XIII

Vierta

El crótalo irguió la cabeza en posición defensiva para mostrar a su cazador que estaba dispuesto a defenderse, pero el padre Alvarado era mucho más hábil con el gancho. Apoyó con fuerza su extremo sobre la cabeza de la serpiente, dejándola aprisionada e inmovilizada contra el fondo del terrario.

Con tres dedos de su mano derecha sujetó fuertemente la cabeza y la levantó en el aire. El animal intentaba sin éxito desplegar sus dos colmillos anteriores huecos en forma de gancho.

Con precisión, Alvarado apretó las glándulas de Duvernoy que la serpiente tenía a ambos lados de la cabeza, donde almacenaba el potente veneno. El asesino del Octogonus colocó los colmillos sobre un recipiente de cristal, dejando que el crótalo exprimiese los depósitos de veneno con los músculos temporales. A través de los colmillos huecos, la serpiente comenzó a derramar un líquido blanquecino en el interior del recipiente. Cuando el padre Alvarado comprobó que la serpiente había escupido suficiente líquido, la introdujo nuevamente en la caja hermética.

Una vez asegurada la tapa del terrario, introdujo el veneno en un pequeño frasco de cristal con tapa de goma y lo metió en un maletín médico, junto a una bata blanca y varias jeringuillas con agujas hipodérmicas.

Minutos después salía a la calle para coger el tranvía que le llevaría hasta Sobieskigasse con Lóblichgasse. En esa manzana de antiguas mansiones construidas en la época del emperador Francisco José se levantaba ahora la sede del Heinz Sanatorium Institute, el lugar en donde se recuperaba la esposa del millonario Delmer Wu de las heridas sufridas tras su reciente secuestro.

Dos edificios blancos conformaban el complejo hospitalario. Alvarado esperó hasta las siete de la tarde para poder atravesar el control de seguridad. A esa hora no se fijaban demasiado en quién entraba y salía del edificio debido al cambio de guardia del personal sanitario.

Alvarado entró junto a tres mujeres. Por su conversación intuyó que eran enfermeras. Al verle entrar, una de ellas saludó al asesino del Octogonus.

– Buenas tardes, doctor.

– Buenas tardes -respondió Alvarado mientras atravesaba el control de seguridad riendo junto a la mujeres, como si las conociese.

El asesino del Octogonus se introdujo en uno de los baños y colgó en la puerta el cartel de «fuera de servicio». Abrió el maletín, se puso la bata blanca y extrajo el frasco de cristal con el veneno. A continuación cogió una jeringa y le colocó una aguja hipodérmica que clavó en el tapón de goma hasta atravesarlo. Alvarado comenzó a tirar del émbolo hasta que el veneno de la serpiente quedó en el interior de la jeringuilla. Ya sólo le quedaba localizar la planta en la que se encontraba la habitación de Claire Wu.

Salió nuevamente al pasillo y se dirigió hacia el centro de información de la clínica. Era la hora de la cena y la sala permanecía completamente vacía, por lo que aprovechó para entrar en los registros.

Estaba seguro de que, por motivos de seguridad, la esposa del millonario habría ingresado bajo nombre falso, pero ignoraba cuál. Miró cada ficha por la fecha de ingreso, pero ese dato podía haber sido falsificado también. Las fichas de ingresos especiales se encontraban en un archivador cerrado con llave en la tercera planta del edificio, en la zona de administración. Con tranquilidad, salió de la zona de información y cogió un ascensor hasta la tercera planta. Para llegar a su destino, sólo tenía que seguir los carteles indicadores.

Al final de un pasillo, Alvarado encontró una puerta cuya placa rezaba: «Administración general». Intentó abrirla, pero estaba cerrada. De repente, una voz a su espalda le indicó que era ya muy tarde y que el personal se había ido. Era una de las limpiadoras.

– Necesito urgentemente la información de un paciente que debo intervenir a primera hora de la mañana y su ficha está en un archivador de administración.

– ¿Ha probado a hablar con seguridad? Suelen tener las llaves de todos los departamentos.

Alvarado observó el manojo de llaves que la mujer llevaba colgada en la cintura.

– ¿No tendría usted la llave de esta puerta? Si el director se entera de que he perdido la copia del informe médico de mi paciente, puedo tener problemas.

La mujer dudó unos segundos, pero la bata blanca imponía respeto, así que la limpiadora miró tras de sí para comprobar que no había nadie en el pasillo, agarró el manojo de llaves y buscó la que coincidía con la cerradura.

