XII

Venecia

Aquél era un día feliz para Afdera, pero mucho más feliz para As-sal. Estaban esperando en el aeropuerto Marco Polo la llegada del vuelo procedente de Nueva York en el que regresaba a casa Sampson tras su aventura en Aspen.

Assal fue la primera en divisar a una azafata empujando la silla de ruedas en la que iba el abogado. Corrió hacia él para abrazarle y besarle, pero Sampson estaba aún bajo los efectos de los analgésicos.

Vestido con un jersey rojo de cuello alto, mostraba su mano derecha escayolada hasta los dedos y una rodillera que le obligaba a mantener la pierna derecha totalmente extendida y a tener que caminar apoyándose en una muleta.

– Assal, vas a matarme con tus abrazos. No llores más. Ya estoy aquí contigo y no volveré a aceptar ningún encargo más de tu hermana -dijo Sam, intentando consolarla y observando cómo le sonreía Afdera a una cierta distancia junto a Max Kronauer.

– Hola, Sam, ¿cómo estás?

– ¿Cómo estarías tú si alguien hubiera intentado arrojarte montaña abajo?

– Pues la verdad es que te veo muy bien -dijo sin dejar de abrazar a su futuro cuñado.

– Yo también. Ahora sólo quiero ir a casa y descansar. Tengo muchas cosas que contaros.

Ya en la tranquilidad de la terraza en la Ca' d'Oro, Rosa no paraba de llorar.

– ¡Mire cómo le han dejado los americanos, señorito Sampson!

– No han sido los americanos, Rosa. No llores más.

Rosa sirvió el té y se marchó de la terraza. En ese momento, el abogado se dispuso a relatar todo lo que había descubierto a Assal y a Afdera. Max también estaba presente.

– Antes de comenzar a contaros lo que he descubierto, os daré la copia que he traído del expediente del supuesto accidente de vuestros padres, así como fotografías pertenecientes a la investigación.

– ¿Por qué utilizas la palabra «supuesto»? -preguntó Afdera.

– Porque no fue un accidente. Alguien mató a vuestros padres.

A Afdera, que ya lo sospechaba, la noticia no le sorprendió, pero no sucedió lo mismo con Assal, que se quedó paralizada.

– ¿Cómo que alguien mató a papá y a mamá? -preguntó Assal.

– Sí. Aquí tenéis una fotografía de la cuerda que sujetaba a vuestros padres en la escalada que realizaban en Clark Peak, cerca de Aspen. Al parecer, alguien la cortó y ambos se precipitaron al vacío.

– Pero ¿cómo sabes que cortaron la cuerda? -preguntó Assal, aún afectada por la noticia.

– Hablé con el sheriff Garrison, del Departamento del Sheriff de Pitkin. Es un experto, y me explicó cómo es posible comprobar si este tipo de cuerda usada en escalada pudo ser cortada o, por el contrario, rota por la fricción con un filo de la roca. Garrison estaba seguro de que la cuerda había sido cortada con un objeto afilado. No cabe la menor duda.

– ¿Y cómo has podido averiguar eso?

– Muy sencillo. Examinando el informe policial del accidente, me fijé en las fotografías tomadas por los agentes del Departamento del Sheriff de Pitkin y del Departamento de Policía de Aspen. Me llamó la atención una fotografía de los objetos que llevaban consigo vuestros padres cuando sufrieron el accidente. En una de esas imágenes -dijo Sampson, depositando sobre la mesa la ampliación realizada en Aspen- aparecía un pequeño objeto que me llamó la atención. Hice esta ampliación y descubrí que lo que a mí me parecía un pañuelo arrugado era en realidad una figura de tela. Un octógono.

– ¿Quieres decir que los padres de Assal y Afdera fueron asesinados hace veinte años por el mismo grupo de asesinos que está matando a todos los que tienen contacto con el libro de Judas? -preguntó Max.

– Efectivamente. Soy abogado y a las pruebas me remito.

– ¿Los tipos que intentaron matarte en Aspen llevaban un octógono de tela?

En ese momento, Sampson introdujo una mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un octógono de tela.

– Lo llevaba el tipo que me rompió los dedos. Lo mató el sheriff Garrison de un disparo en la frente. Mientras esperaba a ser evacuado por el helicóptero de rescate, tuve tiempo de revisar los bolsillos de ese tipo y, en uno de ellos, descubrí este octógono. Está claro que o bien ese hombre era muy joven cuando cometió el asesinato de vuestros padres o, sencillamente, él y el que cayó al vacío son herederos del grupo de asesinos que actuaban en los años sesenta. Piénsalo. Los tipos que me atacaron no tendrían más de cuarenta años o, como mucho, cuarenta y cinco. La muerte de vuestros padres sucedió hace unos diecinueve años. Eso significaría que estos individuos tendrían entonces unos veintiuno o veintitrés años. No tiene mucha lógica. Me inclino más por la teoría de un grupo de asesinos que ha ido sobreviviendo al paso de los años con nuevos reclutas, por llamarlos de alguna forma.

– ¿Y quién crees que puede dirigir ese grupo de asesinos, como tú los llamas? -preguntó Max.

– ¿Una fundación? ¿Un grupo defensor del libro de Judas? ¿Un grupo que no desea que se conozcan sus palabras? ¿ La Iglesia católica? ¿El Vaticano? ¿ La Guardia Suiza? Se pueden barajar muchas posibilidades.

– La abuela sabía que nuestros padres habían sido asesinados -dijo Afdera-. Alguien la amenazó con matarnos a nosotras si ella intentaba restaurar y traducir el libro de Judas y por eso lo escondió en el banco de Hicksville.

– Lo que sí queda claro ahora es que ya sabéis por qué vuestra abuela escondió el libro de Judas durante tantos años en la caja de seguridad del banco. Lo más seguro es que fuera para protegeros de esos tipos del octógono -sentenció Max.

– Ahora, la siguiente pregunta que debemos hacernos -intervino el abogado- es si debéis continuar en la búsqueda del secreto de ese Eliezer o si, por el contrario, deberíais abandonar la investigación por vuestra propia seguridad. Ya ha muerto mucha gente inocente a manos de esos tipos del octógono. Vuestros padres, Boutros Reyko, Abdel Gabriel Sayed, Liliana Ransom, Werner Hoffman y Sabine Hubert.

– Y no olvides a los que se han salvado, como Rezek Badani y tú mismo -señaló Max.

– Sí, así es. Ahora la decisión de continuar está sólo en manos de Afdera y Assal.

– No quisiera poneros en peligro de nuevo a ninguno de vosotros -dijo Afdera-, pero está claro que no voy a permitir que unos tipos con un octógono de tela me impidan llegar hasta el final. Se lo debemos a nuestros padres.

– ¿Por qué dices que se lo debemos a nuestros padres? -preguntó Assal-. Tú no tienes intención de descubrir a los asesinos o a quien los mandó. Sólo deseas descubrir quién era ese Eliezer y nada más.

– ¿Y crees, hermanita, que una cosa no va unida a la otra? ¿Crees que no quiero descubrir a esos hijos de puta o a quien los lidera? ¿Y que no me gustaría meter entre rejas a esos tipos que mataron a papá y mamá? Si piensas eso, es que no me conoces. Te aseguro, Assal, que si pudiera, los mataría yo misma con mis propias manos. Y no me temblaría el pulso.

– Bueno, ahora lo menos recomendable es que discutáis entre vosotras -dijo Sampson-. Creo que debéis decidir si vais a continuar con vuestra investigación hasta el final o si la abandonáis en este punto, ahora mismo.

– Mi voto, que es un cincuenta por ciento, es a favor de continuar, ahora que estamos más cerca -sentenció Afdera mirando a su hermana, que sujetaba de la mano a Sampson.

– Si tu voto es a favor, el mío también lo es, pero sólo por nuestros padres. Tú estás más interesada en un descubrimiento científico y yo estoy más a favor de la venganza, aunque suene mal.

– Las dos opciones son comprensibles. Pero, cuidado, porque un acto de justicia permite cerrar un capítulo, pero un acto de venganza escribe otro nuevo.

– ¡Ya está Max con su filosofía! -saltó Afdera-. Y tú recuerda que sólo se tarda un instante en cometer un error y que se necesita una vida entera para olvidarlo. Te aseguro, querido Max, que no voy a cometer el error de olvidar lo que unos tipos hicieron a mis padres, y está visto que mi hermana Assal tampoco.

Touché, querida Afdera.

– ¿Vas a quedarte en Venecia?-preguntó Assal a Max.

– Debo resolver unos asuntos familiares en Ginebra y después tengo que viajar a Estados Unidos para una conferencia. Luego regresaré a Venecia para ayudar a tu hermana a encontrar esa carta de Eliezer.

– Te echaremos de menos, ¿verdad, Afdera?


***

Ciudad del Vaticano

La Sinfonía N ° 7 de Beethoven inundaba todos los rincones de los despachos anexos a la Secretaría de Estado de la Santa Sede. Aquella mañana, el cardenal August Lienart estaba de buen humor. Mientras revisaba y corregía discursos por un lado, revisaba y tachaba textos por el otro. Nada quedaba sin el visto bueno del cardenal secretario de Estado y más aún cuando el Papa todavía se encontraba convaleciente por las heridas sufridas en el atentado.

Monseñor Mahoney golpeó la puerta con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. La música de Beethoven amortiguaba los golpes al otro lado. En ese momento, la puerta se abrió, dando paso a un ayudante de protocolo de la Secretaría cargado con documentos y notas de la visita del líder británico.

– Buenos días, monseñor, pase usted -le invitó el ayudante.

El despacho rebosaba actividad. Sor Ernestina llevaba una bandeja de plata con tazas de café y un plato con porciones de panettone que iba ofreciendo a los altos miembros de la curia que rodeaban a Lienart.

