III

Venecia

El funeral por el alma de Crescentia Brooks dio comienzo con un acto solemne en la pequeña iglesia de San Stae. Personas llegadas desde todos los rincones del planeta se acercaban a Afdera y a Assal para presentarles sus respetos. Ninguna de las dos hermanas conocía a aquellas personas con rostro solemne que intentaban confortarlas con tan sólo unas palabras de ánimo.

La obertura de Egmont de Beethoven procedente de la iglesia llegaba a oídos de Afdera y Assal mientras estrechaban manos desconocidas recibiendo condolencias.

– Quiero expresarles mi más sentido pésame por la muerte de su abuela -dijo un hombre vestido con un elegante traje negro y corbata del mismo color. Assal estrechó la mano del desconocido-. Señorita Afdera, quiero expresarle mis más sinceras condolencias -añadió, estrechando la mano de Afdera, que se encontraba ensimismada con la música de Beethoven y el oscuro día con que había amanecido Venecia.

– Oh, muchas gracias. Estamos muy apenadas -consiguió decir la joven mientras el hombre entraba en el templo.

Aquella bella iglesia, construida en 1709 por el arquitecto Domenico Rossi y retratada por el gran Canaletto, había sido uno de los rincones favoritos de la fallecida, tal vez incluso un refugio cuando quería huir durante unas horas del mundanal ruido. Allí había mantenido largas conversaciones con el padre Foscari, rodeados de obras de arte de Giovanni Battista Piazzetta o Tiépolo. Afdera sabía que su abuela tenía mucho cariño a aquella iglesia consagrada a San Eustaquio, general de los ejércitos de Trajano muy dado a hacer obras de misericordia y al que se le apareció Dios, y tras abrazar el cristianismo, el emperador Adriano lo condenó a él, a su esposa y a sus dos hijos a morir quemados en el interior de un buey de bronce.

– Afdi,Afdi.

La voz de su hermana llamándola para el comienzo de los oficios religiosos la sacó de sus pensamientos.

– Ya voy. Estaba recordando a la abuela -admitió, cogiendo de la mano a su hermana para entrar en la iglesia.

Durante el tiempo que duró el funeral, a Afdera le dio la sensación de que alguien la vigilaba. En un momento se giró a su derecha y vio cómo el hombre bien vestido mantenía su mirada fija en ella. Aquello la incomodó. No lo conocía, a pesar de que éste se había dirigido a ella por su nombre y con gran familiaridad, aunque la verdad es que tampoco conocía a todas aquellas personas que, con cara apenada por la muerte de su abuela, se sentaban en los abarrotados bancos.

Tras la misa, los invitados pasaron a una recepción en la Ca' d'Oro para firmar en el libro de condolencias. Profesores de universidad, arqueólogos, directores de museos, marchantes de arte, traficantes de antigüedades, restauradores, científicos, traductores de extrañas lenguas, espías, financieros, abogados, millonarios coleccionistas e incluso ladrones y saqueadores de tumbas eran algunos de los personajes que daban el último adiós a la marchante fallecida.

– ¿Cuál será la profesión de aquel tipo? -preguntó Afdera con una copa de ponche en la mano, observándole.

– ¿A quién te refieres?

– A aquel tipo de traje negro hecho a medida.

– No le he visto en mi vida, pero no cabe la menor duda de que es muy atractivo, ¿no te parece?

– Sí, es muy atractivo. Le preguntaré a Sampson si lo conoce de algo-dijo Afdera cada vez más intrigada.

Mientras intentaba localizar al abogado de su abuela, vio que el hombre se despedía de una serie de personas a las que tampoco conocía y se marchaba del palacio para perderse entre la multitud que paseaba por la Strada Nova.

Afdera volvió al palacio y se encontró con el abogado.

– ¡Oh! Sampson, te estaba buscando. ¿Has visto al hombre que acaba de salir?

– No sé a quién te refieres.

– Un hombre de porte atlético, apuesto y vestido con un traje negro. Debe de tener dinero porque el traje estaba cortado a medida, posiblemente en Savile Row. Parecía un broker londinense.

– Pues la verdad, querida, es que no me he fijado demasiado en ese hombre atractivo del que hablas, pero tu abuela tenía relaciones de negocios con mucha gente que ni yo mismo conocía.

– Bueno, no es nada importante -dijo la joven.

Antes de dar la espalda al abogado, éste le preguntó:

– ¿Vas a decirme que había en la caja de seguridad de Hicksville?

– Más tarde -aseguró la joven-. Si quieres, podemos vernos mañana por la mañana en la biblioteca. Voy a necesitar tu ayuda y también algún contacto de mi abuela. Tú los conocías a casi todos, quiero que me des algunos nombres.

A la mañana siguiente, Afdera y Assal todavía estaban afectadas por los acontecimientos vividos el día anterior en el entierro de su abuela. Afdera se encontraba en bata cuando sonó el timbre de la puerta. Era Sampson Hamilton impecablemente vestido con un traje azul de raya diplomática y una corbata Marinella de seda.

– Buenos días, Rosa.

– Buenos días, señorito Sampson. La señorita Afdera está desayunando arriba, en la biblioteca.

– Bien, no se moleste, Rosa. Ya subo yo solo -dijo Hamilton dirigiéndose hacia las escaleras.

La puerta estaba entreabierta y al otro lado podía oírse el Intermezzo de Sfasmann mezclado con el sonido de las voces de las dos hermanas.

– Buenos días, Sampson.

– Buenos días, Afdera -respondió el abogado desviando su mirada hacia Assal, que, vestida tan sólo con un ligero camisón de seda, se dirigía hacia la salida.

Afdera sabía que su hermana atraía la atención de los hombres en general y de Sampson en particular. Podía ver cómo la miraba cada vez que se cruzaba con ella.

– ¿Por qué no le dices que la quieres? -preguntó a Sampson, que se puso colorado por la inesperada pregunta.

– No sé. Tal vez por miedo a que me rechace, pero ahora pongámonos a trabajar un rato -replicó el letrado mientras abría su maletín negro y comenzaba a sacar papeles que la joven debía firmar-. ¿Vas a decirme qué había en la caja de seguridad?

Afdera se levantó y cogió la caja para colocarla entre ellos. Después procedió a abrirla para mostrar al abogado su contenido. Al ver aquel libro de papiro deshecho por el tiempo, Sampson preguntó:

– Un libro antiguo. ¿Y de qué trata para que sea tan misterioso?