Cuando la puerta se abrió, Alvarado dio las gracias a la mujer y entró en el despacho.

– Prefiero que usted permanezca fuera para vigilar. Si nos descubren, prefiero asumir yo la culpa y que no la despidan a usted -dijo el asesino, bloqueando la puerta con el pie para evitar que la mujer entrase con él.

– De acuerdo, le esperaré aquí fuera, doctor, para cerrar la puerta otra vez -susurró la mujer.

El padre Alvarado encontró el fichero que buscaba. Con un abrecartas consiguió forzar la cerradura y abrirlo. Varias carpetas rojas se alineaban unas tras otras sin nombre alguno. Debía mirar cada una de ellas para localizar a Claire Wu.

Al abrir la octava carpeta, el expediente médico estaba encabezado por un nombre: «Señora X». Estaba seguro de que aquél era el expediente de la esposa del millonario.

Continuó leyendo para asegurarse: «La paciente tiene heridas de corte abierto en las mejillas, frente y senos. También muestra heridas leves en las nalgas. La paciente fue sometida a una brutal paliza y sufre severos desgarros en vagina y ano provocados por la introducción de un objeto».

Estaba claro que aquél había sido un trabajo del hermano Pontius, demasiado aficionado a la tortura. El informe estaba firmado por el doctor Elsberg, cirujano plástico. Los siguientes papeles eran informes médicos de las intervenciones a las que habían sometido a Claire Wu y las dosis de medicamentos que le habían administrado. En una nota aparte aparecía 313-A. Era el número de la habitación de la paciente y la zona del hospital en donde se encontraba.

Volvió a cerrar cuidadosamente la carpeta, la colocó en su sitio y salió del despacho rumbo a la zona de ascensores después de asegurarse de que la limpiadora había cerrado la puerta.

Al llegar a la tercera planta, caminó hasta el pasillo «A». Al doblar una esquina, vio a un hombre que estaba sentado frente a la puerta de una de las habitaciones. Era la 313. Delmer Wu era precavido y había contratado un guardia armado para proteger a su esposa. Aquello molestó a Alvarado. Para acceder a la habitación tendría que liquidar al guardaespaldas, pero su experiencia en el Círculo Octogonus le había enseñado a improvisar.

El asesino observó una puerta que daba acceso a un pequeño almacén con artículos de limpieza. Entró en él sin encender la luz y arrojó en el suelo un frasco con la suficiente fuerza para que el sonido llamase la atención del guardaespaldas. Alvarado permaneció en silencio detrás de un armario metálico esperando oír al guardia entrar en el almacén, como así ocurrió.

El hombre llevaba en la mano derecha una porra extensible, pero no llegó a ver cómo el padre Alvarado le rodeaba el cuello con un grueso alambre y lo apretaba con tal fuerza que llegó a estrangularlo en cuestión de segundos.

El asesino del Octogonus levantó el cuerpo muerto del guardia y lo sentó en la silla del pasillo, colocándole una revista abierta sobre el rostro para que pareciera dormido. Alvarado miró a ambos lados para comprobar que no había nadie a la vista. Abrió silenciosamente la puerta de la habitación y apareció ante él una cama en la que yacía una mujer con vendas colocadas en el rostro, conectada a un gotero. El intruso cerró la puerta tras de sí y sacó de su bolsillo la jeringuilla con el veneno en su interior.

Extrajo el protector de plástico de la aguja y pinchó el tubo del cuentagotas. A continuación, apretó la parte trasera de la jeringuilla permitiendo que el veneno de la serpiente penetrase en el riego de suero que circulaba por el tubo y que desembocaba en el brazo de Claire Wu. El potente veneno comenzaría pronto a surtir efecto.

Una vez realizada la operación, Alvarado abandonó las instalaciones hospitalarias por la zona de carga y descarga. Cuando se. encontraba ya en el exterior, se quitó la bata y la arrojó en un contenedor de residuos. Se aseguró de que se llevaba en el maletín la jeringuilla con el resto de veneno. No convenía que ningún laboratorio descubriera el antídoto para salvar la vida de Claire Wu antes de que su marido entregase el libro hereje de Judas al cardenal Lienart.