Allí reunidos se encontraban el cardenal Dionisio Barberini, prefecto de la Casa Pontificia; el cardenal Camilo Cigi, vicario de Roma; el cardenal Gregorio Inzerillo, prefecto de la Congregación de Obispos; el cardenal William Guevara, camarlengo de la Cámara Apostó lica y «Papa en funciones» en caso de fallecimiento del Santo Padre; el cardenal Belisario Dandi, prefecto de la Entidad, los servicios de inteligencia vaticanos; Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería Vati cana, y el coronel Helmut Hessler, comandante en jefe de la Guardia Suiza. Los siete hombres estaban sentados alrededor de una gran mesa presidida por el cardenal Lienart.

Al ver entrar en el despacho a su secretario, Lienart pidió a los presentes que le dejaran unos minutos a solas con monseñor Mahoney.

– ¿Es urgente lo que quiere comunicarme?

– Sí, eminencia, lo es.

– Dejemos la reunión durante unos minutos si no les importa, por favor.

Los siete hombres se levantaron, besando algunos de ellos el anillo del dragón alado que Lienart portaba en su dedo. Cuando los dos hombres se quedaron a solas en el despacho, Mahoney dio comienzo a su informe.

– Eminencia, Aguilar ya no está entre nosotros.

– ¿Tiene el hermano Alvarado el libro?

– No. Al parecer, Aguilar consiguió transferirlo a un nuevo propietario.

– ¿Y por qué no ha sido enviado en su busca?

– Porque el nuevo propietario no es un personaje muy accesible, y mucho menos alguien que se deje presionar fácilmente -respondió Mahoney.

– ¿De quién se trata?

– Wu, Delmer Wu.

– Vaya, vaya -dijo, llevándose un habano a la boca-. Ahora parece que ese oriental desea clavarnos el puñal por la espalda después de todo lo que he hecho por él.

– ¿Qué cree que debemos hacer?

– Por ahora nada. No debemos hacer ningún movimiento sin saber antes si tiene el libro hereje, y si es así, dónde lo guarda.

– ¿Entonces?

– Entonces nada. Llamaré a Wu para indicarle diplomáticamente que nos entregue el libro de Judas. Si no consigo que entre en razón, el hermano Pontius irá a Hong Kong y le dará un escarmiento a ese oriental.

– Pero Wu está muy protegido después de lo que le ocurrió a su hijo, cuando fue secuestrado y asesinado por las tríadas.

– Las murallas no las construyen los hombres, las levanta el miedo y nosotros, el Círculo Octogonus, vamos a darle un empujoncito a Wu para que esas murallas sean un poco más altas.

– ¿Qué quiere decir con eso, eminencia?

– Muy sencillo, querido y fiel Mahoney. Primero llamaré para saludar a Delmer Wu y a su esposa. Después le pediré diplomáticamente la entrega del libro. Si no lo hace, enviaremos al padre Pontius para que se ocupe del objeto más preciado de Wu, su esposa Claire. Después de eso, volveré a llamarle para informarle de que rezaremos en el Vaticano una oración por la salud de su esposa y, por supuesto, para pedirle otra vez que entregue el libro. Si continúa sin entregarlo, entonces será cuestión ya de tomar medidas más severas contra él. Inhumanitas omni aetate molesta est, la inhumanidad es penosa en cualquier época, querido Mahoney, y por eso voy a darle al señor Wu una oportunidad de arreglar su error hacia mí y, por supuesto, hacia Dios.

En ese momento, el cardenal fue hasta la mesa de su despacho, extrajo una pequeña agenda negra y marcó un número de teléfono.

– Buenos días, querido Delmer.

– ¿Quién habla? -preguntó el millonario.

– Soy su amigo August Lienart. Le llamo desde el Vaticano, la casa de Dios en la Tierra.

– ¿Qué quiere? ¿Más dinero?

– Por favor, querido Delmer, los buenos comienzos propician buenos finales. Por eso he preferido llamarle personalmente en lugar de tener que enviar a uno de mis ayudantes.

– Muy bien. Sus palabras suenan siempre a reproche por los errores de los demás y no por los suyos -dijo el millonario.

– Se equivoca nuevamente, querido Delmer. Los errores no existen, sólo existe lo que uno hace y lo que no hace, y usted ha evitado hacer algo que debía.

– ¿A qué «algo» se refiere?

– Sabe a lo que me refiero. Al libro hereje de Judas. Lo quiero y lo quiero ya, sin excusas.

– En China solemos decir que el hombre sabio, incluso cuando calla, dice más que el necio cuando habla, querido Lienart.

– En el Vaticano decimos que la clave de la paciencia es hacer algo mientras esperas, y si no da resultado, tal vez debamos buscar una solución por nosotros mismos. Quiero saber dónde está el libro y cuándo piensa entregárnoslo.

– Su pregunta puede ser complicada de responder.

– A una pregunta complicada, la respuesta verdadera es siempre la más sencilla.

– Dado que he sido yo quien ha puesto los diez millones de dólares para adquirir el libro de Judas, ¿por qué cree que no debería quedarme con él en propiedad?

– ¿Por temor a Dios? ¿Por temor a mí?

– El miedo no es algo que le preocupe a alguien como yo.

– Pues debería preocuparle, querido Delmer, debería preocuparle -expresó el cardenal Lienart justo antes de cortar la comunicación.

– No va a entregarnos el libro hereje. Por tanto, envíe a Hong Kong al hermano Pontius.

– Antes tiene que terminar la misión de Chicago.

– De acuerdo. Cuando acabe, tiene que irse a Hong Kong inmediatamente. Comunique a nuestro hermano del Círculo que su objetivo será la esposa de Wu. Esa prostituta oriental llamada Claire.

– Bien, eminencia, así lo haré.

– Ahora diga a mis ayudantes que pueden volver a entrar -ordenó Lienart a su secretario.

Una vez reunidos, Lienart decidió tomar la palabra dirigiéndose al prefecto de la Entidad, el cardenal Belisario Dandi.

– Estimado Dandi, ¿puede usted darnos alguna información sobre el detenido por el intento de asesinato de nuestro Santo Padre?

– Sí, eminencia -dijo el jefe de la Entidad mientras abría un grueso dosier facilitado por la DIGOS, la unidad antiterrorista italiana-. El terrorista es un joven turco que al parecer militó en grupos de extrema derecha que criticaban la posición de nuestro Santo Padre en asuntos de política exterior, principalmente en lo relativo a las relaciones de la Santa Sede con los comunistas de Moscú y Varsovia. Después acabó militando en grupos musulmanes extremistas. Estos últimos acusaban a Su Santidad de ser el «jefe y Gran Cruzado cristiano» y, por tanto, objetivo de los terroristas musulmanes. Tengo aquí en mi poder una carta escrita por Ali Agca en la que afirma que su objetivo es matar al Papa.

La carta, escrita de puño y letra por Mehmet Ali Agca y filtrada por Coribantes, el agente del constraespionaje papal y servidor de Lienart, pasaba ahora de mano en mano entre los presentes del Comité de Seguridad.

– En la carta deja muy claro que su único objetivo es el matar a Su Santidad.

– ¿Pudo formar parte de una gran conspiración y ser Agca, el títere, la mano ejecutora?

– Lo dudo. Los servicios secretos franceses nos han informado que la pistola usada por Agca, una Browning 9 milímetros, fue comprada por el propio Agca a un neonazi austríaco llamado Horst Grillmayer con quien había tenido estrechas relaciones.

– Ese nombre me suena -intervino Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería Vaticana.

– Tal vez le suene este nombre porque Grillmayer fue utilizado por nuestros servicios de inteligencia para realizar operaciones encubiertas en territorio soviético. La Entidad lo utilizó también en operaciones en Polonia.

– ¿Y qué ha sido de ese Grillmayer? -preguntó Lienart.

– Lo encontraron con el cuello cortado en el interior de su coche, aparcado en el garaje de su casa -respondió el jefe del espionaje papal.

– Muy oportuna esa muerte, ¿no le parece?

– Cuando recibimos la información de los franceses, informamos rápidamente a los servicios secretos austríacos para que lo detuviesen, pero cuando llegaron a su residencia, Grillmayer estaba muerto. Por tanto, la pista del arma se ha cortado en este punto.

– Parece que el tal Agca no fue muy profesional -intervino el coronel Hessler de la Guardia Suiza -. El propio atentando contra el Santo Padre parecía estar realizado más por un aficionado que por un profesional. Realmente, disparar contra un Jefe de Estado desde tan poca distancia, en un lugar público y en medio de la multitud equivale a un suicidio. Deberíamos pensar si recibió ayuda de alguien…

– ¿Se refiere a alguien de dentro del Vaticano? -preguntó Lienart.

– No, eminencia, Dios me libre de pensar en ello. No creo que nadie de la Santa Sede pudiera tener interés en disparar contra el Santo Padre, pero tal vez alguien sin saberlo podría haber ayudado en la logística del atentando.

– ¿Sigo sin entenderle?

– Por ejemplo, cuando Agca fue detenido llevaba consigo una tarjeta de seguridad de la Santa Sede para poder acercarse a la zona en la que debía detenerse el Santo Padre. ¿Quién le facilitó esa tarjeta?

– Esas tarjetas circulan en gran número entre los miembros de la Curia para sus familiares y amigos. En muchas ocasiones estos familiares suelen entregar sus tarjetas no nominativas a otras personas fuera del control de la seguridad de la Santa Sede -aclaró Bisletti.

– Bien, por ahora continuaremos trabajando para mantener la maquinaria engrasada y el cardenal Dandi seguirá informándonos de los avances de la investigación -dijo Lienart, dando por terminada la reunión.

Tras quedarse a solas en su despacho, el cardenal secretario de Estado levantó su teléfono interno y marcó el número de Giorgio Foscati, de L'Osservatore Romano, alguien que podría convertirse en un cabo suelto.

– ¿Señor Foscati?

– Sí, soy yo. ¿Con quién hablo? -preguntó el periodista.

– Soy el cardenal Lienart.

– Eminencia, es un honor. Necesitaba hablar urgentemente con usted. Quiero revelarle algo sobre ese tipo que ha salido en las noticias.

– ¿A quién se refiere?