– Tienes ante ti, querido Sampson, el evangelio perdido de Judas. Las únicas palabras escritas sobre el apóstol.

– ¿Te refieres a Judas Tadeo?

– No. Este libro trata sobre Judas Iscariote, el apóstol que supuestamente traicionó a nuestro Señor Jesucristo -aclaró la joven.

– ¿Crees realmente que esto que se deshace aquí dentro puede ser tan importante?

– Mi abuela así lo creía. Tenía este libro, por lo menos que yo sepa, desde 1965. Ese año contrató la caja de seguridad en el First National Bank de Hicksville y lo guardó allí. Tal vez el libro llegara antes a sus manos. Dejó un grueso diario escrito que he encontrado junto al evangelio.

– ¿Qué contactos necesitas entonces?

– Necesito saber si la abuela tenía algún buen contacto con la Fundación Helsing de Berna.

– Tendré que comprobarlo, pero ¿por qué ellos?

– Esa fundación es la única que puede llevar a cabo la restauración del evangelio y encargarse de su traducción para que sepamos qué dice sin que nadie se entere. Se cree que sus patronos son hombres poderosos de todo el mundo a los que no les importa el dinero, sino el arte y la recuperación de antigüedades para conocer la historia pasada. Mi abuela confió en ellos en muchas ocasiones para restaurar algunos objetos que pasaron por sus manos. Si ella confiaba en la fundación, ¿por qué no nosotros?

– ¿Quieres llevar el ejemplar tú misma a Berna?

– Sí. Esta misión me la encomendó la abuela justo antes de morir. Estoy segura de que era importante para ella y, por tanto, también lo es para mí.

– No he oído cosas demasiado buenas de esa fundación. Nadie sabe bien quién está detrás de ella. Tiene muchos medios, con laboratorios muy costosos, y no se sabe de dónde sale tanto dinero -advirtió el abogado.

– Eso son tonterías.

– Espero que sólo sean eso: tonterías. No me gustaría tener que enfrentarme en un tribunal con una fundación de la que nada se sabe. Se ha llegado a decir incluso que detrás de ella hay traficantes de armas y narcotraficantes colombianos que la utilizan para blanquear dinero.

– Me da igual lo que hagan, siempre y cuando puedan ayudarme a recuperar el evangelio y a traducir su significado. Poco me importa de dónde sale el dinero -dijo la joven, intentando dar por finalizada la conversación.

Afdera omitió a Sampson las advertencias de su abuela sobre lo peligroso de la misión y de los oscuros poderes que intentarían hacerse con el libro. Antes de abandonar la biblioteca, el abogado se volvió a la joven para indicarle que en breves días podrían abrir el testamento de su abuela.

– Yo me ocuparé de todo y de pagar el impuesto de sucesiones en Italia, Suiza y Estados Unidos. Ahora sus propiedades son de tu hermana Assal y tuyas. También sus negocios. Ella quería que tanto tu hermana como tú continuaseis con ellos. Yo seguiré siendo tu guía hasta que ya no me necesites. Entonces podrás prescindir de mí si lo deseas.

– ¡Oh! Yo jamás podría prescindir de ti, y tampoco mi hermana -dijo, lanzando una sonrisa burlona al abogado.

– Por cierto, si crees que alguien puede querer robar el contenido de esa caja, te recomiendo que la guardes bien. Estoy seguro de que a quien pueda interesarle sabrá ya que la has sacado del banco.


***

Ciudad del Vaticano

La Secretaría de Estado se encontraba en plena ebullición ante la inminente llegada del presidente de la República francesa. El cardenal secretario de Estado permanecía en su despacho del Palacio Apostólico controlando todos los detalles de la visita del líder francés al Sumo Pontífice.

– Sor Ernestina, llame al padre Mahoney y que se presente ante mí -ordenó Lienart mientras leía documentos y la agenda de la visita oficial.

La monja francesa llevaba la agenda oficial y la correspondencia del cardenal desde hacía varias décadas. Muchos dentro del Vaticano la calificaban como una segunda sor Pascalina Lehnert, la famosa y todopoderosa ayudante del papa Pío XII desde su paso por la Nun ciatura en Baviera en 1917 hasta el final de su pontificado en 1958. Algunos miembros de la curia que no mantenían buenas relaciones con Lienart definían a sor Ernestina como «la papisa». Nada ni nadie accedía al cardenal Lienart sin la aprobación de la monja. Incluso el influyente cardenal Ulrich Kronauer, ayudante privado de Su Santidad, «papable» en los últimos dos cónclaves y uno de los más poderosos enemigos de Lienart en la Santa Sede, llegó a decir en cierta ocasión: «Sería más fácil para un asesino atravesar la línea de la Guardia Suiza para llegar hasta el Sumo Pontífice que atravesar la línea de sor Ernestina para llegar hasta nuestro querido cardenal Lienart». Los cardenales reunidos en torno a Kronauer rieron la broma, pero con sumo cuidado de que el comentario no llegase a oídos del secretario de Estado. Otro día, durante un paseo por el Vaticano en las proximidades del jardín a la italiana, el cardenal Kronauer afirmó ante sus acompañantes:

– La oscuridad nos envuelve a todos, pero mientras nosotros, los miembros del sacro colegio cardenalicio, tropezamos con alguna pared por el bien del Sumo Pontífice, Lienart permanece tranquilo en el centro de la estancia.

Para cuando Kronauer finalizó su comentario, el resto de cardenales que le acompañaban se habían alejado para no ser vistos por el poderoso Lienart.

El padre Mahoney, por su parte, como secretario oficial, se encargaba de la agenda privada del cardenal y de sus asuntos paralelos, por definirlos de alguna forma.

Al entrar en el amplio y luminoso despacho oficial del secretario de Estado de la Santa Sede, justo debajo de las estancias del Sumo Pontífice, Mahoney observó una gran actividad debido a la visita del presidente galo.

– ¿Me ha hecho llamar, eminencia?

– Sí, padre Mahoney, pase, pase y siéntese mientras reviso los menús para el almuerzo del Santo Padre con el francés.

El cardenal estaba despachando en ese momento con el cocinero jefe del Palacio Apostólico y con su ayudante.

