VIII

Venecia

Vamos, despiértate ya, hermanita -pidió Assal, saltando sobre la cama de Afdera.

– ¡Oh, déjame dormir! Llegué ayer por la tarde y no me apetece hablar ahora.

– Vamos, levántate. Rosa te ha preparado un gran desayuno. Ya sabes que tiene la más firme intención de convertirte en una gorda absoluta. Además, tienes muchas cosas que contarme. Incluso sobre ese tipo tan atractivo que estuvo en el funeral de la abuela -dijo Assal entre risas mientras corría los gruesos cortinajes de la habitación de su hermana.

– No hay nada que contar -respondió dirigiéndose medio dormida hacia el baño.

– ¿Es que aún no has conseguido acostarte con él?

– No. Debe de tener algún problema que le impide acostarse conmigo -gritó Afdera desde el baño.

– A lo mejor es impotente y no quiere decírtelo. -No creo que lo sea. ¿Y qué pasa contigo y con Sampson?

– Me ha pedido que me case con él -respondió Assal, mostrando a su hermana un gran brillante engarzado en un anillo de platino.

– ¡Oh, querida hermanita, no sabes cómo me alegro por ti y por Sampson!

Afdera y Assal bajaron a desayunar. En una gran mesa con maravillosas vistas al Gran Canal, Rosa había dispuesto bollos calientes, pan crujiente, recipientes llenos de mantequilla salada, prosciutto de Parma, queso parmigiano, pecorino siciliano y canestrato pugliese, todo ello regado con grandes jarras de zumo de naranja y café.

– Siempre hace frío aquí. ¿Por qué no enciendes las calefacciones? -suplicó Afdera a su hermana, envolviéndose en una gruesa manta de lana.

– Me gusta sentir el frío y la humedad. A la abuela le gustaba mucho, pero ahora déjate de rodeos y cuéntame tus aventuras por Egipto.

Afdera comenzó a relatar a su hermana, con pelos y señales, lo acontecido en Egipto, sus conversaciones con Liliana Ransom, Abdel Gabriel Sayed y Rezek Badani, su viaje a Berna y su reunión con Aguilar y los cinco científicos encargados de la restauración del evangelio de Judas. Omitió su intento de violación, el asesinato de Liliana y el intento de asesinato de Badani.

– Debemos decidir entre las dos qué queremos hacer con el libro de Judas. Si quieres, nos lo quedamos… -precisó.

– ¿Tú qué opinas, hermanita?

– Sabes que mi opinión es sólo el cincuenta por ciento de ese libro. Yo creo que deberíamos vendérselo a un mecenas o a una institución para que los investigadores de todo el mundo puedan estudiarlo. La Fundación Helsing nos ofrece ocho millones de dólares. Cuatro para ti y cuatro para mí.

– La verdad es que me importa poco el dinero. Lo que me molestaría es que lo adquiriese un tipo y lo guardase en una urna de cristal sólo para él. Si nos aseguran que el comprador lo donará a una institución para su estudio y tú crees que debemos venderlo, hagámoslo. Adelante, vendámoslo a esa fundación -afirmó Assal.

– Te quiero, hermanita -dijo Afdera, levantándose del sofá en el que estaba acurrucada para darle un beso en la cabeza.

– ¿Adónde vas ahora?

– Tengo llamadas importantes que hacer-respondió, perdiéndose ya en las estancias de la Ca' d'Oro, rumbo a la biblioteca, con un vaso de zumo en una mano y un cruasán caliente en la otra.

– ¿Es que no va a comer nada más que eso, señorita Afdera? -protestó Rosa.

– Sí, Rosa, sólo esto. No quiero ponerme gorda antes de los treinta y cinco.

En aquella gran biblioteca, decorada con la Madonna con niño de Alvise Vivarini y la Flagelación de Luca Signorelli, su abuela había pasado largas horas revisando documentos, escribiendo cartas a museos o respondiendo a llamadas telefónicas procedentes de todas partes del mundo. Aquella estancia estaba impregnada de recuerdos de su abuela. Incluso Assal solía decir que de vez en cuando oía pasos en la biblioteca cuando no había nadie en ella.

Acurrucada en un confortable sillón de cuero marrón, envuelta todavía en la manta de lana, Afdera escribió de forma metódica en una pequeña hoja en blanco la lista de llamadas que debía hacer. La primera a Sabine Hubert. Afdera escribió junto a su nombre diversos puntos que debía tratar con ella: «Radiocarbono, traducción». La segunda llamada sería a Renard Aguilar. Afdera volvió a escribir: «Venta, pago, ¿comprador?». En tercer lugar llamaría a Abdel Gabriel Sayed. La joven escribió: «Manuscrito, familia». Y, por último, trataría de hablar con Rezek Badani. Junto al nombre escribió: «Identidad del tipo, ¿quién lo envía? Colaiani + Eolande = Kalamatiano, salud».

En la soledad de la biblioteca y mientras sonaba de fondo la Sinfo nía n° 3 de Rachmaninov, Afdera marcó el número de teléfono de la Fundación Helsing de Berna.

– Hola, querida, ¿cómo estás?

– Estoy bien, Sabine, muchas gracias. Recuperándome del largo viaje en mi casa de Venecia.

– ¡Qué suerte tienes! Ya me gustaría estar estos días en Venecia y no aquí, en Berna -replicó la restauradora de forma misteriosa.

– ¿Por qué? ¿Ha pasado algo con el libro?

– ¡Oh…, no! ¡Con el libro no! Pero ¿te acuerdas de Werner? ¿Werner Hoffman, nuestro experto en papiro?

– Sí, por supuesto, claro que me acuerdo. ¿Le ha sucedido algo?

– Justo el mismo día en que nos reunimos contigo, tuvo un accidente de tráfico y cayó con su coche a un río helado. Murió ahogado.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Afdera se puso rígida en el sofá y preguntó a la restauradora:

– ¿Cómo fue el accidente?

– La policía de Berna dice que fue muy extraño, ya que hay casi un kilómetro de distancia entre la autopista por la que circulaba y el lago en donde cayó el vehículo. La policía incluso nos ha preguntado si habíamos notado a Werner deprimido o con tendencias suicidas. ¿Te imaginas a Werner suicidándose? Era el tipo más alegre que he conocido y amaba su profesión. No creo que tuviese muchas ganas de arrojarse a un lago helado para morir ahogado. No puedo creerlo de Werner.

– ¿Piensas que alguien podría haberle arrojado al lago?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Podría alguien haber arrojado a Hoffman al lago?

– ¿Cómo? Para eso habrían tenido que obligarlo a detener el coche, y, por supuesto, tendría que ser alguien conocido o que le inspirase confianza, porque si no, Werner no se hubiese parado. No sé por qué estás haciendo estas preguntas, pero me estás asustando, Afdera.

– Tal vez no sea nada. No te preocupes. Quizá se trate, efectivamente, de un accidente y nada más. ¿Quién lleva la investigación?

– Creo que un tal comisario Grüber, Hans Grüber o algo parecido, de la División Criminal de la Staat Polizei de Berna. Si quieres, puedo buscar la tarjeta que me dio y darte su teléfono.

– Sí, Sabine, te lo agradecería mucho -le pidió Afdera.

Tras unos momentos de espera, la restauradora volvió al otro lado del teléfono.

– Aquí está. Toma nota -dijo Sabine-, el número es el 41 de Suiza, el 31 de Berna, y el teléfono es el 633 53 22.

– Le llamaré.

– ¿Para qué quieres llamarle?

– Quiero hablar con él antes de contarte algo. Déjame hablar con él, y en cuanto aclare mis dudas, volveré a llamarte para comentarte algunas cosas.

– Me da miedo que albergues alguna sospecha sobre un accidente que supuestamente nada tiene que ver contigo.

– Bueno, ahora quiero saber cómo va el libro.

– Muy bien. Está casi terminada la restauración. También tenemos ya la datación por radiocarbono. ¿Prefieres que te envíe los resultados o que te pase con John para que te los explique él mismo? -preguntó Sabine.

– Las dos cosas. Envíame por DHL una copia del informe, aunque también me gustaría hablar con Fessner para que me cuente qué ha averiguado.

– De acuerdo, ahora te paso con John. Por cierto, ¿has pensado qué vas a hacer con el libro de Judas cuando terminemos con él?

– Assal y yo hemos decidido vendérselo a un mecenas que lo donará a una universidad o institución para que puedan acceder a él los investigadores.

– Eres muy generosa, pero creo que es la decisión más acertada desde el punto de vista académico -aseguró Sabine Hubert antes de pasar la llamada de Afdera a John Fessner, el experto del equipo en análisis de carbono 14.

– ¿Afdera? Afdera, soy John Fessner.

– Hola, John, ¿qué tal? Cuéntame qué habéis descubierto.

– ¿Te has enterado ya de la muerte de Werner? Es muy extraño, ¿no te parece?

– Sí, John, me lo acaba de contar Sabine. Lamento muchísimo su pérdida.

– Aquí también lo sentimos mucho todos. Bueno, déjame que coja los informes y te cuento qué hemos averiguado -pidió Fessner-. Primero, quiero decirte que la datación por radiocarbono es el método más exacto para fechar los objetos antiguos derivados de los seres vivos. Mediante este sistema podemos calcular la cantidad de isótopos radioactivos de carbono producido en la atmósfera que se acumulan en todo ser vivo por igual. Cuando una planta o un animal mueren, el radioisótopo se descompone. Tiene una vida media de cinco mil setecientos años, o lo que es lo mismo, en cinco mil setecientos años la mitad del radioisótopo desaparece de forma constante. Eso nos da una medida temporal para poder calcular la edad de cualquier cosa. En este caso hemos datado la edad del papiro desde el mismo momento en que fue cortado. Las muestras recogidas del libro nos darán una datación de cuarenta años, arriba o abajo. Otro método de análisis han sido las informaciones perimetrales, es decir, aquellas que rodean al libro.