– A ese turco que aseguran que disparó contra Su Santidad.

– Es mejor que no hable de ello con nadie hasta que no se reúna conmigo. ¿Le ha quedado claro?

– Muy claro, eminencia. Enseguida estaré en su despacho.

Minutos después, sor Ernestina golpeaba la puerta del despacho del Secretario de Estado, anunciando a Giorgio Foscati.

– Eminencia -saludó el periodista mientras besaba el anillo del dragón alado que Lienart portaba en su dedo.

– Levántese, fiel Foscati, levántese, por favor, y siéntese a mi lado. Y ahora dígame cuál es esa información tan valiosa que desea revelarme.

– Es sobre ese turco. Yo conocí a ese hombre…

– ¿Cómo que conoció a ese hombre?

– Sí, a través de un sacerdote de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Creo recordar que se llamaba Benigni, Eugenio Benigni.

Al escuchar el nombre real del agente del SP, conocido en clave como Coribantes, Lienart supo que Foscati sería un cabo suelto que tarde o temprano debería dejar bien atado.

– ¿Qué relación tenía ese tal Benigni con el turco?

– Un día me llamó desde la Congregación de la Doctrina de la Fe para hacerme saber de un nuevo discurso que daría el prefecto. Cuando hubo finalizado nuestro encuentro, ese religioso me dijo que necesitaba que le hiciese un favor personal. Yo entendí que no sería para él, sino para el prefecto.

– ¿Cuál era el favor? -preguntó Lienart.

– Entregar un pase de seguridad a ese hombre, Ali Agca.

– ¿Llegó a ver a Agca?

– No. Dejé el sobre en una dirección establecida. Sólo debía depositar el sobre en un buzón.

– Sigo sin entender la relación con ese Agca.

– Cuando fui a introducir el sobre con la tarjeta de seguridad me fijé en el nombre escrito en el buzón. Era Ali Agca. Ahora no sé qué hacer con esa información.

– No hará nada con ella. Se la guardará para usted.

En ese momento, Lienart levantó su mano derecha con dos dedos extendidos y pronunció las palabras de absolución dirigidas a Giorgio Foscati.

– Yo te absuelvo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El cardenal sabía que si Foscati llegaba a ser interrogado, él no se vería involucrado, debido a que la revelación de su relación con Agca había sido realizada durante la confesión y, por tanto, se encontraba bajo secreto.

– Ahora levántese y escuche bien lo que voy a decirle. No hable usted jamás de esto con nadie. Si lo hace, pondrá en peligro la estabilidad de la Iglesia y de la Santa Sede, incluso podría poner en peligro a su familia, a su hija Daniela. No lo olvide. ¿Me ha entendido?

– Sí, eminencia, le he entendido.

– Por cierto, querido Foscati, necesito que inserte en su periódico la frase: «Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal». Incluyala en la página cuatro del periódico en su edición italiana de pasado mañana.

– Así lo haré, eminencia, así lo haré. No me olvidaré de insertar la frase que me ha dicho, descuide -aseguró Foscati.

– Y tampoco deseo que se olvide de nuestra conversación. Si alguien supiese de su relación con ese terrorista turco y con ese religioso, tal vez ni siquiera yo podría ayudarle. La policía italiana le haría muchas preguntas que desembocarían en una posible acusación por su presunta complicidad en el atentado a Su Santidad. Mientras usted mantenga la boca cerrada, yo estaré siempre detrás suyo para ayudarle.


***

Chicago

«Siempre hace frío en esta ciudad», pensó el padre Spiridon Pontius mientras intentaba calentarse con la escasa calefacción del Ford alquilado.

Los edificios que conformaban el campus universitario llegaban desde la calle South State hasta la misma orilla del lago Michigan. En un terreno de decenas de hectáreas se concentraban cientos de miles de estudiantes, la mayor parte de ellos con extrañas y ridiculas prendas con las que amortiguar el intenso frío.

Pontius llevaba días vigilando la puerta del Instituto Oriental, dependiente de la Universidad de Chicago. Allí, en su despacho, Burt Herman pasaba largas horas tras regresar de su viaje a Berna.

Tenía que ponerse al día con sus clases perdidas, la correspondencia sin abrir, las conferencias atrasadas y la burocracia que se le había acumulado como director del Instituto Oriental de la universidad.

Pontius le vigilaba casi desde el mismo día en que había puesto pie en Estados Unidos y su misión era muy clara: Herman, al igual que Hoffman, Hubert, Shemel y Fessner, debía morir como castigo por haber sacado a la luz las palabras herejes de Judas. El profesor había rechazado la protección del Departamento de Policía de Chicago. No quería ningún agente merodeando a su alrededor y, a fin de cuentas, Chicago estaba demasiado lejos de Europa y de esos asesinos del octógono.

Como cada día a las siete de la tarde, el Chevrolet azul de Herman cruzó el campus y el Washington Park por la calle Sesenta, en dirección a South State. Después se dirigió por la Chicago Skyway hasta la Noventa y ocho. Antes se detenía un par de veces para comprar los periódicos y algo de comida en algún restaurante de la zona. Aquel dato confirmó a Pontius que Herman vivía solo y que no se le daba nada bien la cocina.

La casa de Herman era igual al resto de edificaciones sin personalidad alguna que inundaban el barrio de clase media acomodada en donde vivía. Muy cerca se divisaba un campo de golf cubierto por la escarcha.

Desde la acera de enfrente, Pontius podía ver cómo las luces de la casa iban encendiéndose a medida que Herman iba entrando en las habitaciones. Cuando la noche había caído ya sobre la ciudad, el asesino bajó del Ford y buscó la entrada trasera de la casa. Sin hacer el menor ruido, abrió la puerta que daba a la cocina. No había nadie. Llegó hasta el salón en silencio. Varios libros se amontonaban en el suelo formando una torre inestable. Sobre el sofá estaba acurrucado un gato de Angora que únicamente se limitó a abrir los ojos al paso del intruso. Una escalera de madera daba acceso a la planta superior. Pontius comenzó a subir por ella mientras extraía de su bolsillo trasero un alambre con dos agarraderas en cada lado.

Al llegar al rellano, oyó el sonido del agua cayendo en la ducha, y lentamente comenzó a acercarse a la puerta de donde procedía el sonido. Al entrar en el baño se vio envuelto en una gran nube de vaho.

El asesino del Octogonus observó una figura que se movía al otro lado de la cortina. Con un rápido movimiento la corrió, dejando al descubierto una camisa que se agitaba por el golpeteo del agua.

Justo en ese momento, Herman, casi desnudo, entró como una tromba en el baño atacando por la espalda a Pontius. Los dos hombres cayeron sobre el lavabo, que se vino abajo por el peso de ambos. Estaba claro que Burt Herman, a pesar de sus años y sus kilos de más, no había olvidado su instrucción en los marines y estaba dispuesto a presentar batalla a aquel individuo.

Pontius se lanzó contra él para intentar rodear su cuello con el cable, con escaso éxito. El experto en religión sabía que si lo conseguía podía darse por muerto.

En la segunda acometida, Herman perdió pie debido al suelo resbaladizo y quedó tumbado boca abajo, momento que aprovechó el padre Pontius para sentarse sobre su espalda y rodearle el cuello con el alambre.

Burt Herman luchaba con su atacante tratando de que entrara un poco de aire en sus pulmones. En los primeros momentos, las patadas del científico eran bruscas, pero con la presión del alambre fueron haciéndose cada vez más débiles hasta que sus piernas quedaron inmóviles. El cuarto científico implicado en la restauración y traducción del evangelio de Judas estaba muerto.

Antes de abandonar la casa, Pontius pronunció la frase del Círculo Octogonus y arrojó sobre el cuerpo desnudo un octógono de tela. Su siguiente destino sería la lejana Hong Kong y debía prepararse para el largo viaje.


***

Ginebra

El mensaje había sido recibido pocos días antes a través de la página cuatro de la edición italiana de L'Osservatore Romano. Minutos después de leerlo, el hombre con las manos enguantadas atravesó el elegante vestíbulo de la sede del Bayerische und Vereinsbank. La recepcionista, tras darle la bienvenida, entregó al recién llegado un cuaderno con nueve casillas en blanco. Una vez comprobada su identidad, un funcionario del banco lo acompañó hasta la cámara principal de cajas de seguridad, situada a varios metros bajo el suelo, extrajo la caja metálica 361, la trasladó al pequeño habitáculo y cerró la puerta tras de sí.

En el interior de la caja de seguridad había dos sobres lacrados con un texto escrito a mano: «Para el Arcángel». Tras romper el sello de lacre rojo del primer sobre, el hombre extrajo una fotografía de un hombre que reconoció fácilmente. Giró la foto, un texto indicaba: «Delmer Wu. Objetivo en Hong Kong».

Después de romper el sello del segundo sobre, el Arcángel extrajo la fotografía de un hombre de tez morena con alzacuellos. Al darle la vuelta, aparecía escrito: «Padre Carlos Reyes. Objetivo en Tel Aviv, Israel».

Tras estudiar durante varios minutos los dos rostros, el Arcángel extrajo de su bolsillo un encendedor y prendió fuego a las dos fotografías. Cuando éstas se consumieron sobre el cenicero, volvió a la superficie y abandonó el banco.


***

Tel Aviv

Una semana después, el enviado del Círculo Octogonus aterrizaba en el aeropuerto Ben Gurion de la capital israelí.

– ¿Motivo de la visita? -preguntó el agente de inmigración.

– Vengo a peregrinar a los Santos Lugares y a visitar a mi congregación en Jerusalén -respondió el padre Reyes.

– Bienvenido a Israel -dijo el agente estampando un visado en el pasaporte del asesino del Círculo Octogonus.

Tras alcanzar la calle a través de un estrecho pasillo en donde se arremolinaban familiares y amigos de recién llegados, el padre Reyes cogió un taxi en la misma puerta de la terminal.

– ¿Adónde le llevo? -preguntó el conductor.

– A Jaffa. Voy a Yafo Street, a la residencia de los padres franciscanos.