Durante los días siguientes, la policía de Viena investigó el asesinato del guardaespaldas en la clínica Heinz, así como el misterioso empeoramiento de Claire Wu. La esposa del millonario era ahora tan sólo un patético recuerdo de lo que había sido. Su cuerpo sufría dolores intensos acompañados de inflamaciones y edemas en varias zonas, ocasionando gangrenas que se extendían desde el brazo derecho, en donde había estado conectado el gotero.

Los doctores que la atendían no podían dar una explicación coherente al empeoramiento de Claire y así se lo hicieron saber a Delmer Wu.

– No podemos entenderlo -dijo el doctor Elsberg-. El sistema inmunológico de su esposa está siendo atacado por las enzimas citolíticas que produce el cuerpo humano para defenderse del veneno. Estas mismas enzimas están originando vasodilatación, un aumento de la permeabilidad capilar con formación de edemas, que en el caso de su esposa dificulta la circulación sanguínea con necrosis celular y gangrena. Si no localizamos pronto el veneno que se le ha introducido en el cuerpo, será complicado encontrar el antídoto correspondiente.

– ¿Qué se puede hacer para evitarle los dolores?

– Tan sólo administrarle tranquilizantes para evitar que sufra.

– ¿Cuánto tiempo le queda?

– No estamos en disposición de decirle nada. Hemos conseguido reducirle las cefaleas, las náuseas, los vómitos y las diarreas y estamos controlando la hipotensión. Lo del brazo derecho es diferente. El veneno que le han administrado ha provocado equimosis, necrosis celulares y gangrenas, y lo único que podemos hacer es amputarle el brazo para evitar que se extienda. Necesitamos su permiso para intervenirla.

– ¿Qué pasaría si no le amputan el brazo?

– Si no se lo amputamos, le quedarán, calculo, unos dos o tres días de vida. Eso suponiendo que no encontremos el antídoto a tiempo.

– De acuerdo, doctor, hágalo. Ampútele el brazo. Mientras, yo me ocuparé de conseguir el antídoto.


***

Ciudad del Vaticano

Esa misma noche, el sonido del teléfono despertó a monseñor Emery Mahoney.

– ¿Sí? ¿Quién es? -contestó medio adormilado.

– Soy Delmer Wu. Dígale ahora mismo a su cardenal Lienart que acepto el trato. Entregaré el libro de Judas a cambio del antídoto para salvar la vida de mi esposa.

– Así se lo comunicaré a su eminencia.

– Dígale también que si durante la negociación mi esposa fallece, el trato quedará anulado y tendré entonces manos libres para vengarme de él. No olvide informar de esto a su eminencia, monseñor.

– La venganza más cruel es el desprecio de toda venganza posible, querido señor Wu.

– Eso dígaselo a su querido cardenal Lienart. Por ahora, yo me ocuparé de la salud de mi esposa, pero le recomiendo que vigile siempre su espalda. Tal vez algún día, y digo algún día, me encuentre a mí o a un enviado mío. Entregaré el libro de Judas en cuanto reciba el antídoto. Dé orden de que lo hagan llegar a la clínica Heinz de Viena, a nombre del doctor Elsberg. Le voy a dejar la dirección, aunque ustedes ya saben dónde está, ¿no es cierto?

– Querido amigo, una persona que quiere venganza guarda siempre sus heridas abiertas. Le daré un consejo: si usa la venganza con el inferior, es vileza; si la usa con el igual, es peligroso; pero si su venganza la dirige contra un poderoso, es una locura. No lo olvide cuando piense en llevar a cabo una venganza contra su eminencia -dijo Mahoney.

– Déjeme darle un consejo que puede hacer extensible a su eminencia. Casi todos podemos soportar la adversidad con el uso de la venganza, pero si se quiere probar el carácter de un hombre, se ataca lo más preciado de sus propiedades. Incurrir en el pecado del silencio cuando se debiera protestar hace cómplices y cobardes a los hombres, y eso a mí no me va a ocurrir, se lo aseguro. Quiero el antídoto cuanto antes en Viena. Comuníqueselo a su eminencia. Les enviaré el libro esta misma tarde con un emisario -dijo Wu justo antes de colgar.

La táctica del cardenal August Lienart había dado resultado. «Haz que el golpe sea contundente, rápido y eficaz, así evitarás que el enemigo pueda enderezarse y recuperarse para devolvértelo», le había dicho Lienart y, sin duda, tenía razón. El cardenal conocía los rincones más oscuros del alma de los hombres, tal vez porque su propia alma era igual de oscura.