– ¿A qué te refieres?

– Es sencillo. Analizamos la procedencia del papiro o qué materiales se usaron para su fabricación, como las tapas de cuero, la tinta, el papel. Se analizaron varias muestras de la cubierta de cuero y de las páginas interiores. Seleccionamos entre los cinco miembros del equipo aquellas partes del libro que eran las más interesantes para analizar. No podíamos arriesgarnos a que el evangelio de Judas fuese más antiguo que la epístola de Jaime o viceversa, así es que decidimos analizar diferentes partes.

– Por favor, ¿puedes decirme cuándo se escribió el libro de Judas?

– ¡Oh, perdona! Soy científico y me gusta explicar con detalle los caminos que me han llevado hasta el final de ese mismo recorrido -respondió el experto con cierto tono molesto-. Teniendo en cuenta una probabilidad del 95 por ciento, tu libro está datado en un periodo comprendido entre los años 220 y 340 d.C.

– ¿Puede haber algún error de cálculo en esta datación?

– Existen pequeñas fluctuaciones en la cantidad de carbono en el momento en el que la planta está en su fase de crecimiento, por eso hay que corregir esa fluctuación mediante una calibración. Piensa también que los resultados son una suma de probabilidades y posibilidades, pero aun así puedo asegurarte que, hablando estadísticamente, sólo hay un 2,5 por ciento de probabilidades de que tu libro se escribiese antes del año 240 d.C. y un 2,5 por ciento de probabilidades de que se escribiese después del año 340 d.C.

– Muchas gracias, John. No sabes cómo te lo agradezco. ¿Me puedes pasar otra vez con Sabine, por favor? Necesito hablar con ella.

– Por supuesto, pero antes Burt y Efraim quieren comentarte algo -dijo Fessner.

– ¿Hola?

– ¿Quién eres? -preguntó Afdera.

– Soy Efraim, Efraim Shemel. Sólo quería decirte que la traducción está casi finalizada, a falta de ciertos retoques gramaticales. A juzgar por la caligrafía antigua y el uso del copto en tu libro, el documento se habría transcrito, como muy tarde, durante el primer cuarto del siglo V, tal vez incluso antes. La fecha en la que se copió el evangelio podría haber sido sobre el año 220 d.C., cuando muchos evangelios competían por el dominio y la primacía de ser los verdaderos textos de una nueva religión llamada cristianismo.

– ¿Estás seguro de este dato?

– Tan seguro como que tú y yo estamos hablando en este momento. Incluso te diré que podría haber sido escrito antes del nacimiento del emperador Constantino, el mismo que promulgó un decreto para declarar el cristianismo como la religión oficial del Imperio romano.

– John me ha dicho que la datación podría acercarse a principios del siglo IV. ¿Cómo sería entonces posible que se hubiese copiado durante el primer cuarto del siglo V?

– Hola, Afdera, soy Burt Herman. Yo respondo a tu pregunta. John te dio como datación entre los años 240 y 340 d.C., así que debemos analizar la obra desde los dos puntos de vista. Efraim realiza siempre sus análisis sobre la forma en la que está escrito, no desde la perspectiva religiosa. Lo que sí es poco probable, desde esa perspectiva, es que tu evangelio se copiara después del 325, año del Concilio de Nicea. Y es bastante poco probable que el texto de papiro fuera muy posterior al año 340. Si analizamos la media estadística usada por John, el año 280 d.C. puede ser su fecha de origen. Lo que está claro es que este evangelio de Judas fue copiado sólo un siglo después sobre un texto original, escrito posiblemente en griego o arameo. Se podría incluso haber copiado cuarenta o cincuenta años después de que Irineo de Lyon lo condenara en su tratado Contra las herejías.

– ¿Crees entonces que el evangelio de Judas es tan sólo una copia de otro documento original? -preguntó Afdera al experto en orígenes del cristianismo.

– Estoy seguro. Tu texto y el códice entero eran mucho más antiguos de lo que suponíamos, casi de un siglo antes. Está claro que el libro fue escrito durante la era del primer cristianismo. Este texto de Judas, podría tratarse del primer documento cristiano que llega intacto hasta nuestras manos. Lo que sí nos ha llamado la atención a Efraim y a mí es que en él aparecen constantes referencias a una carta de un tal Eliezer, pero no especifica quién es o qué papel jugó en la vida o los textos de Judas Iscariote.

– ¿Quién creéis que pudo ser ese Eliezer?

– No lo sabemos todavía. Déjanos que terminemos la traducción total del texto. Por ahora lo que sí te puedo decir es que en el evangelio se habla de ese tal Eliezer como líder de una secta, tal vez sea el guía de una de las sectas del cristianismo o quizá haya sido un personaje cercano a Judas.

– ¿Un discípulo, tal vez?

– Podría ser. ¿Te lo imaginas? ¿Te imaginas que Judas Iscariote no se hubiese suicidado aquella noche del apresamiento de Jesucristo, en el Haqueldamá, el 'campo de sangre', en el valle de Hinom? ¿Y si hubiese existido una gran secta cristiana que creyese que la gran traición relatada en los Hechos de los Apóstoles en realidad hubiese sido ordenada por Jesús? ¿Puedes hacerte una idea de la imagen de Judas Iscariote como elegido y seguido por miles de creyentes? ¿Y lo que supondría una Iglesia católica apostólica y romana construida sobre Pedro cuando tendría que haber sido edificada sobre Judas? -dijo Herman entusiasmado con sus nuevas teorías.

– ¿Crees que ese tal Eliezer pudo ser un seguidor de Judas y no de Jesús?

– Tu libro le da un papel muy importante a ese tipo llamado Eliezer. Quizá él tenga la respuesta a todo el origen del cristianismo, e incluso, ¿por qué no?, a la Iglesia, al Vaticano, tal y como hoy lo conocemos.

– Necesito hablar con Sabine otra vez. ¡Ah!, Burt, dales las gracias a todos por su brillante trabajo. Espero volver a veros antes de que finalicéis la traducción y regreséis a vuestros países.

– Ahora te paso con Sabine. Adiós, Afdera.

– ¿Hola? Soy Sabine nuevamente.

– Pídele a John que me disculpe, pero necesitaba la fecha de datación. Tal vez he sido algo brusca.

– No te preocupes. Los científicos a veces se ponen un poco pesados y dan muchos datos, como si se entendieran fácilmente -dijo la restauradora en voz baja.

– Necesitaría que me enviases una copia del informe lo más rápidamente posible.

– Esta misma tarde se lo pediré a John y te lo enviaré a Venecia vía DHL.

– Muchas gracias, Sabine. No sé qué hubiera hecho sin ti. Te debo mucho.

– Págamelo llamándome cuando hables con el inspector Grüber y me cuentas lo que te haya dicho sobre la muerte de Werner.

– Así lo haré, y por favor, Sabine, ten cuidado. No te fíes de nadie -le advirtió Afdera.

– ¿A qué te refieres?

– No lo sé, pero espero poder decirte algo pronto. Por favor, ten cuidado y tenme al tanto de la traducción -dijo antes de colgar.

Afdera prefirió cortar la comunicación y volver a llamar a la Funda ción Helsing para hablar con Aguilar. Cuanto menos supiese Sabine de su relación comercial con el director, mejor para ella y para su seguridad.

La voz de la telefonista de la Fundación Helsing volvió a oírse al otro lado de la línea.

– Deseo hablar con el señor Aguilar. Soy Afdera Brooks otra vez.

– Enseguida le paso con el señor Aguilar.

Al cabo de unos segundos se oyó al otro lado de la línea la voz del director.

– Hola, señorita Brooks. Me imagino que me llama para informarme sobre lo que han decidido su hermana y usted sobre el libro de Judas -dijo Aguilar.

– Así es. Mi hermana Assal y yo hemos decidido dar luz verde a la venta y aceptar la oferta de su comprador misterioso. Sólo espero que su mecenas cumpla las condiciones que hemos impuesto. También quiero decirle que no aceptaré ni una sola modificación del acuerdo. El comprador deberá firmar un documento en donde se comprometa a aceptar todas nuestras condiciones. Si lo incumple en algún momento, el trato quedará sujeto al veredicto de los tribunales de justicia. Llegados a este punto, mi hermana Assal y yo reclamaríamos la devolución del libro. En ese caso, devolveríamos el dinero, menos un millón de dólares en concepto de daños y perjuicios. Si está de acuerdo, Sampson Hamilton, nuestro abogado, se pondrá en contacto con usted para cerrar el acuerdo. Él también le informará en qué banco deben realizar el pago.

– Vaya, vaya, señorita Brooks, veo que tiene usted todo muy claro con respecto al trato.

– Así es. Diga a su misterioso comprador que cumpla su palabra y así todo irá sobre ruedas. Ha sido un placer hacer negocios con usted, señor Aguilar.

– También lo ha sido para mí. Recuerde que estoy a su disposición, más aún si acepta mi invitación para una cena más íntima en mi casa.

– Lo siento, pero nunca asisto a cenas íntimas con aquéllos con los que hago negocios, señor Aguilar. Haga que su mecenas cumpla su palabra y la transacción será perfecta.

Antes de colgar el teléfono, Afdera dejó caer una última pregunta.

– Ah, por cierto, ha sido una terrible pérdida la de Werner Hoffman, ¿no le parece?

