparecían en letargo dos ejemplares de ranas de vivos colores.

Con enorme habilidad, introdujo en una de las rendijas de la tapa un bastoncito de madera con el que presionó varias veces el lomo de una de las ranas para obligarla a defenderse. El estrés provocado en el ejemplar hizo que segregase por encima de su cabeza una especie de gel blancuzco que el intruso fue recogiendo con una pequeña espátula de cristal y depositándolo en un recipiente del mismo material.

La Phyllobates terribilis es la rana dardo más mortífera del mundo, y su veneno, una batraciotoxina, el más potente del reino animal del planeta. Una pequeña dosis de su veneno neurotóxico extraído de la sudoración de un ejemplar adulto puede provocar la muerte de casi un centenar de hombres. Su hábitat eran las selvas húmedas de Panamá y la costa caribeña de Colombia.

El intruso volvió a guardar los dos ejemplares de Phyllobates en su maleta negra, abrió el frasco y con pulso quirúrgico fue embadurnando el borde interior del recipiente de crema nutritiva con el veneno de la rana. Cuando calculó que había puesto la dosis justa, cerró el tarro. Antes de volver a colocarlo en su sitio, sacó la Polaroid de su bolsillo y observó en ella la ubicación exacta del frasco de crema. Aún con los guantes puestos, fue girando el recipiente rosa hasta dejarlo tal y como mostraba la imagen.

Una vez finalizada la operación, el padre Alvarado recogió todos los utensilios, cerró el maletín negro y con el mismo silencio con el que había entrado abandonó el piso de Sabine Hubert.

Horas después, un taxi se detenía ante el número 6 de Keplerstrasse. Afdera observó un coche patrulla de la Staat Polizei frente a la puerta. Tras tocar el timbre del portero automático, oyó el sonido de la puerta al desbloquearse.

Pulsó el botón del ascensor hasta el segundo piso. En el rellano la esperaba Sabine, ataviada con un vestido rojo escotado. Se respiraba un agradable olor a especias que salía de la cocina. La dueña de la casa presentó a la recién llegada a otra joven que se encontraba sentada en el sofá leyendo un libro.

– Te presento a Madeleine. Es mi compañera -dijo Sabine-. Ella es Afdera Brooks, la dueña del libro del que te hablé.

La joven, de cuerpo pequeño, pelo rubio rizado y ojos azules, se levantó para besar a Afdera en ambas mejillas. Enseguida se dio cuenta de la estrecha relación entre Sabine y su amiga. Lo más seguro es que fueran pareja, dada la complicidad que mostraban.

En una pequeña mesa en la que había un mantel de lino blanco se asentaba sobre una tabla de madera una cazuela de cobre con un asado de cerdo al eneldo y coñac y patatas asadas. Durante varias horas, Sabine y Madeleine hicieron el perfecto papel de anfitrionas hasta la hora del café. En ese momento, la compañera de la restauradora se disculpó y se dispuso a recoger la mesa, mientras Sabine y Afdera permanecían sentadas hablando del libro de Judas, de Vasilis Kalamatiano, de Renard Aguilar y de los asesinatos del octógono.

– ¿Qué sabes de Kalamatiano? -preguntó Afdera.

– Lo que todos saben o, por lo menos, lo que dicen las leyendas sobre él. Tu abuela lo apreciaba mucho a pesar de haber tenido varios roces serios con él en cuestión de negocios. Me contó un día que, gracias a las relaciones con el gobierno de Siria, Kalamatiano consiguió que le prohibiesen la entrada en el país.

– ¿Y qué hizo mi abuela?

– Hizo lo mismo con él en Israel -respondió Sabine, lanzando una sonora risa-. Les dijo a sus amigos israelíes que Vasilis Kalamatiano tenía una relación muy estrecha con Siria y que podría ser un espía. Desde ese mismo momento, tu abuela no pudo entrar en Siria, ni Kalamatiano en Israel. Lo más curioso de todo es que siguieron siendo amigos. El Griego respetaba mucho a tu abuela. Cuando a Kalamatiano no le interesaba una pieza siria, se la ofrecía a tu abuela y ella hacía lo propio con las piezas localizadas en Israel y que no le interesaban. Sentían un odio cordial el uno por el otro.

– ¿Crees que tendrá algún problema en recibirme en Ginebra?

– No lo creo. Como te digo, admiraba a tu abuela, y eso supone un punto a tu favor. Alguien me ha dicho que está pasando una etapa paranoica, imaginando que todo el mundo quiere matarlo y que va siempre acompañado de guardaespaldas armados. Dicen que tiene escondidas armas por todos los rincones de su casa de Ginebra, pero tal vez sólo sean leyendas.

– ¿Y qué opinas de Renard Aguilar?

– Es una serpiente de cascabel. Te atrae con su sonido y cuando menos te lo esperas, te muerde en el cuello. Creo que no has hecho bien dejando en sus manos el libro de Judas. Estoy segura de que Aguilar tiene un as guardado en la manga, y si no, al tiempo.

– Elegí la Fundación Helsing para la restauración porque mi abuela así lo reflejó en el diario que me legó junto al libro de Judas. Estimaba mucho la fundación, incluso formó parte de su junta consultiva. No creo que Aguilar se atreva a realizar ningún movimiento extraño contra mí o contra el libro.

– Muchos de los patronos de la fundación, incluida tu abuela, abandonaron sus puestos cuando vieron el cariz que estaba tomando. Algunos patronos preferían menos ingresos y más ética. Aguilar y un sector de los patronos deseaba más ingresos y menos ética. Éramos capaces de analizar y restaurar pinturas que Aguilar sabía que estaban incluidas en las listas de reclamaciones del Tesoro estadounidense de familias judías expoliadas durante el nazismo. Pero esto no lo detuvo. Algunos científicos fueron enviados a países conflictivos, como Colombia, para restaurar retablos que pertenecían a importantes jefes de los cárteles de la droga.

– Pero ¿por qué el resto de los patronos no dijo nada ni mostró su repulsa?

– Por los ingresos que entraban en la fundación. Después se ha sabido que Aguilar pudo haberse quedado con dinero de operaciones fraudulentas, o por lo menos no muy claras, de venta de obras de arte cuyo origen era bastante oscuro. Una parte de los patronos, entre los que estaba tu abuela, intentó protestar, pero fueron acallados por la otra parte, que apoyaban las formas de dirigir de Aguilar. Mientras siga entrando dinero en la Fundación Helsing, la junta seguirá sin pedir explicaciones a Aguilar.

– Me da miedo que puedas convertirte en objetivo de esa gente del octógono por el hecho de haber restaurado mi libro.

– No creo que yo pueda ser un objetivo importante para esos asesinos del octógono de los que hablas. Al fin y al cabo, tan sólo he reconstruido el papiro y nada más. Efraim o Burt han tenido un papel más destacado que el mío, o John con su radiocarbono.