– Vamos allá -anunció el taxista, poniendo rumbo al centro de la ciudad.

En la soledad de su celda, el padre Reyes debía aprenderse el plan de memoria, ya que no iba a tener dos oportunidades para localizar y ejecutar al objetivo. Al parecer, después de la muerte de Sabine Hubert y Werner Hoffman, la policía de Israel, por indicación de la Staat Polizei de Berna, había puesto a Efraim Shemel bajo escolta.

Un informe entregado por monseñor Mahoney indicaba que Shemel, el experto en lengua copta de la Universidad de Tel Aviv, solía almorzar en un pequeño restaurante en el centro comercial Dizengoff Center. Después regresaba andando hasta su despacho en las cercanas oficinas de la universidad. Según el mismo informe, después de acabar con el objetivo, el asesino debía soltar el arma y dirigirse caminando sin prisa al aparcamiento situado en la zona sur de las dos torres residenciales que conformaban el centro comercial. Una vez allí, debía esperar a ser evacuado por un hermano del Octogonus.

Durante los días siguientes, el padre Reyes vigiló el lugar haciéndose pasar por turista. Comió incluso en el mismo restaurante que Shemel. Habló con los camareros para hacerse conocido y no levantar sospechas, estudió los accesos al local y las salidas de emergencia, los baños, el único lugar posible donde dar el golpe contra el científico, y se aprendió de memoria el recorrido entre el restaurante y los pasillos interiores del centro que daban al aparcamiento a través de dos pasos elevados. Casi podría haberlos recorrido con los ojos vendados. Finalmente, decidió el día para dar el golpe e informó de ello a Mahoney.

A menos de un kilómetro y medio de allí, y cuando aún no había amanecido, el Arcángel se preparaba en una de las habitaciones del Hotel Hilton. Desde la terraza podía admirar la tranquilidad del Mediterráneo mientras bebía una taza de café bien cargado.

Tras ducharse con agua fría, se dispuso a ordenar sobre la cama el equipo que utilizaría esa misma mañana para llevar a cabo el «contrato».

Un mono azul con tres grandes letras en la espalda, IAA, pertenecientes a la Autoridad Israelí de Aeropuertos; una tela de color gris, perfectamente doblada; un pequeño saco de tela con arroz en su interior; dos cartuchos 7,62 x 51 M118 Match; una mira telescópica Zeiss M-Diavari de 1,5.6 x 42; un reductor de sonido y un fusil Accuracy AW 80.

Con la precisión de un cirujano, el Arcángel tomó el arma entre sus manos y colocó la mira Zeiss, anclándola al rifle con unos pequeños tornillos y echando sobre ellos unas gotas de fijación para que no se moviesen.

Tras la operación, lo introdujo en un estuche preparado para portar un anemómetro y un trípode. Si alguien lo descubría sobre la azotea de la torre norte, no sospecharía al verle con un mono de la IAA y un aparato con el que controlar la velocidad del viento. El Arcángel sabía que cada semana los controladores de la autoridad israelí solían recorrer los edificios más altos de Tel Aviv con el fin de medir la velocidad del viento para después incluirlas en una base de datos de la Torre de Control Aéreo del cercano aeropuerto Ben Gurion.

El Accuracy AW 80 era un rifle ligero. Tan sólo pesaba seis kilos y apenas superaba el metro de longitud. No levantaría sospechas en el interior del estuche negro del anemómetro.

El Arcángel se dispuso a vestirse con un ligero jersey de cuello alto negro, unas botas militares del ejército israelí y el mono de la IAA. Después, introdujo el resto de los objetos que tenía sobre la cama en una bolsa negra de nylon. Miró su reloj y calculó el tiempo. No debía coger ni el autobús ni un taxi para llegar a la zona del disparo. Nadie debía relacionarlo con lo que iba a suceder. La zona de disparo se encontraba tan sólo a un kilómetro y medio, así que en pocos minutos podría llegar andando hasta la torre norte del Dizengoff Center.

Aquella mañana, Tel Aviv amaneció cubierto de nubes. El padre Reyes se levantó temprano para visitar la capilla franciscana y poder pedir a Dios por el buen fin de la misión encomendada. Tal y como había hecho desde que llegó, el hermano del Círculo Octogonus tomó en la parada de Yaffa el autobús que le llevaría hasta el mismo centro de la ciudad. Esa mañana se dedicaría a caminar por los alrededores para estudiar el escenario. Estaba nervioso.

Israel era famoso por su seguridad y monseñor Mahoney le había dicho que sin ayuda de otro hermano del Círculo sería casi imposible sortear los controles policiales que se establecerían una vez que llevase a cabo el ataque. Mucho más difícil sería abandonar el país de forma segura. Israel se encontraba en estado de guerra permanente con los países vecinos, por lo que atravesar sus fronteras por tierra era imposible.

Durante la mañana, el padre Reyes se dedicó a vigilar la puerta de acceso exterior del restaurante, mirando su reloj cada minuto. Oficinistas que entraban en el interior de las dos torres y mujeres con bolsas de algunos de los comercios cercanos se mezclaban con jóvenes músicos callejeros o adolescentes vestidos con uniforme militar con un rifle Galil colgado a la espalda.

Escondido detrás de un ejemplar del Jerusalen Post, Reyes vigiló la puerta del restaurante hasta que, a las doce del mediodía, vio a Shemel caminando al otro lado de la calle. El científico iba tan sólo escoltado por un policía de paisano que le seguía unos pasos atrás, pero por el bulto provocado por el arma debajo de su chaqueta, el hermano del Octogonus supo que era el guardaespaldas.

El asesino atravesó la calle velozmente para entrar en el restaurante antes que Shemel. Varias mesas rojas estaban aún vacías. Era temprano para el almuerzo. Los israelíes solían comer un poco más tarde.

Reyes se sentó en una mesa mirando hacia la puerta del baño y dando la espalda a la entrada. No deseaba encontrarse directamente con la mirada del escolta.

El camarero, de origen etíope, se acercó a él.

– Hola, ¿otra vez por aquí?

– Sí, me gusta mucho su comida -dijo.

– Bienvenido. ¿Qué desea que le traiga?

– Probaré los knishes de patata, sopa de cebolla y brócoli y una botella de agua.

Reyes continuaba escuchando a su espalda la voz de Efraim Shemel hablando en hebreo con su escolta. Al cabo de un minuto, el experto en copto se levantó de la mesa, pidió la comida en la barra y se dirigió hacia los baños, situados al fondo del local.

Shemel casi llegó a rozar a su asesino. Al verle entrar en el baño, el miembro del Octogonus esperó unos segundos para levantarse y seguirle. Nada más entrar, Reyes se topó con Shemel, que se estaba lavando las manos.

En el momento en el que el científico le dio la espalda, Reyes extrajo de su manga una fina daga de misericordia, puso su mano izquierda desde atrás sobre el rostro del científico y con la derecha le introdujo la larga hoja por la nuca. Efraim Shemel no sufrió. Ni siquiera llegó a notar que le apuñalaban.

El padre Reyes pronunció las palabras en latín del Círculo Octogonus, arrojó sobre el cadáver un octógono de tela, metió la daga en el interior de una de las cisternas y abandonó el lugar. Sin perder los nervios, en su huida pasó junto al escolta, que todavía no había notado la ausencia del científico.

El asesino siguió caminando al mismo ritmo, sin prisas, hasta las escaleras mecánicas que daban acceso a la zona sur del complejo. Empujó una gruesa puerta azul con barra de seguridad y salió al exterior. El aparcamiento estaba lleno de vehículos debido a la salida de las oficinas para el almuerzo. Reyes miró a ambos lados por si veía algún vehículo que se acercase hacia él, conducido por un hermano del Octogonus, pero no llegó nadie.

El Arcángel había llegado unos minutos antes a la azotea de la torre norte. Desde la posición en la que se encontraba, nadie podía verle desde las oficinas de la torre sur. Extrajo de la bolsa negra el saco de arroz y la tela ligera de color gris con unas cintas. A continuación, abrió el estuche del anemómetro, sacó el rifle, enroscó el reductor de sonido en la boca de fuego del arma, se sujetó las cintas de la tela gris a las manos y los pies para mimetizarse con el suelo de gravilla del mismo color de la azotea y se colocó en posición de disparo.

Sacó del bolsillo de su mono el cargador, con tan sólo dos cartuchos en su interior, a pesar de que el Accuracy AW 80 tenía capacidad para diez. Una vez realizado el disparo, sabía que debía recoger la vaina expulsada por el rifle para que éste no fuese localizado por la policía. Si encontraban la vaina, encontraban el arma, y si encontraban el arma, lo encontraban a él.

Introdujo el cargador en el arma con un fuerte empujón hasta que notó que la retenida lo aseguraba. Con la mano derecha agarró el cerrojo del rifle y con un movimiento hacia arriba y hacia atrás abrió la recámara. El Arcángel realizó el movimiento contrario para arrastrar el cartucho en el interior de la recámara.

Corría una brisa suave. El tirador apoyó el arma sobre el saco de arroz para evitar movimientos en el momento del disparo. En posición de tendido, ajustó el saco de arroz al terreno. Colocó la mejilla sobre la carrillera y observó atentamente al objetivo a través de la mira: 280,40 metros lo separaban de él. El Arcángel, camuflado bajo la tela, apoyó levemente la primera falange de su dedo índice en el gatillo sin dejar de observar por la mira. El padre Reyes parecía nervioso, no dejaba de mirar a ambos lados del aparcamiento, intentando divisar el vehículo que debía evacuarlo del centro comercial y sin saber que a casi trescientos metros de distancia su cabeza era marcada en la cruz de una mira telescópica.

En ese momento, cuando la visión del objetivo era perfectamente clara, el tirador relajó su ritmo respiratorio y presionó el gatillo, provocando el disparo.