– Sí, desde luego. Era uno de los más importantes expertos en papiros. El mundo académico ha perdido a uno de sus grandes científicos. Lo cierto es que esa carretera es muy peligrosa en esta época del año debido al hielo que hay en la calzada.

– Oh, ¿es que tuvo un accidente en la autopista?

– Sí, al parecer en una maniobra brusca se salió de la carretera.

– ¡Qué curioso! Creo que alguien me dijo que lo habían encontrado muerto a un kilómetro de la autopista, en el fondo de un lago helado y que había muerto ahogado.

– Oh, sí, claro. Murió ahogado, es verdad. No me acordaba en este momento. De cualquier forma, ha sido una pérdida terrible.

– Sí que lo ha sido -asintió Afdera antes de cortar la comunicación.

En el silencio de la biblioteca recordó las palabras de su abogado advirtiéndole de que no debía fiarse de un tipo como Aguilar y la misteriosa Fundación Helsing. Tal vez debería hacer caso a Sampson y desconfiar de Aguilar.

A continuación, se dispuso a llamar a Abdel Gabriel Sayed. Afdera extrajo del diario de su abuela un pequeño papel con el número de teléfono de un locutorio cercano a la casa de la familia Sayed.

– ¿Diga? ¿Diga? ¿Quién habla? -preguntó una voz al otro lado de la línea.

– Necesito hablar con Abdel Gabriel Sayed, por favor. Llamo desde Italia.

– Espere. Enviaré a alguien a buscar a su esposa. Espere un momento.

Afdera pudo oír cómo el encargado del locutorio daba órdenes en árabe a alguien para que fuese a avisar a Binnaz Sayed.

– ¿Afdera? ¿Eres Afdera?

– Sí, Binnaz, soy Afdera. Necesito hablar con su esposo.

– Está muerto… -respondió la esposa del excavador entre sollozos.

A Afdera se le heló la sangre al oír aquellas palabras. No podía estar muerto. Hacía poco tiempo que había estado con él y disfrutado de su compañía en aquel viaje a las cuevas de Gebel Qarara. No podía creerlo.

– ¿Cómo que está muerto? -balbuceó Afdera.

– Sí, niña. Alguien lo mató cuando regresaba de dejarte a ti en Giza -replicó Binnaz, intentando controlar su llanto.

– Intenta calmarte, Binnaz, y dime qué ocurrió.

– La policía dice que Abdel, en su eterna bondad, recogió a alguien en la estación de servicio de Biba, y en la carretera parece ser que intentaron robarle. Lo más seguro es que se resistiese y lo matasen pensando que llevaba dinero o algo valioso.

Afdera intentaba reponerse de la terrible noticia. Sentía una fuerte presión en el pecho.

– ¿Qué más dice la policía?

– Aquí la policía tiene pocos medios. Un amigo de Abdel me contó que un testigo dijo que se detuvo en la gasolinera y recogió a dos hombres que parecían extranjeros. Uno de ellos era muy alto y fuerte, pero es la única descripción que tiene la policía.

– ¿Le ha devuelto la policía el coche de su esposo? -preguntó intrigada.

– No. Dicen que están investigando y buscando huellas. Todavía no me lo han devuelto, pero lo más seguro es que lo venda. ¿Qué puedo yo hacer con un coche? Lo que sí me han dado son las pertenencias de Abdel.

– ¿Has podido ver algo entre ellas que te haya llamado la atención…?

– ¿Cómo qué?

– No sé, algún objeto que te resultase extraño.

– La verdad es que todavía no he tenido el valor de abrir el paquete que me envió la policía. Cada vez que lo veo sobre la mesa me echo a llorar.

– ¿Podría abrirlo y decirme qué hay en él?

– ¿Y para qué quieres saberlo?

– Necesito comprobar si hay un objeto entre las pertenencias de Abdel.

– ¿Algo cómo qué? -preguntó Binnaz.

– Un octógono de tela.

– ¿Qué es eso?

– Un trozo de tela con ocho lados. Y en su interior debe haber escrita una frase en latín.

– ¿Cuándo quieres llamarme para que pueda confirmártelo? -preguntó la viuda del excavador.

– Mírelo ahora, por favor, se lo ruego. Esperaré al teléfono hasta que me lo confirme.

– De acuerdo. Enviaré a mi hijo a casa para que me traiga el paquete. Espérame y no cortes…

– No se preocupe. No pienso cortar la comunicación -dijo Arderá.

Transcurrieron varios minutos sin que la joven oyese nada al otro lado del aparato. Mientras esperaba se hacía cientos de preguntas pensando en diferentes circunstancias y personas: Boutros Reyko, el socio de Badani, el tipo que intentó matar a Rezek Badani, la extraña muerte de Liliana, el extraño accidente de Werner Hoffman y ahora la inesperada muerte de Abdel. «¿Qué pasaría si todas las muertes estuvieran relacionadas entre sí?», se preguntó. Tenía que confirmar que junto a los cadáveres de todos ellos se había encontrado un octógono de tela. En una pequeña página en blanco, Afdera escribió varios nombres: Boutros Reyko y a continuación escribió: «sí»; Rezek Badani, «sí»; Liliana Ransom, «¿?»; Werner Hoffman, «¿?»; y Abdel Gabriel Sayed…

De repente sus pensamientos quedaron interrumpidos por la voz de Binnaz al otro lado del aparato.

– ¿Niña? ¿Estás ahí? -Sí, Binnaz, estoy aquí. ¿Tiene el paquete?

– Sí, me lo ha traído mi hijo. Déjame que lo abra. Tengo que cortar la cuerda con la que viene atado.

La espera se hizo interminable para Afdera mientras oía cómo Binnaz abría el paquete y buscaba entre las pertenencias de su difunto esposo. De pronto escuchó la voz de la viuda.

– Aquí está. Tenías razón. ¿Cómo podías saberlo? Hay un pedazo de tela como tú dices, de ocho lados, y una frase escrita en un idioma que no entiendo.

Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios -pronunció Afdera.

La expresión de la joven fue tornando de la sorpresa al miedo. Ahora estaba claro que por lo menos las muertes de Reyko y Sayed y el intento de asesinato de Badani estaban relacionados. Sólo le quedaba comprobar las muertes de Liliana Ransom y Werner Hoffman. Antes de colgar, Afdera escribió un «sí» al lado del nombre del excavador.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos otra vez de forma repentina al entrar Assal en la biblioteca.

– ¿Hermanita?

– Oh…, sí…, perdona, Assal, no te he oído entrar.

– Se te ve cara de preocupación.

– No, no es nada… ¿Necesitas algo?

– Sampson viene para aquí y quiere hablar contigo. Creo que quiere que firmes unos documentos relacionados con la abuela y entregarte una carta suya. Al parecer tenía una caja de seguridad en un banco de aquí, en la Cassa di Risparmio di Venezia. Sampson me ha dicho que debes leer unos papeles que tiene.

– De acuerdo, dile a Rosa que cuando llegue me avise. Al fin y al cabo, va a ser mi cuñado.

– Te dejo ahora -dijo Assal, pero antes de que cerrase la puerta tras de sí, su hermana la detuvo.

– Assal, espera un momento.

– ¿Qué quieres?

– Sólo quería preguntarte si la abuela te contó alguna vez el accidente de nuestros padres.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Te contó alguna vez cómo murieron nuestros padres?

– No. Ya sabes que de la muerte de papá y mamá la abuela prefería no hablar. Una vez, sólo una, recuerdo que me dijo que habían fallecido en un accidente en Colorado, pero Sampson me comentó después que la abuela le había contado hacía muchos años que papá y mamá fallecieron en un accidente mientras escalaban en Aspen. La verdad es que para mí tiene poca importancia. ¿Por qué te preocupa eso ahora? -preguntó intrigada.

– Oh, no es nada.

– No me creo que no sea nada. Tú jamás dices nada sin haberlo analizado todo. La abuela decía que tenías la habilidad de analizar todas las consecuencias que podrían provocar tus palabras antes de pronunciarlas. No me creo que no sea nada. Deja ya de tratarme como si tuviera seis años. Me has protegido desde la muerte de nuestros padres, pero ya soy mayorcita para saber qué esconden tus palabras.

– Te prometo que cuando tenga todo atado te lo contaré. Te aseguro que serás la primera en enterarte.

Antes de salir de la biblioteca, Assal oyó cómo su hermana le decía:

– Te quiero, Assal.

– Yo también te quiero, hermanita -le contestó cerrando ya la puerta y sin que su hermana hubiese podido oír sus palabras.

Cuando estuvo a solas de nuevo, Afdera volvió a levantar el teléfono para llamar a Rezek Badani.

– ¿Dígame?

– Buenos días, deseo hablar con el señor Badani.

– Sí, un momento. ¿De parte de quién?

– Dígale al señor Badani que soy Afdera Brooks. Llamo desde Italia.

Al otro lado de la línea, oyó cómo la joven llamaba al comerciante de antigüedades habibi, 'querido'.

– ¿Afdera? ¿Eres tú? -preguntó Badani.

No cabía duda de que las circunstancias en las que habían pasado aquella noche juntos en casa del comerciante hacían que mantuvieran una estrecha complicidad. Rezek Badani, como buen árabe, sentía que debía su vida a Afdera. Al fin y al cabo, ella le había salvado cuando estaba a punto de morir apuñalado en la nuca por aquel tipo del octógono.

– Sí, soy yo. Soy Afdera.

– ¿Y a qué se debe este honor? -volvió a preguntar el egipcio.

– Quería saber qué tal te encuentras y cómo terminó nuestro asunto.

– La verdad es que me he recuperado. Ahora vivo con dos sobrinos altos y fuertes que están dispuestos a matar a cualquier hijo de puta que intente acercarse a mí. Otro primo mío, el de la policía de El Cairo, ¿lo recuerdas…?