Aquella mañana, el secretario de Estado estaba animado. Cuando monseñor Mahoney entró en su despacho, Lienart reía abiertamente junto al cardenal camarlengo Guevara y el cardenal Dandi, prefecto de la Entidad. Mientras Guevara y Dandi abandonaban la estancia, Lienart ordenó a su secretario que entrara y se acomodase.

– Eminencia -dijo Mahoney, realizando una pequeña reverencia para besar el anillo del dragón alado.

– Buenos días, secretario. ¿Qué tal ha dormido hoy?

– Muy bien, eminencia. Le agradezco que me lo pregunte. Quería decirle que he recibido noticias de nuestro amigo de Hong Kong.

– ¡Mi querido amigo Wu…! ¿Qué quería?

– Me ha llamado para informarme de que ha decidido donar el libro de Judas al Vaticano. Enviará un mensajero para hacernos entrega del ejemplar.

– Me alegra mucho oír eso, querido Mahoney. Veo que me ha hecho usted caso sobre el asunto de saber hacerse responsable de cuestiones importantes. Le veo cada vez más cerca de su verdadero destino. ¿Qué ha pedido Wu a cambio?

– Sencillamente deseaba una medicina que pudiera salvar la vida de su esposa. Esa oriental que usted sabe…

– ¡Ah, la dulce Claire! La juventud y la belleza son enfermedades que se curan con los años, ¿no le parece, querido monseñor?

– Sí, eso pienso yo, eminencia. He ordenado al padre Alvarado que entregue a quien crea conveniente el antídoto del veneno administrado a Claire Wu. Al parecer, el hermano Alvarado provocó que se le gangrenase el brazo derecho y han tenido que amputárselo. El señor Delmer Wu prefiere a una esposa amputada, pero viva.

– ¡Qué maravilloso es el amor que nos rodea cuando Dios está cerca, querido secretario! Amar es dar todo por la otra persona, amar es querer sobre todas las cosas a otra persona, amar es querer dar hasta la propia vida por la otra persona y, al parecer, el señor Wu piensa así respecto a su amputada y bella esposa Claire. ¿No le parece?

– Estoy de acuerdo, eminencia.

– Ocúpese de que la señora Wu reciba el antídoto antes de que muera. A nadie le interesa que eso suceda. Prefiero tener a ese oriental como un enemigo vencido que como un enemigo inspirado por la venganza por su esposa muerta. Eso le haría más peligroso.

– De acuerdo, así se hará.

– ¿Qué me puede contar de los hermanos Cornelius y Pontius?

– El hermano Cornelius se encuentra en Ginebra vigilando la casa de ese griego, Vasilis Kalamatiano. Espera que en pocos días pueda tener alguna pista de esa joven, Afdera Brooks. El hermano Pontius está en Venecia a la espera de una nueva misión.

– Como le he dicho, ahora no podemos perder de vista nuestros objetivos. Ese campesino que tenemos como pontífice ha demostrado tener un corazón fuerte y veo cada vez más lejana la posibilidad de entrar en un nuevo cónclave. Todo debe quedar resuelto, absolutamente todo. No quiero sorpresas, así que haga su trabajo como lo está haciendo y no tendremos que arrepentimos de nada. Ahora, déjeme solo con mis pensamientos y no olvide darle las instrucciones pertinentes al padre Alvarado.

– Así lo haré, eminencia. No se preocupe. Resolveré el problema tal y como me ha ordenado.

– Si tiene un problema y no tiene solución, ¿para qué preocuparse?, y si tiene solución, ¿para qué preocuparse también? Resuélvalo para que ese problema no vuelva a surgir. Córtelo de raíz y de forma contundente.

– ¿No le da miedo que Wu quede con vida con todo lo que sabe sobre nosotros?

Lienart permanecía de pie frente al ventanal observando la plaza de San Pedro y dando la espalda a su secretario.

– Del pasado, querido monseñor, sólo retenemos los buenos recuerdos; del presente, debemos vivir en plenitud; y del futuro, que se haga la voluntad de Dios. Sólo él debe regir el destino que nos reserva el futuro. Tendremos que dejar a Dios el destino del señor Wu. Él sabrá cómo ocuparse enviando un ángel exterminador. Dejémosle a él, y sólo a él. Y ahora, por favor, cierre la puerta despacio cuando se retire.