– Veamos, querido Luigi y querida sor Germana, qué nos van a preparar para esta ocasión… -dijo Lienart con cierto aire dubitativo y observando la lista de platos que le acababan de dar-. Como primer plato, oeufs a la Medici o garganelli in brodo con rigaglie, sopa de pasta con menudillo; como plato principal, truchas cocidas en suave y perfumado escabeche, pascaline d'agneau a la royale, cordero relleno, o espetón de carnes asadas con hierbas; como postre proponen arroz con leche endulzado con miel y castañas. Y, finalmente, con el café o el té, panettone, dulces vaticanos y huesos de santo. Esto estaría muy bien a juzgar cómo ese político francés está presionando al Vaticano -dijo en voz alta mientras observaba a su secretario y a sor Ernestina esbozar una ligera sonrisa-. Bien, démosle a ese francés garganelli, truchas y arroz con leche -ordenó el secretario de Estado.

– Así se hará, eminencia -asintieron a coro el cocinero y la religiosa mientras besaban el anillo cardenalicio y salían de la estancia.

Lienart se levantó de su amplia mesa de trabajo para encaminarse hacia el padre Mahoney. Antes, se dirigió hacia un cuadro que tenía a su espalda y, tras accionar un resorte oculto, puso al descubierto una caja fuerte.

– El cardenal Metz, mi antecesor en el cargo, era muy aficionado a los secretos y a estos detalles de las cajas fuertes detrás de los cuadros -reveló, extrayendo ocho sobres blancos lacrados con el sello del dragón alado, el escudo del cardenal-. Necesito que mañana mismo salga usted hacia estos siete lugares del mundo y entregue personalmente estos sobres a sus destinatarios -ordenó al padre Mahoney.

– Pero, eminencia, el presidente de Francia estará aquí en el Vaticano y… -intentó protestar el secretario.

– No se preocupe por nada. Yo podré ocuparme de ese maldito hereje que apoya la educación pública atea frente a la religiosa. Ese condenado francés acabará también por apoyar el divorcio o el matrimonio entre homosexuales -espetó el secretario de Estado-. Su misión ahora es hacer llegar cuanto antes estos siete sobres a los siete hermanos del Círculo, el octavo es para usted. Deberán reunirse en Venecia y estar preparados para cuando yo les llame.

– Eminencia, así lo haré. Mañana por la mañana saldré hacia mi primer destino.

– No se ofenda ni piense que intento apartarlo de mí. Debe recordar siempre mi lema: ab insomne non custita dracone, para ejercer de custodio, el dragón debe permanecer insomne. Lleve mi mensaje ahora, es lo que le pido. Sólo usted puede llevar a cabo esta delicada misión.

El padre Mahoney se puso en pie y, tras hacer una pequeña reverencia, cogió la mano derecha del cardenal y acercó sus labios al anillo que portaba. En su mano sujetaba ocho blancos sobres con el sello de lacre rojo. Los destinatarios eran el padre Lazarus Osmund, en la iglesia castillo de Malbork (Polonia); el padre Demetrius Ferrell, en el santuario de María Auxiliadora de Passau (Alemania); el padre Eugenio Cornelius, en la abadía benedictina de Ettal (Alemania); el padre Marcus Lauretta, en la abadía de Sant'Antimo, en Montalcino (Italia); el padre Septimus Alvarado, en el monasterio de Irache, en Navarra (España); el padre Spiridon Pontius, en el monasterio de Haghartsin, en la Armenia soviética, y el padre Carlos Reyes, en la iglesia de Laja (Bolivia). El padre Mahoney introdujo en el bolsillo de su sotana el octavo sobre con su nombre.


***

Ginebra

Sentado a la mesa del elegante Lion D'Or, uno de los mejores restaurantes de Ginebra, con vistas al lago Leman, el hombre pidió un café expreso tras el almuerzo e indicó al camarero que se lo sirviesen en la terraza. Allí, ante la magnífica vista, se sentó y comenzó a hojear su ejemplar del L'Osservatore Romano. Miró la portada, con la imagen del Papa recibiendo a una delegación africana. Al llegar a la página cuatro, el hombre leyó algo: Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal. A continuación se levantó de la silla sin esperar el café y pidió la cuenta.

El hombre indicó al portero del establecimiento que llamase a un taxi. Pocos minutos después llegaba hasta la puerta un Mercedes Benz de color negro con el escudo de la ciudad en sus puertas.

– Buenos días, señor. ¿Adónde le llevo? -preguntó el conductor.

– A la sede del Bayerische und Vereinsbank.

Unos minutos después, el vehículo se detenía ante un edificio de corte clásico del centro de Ginebra. Al entrar en la sede bancaria, una joven recibió al recién llegado tras un mostrador de madera y mármol y después de darle la bienvenida en perfecto alemán, le entregó un cuaderno con nueve casillas en blanco.

El hombre comenzó a escribir de memoria las nueve cifras de la cuenta secreta numerada: 1-1-4-1-7-8-3-1-0. Una vez comprobada la clave, la recepcionista hizo una señal al agente de seguridad que se encontraba a su espalda. El recién llegado fue invitado a entrar en un ascensor que le llevaría hasta la tercera planta subterránea. Al salir fue obligado a apoyar su mano derecha sobre el escáner. Una vez comprobada su identidad, un funcionario del banco lo acompañó hasta la cámara principal de cajas de seguridad. Todo era helvéticamente pulcro. El funcionario extrajo una caja metálica con el número 361 y la trasladó a una pequeña sala. Una vez que entró en el pequeño habitáculo, el funcionario cerró silenciosamente la puerta tras de sí.

En el interior de la caja había tan sólo un sobre lacrado con un texto escrito a mano: «Para el Arcángel». Tras romper el sello de lacre rojo, el hombre sacó una fotografía de una joven muy atractiva de pelo corto y negro caminando por una calle de Venecia y unas instrucciones claras, cortas y concisas. Debía vigilar de cerca a aquella mujer y recuperar un libro con páginas de papiro que tenía en su poder. En el mismo informe aparecía una dirección: Ca' d'Oro, Cannaregio 3932, Venecia.

Seguidamente extrajo de su bolsillo un mechero y, tras prender fuego al papel, lo arrojó a una papelera cercana. El hombre se guardó en el bolsillo interior de su chaqueta la fotografía de la joven, volvió a la superficie y sin pronunciar palabra alguna abandonó el banco y se perdió en las tranquilas calles de Ginebra.


***

Venecia

Afdera quería saber más del evangelio de Judas y para ello debía aprenderse de memoria lo escrito por su abuela en el diario que acompañaba al antiguo manuscrito. Necesitaba entender, necesitaba comprender la importancia de aquel libro y cómo había llegado a manos de su abuela.