– Sí, me hablaste de él aquella noche. ¿Qué te ha dicho del tipo que cayó por la ventana?

– Pues me dijo que no tenía ninguna identificación encima. La policía intentó averiguar cómo entró en el país y tampoco constaba en el registro de fronteras o del aeropuerto. Nadie sabe cómo llegó a Egipto. Se le tomaron las huellas y fueron enviadas a la Interpol. Mi primo me dijo que la Interpol respondió que no constaban en sus registros. Como nadie se hizo cargo del cadáver, fue enterrado en un cementerio a las afueras de El Cairo, a la espera de que alguien reclame su cuerpo, aunque yo lo veo poco probable.

– ¿Te has enterado de la muerte de Abdel Gabriel Sayed?

– Niña, aquí en Egipto no pasa nada sin que yo no me entere. Supe lo de Abdel a la mañana siguiente, cuando la policía encontró su coche en la carretera. Alguien lo había estrangulado.

– ¿Sabes que cerca de su cuerpo fue encontrado un octógono de tela como el que llevaba el tipo que te atacó?

– Eso no lo sabía. ¿Crees que el hombre que se arrojó por la ventana y el que mató a Abdel Gabriel y a mi socio Boutros Reyko tienen alguna relación?

– Podría ser… Incluso estoy investigando si están relacionados también con un asesinato llevado a cabo hace unas semanas en Berna -reveló Afdera.

– Eso supondría la necesidad de disponer de muchos medios para enviar a esos asesinos del octógono a Egipto y a Suiza.

– Puede ser… Junto al cadáver de Abdel había un octógono de tela. Él fue uno de los intermediarios entre los campesinos que descubrieron el libro y Reyko. También se encontró un octógono de tela junto al cadáver de tu socio y él tuvo contacto con el libro de Judas. El tipo que se arrojó desde la ventana de tu casa antes de intentar matarte también llevaba un octógono de ésos, con la frase en latín…

– ¿Y qué pasa con el muerto en Berna?

– Werner Hoffman. Era el experto en papiros que formaba parte del equipo de científicos de la Fundación Helsing que está trabajando en la restauración y traducción del libro.

– ¿Encontraron también un octógono de ésos?

– Aún no lo sé. Voy a llamar al inspector de la policía de Berna que se está ocupando del caso. Quiero saber si la muerte de Hoffman está relacionada con las muertes de Abdel y de tu socio. Necesitaría que tu primo el policía averiguara si en la casa de Liliana se encontró algún octógono de tela. ¿Crees que podrá conseguir esa información?

– Estoy seguro de que podrá hacerse incluso con una copia del informe. Deberá estar indicado, si es que el asesino lo arrojó sobre la cama. No te preocupes, en cuanto tenga la información te puedo llamar. Tenme tú al tanto de lo que averigües, y si necesitas ayuda, no tengo problema en enviarte a un par de mis sobrinos para que te ayuden a aporrear unas cuantas cabezas y a patear varios culos.

– Muchas gracias, Rezek, pero espero no necesitarlos. De momento me basta con que me envíes la información de Liliana y si has contactado con Charles Eolande o con Leonardo Colaiani. Me gustaría entrevistarme con cualquiera de los dos cuanto antes.

– Eolande se encuentra de gira dando conferencias. Le llamé a la Universidad de Chicago y no supieron decirme dónde estaba. Con el que sí he podido hablar es con Colaiani, el experto en las cruzadas. Al principio se negaba a hablar conmigo, pero cuando le he dado tu nombre, ha accedido a encontrarse contigo, siempre y cuando mantengas en el más absoluto secreto tu reunión con él.

– ¿Por qué crees que desea mantener en secreto nuestro encuentro?

– Piensa…, niña. Si el Griego, Kalamatiano, se entera de que Colaiani ha hablado contigo sobre el libro de Judas, puede enfadarse tanto que podría incluso enviar a ese italiano al fondo del río Arno. No creo que a Colaiani le interese que se sepa que te ha visto. Vasilis Kalamatiano es un hombre misterioso al que le gusta mantener sus negocios en secreto. No se mostrará precisamente encantado cuando se entere de que Leonardo Colaiani, un antiguo empleado suyo, está hablando con nosotros.

– ¿Y por qué estaría dispuesto a hablar conmigo?

– Tal vez porque conoció a tu abuela. Durante nuestra conversación me dijo que la respetaba mucho y que con su muerte había desaparecido una de las personas más decentes en el sucio y traicionero mundo del comercio de antigüedades.

– ¿Dónde puedo encontrarle?

– En la Universidad de Florencia. Da clases allí los martes y jueves. Si te acercas un día, podrás hablar con él. Me ha dicho que así te lo debía comunicar. Es probable que sepa algo sobre el evangelio de Judas que te pueda interesar, sobre todo de qué sucedió con el libro durante la época de las cruzadas. Debe tener mucha información sobre el recorrido que hizo el libro durante la época de las cruzadas. Habla con él.

– Mañana es jueves, tal vez pueda ir esta misma tarde hasta Florencia. Está sólo a doscientos kilómetros de Venecia. Sí, intentaré verle mañana mismo.

– Si sé algo más sobre Eolande o sobre la información que me has pedido de Liliana Ramson, te llamaré.

– Llámame a Venecia. Rosa, la criada, siempre está aquí. Le puedes dejar el mensaje si yo no estoy y te devolveré la llamada. Bueno, querido amigo, ten mucho cuidado -le advirtió Afdera.

– Cuídate tú también, y ya sabes, si necesitas a dos de mis primos, puedo enviártelos a Venecia. A veces es más efectivo un buen primo egipcio que uno de esos italianos homosexuales vuestros de la mafia.

– ¡Oh, estoy segura de ello! Un fuerte abrazo, Rezek.

– Cuídate -dijo Badani.

Mientras intentaba poner en orden sus pensamientos, Afdera oyó un pequeño golpe en la puerta. Era Rosa.

– El señorito Sampson está aquí y quiere verla.

– Dile que pase, Rosa.

Allí estaba su abogado, impecablemente vestido con un traje de Savile Row azul de raya diplomática y corbata de Marinella.

– ¿Cómo estás, cuñado? -saludó Afdera entre risas.

– Aún no soy tu cuñado -replicó el abogado agachándose para besarla en la mejilla-. ¿Qué tal tu viaje a Egipto y Berna?

– Muy provechoso. Necesito darte instrucciones para que te pongas en contacto con Renard Aguilar, el director de la Fundación Hel sing, con el fin de hacer un precontrato para la venta del evangelio de Judas a un misterioso mecenas.

– ¿Y qué tiene que ver Aguilar con todo esto?

– Él es el intermediario. El mecenas no quiere que se sepa su identidad, pero, según Aguilar, está dispuesto a cumplir las condiciones impuestas por mí y por Assal para la venta del libro. Quiero que te ocupes de todo. Incluso quiero darte plenos poderes para que lleves a cabo la venta y firmes los contratos.

– ¿Cuál es el precio establecido para la operación? -preguntó Hamilton, tomando notas en un cuaderno negro.

– Ocho millones de dólares, pagaderos en una cuenta en Suiza que deberemos indicar antes de la operación.

– Caray, ¿y te fías de Aguilar para esta operación?

– No creo que tenga interés en engañarnos. Sabe que si lo hace, emprenderé contra él acciones en los tribunales. Por eso necesito que dejes todo perfectamente atado antes de que el libro caiga en sus manos. No quiero tener que reclamarlo después.

– Descuida. Estudiaré primero la operación y te enseñaré el precontrato antes de enviárselo a Aguilar.

– Tenlo preparado cuanto antes. Deseo leer el documento lo antes posible. Me ha dicho Assal que necesitabas que firmase varios papeles legales de la abuela y que tenías que entregarme una carta suya.

– Sí, así es. Cuando estaba poniendo las cosas de tu abuela en orden han aparecido una serie de cuestiones que tenemos que tratar. Debes firmar la transferencia de propiedades de tu abuela. La Ca' d'Oro, la casa de Nyon junto al lago Leman, la casa en los Campos Elíseos de París y la de la isla de Djerba, en Túnez, y las dos propiedades de rus padres en Nueva York y Martha's Vineyard. Tienes que firmar aquí, aquí y aquí -iba indicando Sampson con el dedo-. ¿Ya sabéis tu hermana y tú cómo queréis repartiros las propiedades de tu abuela?

– No. No lo sabemos porque es probable que mantengamos las propiedades unidas para que las dos podamos disfrutarlas. Tal vez te pida consejo sobre la venta de alguna que no utilizamos.

– De acuerdo, esperaré a que decidas lo que quieres hacer.

– Bueno, ahora déjate de documentos y dime cuándo le pediste a mi hermana que se casase contigo.

– Te hice caso, reuní el valor suficiente y decidí pedírselo. Créeme que la haré la mujer más feliz del planeta -aseguró el abogado.

– Y tú créeme que te mataré si no lo haces, y ahora dame un beso muy grande, querido cuñado.

Afdera y Sampson se encontraban de pie abrazados cuando entró Assal en la biblioteca.

– Vaya, vaya, a ver si voy a tener que ponerme celosa -dijo.

– Oh, no te preocupes. Estoy muy feliz por ti, hermanita, y por Sampson. ¿Cuándo pensáis casaros?

– No lo sabemos todavía. Ni siquiera tenemos fecha. No sé si celebraremos la boda aquí, en la Ca' d'Oro, o en la casa de la abuela en Martha's Vineyard. De cualquier forma, Sampson tiene mucho trabajo y quiere terminar varias cuestiones antes de la boda.