El proyectil salió a una velocidad de ochocientos cincuenta y nueve metros por segundo, impactando justo una pulgada por debajo de la base del cráneo del padre Reyes. La última visión del Arcángel a través de la mira fue la del cuerpo del asesino del Octogonus tirado sobre el pavimento del aparcamiento, con la cabeza destrozada por el proyectil y rodeado por un amplio charco de sangre que iba haciéndose cada vez mayor a su alrededor.

Tras el disparo, el tirador tiró del cerrojo del arma para expulsar la vaina, la recogió del suelo y la guardó en el bolsillo del mono. A continuación, se libró de la tela gris, la dobló y la metió en la bolsa negra junto al saco de arroz. Seguidamente, desenroscó el reductor de sonido y volvió a guardar el arma en el estuche del anemómetro. Con absoluta calma, descendió hasta la entrada principal del centro comercial en el ascensor de servicio y salió al exterior.

Cuando se disponía a cruzar la calle Dizengoff en dirección a su hotel, oyó a su espalda el sonido de las sirenas de los primeros coches patrullas que habían acudido al restaurante en donde alguien había apuñalado en la nuca a un profesor de la Universidad de Tel Aviv.

Justo al caer la tarde sobre la costa de Israel, un hombre a bordo de una lancha de pesca arrojaba a las profundas y azules aguas del Mediterráneo un estuche negro para un anemómetro, con un rifle Accuracy AW 80 en su interior. El mismo hombre lanzaba también al agua una bolsa negra en cuyo interior había varios pesos de plomo, un inocente saco de arroz, un reductor de sonido, una tela gris y un mono igual a los utilizados por los técnicos de la Autoridad Israelí de Aeropuertos.

En la oscuridad de su habitación en el Hotel Hilton, el Arcángel debía ahora pensar en su próximo objetivo en Hong Kong.


***

Oslo

Afdera había viajado hasta Noruega para entrevistarse con la profesora Strømnes, experta en rúnico y amiga de Ylan Gershon. Le habría gustado que Max la hubiera acompañado, pero se excusó alegando un viaje por asuntos personales a Ginebra y Roma para ver a su tío, el cardenal Ulrich Kronauer.

Desde Oslo, Afdera cogió un pequeño avión bimotor para recorrer los casi trescientos kilómetros que separaban la capital noruega de Rogaland. La ciudad donde se levantaba la universidad estaba rodeada de espectaculares fiordos, bosques milenarios y lagos cristalinos. Era pequeña, con casas multicolores y un cuidado muelle en donde atracaban ferrys de color azul que unían las islas con el continente.

En la puerta del hotel, Afdera vio a una mujer rubia de unos cincuenta años al lado de un Volvo gris de los años cincuenta.

– Era de mi padre y aún funciona a la perfección -explicó la profesora de lenguas a Afdera.

– Es un coche muy bonito.

– Es bonito para Rogaland -respondió Strømnes, sonriendo. -Hola Gudrum, soy Afdera, la amiga de Ylan.

– Lo sé. Te he reconocido. No hay muchas jóvenes por aquí con ese pelo negro -dijo-. ¿Deseas instalarte ahora en el hotel o prefieres que vayamos a la universidad?

– Prefiero ir a la universidad y que me enseñes lo que has descubierto.

– De acuerdo, vámonos.

Durante el trayecto, Gudrum le contó a Afdera que su padre había combatido en la resistencia noruega contra la ocupación alemana y que había participado en la destrucción de la fábrica de agua pesada de la cercana Telemark.

– Los alemanes fabricaban agua pesada para conseguir una bomba atómica. Si mi padre y otros patriotas noruegos no hubiesen volado esa fábrica, seguramente ahora toda Europa hablaría alemán.

– Es verdad -asintió Afdera mientras admiraba los limpios paisajes del oeste de Noruega.

El edificio principal de la universidad era de líneas claras, modernas y limpias, y no desentonaba con el entorno natural. El complejo del campus de Rogaland era muy parecido a las edificaciones diseñadas por el arquitecto Alvar Aalto.

Al entrar en el edificio principal, Gudrum saludó al guardia, que, pendiente de un monitor de televisión, no prestó atención a las recién llegadas.

– ¿Quieres un té caliente antes de empezar?

– No, muchas gracias, Gudrum. Prefiero comenzar cuanto antes.

– Ya me dijo Ylan que eras una joven muy impaciente -afirmó la profesora.

– Dime, por favor, ¿qué has averiguado de las fotografías que te envié por FedEx?

Gudrum Strømnes sacó de un armario las imágenes, así como varias carpetas de colores, y las depositó sobre una gran mesa.

– Antes de nada quiero explicarte algo -dijo mientras observaba una de las fotografías enviadas por Afdera desde Venecia-. El rúnico tiene mucho que ver con la magia; de hecho, la palabra runa podría traducirse como 'secreto'. Cada signo rúnico tiene su propia cualidad de forma individual. No son como las letras de nuestro alfabeto, que deben estar unidas entre sí para tener sentido. En el rúnico no sucede eso.

»Después de haber estudiado los documentos que me mandaste, pienso que lo más seguro es que alguno de esos varegos que acompañaron a tu caballero cruzado por Antioquía y el Pireo fuese un "maestro de las runas". Seguro que dejó alguna clave más en su camino.

– ¿Podía alguno de esos guerreros cruzados tener tantos conocimientos como para dejar claves en rúnico?

– Sí, ¿por qué no? Sabemos que las primeras inscripciones en rúnico se remontan al siglo III, y que se usó en una amplia zona del norte de Europa. Entre los siglos XI y XV estaba muy extendido, así que es posible que alguno de esos cruzados nórdicos dejase el mensaje en rúnico.

– ¿Se podría transcribir el texto escrito en el lomo del león del Arsenale? -preguntó Afdera.

– Lo más probable es que esté escrito con el mismo sistema que el Cofrecillo de Frank, un objeto rúnico inglés que se conserva en el Museo Británico. Está fechado a principios del siglo VIII. No sé si sabes que el rúnico no sólo necesita ser descifrado, sino que incluso puede estar escrito en clave.

»Tus varegos cruzados, que debían ser maestros de las runas, escribían un texto, por ejemplo el del león del Arsenale. La inscripción principal escrita en espiral se lee en el sentido de las agujas del reloj, comenzando por la parte superior izquierda. Se trata casi siempre de acertijos. Por ejemplo, en el Cofrecillo de Frank es el tipo de material con que está hecho el propio cofrecillo, el hueso de ballena.

– Gudrum, ¿has podido descifrar los signos del lomo del león?

– Las runas que aparecen en el lomo de tu león son totalmente angulares, sin líneas curvas -explicó la profesora Strømnes, extrayendo de un archivo varias fotografías en blanco y negro de una piedra con extrañas inscripciones-. Descubrí que podría descifrar el mensaje comparándolo con otro resto rúnico, la piedra de Iarlabanki. Creo que nuestro «maestro de las runas» usó el mismo sistema para dejar su mensaje en el león del Arsenale.

– ¿Me estás diciendo que primero has tenido que descubrir el texto escondido en esos símbolos rúnicos y después descifrar el secreto o la clave que aparece en ese texto?

– Exacto. Algo parecido, pero sin duda más complicado. Las figuras que aparecen en el león muestran un buen ejemplo de inscripción rúnica. Para saber el significado he tenido que seguir cuatro pasos: analizar el texto rúnico en sí, estudiar su transliteración, hacer la transcripción y, por fin, la traducción. El texto de tu león está escrito en sistema futhark y representa las seis primeras letras de ese conjunto, de la misma manera que la palabra abecedario recoge las cuatro primeras letras de nuestro alfabeto. La escritura rúnica que aparece en el león es, sin duda, epigráfica. Las letras estaban grabadas en la piedra para formar inscripciones, igual que las letras capitales romanas. Éste es el sistema utilizado en el león del Arsenale.

– ¿Y qué dice el texto? -preguntó ansiosa.

. Algo parecido a: En la puerta del mar, Zara girará alrededor del laberinto, mientras el león protege al caballero y su secreto. Encuentra la estrella que ilumina el trono de la iglesia y te llevará hasta la tumba del verdadero. Espero que sepas lo que significa.

– Tengo que estudiar bien el texto, pero ¿por qué lo dejarían grabado en el lomo del león del Arsenale?

– Posiblemente porque para aquellos soldados nórdicos, el león simbolizaba el valor, el respeto y el honor, pero también representaba el guardián, el vigilante. Tal vez aquel león simbolizaba el valor de su jefe, ese caballero cruzado del que me has hablado. Quizá esos soldados escandinavos conocían un secreto que sabían que debían proteger.

– ¿Y por qué iban a dejar pistas para que alguien lo descubriese?

– Tal vez porque ellos sabían que ese secreto era demasiado importante como para que se mantuviese oculto durante tantos siglos. Está claro que el cruzado varego que esculpió esos símbolos rúnicos en el león del Arsenale estaba dejando pistas para que se encontrase o se descubriese algún misterio. Me imagino que alguien dejó alguna clave más para descubrir algo y este texto de tu león puede ser tan sólo el primer eslabón.

– ¡Claro! -exclamó Afdera con alegría-. El símbolo de la familia Fratens era una garra de león, y puede que por esa razón sus mercenarios varegos dejasen la clave escrita en el lomo del león. Seguramente jamás se imaginaron que ese león acabaría en Venecia, protegiendo la entrada del Arsenale.

– Seguramente no.

– ¡No sabes cuánto te lo agradezco! -dijo Afdera, abrazando a la profesora noruega-. Ahora necesito regresar a Venecia cuanto antes.

– Tendrás que esperar hasta mañana por la mañana a que salga el primer avión a Oslo. Desde ahí podrás volar a Italia, pero hasta entonces, te invito a cenar a mi casa con mi familia. Vas a comer un buen fårikål, nuestro tradicional guiso de cordero con col, rakfisk, que es trucha fermentada, y de postre, nuestro geitost, una especie de queso dulce, y kaffebrod, pan de café.

– De acuerdo. Suena muy bien, aunque me imagino que regresaré a Italia con unos kilos de más.

– No te preocupes. Recuperarás la línea en cuanto salgas de Noruega -respondió Gudrum riendo.