A su mente acudieron las palabras de San Marcos: «¡Ay de aquél por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!». La joven comenzó a leer:

A fínales de 1959, tal vez principios de 1960, Liliana Ramson, marchante de antigüedades de Alejandría que trabajaba como «ojeadora» para mí, se puso en contacto en la ciudad de Maghagha con Abdel Gabriel Sayed, un copto que solía ayudarla a localizar interesantes piezas. Liliana sabía que Sayed estaba siempre a la caza y captura de cualquier reliquia que pudiera vender a sus numerosos contactos en los mercados de El Cairo y Alejandría. Durante este encuentro, Sayed le dijo a Liliana que había tenido en su poder una especie de libro con hojas de papiro y tapas de cuero que había encontrado y vendido recientemente. Liliana no le dio demasiada importancia al comentario debido a que en aquella época no había un mercado de papiros antiguos y por tanto era difícil, casi imposible, calcular el valor de esos documentos antiguos. Liliana me dijo que Sayed la había llevado hasta el mismo lugar en donde había encontrado el libro.

Afdera detuvo su lectura para pedir a Rosa una taza de té.

Liliana me contó que Abdel Gabriel Sayed vivía en una humilde casa de dos plantas. La segunda todavía no estaba terminada. En la parte de atrás, Abdel criaba dos camellos a los que alimentaba con foul, el típico trigo. Vestía siempre con la tradicional galabiya y con largos chales alrededor de la cabeza. Como tantos otros campesinos de Maghagha, se ganaba la vida haciendo todo tipo de trabajitos. Su casa estaba empapelada de santos. Le gustaba explicar que los coptos eran realmente los primeros pobladores de Egipto. Mientras los cristianos eran perseguidos y masacrados hasta que Constantino los legalizó en el año 313, la nueva religión fue difundiéndose por toda Alejandría. Incluso algún erudito llegó a decir que uno de los doce apóstoles de Jesús falleció en esa ciudad entre los años 60 y 70 de nuestra era. Este dato no ha podido ser demostrado. Cuando los árabes conquistaron la región en el siglo VII llamaban a los nativos gypt, del griego Egyptos, que a su vez proviene de Ha-Ka-Ptah, el nombre que tenía la capital imperial del Antiguo Egipto, Menfis. Por tanto, la palabra 'copto', una derivación de 'gypt', significa Egipto.

De repente, en mitad del texto, Crescentia había hecho una anotación en el margen dirigiéndose a su nieta;

Debes establecer contacto con Liliana Ramson y con Abdel Gabriel Sayed. Son las primeras pistas en tu largo camino hacia la búsqueda de respuestas.

Su lectura quedó interrumpida por el sonido del teléfono.

– ¿Sí? Dígame -preguntó algo molesta.

– Hola, Afdera, soy Sampson.

– Dime, Sampson, ¿quieres hablar con Assal? -preguntó la joven.

– No seas pesada. Te llamo para darte el contacto que me pediste con la Fundación Helsing.

– Espera que coja lápiz y papel.

– He contactado con Renard Aguilar, el director. Estaría dispuesto a recibirte y escuchar tu propuesta. Ten cuidado con él. Tu abuela decía que era una auténtica serpiente cascabel. Te puede atraer con su cascabel, pero cuando menos te lo esperes, puede morderte. No te fíes. Llámale. Te he organizado una reunión con él para dentro de dos días.

– Perfecto, Sampson, muchas gracias. Te tendré al tanto de todo y, por cierto, durante mi viaje cuida de Assal.

– Intentaré hacerlo, Afdera, y ten cuidado. Lo que llevas en esa caja de plástico es un objeto muy valioso.


***

Laja, Bolivia

En Laja, un pequeño pueblecito del altiplano boliviano, el padre Carlos Reyes ayudaba a los indígenas impartiéndoles cursos sobre salud e higiene. Allí, el sacerdote podía recluirse junto a sus «indiecitos», como a él le gustaba llamarlos, y olvidarse de las oscuras misiones que le encomendaba el gran maestre del Círculo Octogonus en defensa de la fe. Reyes supo que algo ocurría cuando Flora Casasaca, una vendedora de mantas de lana, se acercó a la iglesia para indicarle que un hombre alto estaba buscándolo por el pueblo.

Mahoney llevaba horas subido en un avión desde que había salido de Roma. Para él, hacía una eternidad.

Fructum pro fructo -dijo el secretario del cardenal Lienart.

Silentium pro silentio -respondió el padre Reyes.

Su iglesia, construida en el siglo XVII, era la más antigua de Bolivia y había sido sede del obispado. Con el tiempo había perdido su esplendor de antaño y sus antiguas calzadas sustituidas por huertos de tomates y lechugas.

– ¿Qué te trae por aquí?

– Ya lo sabes. Lo que nos lleva a todos a tener que reunirnos cada cierto tiempo… -respondió Mahoney.

– El odio, la muerte…

– La fe -replicó el enviado de Roma.

– Tú sabes, querido Mahoney, que hace años que la fe se perdió en Roma. Éstos son los únicos que la mantienen intacta -apuntó el sacerdote mientras observaba a varios niños jugando al fútbol con una pelota hecha de trapos cosidos.

– Puede que tengas razón, pero nuestra labor, nuestra misión es lo que permite que ellos -dijo, señalando a los niños- puedan seguir manteniendo intacta su fe. Nosotros somos guerreros de Dios, como lo fueron los cruzados, y nadie les acusó de haber perdido la fe mientras acababan con la vida de los herejes.

– Es curioso que hables de herejes y cuestiones semejantes cuando vienes de Roma.

– Allí también hay herejes. ¿Crees acaso que en las cercanías del Papa no existe la maldad?

– Puede ser, querido amigo, pero estas misiones cada vez se me hacen más duras para el espíritu.

– Tal vez deberías comunicárselo al cardenal Lienart o, si lo prefieres, esta misma noche puedo llamarle a Roma y explicarle cuál es tu punto de vista. -Para tranquilizarlo, el padre Mahoney agarró al padre Reyes por los hombros y añadió-: Créeme, cuando termines esta misión, estoy seguro de que podrás pedirle a su eminencia que te libere de esta labor que a veces llega a ser una dura prueba para nuestra alma y para nuestro espíritu.

– Tal vez. Puede que así sea -admitió el sacerdote, cogiendo el sobre blanco que acababa de entregarle el enviado de Roma-. ¿Quieres quedarte a cenar con nosotros?