– En todo caso, ten mucho cuidado. Werner era también un experto en papiros y ya ves cómo acabó. La policía no cree que se suicidase. Incluso me han dicho que posiblemente le suministraron un paralizante muscular muy potente para evitar que luchase. Dicen que estaba vivo mientras se ahogaba en el interior del coche bajo las aguas del lago. El inspector Grüber ha recalcado que si observamos algo extraño, no dudemos en llamarle por teléfono y comentárselo -advirtió Afdera.

– No creo que nadie quiera matar a una vieja solitaria como yo; además, ya tengo escolta aquí abajo.

– Te he oído y debes hacer lo que dice Afdera. Ten cuidado -dijo de repente Madeleine, que estaba secándose las manos en la puerta de la cocina.

– Querida, no creo que descubran nada oscuro en mi vida como para tener que preocuparme. Sigo pensando que esa patrulla de policía debajo de mi puerta es absolutamente inútil. Nadie intentaría matar a una mujer como yo, ya entrada en años.

En ese momento Afdera miró su reloj.

– Uf, es muy tarde, tengo que marcharme ya al hotel. Mañana quiero ir temprano a Ginebra para hablar con Kalamatiano. Espero poder entrevistarme con él. Sabine, ten mucho cuidado y no te fíes de nadie.

– Tú tampoco te fíes de nadie, y mucho menos de Kalamatiano y Aguilar. Tenme al tanto de lo que vayas descubriendo. Me imagino que en unos días entregaré el informe final de la restauración de tu libro a Aguilar para que te lo envíe a Venecia. Intentaré que la traducción te la remita Efraim desde Tel Aviv. Tiene que darle los últimos retoques. Me imagino que en una o dos semanas podrá enviártela. Le diré incluso que te la mande directamente sin pasar por Aguilar.

– Te lo agradecería. Me haría ganar mucho tiempo. Ha sido una velada muy agradable. Gracias por la cena, espero poder invitaros en Venecia. Rosa cocina maravillosamente y seguro que cuando terminéis de cenar pesaréis unos veinte kilos más.

Sabine y Madeleine se despidieron de Afdera mientras esperaban el taxi que habían llamado por teléfono. Cuando Afdera salió a la calle, vio a los dos agentes de policía bebiendo café en el coche patrulla. En aquel momento recordó las palabras de Grüber sobre la escasa preparación de sus hombres para proteger a Sabine. Aquel pensamiento le provocó una extraña sensación de peligro.

Tras despedirse de su invitada, Sabine se dirigió a su habitación, en donde la esperaba Madeleine completamente desnuda. Las dos mujeres mantuvieron relaciones sexuales durante horas. Al finalizar, la restauradora se dirigió al baño para ducharse. El sonido del secador de pelo despertó a Madeleine.

– Vuelve a la cama conmigo -dijo, apoyando sus pechos desnudos contra la espalda de Sabine.

– Déjame ahora, querida. Necesito descansar. No soy tan joven como tú -respondió la restauradora.

– No te preocupes. Voy a dormir un rato. Es muy tarde para irme a mi casa.

Sabine observó su cuerpo desnudo frente al espejo. Sus senos permanecían en su sitio. La gravedad no había hecho todavía estragos en ellos, o por lo menos no demasiado.

A continuación, aún con el pelo húmedo envuelto en una toalla, Sabine se sentó en la butaca frente al tocador antiguo. Se realizó un pequeño masaje facial y abrió el tarro de crema nutritiva. Metió los dedos y se extendió por el rostro la crema que había cogido.

Al instante, la científica comenzó a sentir un fuerte calambre en el brazo y en la pierna izquierda a medida que las neurotoxinas de la rana Phyllobates terribilis iban penetrando vía cutánea en su sistema nervioso.

Sus músculos iban sufriendo una flaccidez severa y su visión se hacía cada vez más borrosa. Sus manos agarrotadas intentaban sin remedio sujetarse al tocador para evitar el fuerte dolor de los músculos.

Sabine podía ver a Madeleine a través del espejo, pero sus cuerdas vocales se habían quedado paralizadas. No era capaz siquiera de producir sonido alguno. En ese momento, cuando la toxina de la rana había invadido ya su cuerpo, sintió un fuerte dolor en el abdomen que la hizo vomitar.

El ruido hizo que su joven amante se despertase alarmada.

– ¿Qué te pasa, Sabine? ¿Qué te pasa? ¿Es un ataque cardíaco? -gritó, pero la restauradora no podía hablar.

Madeleine se acordó de los dos policías de la puerta, y rápidamente se dirigió a la ventana y gritó pidiendo socorro.

– ¡Necesito una ambulancia, por favor! ¡Llamen a una ambulancia! -suplicó la joven.

Mientras un agente se quedaba en el vehículo pidiendo una ambulancia por radio, el segundo policía subió a la casa. Al entrar en el dormitorio se encontró con un espectáculo dantesco. Sabine se debatía entre la vida y la muerte, semidesnuda, con la cara hinchada, casi deforme por la toxina del batracio y cubierta por su propio vómito.

El policía cogió la toalla que cubría el pelo de Sabine, le limpió el rostro e intentó hacerle la respiración boca a boca sin resultado alguno. La restauradora continuaba lanzando gemidos de dolor mientras su cuerpo hacía ya varios minutos que había dejado de responderle.

Entre lágrimas, Sabine podía ver el rostro del joven agente golpeándola fuertemente en el pecho para darle masajes cardíacos, pero el veneno había inundado ya todo su cuerpo. Madeleine le sujetaba la mano derecha. Intentaba decirle que la quería, pero la neurotoxina le impedía hablar. Ya ni siquiera podía mantener la lengua en el interior de la boca, completamente reseca.

Cuando los médicos llegaron, la toxina suministrada por el padre Alvarado a Sabine Hubert a través de la crema nutritiva había bloqueado la liberación de una sustancia llamada acetilcolina en las terminaciones nerviosas, y una parálisis muscular le provocó la muerte, tras un violento estertor. El Círculo Octogonus se cobraba una nueva víctima, pero no sería la última de aquella fría noche.

– Póngame una cerveza bien fría, por favor.

– Enseguida -gritó el camarero desde el otro lado de la barra.

John Fessner, el canadiense experto en radiocarbono, decidió darse una vuelta por la tranquila Berna en su última noche antes de regresar a Canadá. En la televisión se retransmitía un partido de hockey sobre hielo entre los Dublin Rams y los Dundalk Bulls.

– Son demasiado lentos -dijo una voz justo al lado de Fessner.

– Son simples aficionados. En Canadá sí que saben jugar al hockey. Estos irlandeses sólo saben jugar al rugby.