Afdera necesitaba regresar a Venecia para ponerse a trabajar cuanto antes en el significado de la misteriosa frase del león, que, de alguna extraña forma, estaba relacionada con el libro de Judas. Durante toda la noche y al día siguiente, mientras volvía a Venecia, fue dándole vueltas a la frase escrita en el león. ¿Qué misterio se escondería en ella? ¿Qué intentó decir el varego, «maestro de runas», hace tantos siglos? ¿A qué se referiría cuando hablaba de la puerta del mar? ¿A qué Zara? ¿A qué estrella en concreto? ¿A qué trono de la iglesia? ¿Escondería su mensaje el lugar exacto del Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes a la que se refería Leonardo Colaiani, el investigador de Kalamatiano?

Preguntas, decenas de preguntas se iban amontonando en la cabeza de Afdera y necesitaba respuestas para todas si quería encontrar el rastro de Eliezer.


***

Hong Kong

La isla se había convertido no sólo en una de las grandes capitales de la arquitectura moderna, sino también en una de las ciudades más caras del mundo. Las marcas más selectas y exclusivas abrían sus negocios a los nuevos millonarios de Hong Kong. Firmas como Rolls-Royce, Bentley o Aston Martin se disputaban a los posibles compradores. Una de las mujeres que representaban a la perfección el arquetipo de esposa de millonario era Claire Wu.

Pequeña, esbelta, de cuerpo perfecto, con una larga cabellera negra y unos profundos ojos verdes que iluminaban su rostro, era el objeto más preciado de Delmer Wu y ella sabía cómo utilizar este poder. El hermano Spiridon Pontius del Círculo Octogonus también era consciente de ello.

El Rolls-Royce atravesó el gran portalón de la residencia Wu, en Plantation Road, y comenzó a descender por la colina para penetrar en el Central Hong Kong, la zona más elegante de la isla. Exclusivos centros comerciales con suelos de mármol se abrían a los ojos del visitante con gigantescos escaparates luminosos de cosméticos, ropa y vehículos.

Pontius siguió de cerca al Rolls con una furgoneta roja cuyos cristales estaban tintados para que nadie pudiese ver su interior. Aparcado junto al muelle norte, se había dedicado toda la tarde a tapar las ventanillas del vehículo con pintura negra para que nadie pudiese observar el interior.

El vehículo que llevaba a Claire Wu al centro de la ciudad giró por Hennesy Road y enfiló la entrada del aparcamiento del centro comercial. Pontius lo siguió y se situó a una distancia prudencial para no ser detectado por el chófer.

El asesino del octógono vio al conductor apearse del vehículo y abrir la puerta trasera para que saliera la mujer. A esa hora, Claire se reunía con un grupo de amigas en el HK Spa Center, donde seguía un tratamiento de belleza, para después dirigirse al Hotel Península a tomar el té con la tradicional tarta de frambuesas. Sobre las siete de la tarde regresaba nuevamente a su residencia en Victoria Peak.

Pontius sabía que su única oportunidad para alcanzar su objetivo sería en el Spa Center o en el aparcamiento. Desechó la primera opción cuando se apercibió de las fuertes medidas de seguridad en el interior del centro comercial, así que la única opción posible sería secuestrar a Claire en el aparcamiento. Aprovecharía la ocasión cuando la esposa de Delmer Wu se despidiera de sus amigas en el mismo aparcamiento y llamara a su chófer para que el Rolls la recogiese en la puerta. En esos escasos segundos, Claire quedaba a solas. Ése sería el momento.

Sus instrucciones eran claras, cortas y concisas. Monseñor Mahoney no deseaba conocer los detalles, pero sus órdenes habían sido muy estrictas. Pontius debía herir a la señora Wu, pero sin que sus heridas llegasen a ser mortales. El cardenal Lienart deseaba dar únicamente una seria advertencia a Wu y no desencadenar una guerra abierta con el millonario. Al fin y al cabo, él sólo quería el libro de Judas.

Casi dos horas después, los pensamientos de Pontius quedaron interrumpidos por las voces de unas mujeres que se besaban despidiéndose unas de otras. El asesino puso en marcha su vehículo. Cuando vio que el grupo se había dispersado, Pontius metió la marcha y se dirigió lentamente hacia el lugar en donde se encontraba la esposa del millonario, rodeada de varias bolsas de tiendas del centro comercial.

De repente, frenó el vehículo, abrió la puerta y de un salto se situó frente a Claire, que mostró una mirada de sorpresa. Pontius le propinó un fuerte golpe en la cara y la introdujo en el coche, después recogió las bolsas y las arrojó en la furgoneta. Rápidamente, salió del aparcamiento rumbo a Kung Ngam, una zona de prostitución en donde se levantaban almacenes abandonados.

Cuando el chófer de Claire Wu se diese cuenta del secuestro, Pontius estaría a salvo de ojos indiscretos en uno de los almacenes cerrados.

Al llegar a su destino, la mujer aún sangraba por la nariz debido al golpe recibido en plena cara. Pontius la levantó en brazos y la sentó medio inconsciente en una silla, atando sus manos a lo alto y sus pies alrededor de la silla, dejando sus piernas abiertas.

El hermano del Círculo cogió un bisturí y, con la precisión de un cirujano, comenzó a rasgar el vestido de seda. Mientras hacía lo propio con la delicada ropa interior de la mujer, Pontius escuchó la voz de Claire lanzándole improperios en un idioma que el asesino no entendió, posiblemente era dialecto mandarín. Al ver que Pontius no reaccionaba, Claire intentó utilizar sus encantos, tal y como había hecho cientos de veces por orden de su esposo.

Consciente del valor de su cuerpo, Claire abrió las piernas dejando su vulva a la vista de Pontius. El enviado de Lienart se dirigió a la mujer y con la mano abierta la abofeteó en la cara, dejándole marcados los cinco dedos.

– Los vicios vienen como pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos. Eres una cerda impúdica, hija del mal -afirmó Pontius.

– Mi marido es millonario y le dará lo que quiera -dijo Claire entre lágrimas, con la cara enrojecida por la bofetada-. Déjeme ir y no diré nada a la policía. Podemos ir ahora mismo juntos a mi banco y le daré todo el dinero que tengo.

Pontius tan sólo pronunció unas palabras ininteligibles para aquella mujer.

– «Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: "Ven y mira". Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la Tierra para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la Tierra».

Seguidamente, tras desatarla de la silla y completamente desnuda, Pontius le colocó en el interior de la boca una especie de bola roja sujeta a dos correas que se unían por detrás de la cabeza. Claire Wu ya no podía pronunciar palabra ni emitir grito alguno.

El miembro del Octogonus extrajo de una bolsa un grueso cepillo de cerdas con mango largo y comenzó a golpear fuertemente las nalgas de la mujer, dejándolas casi al rojo vivo. Sólo le detuvieron los primeros hilos de sangre que comenzaron a manar por las pequeñas heridas. Claire todavía no había llegado a desmayarse. Para evitarlo y que fuera testigo de su propia tortura, Pontius se untó las manos con sal y las restregó por las nalgas de la mujer.

Claire Wu intentaba luchar sin éxito para liberar su boca y poder gritar de dolor, pero, aunque lo consiguiese, nadie podría oírla en aquel lugar.

Para la siguiente operación, el hermano Pontius extrajo del maletín negro un escalpelo utilizado por los forenses y comenzó a raspar el suelo con él para romper su filo. El torturador sujetó el escalpelo mellado y se lo mostró a la mujer para observar la cara de terror de ésta. Sus ojos verdes aparecían ahora hinchados por el llanto.

Con un rápido movimiento, Pontius introdujo el escalpelo en la mejilla derecha de Claire, provocándole una herida abierta con severa hemorragia. Seguidamente, realizó la misma operación en la mejilla izquierda, la frente y los senos, pero sin llegar a dañar órgano alguno. En este punto la mujer había perdido el conocimiento. Cuando lo recuperó, descubrió con horror cómo su secuestrador la había colocado suspendida de una cadena sujeta a una viga del techo, dejando sus piernas separadas.

Con el cuerpo medio paralizado por el dolor, la sangre que corría por su rostro le impedía ver los movimientos del enviado del Círculo Octogonus. Pero aún quedaba el último acto. Pontius sacó de la bolsa dos pequeños bates de béisbol de madera, los untó con la misma crema que había comprado Claire Wu horas antes en el centro comercial y con ellos violó a la mujer por la vagina y el ano.

Cuando horas después la policía encontró a Claire gracias a una llamada anónima, su pequeño cuerpo estaba todavía colgado del techo, con los bates introducidos en su interior pero aún con vida.

Estaba claro que el secuestro y tortura de la esposa de Delmer Wu era tan sólo un severo aviso del oscuro Círculo Octogonus, pero el millonario no iba a ceder tan fácilmente, y menos ahora que los enviados de Lienart habían alcanzado el objeto más preciado de su propiedad: su esposa.


***

Ciudad del Vaticano

Monseñor Mahoney se despertó temprano aquella mañana. El timbre de la puerta de su apartamento sonó a las seis en punto. Sor Agustina le traía cada mañana el desayuno junto a los ejemplares de L'Osservatore Romano, el Times de Londres y varios ejemplares de la prensa estadounidense e italiana. Todos los periódicos se hacían eco en sus portadas de la milagrosa recuperación del Papa tras el atentando y de su inminente traslado desde la clínica a su residencia de verano en Castelgandolfo. Pocas horas después debía reunirse con el cardenal Lienart para informarle.

– Monseñor, debemos rezar por la salud del Santo Padre -propuso sor Agustina al observar el rostro preocupado de Mahoney mientras leía las noticias del Vaticano.

– Sí, sor Agustina. De momento, lo mejor que podemos hacer es rezar por la salud de Su Santidad y continuar con nuestras tareas encomendadas.

– Sí, monseñor, así lo haré -dijo la mujer, besando el anillo episcopal de Mahoney antes de abandonar el apartamento.