– No, muchas gracias. Tengo que marcharme. Aún debo entregar seis sobres más en diferentes lugares de Europa y queda poco tiempo. Caritas Christi urget nos, el amor de Cristo nos empuja.

Colere cupio hominem et agrum, quiero sembrar al hombre y al campo. No lo olvides, padre Mahoney -respondió el padre Reyes.

– No lo olvidaré, padre Reyes. Fructum pro fructo.

– Que Dios te acompañe -respondió el sacerdote boliviano.

Mahoney fijó su penetrante mirada en el sacerdote hasta que éste agachó la cabeza y pronunció la respuesta de los miembros del Círculo Octogonus.

Silentium pro silentio.

El primer sobre había sido entregado.

El viaje de regreso a Europa le resultó al padre Mahoney igual de pesado, pero en el avión tuvo tiempo de pensar en las palabras del padre Reyes. «Tal vez su eminencia le libere de su misión hacia el Círculo».

Desde Madrid volaría a Pamplona, donde se encontraba el monasterio de Irache. El padre Septimus Alvarado vivía allí desde hacía varios años.

El monasterio, documentado en el año 958, había florecido gracias a la protección de la Corona de Navarra y al paso de los peregrinos que acudían a Santiago de Compostela. Al padre Alvarado le gustaba ayudar a los jóvenes peregrinos, llegados desde todos los rincones del mundo, cuando pasaban por el monasterio, agotados, pero plenos de una profunda fe que les daba fuerza en su largo peregrinaje hasta la ciudad gallega.

Fructum pro fructo.

Silentium pro silentio -respondió el padre Alvarado.

Cuando intentaba abrir el sobre, el padre Mahoney detuvo su mano.

– Es mejor que lo abra cuando yo me haya ido. Dentro tiene todas las instrucciones que debe cumplir.

A continuación, el secretario de Lienart abandonó en silencio la estancia y desapareció. Acababa de ser convocado el segundo miembro del Círculo Octogonus. Días después, realizaba la misma tarea en el pueblo italiano de Montalcino. Allí, en la abadía románica benedictina de Sant'Antimo, rodeada de viñedos, el padre Marcus Lauretta se encontraba en su celda, en sagrado silencio, leyendo las Escrituras, cuando otro hermano abrió el pequeño ventanuco de la puerta de madera y dejó caer un sobre lacrado.

El padre Mahoney, siguiendo órdenes precisas de su eminencia el cardenal August Lienart, había entregado ya sus respectivos sobres al padre Reyes, al padre Alvarado y al padre Lauretta.

El siguiente de la lista era el padre Eugenio Cornelius, que residía en la abadía de Ettal, del siglo XIV. El sacerdote dedicaba largas horas a la oración y a la restauración del fresco de Johann Jacob Zeiller que decoraba la cúpula de doble cubierta. Cuando Mahoney llegó a la abadía encontró al padre Cornelius subido sobre un andamio a varios metros de altura. Allí tumbado, y con un fino pincel, el religioso se dedicaba a reavivar minuciosamente los vivos colores.

– Zeiller utilizaba la arquitectura fingida con una perspectiva para ser vista desde la entrada -señaló Cornelius con la cara llena de motas de colores-. En esta obra puede observarse la síntesis de los decoradores venecianos y romanos. Los colores claros armonizan perfectamente con el conjunto.

– Estoy seguro de ello -respondió Mahoney.

– Vayamos a dar un paseo. Dígame, ¿qué le trae por aquí?

Fructum pro fructo.

Silentium pro silentio -respondió Cornelius, recogiendo el sobre con el sello del dragón alado.

Una vez cumplido su cometido, el padre Mahoney se dirigió a entregar el quinto sobre. El destinatario era el padre Demetrius Ferrell, de la orden de los capuchinos, que llevaba una vida contemplativa en el santuario de María Auxiliadora, en el corazón de Passau, en Alemania. Pasaba el tiempo limpiando y sacando brillo a la magnífica lámpara que el emperador Leopoldo había regalado al templo en 1676, llena de ángeles, águilas e insignias reales.

El sexto destinatario, el padre Lazarus Osmund, residía en la iglesia castillo de Malbork, en Polonia. La Orden Teutónica erigió el edificio principal y se convirtió en la edificación más grande construida en ladrillo de toda Europa. El castillo sirvió a la orden para afianzar su poder y control sobre el río Vístula. Los primeros monjes se habían instalado en la iglesia en el año 1280. El complejo imponía por la estrecha vinculación entre el poder espiritual y el poder terrenal cuando los grandes maestres de la Orden Teutónica residieron aquí entre 1309 y 1457.

Tras entregar el sexto sobre, aún quedaba el último. Mahoney tenía que coger un vuelo de Varsovia a Moscú, y otro hasta Yerevan, la capital administrativa de la Armenia soviética. A varios kilómetros al norte, en una zona montañosa y escarpada, muy cerca de la pequeña ciudad de Dilijan, se levantaba el monasterio de Haghartsin. Al padre Mahoney le llevó cerca de dos días y medio llegar hasta aquel recóndito rincón, alejado de cualquier lugar del mundo, «incluso desconocido», pensó mientras daba tumbos en un destartalado Lada, o Zhigulí, como lo conocían por esas tierras.

Tras varias horas de incómodo viaje por carreteras zigzagueantes que cortaban como cuchillos hectáreas de frondosos bosques, el vehículo detuvo su marcha ante un grupo de pequeños edificios que databan de los siglos XI y XIII y estaban conformados por numerosas dependencias y construcciones dedicadas a la explotación agrícola.

Un hombre con la cara cubierta de blanco se acercó hasta el vehículo.

– Buenos días -saludó.

– Buenos días, quisiera hablar con el padre Pontius.

El hombre volvió sobre sus pasos para perderse en una pequeña edificación de donde salía un ruido ensordecedor. Unos minutos después, aparecía seguido por un gigantón cubierto de polvo blanco.

– No se preocupe, sólo es harina -dijo el hombre alto, estrechando la mano del enviado del cardenal Lienart.