– Bien, pero no esperes mucho, Sampson, o si no algún chico guapo veneciano puede venir y quitártela.

– Ah, antes de marcharme tengo que darte el sobre que encontré a tu nombre en la caja de seguridad de la Cassa di Risparmio di Venezia. Tu abuela era muy aficionada a las cajas de seguridad. Sólo espero que no haya dejado más documentos desperdigados en otras tantas cajas -dijo Hamilton extrayendo de su maletín de Prada un sobre con un sello de lacre rojo. Afdera reconoció la letra de su abuela en el sobre: «Para entregar a mi nieta Afdera tras mi muerte».

Lo dejó sobre la mesa sin abrirlo y acompañó a Sampson y a Assal hasta la puerta de la biblioteca.

– Ya me contaréis, tortolitos, cuándo es la fecha elegida. Quiero comprarme un buen sombrero para la ocasión -bromeó Afdera dándole una palmada en el trasero a su hermana.

– No te preocupes, serás la primera en enterarte.

Desde la barandilla de lo alto de la escalera, Afdera se asomó para despedirse del abogado.

– No olvides tenerme al tanto de todo, Sampson.

– No te preocupes. Haré lo que me has ordenado de forma inmediata.

Al poco de quedarse sola en la biblioteca, Rosa entró con una bandeja de plata, con dos platos cubiertos.

– Le he traído algo de comer, señorita Afdera. Debe usted comer y engordar un poco o nadie la querrá y no conseguirá encontrar marido.

– ¡Oh, no te preocupes! No tengo la más mínima intención de casarme con nadie.

– ¿Ni siquiera con ese hombre tan guapo que estaba en el funeral de su abuela?

– Creo que a mi hermana le voy a cortar la lengua.

– ¡No se enfade con ella! Tanto ella como su abuela como yo deseamos verla feliz. Sólo eso.

– Ya lo sé, Rosa, pero por ahora tengo otras prioridades antes que casarme, ser una madre feliz y una esposa comprensiva -respondió la joven con cierto tono sarcástico.

– Bien, pero yo sólo…

Afdera interrumpió a Rosa.

– Rosa, necesito saber si Francesco puede llevarme en coche hasta Florencia.

– ¿Cuándo querría usted ir, señorita Afdera?

– Esta misma tarde. Me quedaré a dormir allí. Tengo una reunión muy importante mañana por la mañana.

– Le diré a ese vago que deje de beber grappa y que trabaje algo. No se preocupe, yo me encargo.

– Bien, Rosa, muchas gracias.

Antes de cerrar la puerta, la fiel criada se giró.

– Como no se lo coma todo, no la dejaré salir de la biblioteca, ¿me ha entendido?

– Sí, te lo prometo. Me comeré todo lo que me has puesto en la bandeja sin rechistar.

A continuación, Afdera levantó el teléfono y marcó el número de la policía de Berna. Unos segundos después una voz en alemán respondía la llamada.

– Buenas tardes. Staat Polizei.

– Buenas tardes. Quisiera hablar con la División Criminal.

– ¿Desea usted hablar con alguien en particular? -preguntó el agente de guardia, esta vez en francés.

– Con el inspector Hans Grüber, por favor.

– Espere un momento mientras lo localizo.

Afdera miraba atentamente el sobre que le acababa de dar Sampson. De repente, una voz gruesa y algo ronca sonó al otro lado del teléfono.

– ¿Sí? ¿Quién es? ¿Quién desea hablar conmigo?

– ¿Inspector Grüber?

– Sí, soy yo. ¿Quién es usted?

– Soy Afdera Brooks, le llamo desde Venecia.

– ¿Desde Venecia?¿Y qué quiere de mí?

– Información -respondió tajante Afdera.

– ¿Qué clase de información? ¿Quién es usted?

– Soy amiga de la señora Sabine Hubert, de la Fundación Helsing. Ella me ha dado su teléfono para que le llame. Werner Hoffman formaba parte del equipo de la fundación encargado de restaurar una valiosa pieza antigua de mi propiedad…

– ¿Y qué tiene que ver eso con el accidente de Hoffman? -preguntó el inspector Grüber.

– ¿Cree usted que fue un accidente?

– ¿Por qué debo pensar lo contrario?

– ¿Porque tuvo el accidente a un kilómetro de la autopista por la que circulaba? ¿Porque cayó a un lago helado muy lejos de donde él se dirigía?

– Por cierto, ¿qué clase de pieza estaba restaurando Hoffman? -preguntó el policía repentinamente.

– Es una información confidencial -respondió Afdera a la defensiva.

– Pues la información sobre la muerte de Werner Hoffman también es confidencial mientras sea un caso abierto por la División Cri minal. Quid pro quo, señorita Brooks, quid pro quo.

– Está bien. Si es así, estoy dispuesta a ser la primera en decirle algo y después usted responderá a una pregunta mía. ¿Le parece bien, inspector Grüber?

– Perfectamente. Quid pro quo.

– Hoffman y un equipo de la Fundación Helsing están restaurando un documento muy valioso sobre el origen del cristianismo, sobre el origen de la religión católica. Y ahora me toca a mí.

– Adelante.

– ¿Por qué me ha dicho que es un accidente si la investigación la está llevando a cabo la División Criminal de la Staat Polizei de Berna?

– Porque alguien llamó a emergencias para decir que había visto cómo dos hombres cargaban a otro dentro de un coche en la autopista seis, la que llega hasta Thun. Enviamos una patrulla de la policía cantonal a investigar, pero no encontró rastro alguno de lucha ni nada por el estilo. El testigo dijo que era un BMW igual al que encontramos bajo el agua con Hoffman muerto en su interior -respondió Grüber-. Y ahora me toca a mí.

– Adelante.

– ¿Cree usted que el accidente o el asesinato de Hoffman puede estar relacionado con su documento sagrado?

– Puede ser. Todavía tengo que comprobar un par de datos, pero en cuanto tenga toda la información se la enviaré por fax para que lo investigue. Yo no puedo hacerlo sola, pero he detectado varias muertes relacionadas con mi documento y la de Hoffman puede ser tan sólo una más en la larga cadena trágica que rodea a mi libro -aseguró la joven.

– Si está usted dispuesta a facilitarme esa información, yo estoy dispuesto a colaborar con usted con tal de coger al tipo que mató a Hoffman. En Berna suceden pocos acontecimientos como éste, así que estoy dispuesto a ayudarla. No deseo que aumente el índice de asesinatos en nuestra tranquila ciudad. ¿Qué es lo que necesita saber? -propuso Grüber.

– Si en el cuerpo de Hoffman o cerca de él encontraron un octógono de tela con una frase en latín escrita en su interior.

– Comprobaré sus efectos personales para confirmárselo. Creo que aún no se los hemos entregado a su viuda.

– Puedo mandarle ahora mismo una copia de un octógono parecido para que le sirva de referencia.

– Se lo agradecería mucho. Envíemelo a este número de fax. En cuanto lo reciba me pondré a investigarlo, pero cuando la llame para confirmárselo querré de usted toda la información que tenga de este caso. ¿Me ha entendido?

– Sí, inspector Grüber, le he entendido, alto y claro, y ahora tome nota del teléfono de mi casa, en Venecia. Allí podrá localizarme. Espero su llamada. Quid pro quo, inspector Grüber.

Quid pro quo, señorita Brooks -respondió el inspector antes de colgar.

Inmediatamente después, Afdera tomó el octógono de tela que había cogido del bolsillo del tipo que intentó matar a Badani en su casa de El Cairo, lo copió en una hoja en blanco y se la envió por fax a Grüber. Ahora sólo quedaba esperar la llamada del inspector.

Afdera decidió abrir el sobre que le había dejado su abuela en la caja de seguridad del banco de Venecia. Con un abrecartas de plata rompió el sello de lacre con el escudo de la Ca' d'Oro, extrajo la carta del sobre y comenzó a leer.

Mi muy querida nieta:

Cuando leas esta carta, querrá decir que yo he fallecido ya, bien de muerte natural o bien asesinada por alguna oscura y oculta mano. De cualquier forma, estaré muerta.

Esta carta, más que un mensaje, querida Afdi, es un aviso para que estés en guardia ante cualquier extraño suceso que pueda ocurrir en tu entorno con respecto al evangelio de Judas, que calculo habrás extraído ya de la caja de seguridad del First National Bank de Hicksville, en Nueva York.

He querido que seas tú, y no tu hermana Assal, quien se ocupe de descubrir la verdad oculta entre las páginas de las palabras de Judas. Tal vez porque tú eres un espíritu más parecido al de tu madre y al mío, más rebelde, más duro, más preparado para los amargos acontecimientos que te tocarán vivir alrededor del libro que te lego. Tu hermana Assal se parece más a tu padre. Un hombre más abstraído en su mundo que en el de los que le rodeaban. Eso no es malo, pero no les permite estar preparados para la dura y cruel realidad que supone un hallazgo como el libro de Judas.

Desde que el libro cayó en mis manos, a través de ese bandido llamado Rezek Badani y mi querida Liliana, a comienzos de la década de los sesenta, sólo me ha traído desgracias, para mí y para mi familia. Me imagino que te estarás preguntando por qué no hice restaurar y traducir el evangelio y decidí esconderlo en una caja de seguridad de un tranquilo banco de Hicksville. La respuesta es la siguiente: por miedo. Sí, por miedo a que os pudiese pasar algo a vosotras, mis queridas nietas Afdera y Assal. Cuando supe lo que podría contener el libro, créeme que me asusté. Un buen día comencé a indagar en sus orígenes, pero, de repente, una oscura mano comenzó a ejercer presión para que no alcanzase mi meta de, tal vez, rehabilitar la figura de Judas Iscariote. Yo era más joven y no temía esas presiones hasta que sucedió aquel trágico accidente en el que perdieron la vida tus padres durante unas vacaciones en Aspen, Colorado. Sé a ciencia cierta que no fue un accidente.