En realidad, a monseñor Mahoney la salud del Sumo Pontífice le importaba bien poco. Tenía la mente puesta exclusivamente en la misión de Hong Kong. Debía recuperar el libro hereje de Judas a toda costa y a cualquier precio. Esa misma mañana se reuniría con el cardenal secretario de Estado August Lienart para informarle de todo cuanto había acontecido en Chicago, Hong Kong y Tel Aviv. Por ahora, las noticias eran favorables y Mahoney se encontraba de buen humor.

A las nueve de la mañana, Lienart debía despachar varios asuntos con el cardenal William Guevara, camarlengo de la Cámara Apostó lica. Esta cámara, fundada en el siglo XI, se había convertido en el departamento más poderoso de la Santa Sede porque se ocupaba de la administración temporal del Estado Vaticano y de la Iglesia católica entre la muerte del Papa y el nombramiento de su sucesor. Guevara sería también el responsable de organizar el funeral pontificio, la destrucción del anillo papal y de convocar el cónclave en caso de que el Papa falleciese.

Poco antes de mediodía, Lienart había emplazado a los miembros del Comité de Seguridad de la Santa Sede para ser informado de los avances en la investigación por el atentando al Papa.

– Puede usted venir a verme a las doce de la mañana. Aprovecharemos el almuerzo para hablar del futuro, querido Mahoney, y analizar los acontecimientos que nos han rodeado -propuso Lienart.

– Allí estaré, eminencia.

A los salones privados del secretario de Estado se accedía a través de la llamada Logia de Rafael. El comedor destinado al cardenal Lienart estaba decorado con pinturas de Caravaggio, Melozzo de Forli y del propio Rafael.

– ¿Le gustan los cuadros, monseñor Mahoney?

– Sí, eminencia, son muy hermosos.

– Los hice traer aquí, a mi comedor privado, desde otras estancias vaticanas para poder admirarlos mientras como. Reconozco que soy un apasionado del arte, porque, para mí, el arte es todo aquello que nos hace sentir la huella de algo espiritual, pero no podemos determinar de qué se trata. ¿No piensa usted igual?

– No lo sé, eminencia. No soy un experto. Cuando admiro una obra de arte, me gusta o no me gusta. Sencillamente, no puedo llegar a analizarla de forma tan especializada como usted, eminencia.

El cardenal Lienart decidió cambiar de tema mientras servía en dos copas de cristal un poco de jerez dulce.

– Querido secretario, en muy poco tiempo el destino nos podría volver a llevar a un nuevo cónclave, si el Santo Padre sufre una recaída en sus heridas que le lleva al lado de Dios. No deseo situarme bajo la Sixtina con la desazón de haber dejado varios cabos sueltos. Dios y el Espíritu Santo me tienen, tal vez, reservada una dura tarea para la que estoy preparado, pero, como le digo, querido Mahoney, no puedo dejar nada suelto. Usted debe ser la herramienta para alcanzar mi objetivo. Necesito que deje usted todo atado antes de que los príncipes de la Iglesia entremos en cónclave.

– Eminencia, estamos haciendo todo lo posible para que no haya ningún problema. Los hermanos del Círculo han cumplido su misión para con Dios y algunos incluso han perdido la vida en el empeño. Los hermanos Ferrell y Osmund en Aspen, el hermano Lauretta en El Cairo y ahora el padre Reyes en Tel Aviv…

– Le prohíbo que cite usted a ese traidor del padre Reyes -interrumpió Lienart-. Sus dudas pudieron poner en peligro nuestra misión para proteger a Dios y a Su Santidad. Los hermanos Ferrell, Osmund y Lauretta murieron como mártires, al igual que nuestros padres fundadores. El padre Reyes dudó de su fe y de la obediencia debida a Su Santidad el Papa y a mí como gran maestre del Círculo. No merece ni siquiera ser citado entre los nobles hermanos mártires del Círculo Octogonus.

– Disculpe, eminencia, pero el padre Reyes demostró en muchas ocasiones su lealtad a nuestra causa. Cuando fue convocado nuevamente por el Círculo, yo mismo le aseguré que intercedería por él para que pudiese abandonar la hermandad.

– Me sorprende usted, querido Mahoney. El padre Reyes debía saber que el perdón es la oportunidad de volver a empezar donde se dejó, sin la obligación de retroceder hasta donde todo empezó. Él sabía cuando fue encontrado, cuando juró lealtad al Círculo ante la misma tumba de San Pedro, que se podía entrar, pero no se podía salir. Yo podría haberle perdonado, pero perdonar no es olvidar, es vivir en paz con la ofensa, y en eso, el padre Reyes falló. Tal vez ahora esté en paz con Dios y consigo mismo.

Mahoney permaneció unos segundos en silencio antes de informar al cardenal secretario de Estado sobre lo acontecido en Chicago y Hong Kong. Antes, el propio Lienart le invitó a pasar al gran comedor. En una lustrosa mesa de caoba aparecían cubiertos de plata, fina vajilla de loza de Faenza y servilletas de lino blanco con el escudo del dragón alado bordado, símbolo de la familia Lienart. Dos monjas les esperaban de pie, frente a las sillas, para comenzar a servir el primer plato.

Ambos religiosos comentaron cuestiones sin trascendencia, como el aumento de visitantes a los Museos Vaticanos, hasta que las dos mujeres sirvieron el primer plato y los dejaron a solas. Mahoney contempló en los platos bellamente decorados una exquisita empanada blanca al gusto del papa Julio III y una pequeña porción de polenta con boletus al gusto de Pío X, regada con un latino bianco.

– Y bien, querido secretario, ahora que estamos solos, puede usted informarme de lo acontecido con los científicos que osaron desentrañar el libro hereje de Judas.

– Sus órdenes fueron cumplidas al pie de la letra. Werner Hoffman, experto en papiros, Burt Herman, experto en cristianismo, John Fessner, experto en análisis de radiocarbono, Sabine Hubert, la científica responsable de la restauración y, por último, ese judío llamado Efraim Shemel, el experto en lengua copta, han pasado a mejor vida.

– ¿Y la esposa de Delmer Wu?

– El hermano Pontius se ocupó del asunto. Al parecer, hemos recibido una información que asegura que el avión privado de Wu salió del aeropuerto de Hong Kong rumbo a Viena. En el avión volaba la esposa de Wu para ser internada en una clínica de cirugía estética. Eso demostraría que el hermano Pontius hizo su trabajo con precisión quirúrgica -informó Mahoney-. ¿Cree que Delmer Wu estará dispuesto ahora a devolvernos el libro viendo lo que hemos hecho con su esposa?

– Querido Mahoney, la paciencia es la mejor de las virtudes. Cada fracaso, cada golpe nos enseña algo que el hombre necesita aprender. Yo creo que el señor Wu habrá aprendido tras el golpe recibido; si no es así, deberemos volver a golpearle hasta que consigamos que nos entregue el libro. Se pondrá usted en contacto con él y se lo volverá a pedir. Si se niega de nuevo a entregárnoslo, enviaremos al padre Alvarado a esa clínica de Viena en donde se recupera su esposa. Tal vez Wu entre en razón antes de que el hermano Alvarado salga para su destino. De cualquier forma, no dé ninguna pista a Delmer Wu de lo que sabemos sobre el traslado de su esposa a Viena. No queremos llevarnos ninguna sorpresa. ¿No le parece?

– El padre Alvarado está ahora en Venecia. Está recluido orando en la capilla del Casino degli Spiriti. Le informaré de su nueva misión esta misma tarde.

– No envíe todavía al hermano Alvarado a Viena. Primero pida el libro a Wu, y si continúa negándose, entonces dígale al hermano Al-varado que se prepare.

La conversación quedó nuevamente interrumpida por la entrada de las dos camareras en el comedor para retirar los primeros platos y servir el principal: pato silvestre al apio tierno.

– ¿Sabe usted que este mismo plato fue servido en la coronación del papa Honorio III en el año de Nuestro Señor de 1216? Aquélla sí que fue una buena elección. Los cardenales de entonces decidieron delegar su voto en tan sólo dos cardenales. Curiosamente, eligieron a Cencío Savelli, un anciano enfermizo, obispo de Albano, que creían que no duraría mucho en el Trono de Pedro. Pero se equivocaron. El bueno de Honorio duró cerca de una década. Tal vez uno de sus milagros fuese este pato silvestre al apio tierno -explicó Lienart.

– Es exquisito.

– Dígame, querido secretario, ¿qué ha sido de la joven Brooks, la antigua propietaria del libro hereje?

– Se nos ha informado de que, tras dejar el libro de Judas en manos de Renard Aguilar, se reunió con un misterioso griego llamado Vasilis Kalamatiano…

– Le conozco. Es un pirata. El Vaticano le ha contratado en alguna ocasión para buscar reliquias que nos habían robado. Recuerdo que el comisario Biletti, de la Gendarmería Vaticana, se reunió con él varias veces. Tendrá que pedir a Biletti que me pase un informe de ese griego. ¿Y qué deseaba esa joven de Kalamatiano?

– No hemos podido descubrirlo aún, pero lo que sí puedo decirle es que estuvo reunida, junto a un sacerdote, con un profesor de historia medieval llamado Leonardo Colaiani que había trabajado para Kalamatiano. Al parecer, colaboraron en un proyecto para encontrar un documento relacionado con el evangelio de Judas, pero pasado algún tiempo, desistieron de su búsqueda.

– Tal vez esa joven ha encontrado esa pista que necesitaban… Por cierto, ¿quién es ese sacerdote del que habla?

– Como le digo, eminencia, ignoramos si la joven ha encontrado alguna pista. Respecto al sacerdote que la acompañaba, se trata de Maximilian Kronauer. Fue identificado por nuestros agentes de la En tidad. Es sobrino de su eminencia el cardenal Ulrich Kronauer.

– Vaya, vaya. Convendría que el hermano Cornelius siguiera de cerca a esa jovencita y que nos mantuviera informados de lo que descubra. No quiero sorpresas de ningún tipo en las próximas semanas. Como le he dicho, deseo entrar en el próximo cónclave con todos los cabos atados y ésa será su misión. Nada debe quedar suelto. Yo me ocuparé de vigilar al cardenal Kronauer.