Mahoney observó el tamaño de la mano que se disponía a estrechar. El padre Spiridon Pontius tenía las manos ásperas debido a las largas horas de trabajo en el molino de harina. A Mahoney le sorprendió la complexión de aquel religioso que había sido elegido personalmente por su eminencia para formar parte del Círculo Octogonus. «No eres más por ser quien eres, ni menos por quien no eres. Lo que eres ante Dios, eso eres y nada más. Para nuestro Círculo, no es más importante el que está cerca de Su Santidad que el que está lejos de la Santa Sede -había dicho el cardenal Lienart al padre Spiridon Pontius cuando le propuso formar parte del Círculo Octogonus-. Para Dios, todos estamos cerca si mostramos nuestra verdadera fe en Él, sin preguntar ni cuestionar las pruebas que Él mismo nos impone y dispone».

Fructum pro fructo -dijo seriamente el enviado del cardenal.

Silentium pro silentio -respondió el padre Pontius mientras aceptaba el sobre.

– Usted es nuevo entre nuestros hermanos. Una vez que me haya ido, podrá abrir el sobre. En su interior hay instrucciones muy precisas que debe usted cumplir al pie de la letra sin hacer preguntas. Léalas y cúmplalas. Hay mucha gente que espera mucho de usted, padre Pontius.

Antes de dar la espalda al religioso para dirigirse nuevamente hacia el Lada aparcado en la entrada del monasterio, escuchó la grave voz del padre Pontius:

– No les defraudaré.

– Espero que así sea. Dios va a someterle, en poco tiempo, a una dura prueba a la que no podrá negarse.

El padre Spiridon Pontius cerraba el Círculo Octogonus. Una vez entregados los siete sobres, era ya hora de regresar al Vaticano e informar personalmente al cardenal August Lienart de que la misión encomendada había sido cumplida.


***

Berna

Afdera volaba directamente desde Venecia a Berna. Miró su número de vuelo en la tarjeta de embarque y comprobó la hora en su reloj. «Tengo tiempo», pensó mientras se dirigía al bar sujetando entre sus manos la caja de plástico que guardaba el evangelio.

Sentada en una mesa desde donde divisaba el monitor de salidas, Afdera sacó el diario de su abuela y continuó con su lectura.

Liliana me dijo que Abdel Sayed le confesó que aquel libro, cuyo significado desconocía, se lo entregó a un hombre llamado Rezek Badani, un marchante de antigüedades de El Cairo. No se sabe bien si Sayed vendió el evangelio a Badani o bien si se lo dejó para que éste lo vendiese al mejor postor y repartirse así los beneficios. En poder de Badani, el libro sufrió un grave deterioro. Liliana me comentó que Badani solía enseñar el libro envuelto en papel de periódico.

La joven miraba de vez en cuando el monitor de salidas para controlar la hora de embarque de su vuelo. A continuación leyó el comentario que su abuela había escrito en el margen.

Esta falta de atención se aprecia en otro tipo de objetos que circulan por el mercado negro de antigüedades egipcias. Los papiros se encuentran en el escalafón más bajo de este mercado. Es fácil encontrar valiosos papiros muy deteriorados en el mercado de al-Goma'a. Lo más curioso de todo es que en un país con tanto flujo de piezas valiosas en el mercado paralelo, el precio lo pone el vendedor sin ni siquiera tener idea del valor real de la pieza que vende.

Su abuela había escrito una palabra en letras mayúsculas justo al lado: «¡increíble!».

La exageración y a veces la pura mentira forman parte de la negociación con un egipcio por una pieza concreta. Sencillamente, forma parte del gran juego, un elemento esencial del toma y daca que ha tenido lugar durante siglos y generaciones, desde el mismo día en que nació el primer faraón. Para un egipcio, cualquier medio es justificable para hacer creer al comprador que el objeto que está ofreciendo es «valioso» y «auténtico», aunque no lo sea. Deberás aprender, querida nieta, que en el comercio de antigüedades en el que vas a tener que moverte se aplica una máxima: protege a tu fuente. Revelar una fuente es un asunto muy grave y hasta puede resultar peligroso. Un excavador jamás dirá a un comerciante de dónde ha sacado el objeto en cuestión; el comerciante jamás dirá al ojeador de qué zona de Egipto procede la pieza; el ojeador jamás dirá al marchante quién es su contacto, y el marchante jamás dirá al coleccionista cómo ha conseguido la pieza. Así, la cadena se mantiene en secreto, sin que un eslabón conozca al otro. El castigo por una indiscreción puede ser muy duro. Hay historias de comerciantes egipcios que han matado a uno de los suyos por haber contado de dónde procedían las piezas o de unos excavadores que secuestraron a un comerciante y, tras arrancarle la lengua con una tenaza, lo dejaron abandonado a las puertas de un hospital de El Cairo. Algunas son leyendas, difundidas interesadamente, pero otras son reales. Cualquiera que hable, desde el excavador, primer eslabón de la cadena, hasta el coleccionista, último eslabón de la cadena, puede ser considerado un traidor y, por tanto, quedar fuera del negocio.

Afdera continuaba revisando las notas del diario de su abuela y vigilando su valiosa carga cuando escuchó una primera llamada para su vuelo. Miró el reloj, vio que aún tenía tiempo hasta la tercera llamada y continuó leyendo.

Badani no revelaría jamás dónde consiguió el evangelio o a quién se lo vendió. Liliana me dijo que ella podría entregarte parte de los eslabones, desde el excavador que descubrió el libro en Gebel Qarara hasta el propio Rezek Badani. No te fíes de Badani. Es un buen hombre, pero es demasiado mentiroso. Puede contarte una historia sobre cómo encontró el libro y al día siguiente relatarte otra muy distinta. Le contó a Liliana que había heredado el libro de su familia, sin que nadie se acordara de cuántas generaciones habían pasado. Dijo incluso que su padre había conseguido el libro poco después de la Segunda Guerra Mundial. Liliana me dijo que nadie se creía esta historia. Le narró incluso otra versión: que dos granjeros estaban arando un campo de Maghagha cuando la tierra se hundió bajo sus pies y encontraron una tumba. Esta historia era, por supuesto, también falsa. Así fue como se encontraron en 1945 los códices de Nag Hammadi, y Badani, que lo había leído en un reportaje publicado en el diario Al-Ah-ram, decidió adoptar la historia. Intenta encontrar a través de Liliana a Rezek Badani en El Cairo, si es que está vivo todavía cuando leas este diario.

Una voz anunciando la salida del vuelo Swissair 161 con destino Berna arrancó a Afdera Brooks de la lectura del diario. Rápidamente dejó sobre un plato varias liras, introdujo el grueso diario en el bolso, agarró fuertemente la caja de plástico y salió corriendo en dirección a la puerta de embarque. Una azafata le dio la bienvenida y la acompañó hasta su asiento, en business. Durante el corto tiempo que duró el vuelo hasta el aeropuerto Bern-Belp de la ciudad suiza, Afdera intentó hacer un balance mental de todo lo revelado por su abuela en el diario.