Unos días después de la muerte de tus padres recibí un mensaje en el que me indicaban que si seguía investigando los orígenes del libro, alguien más cercano a mí, como dos niñas de once y nueve años, podrían sufrir algún trágico accidente. En pocos días había perdido a tu madre, mi adorada hija, y a mi yerno, tu padre, a quien quería. No estaba dispuesta por un libro y un secreto guardado durante siglos a perderos ni a ti ni a tu hermana Assal.

Por eso decidí dejarte esta carta. Sí decides seguir adelante con la verdad sobre Judas, quiero que sepas que esa mano que me presionó a mí, en su día volverá a aparecer para hacer algo similar contigo. Sólo espero que la decisión que adoptes sea la correcta, tanto si eliges seguir adelante como si vuelves a esconder el libro en una caja de seguridad hasta el fin de los días. Entenderé cualquier resolución que tomes. Si sigues adelante, te dejo el diario que escribí con la información que conseguí sobre el libro de Judas. Úsalo o destrúyelo. La decisión es sólo tuya, querida niña. Ahora, tu hermana Assal y tú estáis solas. Sólo os tenéis la una a la otra. Protegeos entre vosotras y, por supuesto, únicamente me queda decirte que no te fíes de nadie si sigues el camino que tú sola debes recorrer. Esa decisión sólo te corresponde a ti tomarla. Hazlo con sabiduría.

Te quiere siempre, tu abuela Crescentia B.

Cuando Afdera terminó de leer la carta, no podía contener las lágrimas. No podía revelarle nada a su hermana Assal. Se sentía cada vez más sola, pero estaba decidida a reivindicar, después de tantos siglos, la figura de aquel apóstol que posiblemente no había traicionado a su maestro.

Secándose las lágrimas con un arrugado pañuelo, salió de la biblioteca y se preparó para ir a Florencia. La conversación que tendría con Leonardo Colaiani podría tal vez convertirse en un eslabón más de la cadena hacia el conocimiento de las palabras de Judas Iscariote. «Se lo debo a mi abuela, pero ahora, principalmente a mis padres», pensó la joven.

Mientras bajaba las escaleras, pudo oír en el salón principal la voz de Sampson cuchicheando algo con su hermana Assal. La verdad es que daba gusto ver aquella complicidad entre ellos.

– Siento interrumpiros -dijo Afdera de repente.

– No, no nos interrumpes. Sampson se va ya.

– Sam, necesito hablar contigo antes de que te vayas.

– De acuerdo, éste es un buen momento -afirmó el abogado.

– Acompáñame a la cocina.

– ¿Por qué estás tan misteriosa? Vas a asustar a Assal.

– Tú ocúpate de que Assal permanezca tranquila. ¿Sabes de qué trata la carta que me dejó mi abuela?

– No. No suelo leer las cartas que están selladas y que no son para mí.

– Oh, sí, perdona, pero no lo decía por eso. Te lo preguntaba por si la abuela te habló alguna vez de ella.

– No. Descubrí su existencia cuando murió tu abuela y estaba ordenando sus documentos. Encontré el contrato de la caja. Como tengo poderes tuyos, pedí al banco que la abriesen y allí estaba la carta. No había nada más -respondió el abogado.

– ¿Te habló alguna vez la abuela acerca de la muerte de mis padres?

– No, nunca hablaba de ello. Tan sólo una vez le pregunté y me dijo que habían perecido en un accidente en Estados Unidos. Me imaginé que habría sido en un accidente de coche.

– ¿Te dijo exactamente dónde fue el accidente?

– Creo recordar que me habló de Aspen, en Colorado. Sí, era en Aspen, porque se mostró muy decidida a vender una propiedad que tenía tu familia allí. No quería regresar a aquella casa.

– ¿Podrías hacerme un favor personal sin que se entere Assal?

– Sí, por supuesto. ¿Qué necesitas de mí?

– ¿Podríamos conseguir el informe del accidente de mis padres?

– Me imagino que sí. Supongo que el Departamento de Policía de Aspen tendrá una copia. ¿Quieres que les llame por teléfono?

– Quiero que vayas tú personalmente. Es muy importante, pero ante todo no debes decir nada a Assal. No quiero preocuparla estúpidamente. Dile que tienes que arreglar unos documentos de la abuela en Londres o Ginebra. Ella se lo creerá.

– Vaya, aún no estoy casado y ya estoy mintiendo y engañando a mi futura esposa.

– Hazlo por mí y por mi abuela, por favor -le pidió Afdera, dándole un beso en la mejilla.

– ¿Por qué me dejaré siempre convencer por ti?

– ¿Tal vez porque soy igual que mi abuela?

– Con una Crescentia Brooks tenía ya más que suficiente -dijo Sampson.

Antes de que saliese de la Ca' d'Oro, Afdera sujetó por el brazo a Hamilton.

– He de pedirte que tengas cuidado y que no te fíes de nadie. No le digas a nadie, ni siquiera a tu secretaria, que vas a ir a Aspen. Prométemelo.

– Te lo prometo.


***

Ciudad del Vaticano

El teléfono sonó por la noche en la Secretaría de Estado. El funcionario de guardia respondió.

– Necesito hablar con monseñor Mahoney, es muy urgente -pidió el desconocido.

– ¿Con quién hablo? Debe decirme su nombre para anunciarle a monseñor Mahoney -solicitó el joven sacerdote. -No se preocupe por mi nombre. Sólo diga a monseñor que la llamada es desde Berna. Él sabrá de qué se trata. E1 joven sacerdote salió del despacho principal y corrió por los largos pasillos vaticanos, ante la mirada indiferente de dos miembros de la guardia Suiza que protegían la entrada al despacho del cardenal August Lienart.

Golpearon la puerta varias veces hasta que monseñor Mahoney consiguió encender la luz de la mesa de su despacho. Se había quedado dormido sobre ella.

– Sí, ¿quién es?

– Monseñor, tiene una extraña llamada, pero no han querido identificarse. No he podido pasársela porque daba señal de comunicando -dijo el sacerdote.

– Lo he dejado descolgado para poder descansar un poco. ¿No le dicho desde dónde llama?

– Creo que ha dicho que llamaba desde Suiza y que usted lo entendería.

– No se preocupe y páseme la llamada por la línea de seguridad de la Secretaría de Estado.

Unos minutos después, Mahoney escuchaba el saludo de los miembros del Círculo.

Fructum pro fructo-dijo el padre Cornelius.

Silentium pro silentio -respondió el obispo.

– Monseñor, el equipo que está llevando a cabo la traducción de ese libro hereje está a punto de finalizar su labor. Creo que si se llega a conocer todo el contenido, puede ser peligroso.

– Deje ese tipo de análisis para el gran maestre y para mí. Usted sólo recibe órdenes.

– Lo siento, monseñor. No era mi intención molestarle, pero al padre Alvarado y a mí nos preocupa que ese grupo de científicos esté demasiado cerca de la palabra del apóstol traidor.

– ¿Qué repercusión ha tenido la muerte de Hoffman?

– La policía de Berna está investigando. No saben si ha sido un accidente o un suicidio. Creo que se han inclinado por lo segundo.

– Lo que está claro es que no debemos mostrar nuestra presencia en Suiza. Hablaré con el gran maestre y le tendré al tanto de las órdenes. Por ahora, usted, el padre Pontius y el padre Alvarado no deben hacer ningún movimiento sin el permiso del gran maestre.

– Pero…

– Pero nada, padre Cornelius. No haga usted nada hasta nueva orden. Por cierto, ¿quién es el agente que lleva la investigación?

– El padre Alvarado ha descubierto que se trata de un tal inspector Grüber, de la División Criminal de la Staat Polizei de Berna. Es un policía a la antigua usanza, muy meticuloso en su trabajo, y eso puede resultar peligroso para nosotros -respondió el padre Eugenio Cornelius.

– Así son los suizos. Meticulosos. Por eso fabrican relojes y blanquean dinero negro en sus bancos -respondió monseñor Mahoney con sarcasmo.

– ¿Qué quiere que hagamos?

– Por ahora, como le he dicho, manténganse quietos hasta recibir nuevas instrucciones. Debo hablar antes con el gran maestre. Y ahora, padre Cornelius, fructum pro fructo.

Silentium pro silentio, monseñor -respondió el asesino del Círculo Octogonus antes de colgar.

Para el obispo Emery Mahoney estaba claro que atacar un nuevo objetivo en Berna podía llegar a ser peligroso, y si ese Grüber era demasiado meticuloso, podría llegar a relacionar la muerte de Werner Hoffman con el Círculo.

Mahoney levantó el teléfono que tenía sobre su mesa y marcó el número directo de las estancias privadas del cardenal August Lienart. Una camarera contestó la llamada.

– Dependencias del secretario de Estado, ¿dígame?

– Buenas noches, necesito hablar con su eminencia el cardenal Lienart. Soy su secretario.

– No sé si su eminencia está ya durmiendo -respondió la camarera.

– Compruébelo. Es muy importante.

Mahoney sabía que el cardenal Lienart sufría de insomnio, por lo que generalmente no dormía más de tres horas al día, tal y como hacía el papa Juan XXIII.

– Dígame, monseñor Mahoney, ¿qué desea de mí a estas horas?

– Eminencia, sería necesario que me recibiese esta misma noche. Tal vez podríamos tener algún problema en Suiza.