– ¿Es usted canadiense? -preguntó su compañero de barra.

– Sí, soy de Ottawa, y seguidor de los Senators.

– Pues yo, a pesar de ser irlandés, prefiero a los Calgary Flames.

– ¡Por favor! Ésos no saben ni cómo lanzar un disco. Deberían ponerse la goalie mask en el culo. Aunque sea usted un irlandés seguidor de los Flames, le invito a una cerveza -dijo Fessner entre risas.

– Muy bien. Acepto si después permite a este humilde seguidor de los Flames invitarle a otra.

– Trato hecho, pero no permitiré que lo fotografíen conmigo. No podría mostrar la fotografía junto a un fan de los Flames en mi barrio de Ottawa.

Tras beber varias cervezas, el irlandés le contó que se llamaba Mike Coonan y que había emigrado a Berna hacía seis años.

– Aún trabajo día y noche para intentar traer a mi familia conmigo. Aquí podré dar a mis hijos una mejor educación. Ellos se lo merecen, ¿no le parece?

– Amigo Mike, no tengo hijos. Soy soltero, aunque espero encontrar un buen día a una buena canadiense católica seguidora de los Senators con la que formar una familia y tener muchos, muchos hijos -dijo Fessner bajo los efectos del alcohol.

Sobre las cuatro de la mañana, Coonan propuso al científico tomar una última ronda en un famoso bar irlandés situado cerca de Murtenstrasse, a pocos metros de las obras de ampliación de la estación central de ferrocarril de la ciudad.

Fessner dijo que sí y abandonaron el local dando tumbos mientras intentaban mantenerse en pie. Lo que no llamó la atención al científico fue la barra de plástico con la que el irlandés no paraba de jugar.

Los dos hombres se subieron en el destartalado Lada de Coonan y se dirigieron hacia su destino. Tras aparcar en una oscura calle, el irlandés se apeó del coche para ayudar a bajar a un John Fessner bastante ebrio. En ese momento, el padre Spiridon Pontius miró a ambos lados de la calle, extrajo de su bolsillo un cable de acero y lo introdujo en el interior del tubo de plástico, dejando salir un extremo por el otro lado del tubo. Con un rápido movimiento, pasó el alambre alrededor del cuello de Fessner. Mientras presionaba el tubo con la mano izquierda sobre la nuca del científico, con la mano derecha tiraba del otro extremo del cable, estrangulándolo poco a poco.

Los primeros movimientos y pataleos de Fessner intentando alcanzar algo de aire en sus pulmones se fueron convirtiendo en estertores y poco después en la inmovilidad total. Estaba muerto.

Cuando todo acabó, salió de entre las sombras el padre Alvarado.

Fructum pro fructo, hermano Pontius.

Silentium pro silentio, hermano Alvarado.

– ¿Está muerto?

– Sí, lo está.

– Sáquele la cartera con la documentación, el pasaporte y el billete de avión. Tenemos poco tiempo -ordenó el padre Alvarado.

Entre los dos hombres cogieron por las piernas y los brazos el cuerpo inerte del canadiense, subieron hasta un andamio y desde allí lo arrojaron a una gran balsa de cemento fresco que iba a convertirse en uno de los pilares del centro comercial de la estación de ferrocarril. Antes de que el cadáver desapareciese de la vista, Pontius levantó su mano derecha, hizo la señal de la cruz y arrojó sobre el cemento un octógono de tela con la frase Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios. Su misión estaba casi cumplida.

Esa misma mañana, un hombre fornido, embutido en un grueso abrigo similar al que usaba John Fessner y con el pasaporte canadiense falsificado del científico, salía rumbo a Ottawa desde el aeropuerto de Ginebra en un vuelo de Air Canada. Una vez en su destino, el padre Spiridon Pontius debía tomar un vuelo desde Ottawa a Chicago. Allí le esperaba un nuevo objetivo: el especialista en origen del cristianismo Burt Herman.


***

Ciudad del Vaticano

El cardenal Lienart revisaba diversos documentos junto a sor Ernestina cuando el teléfono rompió la monotonía de un acto que para el secretario de Estado se había convertido ya en casi reflejo.

– Cójalo usted, sor Ernestina -pidió Lienart.

– Sí, eminencia, como ordene -respondió la religiosa mientras atendía la llamada.

– Deseo hablar con su eminencia.

– ¿A quién anuncio?

– Dígale tan sólo que Coribantes desea hablar con él. Le espero en dos horas en el mismo lugar de nuestro último encuentro -precisó el agente justo antes de cortar la comunicación.

Pocas horas después August Lienart se encontraba sentado en el interior del jardín botánico observando unos nenúfares que flotaban en el estanque.

– Buenas tardes, eminencia.

– Buenas tardes, Coribantes. Espero que no me haya convocado usted sin tener nada que decirme.

– Me ofende usted, eminencia. Usted sabe que siempre le seré fiel y que sus órdenes serán siempre cumplidas por mí sin hacer preguntas.

– Bien, pues dígame qué tiene para mí.

El agente del contraespionaje papal alargó su mano para entregar al cardenal una carpeta cerrada con dos sellos de lacre rojo.

– ¿Qué es esto? -preguntó el secretario de Estado.

– Su títere, eminencia, su títere.

En ese momento una luz iluminó el rostro del poderoso miembro de la Curia. Al fin podría llevar a cabo su acto más refinado. Si había podido quitarse de en medio a aquel Papa tras treinta y tres días de pontificado, estaba seguro de que podría volver a hacerlo con ese campesino amante de los comunistas y que ahora gobernaba los destinos de la Iglesia.

Lienart cogió un extremo de la carpeta y con un pequeño tirón rompió los dos sellos. En el interior había varias páginas de diversos colores mezcladas con fotografías en blanco y negro de coches quemados, hombres sin rostro tirados sobre una acera y rodeados de charcos de sangre y de manifestantes gritando cerca de un edificio diplomático estadounidense. Al final de aquel pequeño montón de páginas aparecía una fotografía de un joven que no pasaba de los veinticinco y una ficha encabezada por un nombre: Agca, Mehmet Ali.

Sin dejar de observar aquel rostro con barba de varios días, Lienart comenzó a leer el informe que le había entregado Coribantes.