Tras tomar tierra, la joven se dirigió hasta la zona de taxis del aeropuerto.

– ¿Adónde vamos? -preguntó el conductor.

– Al Hotel Bellevue Palace, en Kochergasse 3.

El vehículo se dirigió por Selhofenstrasse, rodeando las pistas del pequeño aeropuerto, hasta Nesslerenweg, la carretera que conduce hasta el centro de la ciudad. El taxi continuó su marcha por estrechas calles hasta alcanzar Aarstrasse, que discurre en paralelo al río Aar hasta el hotel.

El establecimiento, una joya de la arquitectura art nouveau, estaba situado en pleno centro, muy cerca del Parlamento federal. Había sido uno de los hoteles preferidos de su abuela y siempre que iba pedía la misma habitación, con unas maravillosas vistas a los Alpes berneses.

Unos minutos después, ya en la soledad de su habitación, Afdera levantó el auricular y marcó el número de la Fundación Helsing. Sobre la cama reposaba la caja de plástico que guardaba el evangelio. Tras un par de tonos, oyó una voz femenina al otro lado de la línea.

– Fundación Helsing, buenos días.

– Buenos días, quisiera hablar con el señor Renard Aguilar, por favor.

– ¿De parte de quién?

– Dígale que soy Afdera Brooks, nieta de Crescentia Brooks.

– ¿Podría adelantarme el tema que desea tratar con el señor Aguilar?

Afdera se impacientó ante la impertinente pregunta de la recepcionista.

– Es un asunto privado. Dígale quién soy y él lo entenderá. Mi abogado, el señor Sampson Hamilton, ha concertado una cita con él. Estoy en el Hotel Bellevue Palace. Por favor, que me llame en cuanto pueda. No tengo mucho tiempo -dijo la joven, con cierta seriedad en su voz.

– Bien, señorita Brooks. Transmitiré su mensaje lo antes posible al señor Aguilar -respondió la recepcionista.

Afdera pasó la tarde de compras y paseando por la Bärenplatz. Cuando regresó al hotel, pidió sus mensajes en recepción. Escrito a mano en un papel del Bellevue Palace, aparecía el nombre de Renard Aguilar. «Mañana a las diez de la mañana la recogerá un coche para llevarla hasta la sede de la Fundación Helsing».

A las diez en punto del día siguiente, Afdera esperaba ya sentada en la recepción, junto a la caja de la que no se había separado desde su viaje a Hicksville. Un BMW de color negro aparcó frente a la puerta del hotel.

Un chófer elegantemente vestido se bajó del vehículo y se dirigió hacia ella.

– ¿La señorita Brooks? -preguntó.

– Sí, soy yo.

– Me han enviado para recogerla y llevarla a la fundación.

El vehículo salió de la ciudad. Desde la Schweizerhausweg se adentró en un camino de arena que penetraba en un pequeño bosque. Justo antes, el conductor detuvo su marcha ante una pequeña caseta con guardias armados que sujetaban dos fieros pastores alemanes. El chófer hizo una señal y la puerta de acceso se abrió.

El camino desembocaba en un grupo de edificios de arquitectura moderna que a Afdera le recordaron más un laboratorio farmacéutico que una fundación para el arte. El vehículo se detuvo ante un camino blanco que llevaba hasta la entrada del que se suponía era el edificio principal.

– Buenas tardes, señorita Brooks. El señor Aguilar la está esperando.

Afdera siguió a la mujer hasta una imponente sala de reuniones en cuyo centro se hallaba una lustrosa mesa de caoba que daba cabida a veinte personas. De las paredes colgaban pinturas de artistas como Andrea del Verrocchio, Domenico Ghirlandaio y el Veronés. Los suelos de madera estaban cubiertos de gruesas alfombras de lana de Tabriz.

– Es muy antigua -dijo una voz cercana a la puerta.

Afdera estaba de rodillas admirando una de las alfombras y sólo divisó unos elegantes zapatos John Lobb. Al levantar la vista, pudo observar el rostro de la persona que acababa de entrar en la sala. Se trataba del hombre que había estado en el funeral de su abuela en Venecia.

– ¡Es usted! -acertó a decir Afdera.

– Sí, efectivamente. Soy Maximilian Kronauer -se presentó, tendiendo su mano para ayudar a Afdera a levantarse.

– Soy…, bueno, ya sabe quién soy, pero usted ¿qué hace aquí? ¿Trabaja en la Fundación Helsing?

– No. La fundación sólo me financia algunos de mis estudios e investigaciones de forma desinteresada -respondió Kronauer.

– ¿Investigaciones de qué tipo? -balbuceó Afdera.

– ¡Oh, perdone! Soy especialista en arqueología bíblica y en filología semítica y realizo investigaciones y estudios sobre las lenguas utilizadas en el origen del cristianismo.

De repente la conversación se vio interrumpida por la voz de una mujer.

– ¿Señorita Brooks? El señor Aguilar la espera -anunció.

– Si quiere, podemos cenar esta noche. Le invito -propuso Afdera.

– Voy a estar muy ocupado… y no sé si…

– Le espero a las siete de la tarde en mi hotel. Estoy en el Bellevue Palace.

– De acuerdo, allí estaré -respondió Kronauer cuando Afdera había abandonado ya el gran salón.

– Pase, pase, señorita Brooks. Tenía muchas ganas de conocerla -dijo Aguilar.

– Igualmente. Me han hablado mucho de usted y de la Fundación Helsing.

– Me imagino que habrá oído muchas leyendas sobre nuestra fundación…

– Bueno, señor Aguilar, usted sabe que no hay nada mejor que difundir una leyenda para que acabe convirtiéndose en realidad-dijo, dirigiendo una sonrisa a su interlocutor.

– Tiene razón. Es usted igual de sabia que su abuela. Siento mucho su pérdida. Pero ¿qué la trae hasta nosotros? -preguntó, intrigado.

– Esta caja -dijo la joven, señalando el contenedor de plástico que había depositado sobre una mesa metálica.

Afdera abrió la caja. Los ojos de Aguilar se iluminaron al ver el libro con miles de fragmentos desprendidos junto a él.

– Es una joya, pero ¿qué es lo que quiere de nosotros exactamente?