Emery Mahoney continuó observando durante unos segundos la espalda del cardenal Lienart antes de abandonar el despacho. Sin duda, no había entendido absolutamente nada de las palabras de su eminencia sobre el «ángel exterminador», el enviado de Dios.

A la mañana siguiente, un hombre se acercó hasta la puerta de Santa Ana y pidió al guardia suizo ver a monseñor Mahoney.

– Entregue este paquete a monseñor Mahoney -dijo el hombre con rostro oriental.

– Muy bien, señor, pero no estamos autorizados a recoger absolutamente nada por motivos de seguridad. Llamaremos a monseñor Mahoney. Espere aquí mientras le llamamos.

El guardia suizo se dirigió a la garita y llamó a través del teléfono interno a la Secretaría de Estado.

– Buenos días, aquí el puesto de guardia de la puerta de Santa Ana. Le habla el suboficial Darré. Hay un hombre aquí, parece oriental, y desea entregar un paquete a monseñor Mahoney. ¿Qué quiere que hagamos?

– Dígale que espere. Ahora mismo bajo -respondió Mahoney.

Al llegar a la puerta, los dos guardias que se encontraban en el puesto de seguridad se pusieron en posición de firmes.

– ¿Dónde está ese hombre?

– No lo sabemos, monseñor. Estaba aquí ahora mismo. Cuando hemos vuelto después de llamarle a usted, ya no estaba. Hemos encontrado este paquete apoyado en la reja. No sabemos si abrirlo por seguridad -dijo el suboficial.

Mahoney supo inmediatamente de qué paquete se trataba.

– Está bien, suboficial. Yo me ocuparé de todo. Me llevaré el paquete a la Secretaría de Estado.

– ¿No prefiere que confirmemos antes su contenido por seguridad, monseñor?

– ¿No le parece que si fuera una bomba habría explotado ya?

– No lo sé, monseñor. No puedo asegurarlo sin un detector de explosivos.

– Sólo Dios puede saberlo y al mismo tiempo protegernos. Deme el paquete. Yo me haré cargo de él -ordenó Mahoney al guardia, que aún parecía desconcertado.

En la soledad de sus aposentos, el obispo Emery Mahoney extrajo unas tijeras de un cajón y comenzó a cortar el papel de estraza con el que estaba envuelto el paquete. Tras retirar el papel sobrante, apareció ante sus ojos un libro con algunos caracteres en forma triangular, sin duda alguna, letras en copto.

Por fin la palabra de Judas Iscariote había llegado a buenas manos para permanecer una vez más en el silencio de los tiempos por el bien de la Iglesia, de Su Santidad el Papa y de la Santa Sede. Intentando mantener la calma, monseñor Mahoney levantó el teléfono y marcó el número directo de emergencia de su eminencia el cardenal Lienart.

Tras cuatro tonos, Mahoney oyó la voz del secretario de Estado al otro lado de la línea.

– ¿Sí?

– Eminencia, soy monseñor Mahoney.

– ¿Qué desea?

– Sólo deseo informarle de que la palabra del libro hereje está en nuestro poder. El libro de Judas nos ha sido entregado. ¿Qué quiere que haga con él?

– Guárdelo en la caja fuerte hasta que yo le dé instrucciones. Hasta esa hora, proteja el libro. Que nadie sepa que lo tiene en su poder, que nadie lo vea, que nadie conozca su contenido, ¿me ha entendido?

– Sí, eminencia, le he entendido perfectamente.

– Buenos días, y no me falle esta vez, monseñor.

– No le fallaré, eminencia.

– En estos momentos estoy esperando la llamada del Santo Padre desde Castelgandolfo. Estoy intentando convercerle para que no visite a ese Agca en la prisión. Le ha dado por perdonar a ese turco infiel delante de las cámaras de televisión. Ese campesino intenta perdonar sin saber que perdonar no es olvidar, sino vivir en paz con la ofensa, y eso es lo que intenta ahora.


***

Ginebra

Afdera llegó en taxi hasta la mansión de Vasilis Kalamatiano, en la Route de Florissant. La joven no se dio cuenta de que la vigilaban desde un vehículo que estaba aparcado y se dispuso a tocar el timbre del gran portalón de bronce. Un sonido seco le indicó que la puerta se había abierto. Al empujarla, divisó enseguida el tejado de la mansión principal entre un pequeño bosque rodeado por el campo de golf y las dos casas para invitados.

El mayordomo ya la esperaba al final del limpio camino de gravilla que conducía a la puerta principal.