Agca, nacido en 1958 en el poblado de Hekimhan, al sudeste de Turquía, había empezado a mostrar abierta simpatía por las posiciones nacionalistas fanáticas, frecuentando a unos jóvenes que profesaban un anticomunismo con matices racistas, y que se hacían llamar los 'Lobos Grises'. Sin embargo, a partir de 1976 Agca experimentó un cambio desconcertante. Siempre moviéndose en las sombras, el sujeto contactó con varias organizaciones guerrilleras de tendencias opuestas. El Milli Istihbarat Teskilati (MIT), la organización de inteligencia turca, tras ser consultada por la Entidad, cree que Agca mantuvo entre 1976 y 1980 relaciones con grupos extremistas turcos tanto de derechas como de izquierdas. En 1977, nuestros amigos del Mossad detectaron a Agca en campos de entrenamiento terroristas en el Líbano. Allí mantuvo contacto con células terroristas turcas que se entrenaban con él y estableció una estrecha relación con dos grupos: Akincilar, unos fanáticos religiosos que exigían la islamización de Turquía y el Ülkücüler, formado por jóvenes ferozmente anticomunistas y cuyo símbolo era un lobo gris.

Lienart bajó la página que estaba leyendo y, dirigiéndose a Coribantes, dijo:

– Ya tenemos a nuestro títere. Este Agca podría parecer sospechoso tanto por su pertenencia a ese grupo islámico, Akincilar, que podría desear la muerte del cristiano Vicario de Roma, o por su pertenencia a ese otro grupo, Ülkücüler. Si pudiésemos entregar a los italianos estas pruebas, quedaría claro que Agca desea acabar con la vida del Santo Padre debido a la afición de éste a establecer lazos de buena amistad con esos infieles comunistas de Varsovia y Moscú -dijo mientras volvía a la lectura del informe.

El 25 de junio de 1979, Mehmet Ali Agca fue detenido por el asesinato, el 1 de febrero de 1979, del periodista Abdi Ipekci. Agca le metió cinco balas en el cuerpo y de la noche a la mañana se convirtió en toda una estrella entre los grupos radicales de Turquía. Cinco meses después, Agca escapó de la prisión de Kartal-Maltepe. Al día siguiente y desde un lugar seguro, Agca escribió: «Los imperialistas occidentales, temiendo que Turquía y sus naciones islámicas hermanas puedan convertirse en una potencia política, militar y económica en Oriente Próximo, envían a Turquía, en tan delicado momento, al Jefe de las Cruzadas, disfrazado de dirigente religioso. Si esta visita no es cancelada, sin duda mataré al Papa-Jefe. Éste es el único motivo de mi huida de la cárcel. Firmado: Mehmet Ali Agca».

– Querido Coribantes -dijo Lienart, con una sonrisa gélida entre los labios-, ha cumplido usted perfectamente con lo que le he ordenado. Está claro que tenemos a nuestro títere.

– ¿Cómo ha pensado llevar a cabo la acción? -preguntó el espía del SP.

– Déjeme eso a mí ahora. Yo soy quien diseña la agenda del Santo Padre, así es que no me será difícil poder situar al objetivo en el lugar en el que se encontrará nuestro títere.

– Pero eso será difícil. Los suizos no se apartan de él y encima el cardenal Belisario Dandi, jefe de la Entidad, ha ordenado a varios de sus agentes reforzar la seguridad de Su Santidad.

– Déjeme a mí a Dandi y a los suizos y asegúrese de que ese turco esté en Roma para el 13 de mayo.

– ¿Cómo tiene previsto acercar a Agca al Sumo Pontífice?

– Ese día, Su Santidad se encuentra con los fieles en la plaza de San Pedro. Aunque viaja en el SCV-1, me ocuparé de que no vaya cubierto. La vigilancia no es muy estrecha debido a que a las vallas de seguridad sólo acceden aquellos que tienen un pase especial. Agca tendrá ese día uno de esos pases. El resto debe hacerlo usted. No quiero saber cómo ese turco llevará a cabo su acción. Esos detalles desagradables prefiero que los arregle usted.

– ¿Cómo me hará llegar el pase sin levantar sospechas?

– Se lo enviaré a través de un periodista de L'Osservatore Romano. Un tal Giorgio Foscati. Quiere que dé la confirmación a su hija Daniela y estoy seguro de que sabrá hacerme este servicio.

– Bien, eminencia, sabré cumplir fielmente con sus órdenes -respondió Coribantes mientras, rodilla en tierra, besaba el anillo cardenalicio del secretario de Estado.

Alea iacta est, querido amigo, la suerte está echada -respondió Lienart mientras tocaba la cabeza de su agente con la palma de su mano, como si quisiera reconfortarlo.


***

Ginebra

Suiza, lugar de residencia de Vasilis Kalamatiano, no sólo era un paraíso con sus nevadas cumbres, sus ríos cristalinos, sus bancos y su chocolate, sino también un refugio seguro para muchos marchantes de arte y antigüedades. Su centenaria neutralidad y su invisible muralla financiera se habían enraizado en el país gracias a que se había mantenido al margen de los grandes conflictos que estallaron a su alrededor.

En esa fortaleza, muchos habían encontrado no sólo el paraíso para su dinero ganado de forma ilícita, sino también para ellos mismos y sus familias. Un sistema de prestaciones sociales excelentes, sueldos elevados con respecto al resto de Europa, una moneda -el franco suizo- estable y segura, asistencia sanitaria de primera clase y seis semanas de vacaciones al año habían convertido Suiza para muchos en una sociedad que rozaba la utopía. No había pobreza y menos aún barrios marginales. Era el país de la intimidad, del respeto a la propiedad privada y a las normas, rozando casi lo enfermizo.

La Segunda Guerra Mundial ayudó en parte a ese desarrollo. Durante la contienda, los bancos mantuvieron, casi de forma religiosa, su política de discreción para proteger a sus clientes. Aceptaron dinero de judíos que intentaban ponerlo a salvo de los nazis, y el de los nazis que expoliaron a esos mismos judíos a los que luego enviaban a las cámaras de gas. Después de la guerra, continuó siendo ese paraíso de postal en donde diversos personajes provenientes de otros países depositaban sus ilícitas ganancias.

El respeto de los suizos por la propiedad privada convirtió al país en un punto de encuentro cada vez más atractivo para el comercio, legal e ilegal, de obras de arte y antigüedades. Junto a Gran Bretaña, Suiza era uno de los centros neurálgicos del tráfico ilícito de antigüedades, pero en 1965 saltó a las primeras páginas de todos los periódicos un caso famoso.

En la tarde del 28 de abril, la policía suiza hizo una redada en dos almacenes de aduanas de Ginebra, encontrando una gran cantidad de reliquias expoliadas en Italia. En total, quince mil piezas con un valor cercano a los cuarenta y dos millones de dólares. Según parece, Vasilis Kalamatiano estaba detrás.

En la mañana del 6 de diciembre de 1971, la policía helvética entró de nuevo en otro almacén de Basilea y se incautó de casi trescientas piezas, incluidas dos momias, cuatro sarcófagos y varias máscaras.

Las investigaciones llegaron hasta Rafiq al-Hawasi, representante del partido gubernamental en Giza y amigo personal de Anuar el-Sadat, el líder egipcio.