– Quiero que lo restauren y que se ocupen de traducirlo. Necesito saber cuanto antes qué pone en este texto. Este libro contiene las palabras de Judas Iscariote.

Aguilar se dirigió a su mesa para llamar a alguien.

– Henrietta, por favor, diga a la señora Hubert que necesito que se reúna conmigo en el despacho. Es urgente. -Colgó y se dirigió hacia Afdera, que aún se encontraba ante el evangelio.

– ¿Sabe usted lo que tiene entre sus manos?

– Lo sé muy bien. Pero ahora necesito que lo restauren y lo traduzcan.

Al cabo de unos minutos, la puerta del despacho se abrió y entró una mujer de unos cincuenta años, con unas pequeñas gafas colgadas de un cordón al cuello y vestida con una bata blanca.

– Les presentaré -dijo Aguilar-. La señorita Afdera Brooks, la señora Hubert, una de las más importantes especialistas en la restauración de códices antiguos.

– Mucho gusto, señorita Brooks -dijo la recién llegada-. Creo que es usted nieta de Crescentia Brooks. La conocí durante unas conferencias de la Interpol en París sobre el tráfico de antigüedades robadas. Creo que dio una brillante lección a muchos sobre el arte egipcio.

– Muchas gracias, y llámeme Afdera.

– Perfecto, si usted me llama Sabine.

La conversación fue interrumpida por el señor Aguilar.

– Creo que la señorita Brooks nos acaba de traer una auténtica joya rescatada de lo más profundo de la Antigüedad. Le presento, señora Hubert, las palabras de Judas Iscariote.

– ¿Habla en serio?

– Absolutamente.

– ¡No sabía que Judas Iscariote hubiese escrito un evangelio! -exclamó la restauradora.

– En realidad, nadie lo sabe y, por ahora, hasta que usted, Sabine, no lo restaure y podamos analizar su texto una vez traducido, es mejor que siga siendo un secreto -pidió Afdera.

– ¿Qué quiere hacer con el libro?

– Se lo dejaré aquí bajo su custodia para que sea restaurado y traducido. Yo tengo que realizar diversos viajes. Lo que sí le digo es que cada cierto tiempo le llamaré para saber cómo va el trabajo de restauración.

– Aquí estará a salvo de miradas indiscretas. Tenemos unos laboratorios secretos a las afueras de la ciudad en donde se llevará a cabo la tarea principal de restauración. Una vez que ésta haya finalizado, volveremos a trasladar el manuscrito a estas instalaciones para su posterior traducción -explicó Aguilar.

– ¿Cuánto tiempo cree que necesitará para poder restaurarlo?

– Viendo lo deteriorado que está y los muchísimos fragmentos que hay esparcidos por la caja, calculo que entre cuatro y seis meses. Necesitaré la ayuda del profesor Werner Hoffman, de la Universidad de Frankfurt, uno de los grandes especialistas en papiro. Le llamaré para que venga a ayudarme -precisó la restauradora.

– ¿Quién se encargará de los gastos de la restauración? -preguntó Aguilar a la joven.

– No se preocupe por eso. Mi abuela dejó estipulado que una parte de su fortuna estaría destinada a sufragar los gastos de restauración y traducción del evangelio. Así que el dinero no será un problema.

Esa misma tarde, desde el hotel, Afdera llamó por teléfono a su hermana Assal.

– Sampson tiene órdenes de leer el testamento de la abuela delante de las dos -protestó la menor de las hermanas.

– ¡Oh, está bien! Pero estoy muy ocupada con el encargo de la abuela y no voy a poder ir a Venecia. Tendrás que contármelo. Al fin y al cabo, no creo que me vayas a engañar con la herencia, como esas hermanas malas de las películas.

– No seas tonta. Yo sería incapaz…

– Ya lo sé, hermanita. Quiero ir unos días a Israel y después tengo que viajar a Alejandría a visitar a una amiga de la abuela.

Tras despedirse de su hermana pequeña, la joven se dedicó a escribir en las últimas páginas del diario de su abuela lo sucedido aquella mañana en la Fundación Helsing. Se sentía liberada al no tener ya bajo su responsabilidad el libro de Judas. Ahora era sólo cuestión de tiempo.

Sobre las siete de la tarde sonó el teléfono en su habitación. Desde recepción le indicaron que un hombre la estaba esperando en el Bellevue Bar. Afdera se dirigió hacia allí y nada más entrar divisó a Maximilian Kronauer. Estaba sentado en una mesa del fondo, leyendo el Berner Zeitung delante de una botella de agua mineral. Era muy atractivo y le llamó la atención que estuviera bebiendo agua.

«Tal vez sea el típico suizo-alemán puritano», pensó divertida.

En cuanto Afdera se acercó, Kronauer se puso de pie rápidamente y le invitó a que se sentara a su lado.

– Está usted muy guapa, señorita Brooks -dijo Kronauer.

– Si vamos a pasar la noche juntos, es mejor que me llame Afdera -propuso.

Kronauer se ruborizó ante la insinuación, algo que divirtió a Afdera.

– ¡Oh! ¡No me malinterprete! No me refería a pasar la noche juntos en mi habitación, en la misma cama. Al menos, no de momento -explicó la joven mientras Kronauer se ponía aún más colorado.

– Si ya vamos a hablar de un plan futuro juntos, es mejor que me llames Maximilian. Señor Kronauer suena a profesor de universidad.

– Está bien. Te llamaré Max a secas.

Cuatro horas después, Afdera y Max aún continuaban sentados en la misma mesa del bar. La conversación les había hecho olvidar la cena.

– ¿Hasta cuándo te quedas en Berna? -preguntó Max.

– Tengo que ir a Egipto. ¿Por qué no vienes conmigo y te enseño la ciudad? Puedes elegir alguna de las cincuenta habitaciones que tenemos vacías.

– Bien, podría adelantar mi viaje. Lo que sí puedes hacer es viajar tú mañana mismo. Me reuniré contigo en un par de días, pero, si no tienes inconveniente, prefiero dormir en el Bellini, es el hotel donde siempre me alojo y ya saben cómo tratar mis manías.

– Bueno, si prefieres un hotel a mi casa, una comida artificial a la comida de mi querida Rosa y la compañía de un botones a la mía, perfecto. Puedes ir al Bellini si quieres. Nos vemos en un par de días en Venecia -sentenció Afdera mientras se ponía de puntillas para besar en la mejilla a Kronauer.

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