– De acuerdo, venga usted en diez minutos. Le estaré esperando -ordenó Lienart.

Desde la residencia de Santa Marta, donde vivía Mahoney, al Palacio Apostólico, donde residía el secretario de Estado, había una distancia aproximada de cuatrocientos metros. Monseñor Mahoney prefirió acortar por la Via del Fondamento, rodeando la parte trasera de la basílica, hasta alcanzar la plaza de Santa Marta. Tras cruzar el puesto de seguridad de la Guardia Suiza, Mahoney entró en los llamados Aposentos Borgia y caminó a paso ligero por los largos pasillos de los palacios pontificios medievales hasta alcanzar el edificio que albergaba los apartamentos papales y las habitaciones destinadas al secretario de Estado.

Sentado en una pequeña mesa junto a la puerta de las estancias de Lienart se encontraba un guardia suizo bastante joven. Al divisar el color morado de los hábitos de Mahoney, el militar se puso en pie y saludó al recién llegado.

– ¡Monseñor…!

– Descanse, descanse -ordenó Mahoney al joven, al tiempo que entraba en las estancias de Lienart.

Tras atravesar el portón, el secretario observó que le estaba esperando ya la camarera vaticana, con quien había hablado minutos antes.

– Monseñor, su eminencia le está esperando -dijo haciendo una reverencia y besando su anillo episcopal.

Al entrar en el amplio salón de los apartamentos privados del cardenal secretario de Estado August Lienart, Mahoney divisó una amplía mesa en donde se alineaban en marcos de plata diversas fotografías de papas, jefes de estado y de gobierno, príncipes y reyes, dedicadas a su eminencia.

– Ése es mi museo particular -dijo Lienart a espaldas de Mahoney, sirviéndose un vaso de whisky de malta-. ¿Quiere usted, monseñor?

– Oh, no, gracias. Es muy tarde para beber, o muy temprano, según se mire.

– Y bien, ¿qué le trae hasta mis estancias a estas horas? -preguntó Lienart.

– He recibido una llamada desde Suiza del padre Cornelius.

– ¿Y qué información tenía para nosotros el fiel padre Cornelius?

– Los padres Cornelius, Pontius y Alvarado están preocupados por el avance en la traducción de libro hereje.

– De momento, tenemos que esperar. La paciencia es un árbol de raíces amargas, pero de frutos dulces. La clave de la paciencia es hacer algo mientras se espera y le aseguro, querido monseñor, que yo no detengo mi camino por la impaciencia de algunos. Debe informar a nuestros hermanos de Suiza que la paciencia en un momento de enojo o preocupación puede evitar cien días de dolor. No deben actuar sin mi consentimiento, infórmeles de que violarían las normas del Círculo y, por tanto, pueden ser castigados por ello.

– Pero, eminencia, tanto ellos como yo creemos que es peligroso que esos científicos puedan llegar a traducir todo el texto completo de ese libro hereje.

– Usted sabe tan bien como yo que nuestro aliado en la Funda ción Helsing conseguirá poner en nuestras manos las palabras de ese traidor de Judas. Sólo debemos esperar. ¡Todos deseamos tantas cosas…! Lástima que haya más sueños que vida… y más retrasos que tiempo, pero siempre hay una luz asomándose en la oscuridad. Esa luz que nos da aliento y esperanza para seguir soñando, para seguir deseando hasta alcanzar nuestro objetivo. No lo olvide nunca, querido y fiel Mahoney, y así debe decírselo a nuestros queridos hermanos Pontius, Alvarado y Cornelius -precisó Lienart.

– El padre Cornelius ve necesario emprender alguna acción contra esos científicos, pero considera que puede ser peligroso adoptarlas en Berna. Hay un inspector que está tras la pista de la muerte de ese Hoffman.

– La muerte de Werner Hoffman estuvo mal ejecutada. Como dijo un día el gran Cicerón: «Es propio de los hombres equivocarse, pero es de necios perseverar en el error». Si la muerte de Hoffman fue un error, sería de locos volver a llevar a cabo una acción semejante en Suiza. Dejemos que el resto de los científicos regresen a sus ciudades de origen para llevar a cabo el golpe contra ellos. Si actuamos en Canadá, Israel, Chicago y Ginebra, estos golpes pasarán desapercibidos al fino olfato de ese Grüber del que usted habla.

– La Entidad, nuestro servicio de inteligencia, ha reunido datos sobre el equipo que está trabajando en el libro hereje -reveló Mahoney.

– Cuidado, monseñor Mahoney, no me gustaría que los agentes del cardenal Belisario Dandi descubriesen la conexión del secretario de Estado con el Círculo.

– No se preocupe. Puesto que la Fundación Helsing está llevando a cabo la restauración de un objeto que puede ser adquirido por la Santa Sede, tienen la obligación de investigar a todos aquellos que estén en contacto con el objeto -precisó Mahoney, abriendo varias carpetas con el sello de la Entidad -. El equipo de científicos está formado por una tal Sabine Hubert, que actúa como portavoz. Después están Burt Herman, un americano experto en origen del cristianismo; un judío llamado Efraim Shemel, especialista en lengua copta, y un tipo llamado John Fessner, un hippy canadiense experto en análisis por radiocarbono. Creo que reside en una gran casa en Ottawa. Y el último de la lista era Werner Hoffman, un alemán cuya especialidad era el papiro y ejercía como profesor en la Universidad de Frankfurt al que le gustaba vestirse de mujer mientras su amante lo azotaba con una fusta.

Genuflectant omnes in plano, todos se arrodillan al mismo nivel del suelo, querido Mahoney. Debemos esperar para actuar y quiero que así se lo comunique a los hermanos del Círculo. Nadie debe proceder sin mi aprobación y quiero que esto quede muy claro. Nos encontramos en un momento culminante de nuestra negociación. En este momento, el siguiente paso debe ser emprendido por el señor Aguilar. Cuando tengamos el libro en nuestras manos, podremos actuar y dejar que nuestros hermanos lleven a cabo lo que el destino ha escrito para esos cuatro científicos.

– ¿Y si el destino escrito no se cumple como usted predice, eminencia?

– ¿El destino? El destino es del que baraja las cartas, y nosotros, usted y yo, querido Mahoney, somos los que mezclamos esas cartas y las repartimos. Siempre se ha creído que existe algo que se llama destino, pero también que hay otra cosa que se llama albedrío, mi fiel Mahoney. Lo que califica a los hombres como usted o yo es el equilibrio de esa contradicción.

– ¿Qué pasará con la mujer, Sabine Hubert?

– ¿Qué ocurre con ella?

– Vive en Suiza y me imagino que si actuamos contra ella, eso levantará sospechas.

– Será el último objetivo en ser alcanzado. No quiero que la policía suiza descubra la conexión del Círculo con los científicos que han trabajado en ese maldito libro hereje.

– ¿Quiere que dé alguna orden concreta a los hermanos?

– Mantenga a los hermanos Cornelius, Pontius y Alvarado en Suiza, a la espera de órdenes. Los padres Ferrell y Osmund deben quedarse en Venecia.

– ¿Y el padre Reyes?

– Deberá permanecer en silencio y orando en el Casino degli Spiriti en Venecia hasta nueva orden. Él fue el responsable de la pérdida de nuestro querido hermano Marcus Lauretta en El Cairo y debe pedir perdón al Altísimo por ello, y a mí por haber violado mi confianza -sentenció el cardenal-. Acuérdese de conservar en los acontecimientos graves la mente serena. Sólo en usted puedo confiar, monseñor Mahoney. No me defraude.

El obispo Emery Mahoney se levantó del sofá en el que estaba acomodado, y tras hacer una breve reverencia, agarró la mano derecha del cardenal y besó con devoción el anillo con el escudo de armas de la familia Lienart.

Fructum pro fructo.

Silentium pro silentio -respondió el poderoso cardenal secretario de Estado del Vaticano.

Unas horas después, el cardenal Lienart se encontraba dando un solitario paseo por los jardines vaticanos. Le gustaba caminar a primeras horas de la mañana, cuando aún los jardineros no habían comenzado su labor. Mientras se dirigía hacia el jardín botánico, pudo oír a su espalda el sonido de unos pasos.

– ¿Cómo está usted, mi fiel y querido Coribantes?

– Muy bien, Eminencia. Esperando mejores tiempos que confío en que no tarden mucho en llegar -respondió el agente del contraespionaje papal mientras besaba el anillo del cardenal.

– Puede que ese día esté cerca. Las cosas se hacen cuando hay que hacerlas. Hacerlas cuando no debes, puede significar una infracción de tu destino y cambiar para bien o para mal tu futuro.

– ¿Y qué desea de su fiel servidor, Eminencia? -volvió a preguntar el agente del SP.

– Necesito de su sabiduría y de sus contactos. Usted sabe bien que ha llegado tal vez el momento de que alguien con mano de hierro sepa cómo coger las riendas del Vaticano y acabe de una vez por todas con ese campesino al que llaman Sumo Pontífice…

– Perdone, Eminencia, pero no entiendo muy bien lo que desea de mí…

– Necesito un títere…

– ¿Un títere?

– Sí, un títere para la gran obra de teatro que vamos a representar.

– ¿Y cuál será el escenario?

– La plaza de San Pedro, querido amigo, la plaza de San Pedro -respondió Lienart ante la mirada atónita del espía papal-. Necesitaré un títere, un hombre de paja al que podamos hacer el protagonista de la función, sin que él sepa que lo es. Necesitaré un títere que sea capaz de llevar a cabo una misión sagrada sin que él mismo sepa que es tan sólo un títere entre nuestras manos.

– ¿Y quién será el muerto de la función? -preguntó Coribantes.