Según parece, los agentes aduaneros egipcios, con el permiso de Al-Hawasi, catalogaban las piezas como «réplicas» adquiridas en el popular bazar de Jan el-Jalili. Tras su detención, Al-Hawasi declaró que trabajaba para un tipo llamado Kalamatiano, conocido en el mundo del tráfico ilegal de antigüedades como el Griego Al-Hawasi era joven, brillante, con empuje y con un gran carisma, pero también era antipático y soberbio. Eso hizo que Vasilis Kalamatiano lo contratase como ayudante personal. En realidad, se veía a sí mismo reflejado en el joven Rafiq. Como él, se había criado en las calles de El Cairo, lo que le permitía moverse por la ciudad como pez en el agua.

Su primer trabajo para el Griego era ser su «detector de oportunidades». Si detectaba alguna pieza antigua que valiera la pena comprar, Rafiq debía encontrarla. Los marchantes sabían que el joven era un enviado de Kalamatiano y que, por eso, el egipcio llevaba siempre encima importantes cantidades de dinero en efectivo. Cuando se enteraba de que había alguna valiosa pieza circulando por la capital cairota, Rafiq se dirigía a una cabina telefónica concreta e intentaba localizar a Vasilis Kalamatiano en Grecia, París o Ginebra para contárselo.

Rafiq al-Hawasi era alto, vestía bien y sabía cómo introducirse en la alta sociedad de El Cairo. Gracias a Kalamatiano, fue haciéndose cada vez más rico. Incluso llegó a creer que podría ocupar un alto cargo en el gobierno de Sadat. También encontró una buena candidata para ser su esposa: nada más y nada menos que la cuñada del Griego.

Otra de las habilidades de Al-Hawasi era la de saber untar a la hora de agilizar un trato o una exportación fraudulenta. El problema fue que el joven no sabía pasar inadvertido, y eso, en una sociedad como la egipcia, puede acarrear importantes enemigos. La soberbia de Al-Hawasi acabó molestando a muchos.

Tras la operación del 6 de diciembre de 1971 en el almacén de Basilea, Rafiq al-Hawasi y otros veinte implicados fueron detenidos y acusados de contrabando de antigüedades. Le fue aplicada la legislación sobre crimen organizado, al creer el fiscal que el ayudante del Griego era el máximo jefe de una red organizada para cometer actos delictivos.

Un año después de su detención, Rafiq fue condenado a treinta años de prisión. Cuando la sentencia se hizo pública, la sensación general fue que, a pesar de ser un personaje destacado en la alta sociedad y en la esfera política egipcia, se había extralimitado en sus negocios de antigüedades.

Lo más curioso de todo es que el fiscal jamás reveló quién le había enviado los documentos aduaneros de trescientas reliquias faraónicas sacadas clandestinamente de Egipto y en los que aparecía la firma de Al-Hawasi. Algunos apuntaron al propio Kalamatiano, cuando éste descubrió que aquel joven colaborador al que había ayudado a hacerse rico había desviado algunas piezas, incluido un valioso sarcófago, hacia un comprador directo sin ponerlo en su conocimiento. Aquel acto supuso su condena ante los tribunales y también ante el mundo del comercio de antigüedades. Nadie volvería a abrirle las puertas a aquel joven ambicioso que había intentado engañar a uno de los comerciantes de antigüedades más famoso del planeta, no sólo ante los coleccionistas, sino también ante varios departamentos de policía expertos en protección del patrimonio.

Kalamatiano había nacido en la isla de Corfú. Muchos de sus colaboradores lo comparaban con el millonario Aristóteles Onassis. Alto y casi calvo, llevaba un parche negro cubriendo su ojo derecho. La leyenda aseguraba que cuando era más joven, había tenido una pelea con dos orientales en un oscuro bar del puerto de Hong Kong. Uno de ellos le había arrancado el ojo con un gancho, pero Kalamatiano consiguió matar a sus dos atacantes. Otra versión narraba que Kalamatiano había intentado vender las cenizas de Nurashi, el primer emperador chino, al jefe de una tríada, quien, al descubrir que eran falsas, ordenó secuestrar al marchante y le extirpó el ojo hasta que el Griego decidió devolverle el dinero. Pero todo esto no eran más que leyendas que a Kalamatiano no le interesaba desmentir para mantener ese halo de misterio que rodeaba todo lo relacionado con su persona. En realidad, el Griego había perdido el ojo derecho siendo niño, cuando un amigo suyo le había arrojado una piedra con un tirachinas.

A pesar de tener un solo ojo, a Vasilis Kalamatiano no se le pasaba una buena pieza, y llevaba siempre ingentes cantidades de dinero en efectivo. Pagaba en el acto, y ésa era una de las razones por las que gozaba de gran popularidad entre los marchantes, ojeadores y excavadores ilegales de todo Oriente Próximo.

Afdera abrió el diario de su abuela y comenzó a leer.

Conocí a Kalamatiano cuando llegué a París. Tras abrir mi primera galería allí, el negocio iba viento en popa hasta que Vasilis comenzó a verme como una posible competidora. Le molestaba incluso que yo pudiese negociar en seis idiomas, mientras él seguía manejándose con su cerrado griego, su rudimentario francés y su escaso inglés. Vasilis se inició en el mundo de las antigüedades gracias a un pariente lejano que tenía un negocio en París. Allí aprendió lo más esencial hasta que su pariente falleció sin dejar herederos y el negocio pasó a sus manos. El Griego comenzó a tener un gran éxito entre los esnobs de la alta sociedad parisina. Era un joven astuto y un hábil negociador que con el paso del tiempo consiguió establecer una gran red de colaboradores e informantes que le llamaban cada vez que salía a la luz alguna pieza interesante en cualquier punto del planeta.

Afdera miró atentamente una fotografía en blanco y negro en la que se veía a su abuela junto a otros marchantes de antigüedades en una conferencia internacional. Justo detrás de Crescentia Brooks aparecía el rostro serio y redondo, con el parche en el ojo, de Vasilis Kalamatiano. La joven volvió a introducir la arrugada imagen entre las páginas y continuó leyendo.

Su tienda era oscura, con un amplio sótano al que se accedía a través de un estrecho pasillo inundado de cajas. Tras alcanzar el éxito, Kalamatiano necesitaba un brillo de respetabilidad al trasladar a Ginebra todo su negocio, y para ello nada mejor que una esposa suiza. Aimèe, nacida en Ginebra, que dio tres hijos y una hija a Vasilis. Cada año, exactamente el 8 de enero, Kalamatiano comenzaba su ruta de «caza y captura», como a él mismo le gustaba decir. Italia, Grecia, Chipre, Siria, Teherán, Estambul y finalmente El Cairo jalonaban esa ruta.