– ¿Qué sucedería si el hermano Cornelius descubre que esa joven continúa indagando en lo que no debe?

– Si fuera así, no tendríamos más remedio que aplicarle una severa sanción. La Iglesia no necesita un nuevo escándalo. La imagen de la Santa Sede debe permanecer virginal, impoluta ante cualquier escándalo. Si esa joven descubre algo que pueda alterar el inexorable curso de la historia de nuestra Iglesia, no nos quedará más remedio, como sus vigilantes, que tomar cartas en el asunto. ¿Me ha entendido?

– Le he entendido, eminencia.

Las dos camareras volvieron a entrar en el salón con un carrito que portaba los postres: queso gorgonzola, mostaccioli y struffoli o pestiños, regados con vino dulce y café.

– Ahora que volvemos a estar solos, querido monseñor Mahoney, quería decirle, y por eso le he invitado a compartir conmigo estos humildes alimentos, que si el Espíritu Santo decidiese que fuese yo el elegido para regir los destinos de nuestra Iglesia en la última parte del siglo XX, tenga por seguro que cuento con usted para que me acompañe en la dura labor que voy a tener que llevar a cabo.

– Eminencia, ya sabe que soy su fiel servidor, así como el de Su Santidad, para con Dios Nuestro Señor.

– Lo sé, querido Mahoney, lo sé, y para usted he reservado una tarea de más responsabilidad. Mi idea, siempre y cuando el Espíritu Santo elija como debe, es concentrar todas las fuerzas de seguridad y espionaje en un gran comité de seguridad, bajo un mando único, el suyo. La Guardia Suiza, la Gendarmería, la Entidad y el contraespionaje, el SP, quedarán unidos bajo una sola voz que informará de todo una vez a la semana al Sumo Pontífice de Roma, es decir, a mí y únicamente a mí.

– Como le he dicho, eminencia, será un honor servirle, como he hecho siempre.

– Lo sé, querido Mahoney, y ahora, después de este delicioso almuerzo, sólo me queda recordarle la misión del padre Alvarado de recuperar el libro hereje y la del padre Cornelius de vigilar a esa joven llamada Afdera Brooks. No quiero sorpresas de ningún tipo y menos que salten cuando los miembros del colegio cardenalicio nos encontremos en cónclave para elegir un nuevo sucesor de Pedro.

– No le defraudaré, eminencia. Mi lealtad está probada. Rezaré a Dios por usted para que escuche mis plegarias. La plegaria de los justos.

– Ya sabe lo que dicen los cuáqueros, querido Mahoney: no reces para que Dios te escuche, reza para escucharlo tú. Recuérdelo siempre -sentenció el cardenal Lienart mientras despedía a su secretario en la puerta de sus aposentos privados.

De regreso a sus dependencias, a monseñor Mahoney sólo le rondaba en la cabeza lo que le había dicho Lienart. «Si él es elegido Papa, yo concentraré entre mis manos el mayor poder nunca reunido en toda la historia de los aparatos de seguridad de la Santa Sede».

Con gran ánimo, Mahoney se sentó en su mesa y levantó el teléfono para llamar al Casino degli Spiriti e informar de sus nuevas misiones a los hermanos Alvarado y Cornelius.

– Buenas tardes, señora Müller. Soy monseñor Mahoney.

– Buenas tardes, monseñor.

– Querría hablar con el padre Alvarado.

– Está en estos momentos con sus oraciones y no sé si molestarle.

– Hágalo. Es importante -ordenó Mahoney.

– De acuerdo, monseñor. Enseguida le avisó.

Fructum pro fructo -dijo Alvarado.

Silentium pro silentio. He recibido instrucciones del gran maestre de nuestro Círculo. Deberá usted viajar a Viena en caso de que Delmer Wu no nos entregue el libro hereje de Judas.

– ¿Dónde se encuentra el libro en estos momentos?

– El libro está en Hong Kong, pero no creo que Wu esté dispuesto a entregárnoslo, y mucho menos después de la visita que hicimos a su esposa.

– ¿Cuándo quiere que salga para la misión?

– Mañana a primera hora, pero antes el gran maestre me ha ordenado que me ponga en contacto con Delmer Wu personalmente y le pida la entrega del libro a la Santa Sede o a un enviado de la Secreta ría de Estado. Deberá esperar nuevas órdenes. También tengo que encomendarle una misión al hermano Cornelius. Ha de seguir a esa joven llamada Afdera Brooks, la antigua propietaria del libro. Al parecer, continúa haciendo preguntas sobre el origen del evangelio y el gran maestre no desea que pueda descubrir algo perjudicial para nuestros intereses.

– ¿Dónde está esa joven ahora?

– No lo sabemos, pero conviene que el hermano Cornelius vigile la casa de un tipo llamado Vasilis Kalamatiano, a quien todo el mundo conoce como el Griego. Reside en Ginebra, en la Route de Florissant, en una gran mansión bastante protegida. Dígale al hermano Cornelius que se quede ahí hasta que aparezca la joven Brooks. Cuando la localice, que no la pierda de vista. Quiero que se convierta en su sombra. Debe informarme de cada paso que dé, y si llega a convertirse en una seria amenaza, tendremos que estudiar la aplicación de una severa sanción.

– Transmitiré sus órdenes al hermano Cornelius y esperaré sus noticias sobre mi misión en Viena.

Fructum pro fructo, hermano Alvarado.

Silentium pro silentio, hermano Mahoney.

Monseñor Emery Mahoney no tenía la frialdad de su jefe, el poderoso Lienart, pero sabía cómo hacer llegar un mensaje alto y claro.

El religioso marcó el número de Delmer Wu y esperó varios tonos. Sabía que ése era un número al que sólo se accedía si se tenía el poder suficiente como para poder hablar directamente con uno de los hombres más ricos y poderosos del planeta, y Wu lo era.

– ¿Quién es?

Mahoney reconoció la voz del magnate.

– Soy monseñor Emery Mahoney, secretario del cardenal secretario de Estado August Lienart.

– ¿Y qué quiere de mí? ¿Quién le ha dado este número?

– Nosotros lo sabemos todo de todos, señor Wu.

– Dígale a ese hijo de puta de su jefe que algún día me encontraré con él frente a frente y que ese día tan sólo rogará a su Dios que le permita morir rápidamente. Ha violado lo más preciado para mí, a mi esposa Claire, y por tanto, yo me dedicaré a violar a su Dios, exponiendo a la luz pública lo que dice el evangelio de Judas.

– Yo no se lo recomendaría, señor Wu. Nuestro brazo puede ser igual de largo que la mirada de Dios. Cun finis est licitus etiam media sunt licita, cuando el fin es lícito, también lo son los medios.

– Ustedes, los curas, con sus frases en latín que tan sólo entienden ustedes mismos… Dígale a su jefe que jamás tendrá el libro de Judas entre sus manos, y dígale también que si vuelve a intentar algo más contra mí, me ocuparé de hacerle llegar un mensaje alto y claro.

– ¿Algo más?

– Sí. Dígale que haré que mis medios de comunicación difundan el mensaje de Judas Iscariote a todo el mundo y verá en qué lugar dejo a su Iglesia católica y a su Vaticano. Cada mañana, su cardenal Lienart se levantará con un titular nuevo en los periódicos. Después me dedicaré a hablar con mis amigos del gobierno de Pekín sobre lo perjudicial que es permitir la religión católica en la República Popu lar China. Vamos a ver a quién escuchan más alto, si a mí o a su cardenal Lienart.

– Muy bien, señor Wu. Le transmitiré sus palabras a su eminencia -dijo Mahoney.

– Hágalo. Y por cierto, monseñor Mahoney, o miserum te si intelligis, miserum si no intelligis!, ¡oh, miserable de ti, si entiendes, y miserable también, si no entiendes!

Tras cortar la comunicación, Mahoney supo que aquel millonario asiático jamás entregaría el libro de Judas a la Santa Sede. Debía tomar una decisión sin molestar al cardenal Lienart, así que volvió a marcar el número de teléfono del Casino degli Spiriti de Venecia y ordenó al hermano Alvarado que viajase a Viena para realizar la misión encomendada. Sólo de esta forma, Delmer Wu podría entrar en razón y entregar el libro.

– Use sus poderes, hermano Alvarado, pero no acabe con esa prostituta asiática hasta que Wu no nos entregue el libro. ¿Me ha entendido?

– Sí, hermano Mahoney. Alto y claro -respondió el asesino.

A poca distancia de allí se desarrollaba una escena bien distinta entre el cardenal August Lienart y el agente Coribantes, en lo más profundo de los jardines vaticanos y alejados de miradas indiscretas.

– Buenas noches, Coribantes.

– Buenas noches, Eminencia. ¿Qué desea de su más fiel servidor?

– Creo que hemos dejado un cabo suelto.

– ¿Qué cabo es ése?

– Foscati.

– ¿Qué tiene pensado para atar el cabo? -preguntó Coribantes.

– Foscati tiene un punto débil. Una hija llamada Daniela. Tal vez deberíamos presionar por ese lado a nuestro amigo para que mantenga la boca cerrada.

– ¿Y si no mantiene la boca cerrada?

– Habrá que golpearle más duramente.

– ¿Qué quiere que haga con esa jovencita?

– Tal vez podría usted hacer que desapareciese durante un tiempo hasta convencer a su padre sobre la conveniencia de guardar silencio. No quiero conocer los detalles. Haga usted lo que crea que debe hacer. No necesito los detalles.

– ¿No cree usted que podría ser un castigo demasiado duro? -preguntó Coribantes.

– Las naturalezas inferiores repugnan el castigo; las medianas se resignan a él; pero sólo las superiores son las que lo invocan y yo pertenezco a esta última, querido Coribantes. Y ahora espero que lleve a buen término la misión encomendada, y cuanto antes, mejor.

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