– Buenos días, señorita Brooks.

– Buenos días-respondió Afdera.

– El señor Kalamatiano la está esperando en el salón principal. Sígame, por favor.

Al entrar en el salón Afdera se encontró frente a frente con Kalamatiano y Colaiani.

– Creo que ya conoce al profesor Colaiani -dijo el Griego.

– Sí, nos conocemos muy bien -admitió Afdera.

– Sé lo que está pensando, señorita Brooks. El profesor Colaiani es una rata. Yo también estoy de acuerdo con usted, pero le aseguro que es la rata más experta en historia medieval, y tras recibir su llamada estará de acuerdo conmigo en que le necesitamos. ¿No le parece?

Mientras el mayordomo servía café y pasteles orientales, Afdera sacó el diario de su abuela del bolso.

– He anotado todo lo que he descubierto hasta este momento en el diario que me dejó mi abuela. Si me ocurriese algo a mí, alguien podría continuar con la investigación -precisó después de dar un sorbo de café.

– ¿Por qué cree que le podría ocurrir algo? -preguntó Colaiani.

– Varias personas que han tenido contacto con el libro de Judas han perdido la vida misteriosamente. La mayoría asesinados por un extraño y misterioso grupo que deja como firma un octógono de tela sobre la víctima. Mis padres, varios científicos que han trabajado en la restauración y traducción del códice, el director de la Fundación Helsing, algunos de los excavadores que descubrieron el libro en Gebel Qarara y los marchantes que participaron en su venta han sido asesinados de muy diversas maneras. Estoy segura de que en algún momento lo intentarán conmigo o con cualquiera de ustedes si esos hombres del octógono descubren que estamos intentando reconstruir la ruta del libro y descubrir el texto de Eliezer, el seguidor de Judas.

– Yo no deseo morir.

– No gimotee, Colaiani. Parece usted un estúpido niño. Le aseguro que si alguno de esos asesinos del octógono consigue llegar hasta mí, le estaré esperando, y si es necesario, me los llevaré conmigo al paraíso -aseguró Kalamatiano, dejando ver bajo su chaqueta una pequeña pistola-. Y ahora, querida señorita Brooks, cuéntenos qué ha descubierto para saber cuál es el siguiente paso que debemos dar.

– Mis investigaciones continuaron tras la conversación que mantuve con usted, profesor Colaiani, desde el mismo punto en el que comienza la historia de la carta de Eliezer, en Damietta, el 7 de junio de 1249, cuando es conquistada por las tropas cruzadas de Luis IX de Francia. Desde aquí marqué un punto de inicio, tanto del libro como de la carta de Eliezer. Después continué con el viaje del rey Luis, varios caballeros y tropas varegas a San Juan de Acre. Me centré en la ruta y en las pistas varegas dejadas por los cruzados escandinavos. Esa pista me la dio usted. Me llamó mucho la atención unas palabras que mencionó al referirse a la carta de Eliezer y al libro de Judas. Usted me dijo que Luis IX pudo descubrir la peligrosidad del documento y que tal vez entendió que era mejor para la cristiandad mantener lo más alejado posible el libro de Judas de la carta de Eliezer. Separados quizá fuesen menos peligrosos, afirmó. Me centré también en seguir la pista desde Acre a Antioquía y de Antioquía al Pireo. También busqué pistas sobre el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes y que tanto usted como Eolande no pudieron descubrir…

– ¿Qué ciudad era?

– Venecia, sin duda alguna.

– ¿Cómo está tan segura? -intervino Kalamatiano.

– Me acordé, simplemente, de las enseñanzas de mi abuela y de los relatos y leyendas que me contaba cuando visitábamos a varias familias judías de Venecia. Recordé un cuento que me contaba la señora Levi durante mis visitas al Ghetto Vecchio y la Corte de los Arcanos. La señora Levi me llevó un día de la mano y me explicó que para entrar en esa Corte había que abrir siete puertas, cada una de las cuales tenía grabada sobre ella el nombre de un shed o diablo: Sam Ha, Mawet, Ashmodai, Shibbetta, Ruah, Kardeyakos y Ná Amah. Y esos siete shed son en realidad los nombres de los siete guardianes del laberinto.

– Sigo sin entender la relación del Laberinto de Agua con Venecia.