Los excavadores ilegales le conocían como el Tuerto, pero jamás se atreverían a llamarlo así en su presencia. Le tenían demasiado miedo. Su gran habilidad era reclutar y, al mismo tiempo, saber tratar mediante pagos de sobornos a ojeadores, buscadores, excavadores y expertos. Recuerdo una de las grandes operaciones llevadas a cabo por el Griego. Vasilis compró una pequeña figura de Isis, Se dijo que la había adquirido en El Cairo o Damasco por unas doscientas libras egipcias, unos cincuenta dólares. Después vendió la pieza a un coleccionista americano por tres mil dólares, lo que significaba un aumento de un seis mil por ciento. Seis años después esa misma pieza podía alcanzar en Sotheby's o Christie's medio millón de dólares.

Para Afdera estaba claro que Vasilis Kalamatiano formaba parte de un reducido v selecto grupo de personajes que, rozando la ilegalidad, habían sentado las bases del comercio de antigüedades en Oriente Próximo durante la posguerra. Lo importante de personajes como el Griego era tender puentes entre los coleccionistas de Estados Unidos o de Europa con los buscadores de Oriente Próximo.

Todos los marchantes de arte y antigüedades de posguerra como Kalamatiano tenían una serie de rasgos comunes: eran gente sin cultura, pero con buen olfato para rastrear una pieza y, principalmente, no tenían piedad con un competidor.

– ¿Señor Kalamatiano? -preguntó Afdera.

– Un momento. Soy la secretaria del señor Kalamatiano. ¿Con quién hablo?

– Soy Afdera Brooks, nieta de Crescentia Brooks. Desearía hablar con el señor Kalamatiano.

– Un momento, señorita Brooks. -Tras unos segundos de espera, la secretaria volvió a coger el teléfono-. Señorita Brooks, el señor Kalamatiano me ha indicado que espere en su hotel su llamada. No se mueva de ahí hasta que nosotros la llamemos.

– ¿Sabe cuándo podrá hacerlo, por favor?

– No lo sé. Me limito a transmitirle lo que me ha ordenado el señor Kalamatiano. Espere en su hotel la llamada. Puede ser esta misma tarde o dentro de una semana.

– De acuerdo. Estoy alojada en el Hotel Beau Rivage, en el número 13 del Quai du Mont-Blanc.

Durante cuatro días, Afdera esperó impaciente la llamada, pero al quinto, cuando había decidido abandonar Ginebra para regresar a Venecia, llegó la tan esperada llamada. Kalamatiano iba a recibirla esa misma tarde en su mansión.

– A las dos de la tarde pasará a buscarla Daniele, la chófer del señor Kalamatiano. Esté preparada -ordenó la secretaria.

La mansión de Kalamatiano estaba situada en la Route de Florissant, una de las zonas más exclusivas de Ginebra. Sus terrenos cubrían cerca de cuatro mil metros cuadrados. El edificio estaba rodeado de amplios jardines y un pequeño campo de golf de cinco hoyos. En el perímetro se levantaban dos pequeñas casas, que eran utilizadas por los invitados esporádicos del Griego, una pista de tenis y dos piscinas, una de ellas cubierta.

Al llegar a la mansión, un elegante mayordomo de levita negra se dirigió hasta el Rolls para abrir la puerta.

– Acompáñeme, por favor, señorita Brooks.

Afdera siguió al mayordomo. Al entrar en la mansión se fijó en el amplio vestíbulo, con techos de casi cuatro metros de altura. Un gran salón, que se abría a un amplio ventanal con vistas a los jardines, hacía la vez de despacho y sala de estar. En las estanterías y vitrinas se amontonaban valiosos objetos precolombinos, egipcios, ptolemaicos, romanos, bizantinos y babilónicos, desde piezas de barro, pasando por monedas, hasta incrustaciones de cristal e incluso telas. A Afdera le llamaron la atención dos piezas: una estatuilla de granito negro del Imperio Medio y una estatuilla de oro de Isis amamantando a Horus.

– ¿Le gustan mis piezas?

Afdera se dio la vuelta y se encontró con Kalamatiano.

– Sí que me gustan. Son de una gran belleza -admitió la joven, recordando siempre las palabras escritas por su abuela en el diario: «Seas quien seas, Kalamatiano no parará de estudiarte constantemente. Le gusta saber quién eres, lo que sabes de arte, qué tipo de persona eres, cuáles son tus conocimientos. Vasilis tiene un rostro muy vivo a pesar de su parche de pirata, pero es capaz de mostrar expresiones distintas. Eso le ha ayudado a ser un buen comerciante».

– ¿Quiere usted un café griego?

– Sí, por favor.

La llegada del mayordomo con el café negro, amargo y espeso señalaba la fase del comienzo del estudio de la invitada por parte de Kalamatiano. Después llegaría la fase de familiaridad, en la que el Griego relataría algo de sus oscuros orígenes y, por último, la fase de preguntas, en la que la visitante debería explicar qué información deseaba de él.

– Mi abuela era una gran admiradora suya -dijo Afdera para intentar romper el hielo.

– Esa admiración era mutua. Con su fallecimiento ha desaparecido uno de los grandes exponentes de este negocio y tal vez la única persona honrada que quedaba en él -respondió mientras se servía un poco de café.

– ¿Cómo empezó usted en este negocio?

– ¿No se lo contó nunca su abuela?

– No.

– Mis orígenes no son nada nobles. Es más, mis ancestros eran piratas, asesinos, sicarios a las órdenes de los poderosos. Ese retrato que ve usted ahí es de un antepasado mío -dijo Kalamatiano, señalando un cuadro que Afdera situó en el Renacimiento italiano-. Lo pintó el mismísimo Sandro Boticelli cuando sirvió en la corte de Lorenzo de Medici. Ese hombre era Xenofón Kalamatiano.

El ancestro del Griego tenía un fiero aspecto. Su rostro mostraba cicatrices adquiridas seguramente en oscuras batallas.

– Mi antepasado nació en una isla del Peloponeso griego y, según algunos, había sido un antiguo fraile dominico que decidió cambiar los hábitos por el noble arte del asesinato, el espionaje y el envenenamiento, que había aprendido en la corte del joven sultán de Constantinopla, Mehmed II el Conquistador. Allí había estudiado los tratados escritos por el físico griego Dioscórides, que en el siglo I d.C. redactó el primer gran estudio sobre los venenos y tóxicos y su uso en la guerra. En una sala del palacio de Constantinopla aprendió que el eléboro negro, conocido como la rosa de Navidad, o el eléboro blanco, una liliácea, eran absolutamente inofensivos, pero si se mezclaban en morteros y alambiques se activaba una peligrosa sustancia química que podía provocar la muerte instantánea. Mi antepasado fue enviado por el propio sultán para servir en la corte de los Medici. Desde el mismo día de su llegada a la República, el antiguo fraile se convirtió no sólo en la temible sombra de los Medici, sino también en sus ojos y oídos en los bajos fondos de la ciudad y en su mano ejecutora. Desde él hasta ahora, los miembros de mi familia no han dejado de ser piratas, ladrones, traficantes e incluso vendedores de antigüedades, pero cada vez mejor educados en colegios suizos e ingleses -aseguró, dirigiéndole una amplia sonrisa a Afdera.