– Mi querido amigo, el único que puede impedir que las cosas cambien en la Iglesia; el único que está provocando la pérdida de prestigio de nuestra Iglesia por querer acercarse a esos malditos comunistas de Varsovia y de Moscú; el único que impide que se cumpla mi destino y para el que he sido preparado desde hace décadas. Los comunistas son herejes y con los herejes no hay nada de qué hablar, tan sólo quemarlos en la hoguera.

– Pero la Inquisición y las hogueras han dejado de existir hace ya muchos años, Eminencia…

– Necesito que busque a ese títere para mí, y le aseguro que cuando se cumpla mi destino, usted, querido Coribante, será recompensado.

– ¿Cuánto tiempo tengo para darle un nombre a ese títere?

– Hay hombres, amigo Coribantes, que luchan un día y son buenos; hay hombres que luchan muchos años y son mejores, pero hay quienes luchan toda la vida y ésos son los imprescindibles, y usted es uno de estos últimos. Cuanto antes tenga ese nombre, mejor.

– Cumpliré sus órdenes con eficacia y en silencio, Eminencia -respondió el espía justo antes de desaparecer entre los altos arbustos de los tranquilos jardines vaticanos.

– Lo sé, mi buen amigo, lo sé…


***

Berna

Bien entrada la noche, alguien se introdujo en el edificio principal de la Fundación Helsing. El recién llegado era conocido por los guardias armados de seguridad. Cruzó grandes salas en penumbra y llegó hasta la planta principal de despachos. Al fondo de un pasillo se encontraba una gran puerta de roble con una placa de bronce: «Renard Aguilar. Director».

La visita nocturna a la sede era más una medida preventiva que de seguridad. Estaba claro que Renard Aguilar no deseaba que nadie conociese el contenido de la conversación que iba a tener en unos minutos.

El director levantó el auricular y marcó el número de la residencia del millonario Delmer Wu.

– Buenas noches, deseo hablar con el señor Wu.

– ¿Con quién hablo? -preguntó la voz.

– Dígale al señor Wu que soy Renard Aguilar, un amigo del mejor discípulo. Él lo entenderá.

– Lo siento, pero el señor Wu no responde directamente. Le informaré de su llamada a uno de sus asistentes. Déjeme su número y su nombre y le daré su mensaje para que le llame inmediatamente -respondió la mujer de forma casi automática, como si de una grabación se tratase. Su pequeño discurso dejaba claro que eran las normas impuestas por el millonario para impedir que nadie pudiera acceder a él, ni siquiera a través del teléfono.

– Escuche bien lo que voy a decirle, porque no lo volveré a repetir, señorita. Si no quiere quedarse sin trabajo en menos de una hora, le recomiendo que localice al señor Wu y le dé el mensaje que le acabo de transmitir. Sé que él espera esta llamada, así es que si usted cree tener el suficiente poder como para desviar esta llamada a uno de los asistentes del señor Wu, allá usted.

La joven secretaria guardó silencio durante unos segundos, tal vez intentando tomar una decisión.

– Las personas que pueden acceder directamente al señor Wu tienen una clave de seguridad. Si esa clave salta en nuestra centralita de teléfonos, la llamada pasa directamente al señor Wu, y usted no tiene esa clave. Lo siento. No puedo pasarle. Lo único que puedo hacer es transmitir su mensaje a uno de sus asistentes.

– Bien, señorita. Haga lo que quiera, pero le recomiendo que vaya buscando un nuevo trabajo -dijo Aguilar.

– Un momento, señor Aguilar, no cuelgue -pidió la mujer-. Le pasaré con el señor Elliot, el asistente del señor Wu.

Enfadado por no haber podido hablar con Delmer Wu, esperó impaciente hasta oír la voz del asesor texano del millonario.

– ¿Señor Elliot? Soy Renard Aguilar, director de la Fundación Helsing.

– ¿Qué desea?

– Quiero hablar con el señor Delmer Wu.

– Mucha gente quiere hablar con el señor Wu. ¿Qué le hace tan especial para que le permita hablar con él?

– Tengo un libro que tal vez le interese para ampliar su colección. Dígale que tengo en mi poder el libro que recoge las palabras del mejor discípulo de Jesucristo. Transmítale este mensaje. Él lo entenderá -dijo Aguilar antes de colgar.

Si sabía jugar bien sus cartas, podría hacerse con una tajada de dos millones de dólares libres de impuestos. Mientras saboreaba en sus pensamientos los placeres que iba a poder pagarse con ese dinero, una luz roja intermitente en su teléfono lo devolvió a la realidad.

– ¿Dígame?

– ¿Cuál es su propuesta? -preguntó el mismísimo Delmer Wu al otro lado de la línea.

– ¡Oh, señor Wu, qué sorpresa! Estaba pensando que a lo mejor no le interesaba el libro de Judas.

– Acabo de despedir a la estúpida que se negó a pasarme su llamada, señor Aguilar. Como ve, yo no tengo reparos ni escrúpulos si con ello puedo alcanzar un objetivo, y ese objetivo ahora es el libro de Judas que tiene usted en su fundación -afirmó el millonario asiático.

– Bueno, no esperaba que despidiese a su secretaria -se disculpó el director.

– No se preocupe por ella. Y ahora, dígame, ¿en qué puedo servirle?

– Quiero proponerle un buen negocio.

– Déjeme a mí decidir si el negocio es bueno o malo. Le doy quince segundos, desde este mismo momento, para convencerme.

– Tengo en mi poder un libro que…

– Le quedan diez segundos -interrumpió Wu.

– … puede contener las palabras de Judas Iscariote, el apóstol…

– Le quedan cinco segundos -volvió a interrumpir el millonario.

– Le ofrezco la posibilidad de convertirse en el propietario del libro de Judas.

– Ahora empiezo a escucharle. Y ahora, dígame, ¿cómo sé que tiene usted el libro?

– No lo tengo en mi poder, pero la Fundación Helsing está llevando a cabo su restauración y traducción. Sé que usted ha tenido que depositar diez millones de dólares como donación en una cuenta en Suiza para que el Vaticano pueda adquirirlo. Yo le propongo que se adelante usted en esa compra. Ya conoce su valor y, si yo quiero, puedo hacer que ese libro acabe en su colección.

– ¿Cómo está usted tan seguro de que el Vaticano le permitirá que lo haga?

– El Vaticano no tiene por qué enterarse, a no ser que usted se lo diga.

– ¿Y qué me impide no coger ahora mismo el teléfono y llamarles para decirles que está usted ofreciéndome un objeto que ellos desean? Usted conoce al cardenal August Lienart y sabe bien que su eminencia no se quedará tan tranquilo rezando en la basílica de San Pedro junto a Su Santidad. Si acepto su oferta, tanto usted como yo nos convertiremos en objetivos, y la verdad es que yo tengo una buena protección, pero ¿y usted?

– Déjeme que yo me ocupe de mí mismo. Con dos millones de dólares puedo esconderme de quien sea y donde sea. Estoy seguro de que prefiere usted sujetar por los huevos al Vaticano y no al contrario. ¿Le interesa el libro, señor Wu?

– ¿Cuánto me costará, digámoslo así, su apoyo para poder sujetar por los huevos a la Santa Sede?

– Usted sabe bien el valor de ese documento y que una vez traducido puede remover los cimientos del cristianismo y de la actual Iglesia católica. Dejará que me quede con dos millones de dólares de los diez que ha depositado en la cuenta del Vaticano.

– ¿Qué seguridad tengo de que seré el único en recibir esta oferta?

– ¡Oh, señor Wu, me ofende usted! Soy un hombre de palabra y de honor. Jamás intentaría engañarle a usted en un negocio. Tengo suficiente juicio para no hacerlo -aseguró Aguilar.

– Déjeme decirle que mi padre me enseñó que el juicio de las cosas está determinado por la propia experiencia. «No permitas que el juicio de los demás se interponga para vivir tu propia experiencia», me dijo. Si me engaña, o simplemente se le ocurre intentarlo, créame que nadie más volverá a saber de usted. Soy propietario de unas instalaciones en el Ártico. Una especie de laboratorio en donde suelen hacer experimentos de tal índole que ni mis propios empleados dejan hacerme partícipe de ellos. Creo que tiene que ver con vacunas para evitar enfermedades muy graves y contagiosas y siempre se alegran cuando les envío algún conejillo de Indias. ¿Me comprende usted, señor Aguilar?

– Sí, le entiendo perfectamente, señor Wu. En pocos días le llamaré para informarle de que tengo el libro en mi poder.

– De acuerdo. Pero no quiero movimientos extraños por su parte, por la mía tampoco los habrá. Engáñeme y le arrancaré la piel de los dedos uno por uno. No habrá más trabas, pero asegúrese de que esas trabas tampoco estarán en su lado de la negociación.

Cuando Aguilar se disponía a despedirse del millonario, oyó al otro lado de la línea el tono de comunicación cortada. Su juego encajaba por ahora como una perfecta pieza de relojería suiza. Sentado en su mesa, el director de la Fundación Helsing cogió un caramelo de menta y se lo introdujo en la boca.

Tenía planeado negociar la entrega del libro a Wu, y, por otro lado, informar a Lienart de la supuesta traición del magnate. Estaba seguro, conociendo al cardenal Lienart, de que éste no permitiría que Delmer Wu se saliese con la suya. Renard Aguilar sabía que se enfrentaba a un juego peligroso, como alguien que intenta hacer malabarismos con una granada sin seguro. Si realizaba un movimiento en falso, podría explotarle en las manos, algo que no deseaba en absoluto. Prefería pensar en cómo disfrutar de sus dos millones de dólares, cada vez más al alcance de su mano.

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