– El nombre de los siete shed, los siete guardianes, están relacionados con la cábala. Mi hermana Assal recordaba que se hablaba de una especie de laberinto de agua en el ejemplar del Hypnerotomachia Poliphili que se conserva en la Biblioteca Marciana de Venecia, en el Palacio de los Dogos. Efectivamente, en una de sus páginas aparece un curioso dibujo de un laberinto de agua, cortado y atravesado por canales imposibles que no llevan a ninguna parte. El laberinto está dentro de una gran muralla protegida por siete puertas y por los canales navegan pequeñas embarcaciones.

La expresión en los rostros de Kalamatiano y Colaiani le hizo darse cuenta de que ninguno de los dos entendía su teoría.

– Un estudioso de la obra llamado Apostolo Zeno dijo en 1723 que había encontrado una edición original del Hypnerototnachia Poliphili, uno de los ejemplares impresos por Manuzio en 1499. En él había manuscrita una nota redactada en latín, fechada en el año 1521, y cuya traducción decía que el nombre del verdadero autor era «Franciscus Colonna, veneciano», que perteneció a la orden de predicadores. Se dice que Colonna, que era un gran estudioso de la cábala, se apoyó en ella para la redacción de su libro, y que por eso denomina a Venecia como el Laberinto de Agua, basándose en los estudios cabalistas de Safed, que ya describen a esta ciudad con semejante nombre. Por tanto, parece seguro que el Laberinto de Agua se refiere a Venecia.

– Entonces, ¿a qué se refiere cuando habla de las siete puertas, de los siete guardianes? -preguntó Colaiani.

– Se lo explicaré. En la época de los árabes, Venecia era descrita como la ciudad de las siete puertas a las que se refiere Colorina en su Hypnerotomachia Poliphili. Los árabes les dieron nombre a todas ellas: la puerta de la Aventura, la puerta del Mar, la puerta de Oriente, la puerta del Oro, la puerta del Amor, la puerta del Color y la puerta del Viaje. En total, siete puertas. Para ellos, cada una de esas puertas tenía una simbología clara, ya que Venecia jamás ha estado flanqueada por siete puertas concretas o reales. Mi hermana buscó en los Archivos de la Biblioteca Marciana las zonas a las que podían referirse esas siete puertas en la actual Venecia. La puerta de la Aventura podría situarse actualmente en la zona este del Cannaregio y en la zona oeste de Castello; la puerta del Mar estaría aproximadamente en la zona de Castello, en donde se levanta el Arsenale; la puerta de Oriente estaría en la zona oeste del Cannaregio, incluida la judería o el Ghetto Vecchio; la puerta del Oro se situaría en lo que hoy es el barrio de San Marcos; la puerta del Amor, en la zona este de San Paolo y Santa Croce; la puerta del Color en Dorsoduro y la zona central de la isla de la Giudecca, y la Puerta del Viaje en lo que hoy son las islas de San Lázaro de los Armenios, San Servolo, San Francesco del Deserto y el Lido, uno de los lugares de embarque de los caballeros cruzados que marchaban a Tierra Santa durante la cuarta cruzada. Ahora que tenemos localizado el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes, podemos intentar localizar la siguiente pista que nos dio la inscripción rúnica que aparece en el león del Arsenale.

– ¿Cómo es la frase? -preguntó Colaiani.

En la puerta del mar, Zara girará alrededor del laberinto, mientras el león protege al caballero y su secreto. Encuentra la estrella que ilumina el trono de la iglesia y te llevará hasta la tumba del verdadero.

– Está claro que, según su teoría de la ubicación de las siete puertas, la puerta del Mar, si no he entendido mal, estaría en la zona de Castello, en donde se levanta el Arsenale. Allí debe estar la siguiente pista. Si el laberinto es Venecia, cuando se habla del león que protege al caballero y su secreto, debe referirse al león del Arsenale. Lo más interesante lo encontramos en la siguiente frase -dijo el medievalista mientras encendía una pipa-: Encuentra la estrella que ilumina el trono de la iglesia y te llevará hasta la tumba del verdadero.

– Tal vez la estrella sea una posición concreta, como hoy son las latitudes y las longitudes -opinó Kalamatiano.

– No lo creo -respondió el medievalista-. Hasta finales del siglo Win, la gente se perdía en el mar porque sin cronómetros precisos la longitud era un arte aproximado. Los mapas de gran extensión con una cierta proyección intuitiva son de la época colombina, es decir, después de 1492. El primer meridiano oficial es casi colombino, y el primer intelectual occidental con una visión aproximada sobre lo que hoy entendemos como cartografía y situación a través de la latitud y longitud fue el florentino Paolo del Pozzo Toscanelli, uno de esos sabios del Renacimiento con prestigio en medicina, astronomía y geografía que vivió entre 1397 y 1482.