– Mi abuela decía que era usted el hombre que más conocimientos tenía sobre las antigüedades y su comercio.

– Crescentia… ¡Qué grande era! Sabía cómo adorar a alguien mientras lo golpeaba por la espalda con un estilo exquisito que sólo ella poseía -dijo el comerciante, levantándose para dirigirse a un elegante mueble bar-. ¿Desea usted un vaso de mastika?

– Lo siento, no sé qué es.

– Es un aguardiente griego elaborado con uva y aromatizado con resina de un arbusto de mi país llamado mastic.

– Probaré un poco.

Tras servir dos vasos con el licor, Kalamatiano preguntó directamente a su invitada:

– ¿Va usted a decirme de una vez por qué está aquí y lo que desea de mí?

– De acuerdo, se lo diré. Usted sabe que mi abuela adquirió hace muchos años un libro: el evangelio de Judas. Durante años, estuvo guardado en una caja de seguridad de un banco de Nueva York. Cuando falleció, me dejó en herencia una carta dándome instrucciones para recuperar el libro y entregarlo a la Fundación Helsing para su restauración, traducción y estudio. A través de un gran amigo mío y de mi abuela, de El Cairo…

– ¿Se refiere a Rezek Badani?

– Sí, efectivamente. Rezek me habló de un equipo de especialistas que trabajaba para usted con el fin de localizar un valioso documento, quizá fechado a finales del siglo I de nuestra era, que podría poner en tela de juicio muchos de los dogmas de la Iglesia. Ese documento…

– Ese supuesto documento… -volvió a interrumpir el griego.

– De acuerdo… Ese supuesto documento, escrito por un tal Eliezer, podría estar relacionado con el evangelio de Judas y me gustaría intentar localizarlo para conocer su contenido.

– Y a mí me gustaría localizar el Arca de la Alianza, el Arca de Noé, la Calavera de Cristal, el Santo Grial y la tumba del Gran Khan, pero, señorita Brooks, no hay ninguna posibilidad de saber dónde puede estar ese documento del que usted habla.

– ¿Y si le dijese que sé cuál es la ciudad que se esconde tras el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes?

– Durante casi ocho años dos especialistas trabajaron para mí, día y noche, para intentar descubrir dónde se escondía ese documento, sin resultado positivo. Revisaron archivos, visitaron cientos de monasterios, recorrieron miles de kilómetros sin dar con ninguna pista del documento.

– Sé con certeza que alguien de su equipo se acercó mucho al documento a través de los relatos de la época de Luis IX de Francia y la séptima cruzada. Sé también que el rey Luis ordenó a varios de sus caballeros proteger mi libro y el texto del tal Eliezer y que dos cruzados, los hermanos Fratens, protegieron el documento por encargo directo del monarca, y estoy segura de que usted tiene más información de la que dice.

– ¿Qué conseguiría yo si le ayudase a localizar ese, llamémosle así, supuesto documento, aunque eso no implique que esté de acuerdo con su importancia?

– Si descubriese el documento de Eliezer, estaría dispuesta a cederle su venta, sólo si antes se compromete a permitirme traducirlo y estudiarlo el tiempo necesario -propuso Afdera-. Así usted tendría lo que desea, que es fama, por haber ayudado a localizarlo, y dinero, por ser la persona encargada de venderlo.

– ¿Sólo pediría usted poder traducirlo y estudiarlo?

– Sí, así es. Sólo restaurarlo, traducirlo y estudiarlo. Cuando complete su estudio, el documento será todo suyo para poder hacer lo que le plazca con él.

Tras unos momentos de meditación, Kalamatiano miró a Afdera y le dijo:

– De acuerdo. Le informaré de todo lo que descubrió mi equipo hasta perder la pista del documento de Eliezer. Venga, acerquese a la mesa. Le enseñaré algo.

Afdera se levantó del sillón y se dirigió a una gran mesa de madera de caoba brasileña sobre la que se amontonaban decenas de carpetas que Kalamatiano había extraído de un cajón metálico con llave.

Sobre la mesa, el Griego desplegó mapas, diarios con tapas de cuero, fotografías de cuadros y de ilustraciones de antiguos códices, informes de ciudades.

– Mire todo esto. Es lo que recopiló mi equipo durante sus investigaciones en busca del documento de Eliezer. La pista de Luis IX de Francia, de Phillipe y Hugo de Fratens, de las campañas de Luis en Egipto, de los varegos al mando de Phillipe, de Damietta, de San Juan de Acre, de Antioquía y del Pireo. Después de eso, mis investigadores perdieron la pista. Se sabe que uno de los dos hermanos llegó hasta el Pireo tras pasar por Antioquía. -Kalamatiano abrió una caja de seguridad y extrajo de su interior un documento enrollado con una cinta de seda roja-. Aquí hay un documento del siglo XIII, o tal vez XIV, en el que aparecen reseñas de un caballero cruzado acompañado de soldados rubios con barba llegados desde el norte junto a la palabra , que significa Pireo, el puerto de la antigua ciudad de Atenas. Mis investigadores creen que fue uno de los caballeros del rey Luis y esas tropas varegas a los que se refiere el documento.

– ¿Dónde consiguió esto?

– No sé si le dijo su abuela que nunca debía hacer esa pregunta a un comerciante de antigüedades.

– ¿Por qué no pudieron seguir avanzando entonces en sus investigaciones? -preguntó Afdera.

– Porque llegó un momento en el que los miembros de mi equipo se encontraron con diversas claves que no supieron descifrar. Por ejemplo, descubrieron que algunos varegos llegados con Phillipe o Hugo de Fratens a Antioquía y el Pireo dejaron alguna pista en algún punto sobre el lugar en el que podría encontrarse el documento de Eliezer.

– Posiblemente, si dejaron alguna pista, debía estar escrita o marcada por símbolos rúnicos. Los varegos utilizaron ese sistema de escritura alfabética desde el siglo III al XV ¿Sabe si sus científicos se centraron en esta pista?

– Está claro que si lo hubieran hecho y hubiesen descubierto algo, usted y yo no estaríamos hablando y el documento estaría ahora en mi poder o en poder de algún rico coleccionista al que yo se lo hubiera vendido.

– Me ocuparé ahora de seguir el trabajo de búsqueda desde la última pista que encontró su equipo. ¿Le parece bien?

– Me parece bien, siempre y cuando cumpla usted con su parte del trato. Si encuentra el documento de Eliezer, me lo entregará para que me ocupe de su venta…

– Siempre y cuando me deje antes traducirlo y estudiarlo…

– Estamos de acuerdo. ¿Trato hecho? -propuso Kalamatiano.

– Trato hecho. Ahora somos socios -confirmó Afdera.

Tras cerrar el acuerdo, Kalamatiano se ofreció a enviarle a Venecia, a la Ca' d'Oro, todo el material recogido por Colaiani y Eolande durante sus investigaciones. Desde ese mismo momento comenzaría la cuenta atrás, y Afdera sabía que el griego no iba a apartar sus ojos de ella.

Mientras regresaba en el Rolls-Royce del comerciante a su hotel, recordó que no había revelado nada sobre la leyenda del caballero cruzado muerto en Venecia que portaba en su escudo el emblema de la garra del león, símbolo de la familia Fratens. Tampoco había dicho nada sobre la ciudad que se escondía tras el Laberinto de Agua, y Kalamatiano no lo había preguntado.

Sin duda, prefería esperar para conocer las verdaderas intenciones del Griego. Estaba claro que el comerciante la necesitaba a ella y su traducción del evangelio, y ella misma le necesitaba a él y los informes recogidos por Eolande y Colaiani.

Estaba segura de que Kalamatiano ya estaba informado de su encuentro con Colaiani en la Universidad de Florencia, pero él no iba a revelárselo a ella, ni ella tampoco a él.

Lo que sí había aprendido de su abuela era a saber esconderse siempre un as en la manga, o dos, o tres…

Cuando entró por la puerta del hotel, el jefe de recepción la detuvo.

– ¿Señorita Brooks?

– Tenemos un mensaje urgente para usted del inspector Grüber, de la Staat Polizei. Lleva llamándola todo el día.

– He estado en una reunión. ¿Qué ha pasado?

– Ha dejado dicho que, por favor, le llame usted con suma urgencia -dijo el recepcionista, pasando a Afdera un papel con un número de teléfono.

La joven echó un vistazo a su alrededor y descubrió junto al restaurante varias cabinas telefónicas. Entró en una y marcó los números que aparecían en el papel que le había entregado el recepcionista.

– Grüber, dígame.

– ¿Inspector? Soy Afdera Brooks. ¿Cómo sabía en qué hotel estaría?

– Los extranjeros tienen la obligación de rellenar un formulario para la policía. Así supe en qué hotel estaba usted -confirmó el policía-. ¿Dónde se ha metido? Llevo intentando localizarla todo el día…

– ¿Qué ha pasado?

– Su amiga Sabine Hubert…

– ¿Qué le ha pasado a Sabine?

– Alguien la mató ayer por la noche.

Una sensación de pánico recorrió el cuerpo de Afdera, que apoyó la cabeza contra la pared de la estrecha cabina, tratando de reponerse de la noticia.

– No puede ser, no puede ser… -se repetía una vez tras otra-. Anoche estuve en su casa cenando con ella. ¿Cómo pudieron haberla matado si estaba bajo su protección?

– Según el forense, a su amiga la envenenaron con alguna sustancia que aún no hemos podido identificar. Según parece, alguien le suministró un potente veneno neurotóxico, pero como le he dicho, el forense todavía no ha sido capaz de identificarlo.

– ¿Cómo ha podido suceder? Estuve con ella y estaba bien… -balbuceó nuevamente.

– Al parecer, el veneno estaba en un tarro de crema. Ella misma se lo suministró al ponerse por la noche la crema en la cara. El neurotóxico actuó vía cutánea.

– ¿Y John Fessner?

– No conseguimos localizarle, pero sabemos que cogió el avión de Air Canada esta misma mañana desde el aeropuerto de Ginebra.

– ¿Cómo está tan seguro?

– Porque llamamos a la policía de fronteras que protege el aeropuerto y nos pasaron por fax una copia de su tarjeta de embarque de esta misma mañana. De todas formas, hemos enviado una notificación a las autoridades canadienses para que comprueben la identidad del pasajero y lo pongan bajo protección.

– ¿Y Burt y Efraim?

– Hemos puesto escolta al señor Herman en Ginebra hasta la salida de su vuelo a Chicago. En Estados Unidos será protegido por el Departamento de Policía de Chicago, una vez que pise suelo estadounidense estará bajo su responsabilidad. El señor Shemel ha rechazado nuestra protección. Al parecer mantiene estrechos vínculos con los servicios secretos de su país, el Mossad. Esta misma mañana se han presentado en Berna dos agentes de la Embajada de Israel en Ginebra. Uno de ellos se identificó como agente del Mossad. Se han hecho cargo de la seguridad de Shemel hasta que éste llegue a Tel Aviv. Una vez allí, quedará bajo protección del Shin Bet, el servicio de seguridad interior de Israel.

– ¿Por qué han matado a Sabine? No hizo mal a nadie. Amaba su trabajo y se dedicaba a él en cuerpo y alma.

– Posiblemente alguien la asesinó por ese amor a su trabajo, por haber estado trabajando en su libro de Judas. Tal vez esa gente del octógono de la que usted me habló en comisaría.

– ¿Encontraron sus hombres algún octógono de tela en casa de Sabine?

– No, y le aseguro que mis hombres no han dejado de buscarlo por todas partes. Su asesino no dejó ninguna pista de ese tipo. Puede -que alguien tuviese una disputa con ella. Estamos investigando todas las posibilidades, incluidas las que nos llevan al mundo gay…

– ¿Está diciendo que alguien pudo envenenarla por ser lesbiana?

– No, pero debemos contemplar cualquier posibilidad. No podemos descartar nada, aunque lo más probable es que su asesinato esté relacionado con el libro de Judas. El método utilizado para matar a la señora Hubert y el mismo veneno demuestran que el asesino era un especialista.

– ¿Qué va a hacer ahora?

– Colocarla a usted bajo vigilancia y escolta hasta que salga de nuestro país.

– ¿Cree que el asesino intentará llegar hasta mí?

– Puede que en este momento no, pero no lo descarte en el futuro, cuando usted ya no tenga el libro en su poder. Será entonces cuando deberá protegerse de esos tipos del octógono. Si han alcanzado a la señora Hubert, puede que usted no esté a salvo. Ahora lo único que le pido es que se quede en el hotel. Hay una patrulla en la misma puerta por si quiere usted salir. La llevarán a donde quiera. No salga bajo ningún concepto sin informarles, ¿me ha entendido?

– Le he entendido, inspector -dijo Afdera justo antes de colgar el aparato.

Afdera no pudo contener el llanto al pensar en Sabine Hubert. Había devuelto el evangelio de Judas a la vida y, tal vez por ello, había dado la suya a cambio.

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