– ¿No podría ser Roma la ciudad a la que se refiere la frase? -preguntó el Griego-. La inscripción habla del trono de la iglesia y el único que conozco está en el Vaticano.

– No creo que sea el Vaticano ni Roma. Estamos hablando de un trono de la iglesia con el que los escandinavos que acompañaron a Phillipe de Fratens en su regreso a Occidente desde Tierra Santa, en el siglo XIII, se encontraron y dejaron grabado un mensaje en clave. Al referirse a la puerta del Mar, está claro que ese trono de la Iglesia al que se refiere la inscripción en rúnico tal vez esté en Venecia.

– ¿Por qué está tan segura, señorita Brooks?

– Todas las pistas nos conducen siempre a Venecia: el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes, la leyenda del caballero cruzado y su misteriosa muerte en Venecia, en la corte Morosini; el león del Arsenale que estaba en el Pireo y que acabó en Venecia. Debemos pensar en un trono de la iglesia que pueda estar o haya estado en Venecia.

– ¿Existe algún trono en la basílica de San Marcos? -quiso saber Kalamatiano.

– No. De cualquier forma, San Marcos jamás ocupó un trono de la iglesia, así que dudo mucho que el santo iluminase el trono del que habla la inscripción en el león.

– ¿A qué podría referirse?

– Déjenme que llame a mi hermana Assal, es una de las mayores expertas en la historia de Venecia. Tal vez pueda darnos alguna pista.

– Intentémoslo. No perdemos nada con ello -propuso el Griego.

Afdera se levantó de la mesa llena de libros, manuscritos y planos y marcó el teléfono de la Ca' d'Oro.

– ¿Dígame?

Afdera reconoció enseguida la voz de Rosa.

– Rosa, necesito hablar urgentemente con mi hermana. Por cierto, ¿qué tal está Sam?

– Hola, señorita Afdera. El señorito Sampson está muy bien cuidado por su hermana y por mí. Se recuperará en poco tiempo. Creo incluso que muy pronto tendremos campanas de boda, señorita Afdera.

– Lo sé, Rosa. Estoy segura de ello. Ahora pásame con mi hermana.

– Hola, hermanita, ¿dónde estás?

– Te llamo desde Ginebra. Estoy reunida con Vasilis Kalamatiano y con el profesor Leonardo Colaiani.

– ¿Con el griego amigo de la abuela y el profesor experto en historia medieval? ¿Y qué necesitáis de mí?

– Una información sobre Venecia. Tú eres la única que puede saberlo.

– De acuerdo, dispara.

– ¿Recuerdas los signos rúnicos que estaban grabados en el león del Arsenale? Pues conseguimos averiguar su significado. Gudrum Strømnes, de la Universidad de Rogaland, analizó los signos que le enviamos. La frase decía algo así como: En la puerta del mar, Zara girará alrededor del laberinto, mientras el león protege al caballero y su secreto. Encuentra la estrella que ilumina el trono de la iglesia y te llevará hasta la tumba del verdadero.

– ¿Y cuál es tu duda?

– Necesitamos saber si existe en Venecia algún trono de la iglesia o algo similar.

– ¿Un trono de la iglesia?

– Sí. Algo que pueda ser un altar de Cristo, o un trono, o una silla, o algo parecido, pero que tenga un significado importante para la Iglesia católica.

– Déjame pensar…, puede que se refiera a la cátedra de Pedro -sugirió Assal.

– ¿La cátedra de Pedro?

– Sí, la que está en la basílica de San Pietro, en la isla de San Pietro di Castello. Se dice que esa cátedra o trono fue utilizada por San Pedro, el primer Papa, durante su paso por Antioquía. La verdad es que es un trono de mármol de poca importancia artística. Tal vez se refiera a ella.

– ¿Y cómo es que acabó en Venecia?

– No se sabe bien. Algunas leyendas afirman que posiblemente lo trajeron a Venecia unos caballeros que regresaban de alguna cruzada para salvarlo de caer en manos de los infieles musulmanes. Antioquía permaneció bajo control musulmán hasta el año 969, cuando fue recuperada por el emperador bizantino Nicéforo II. La ciudad cayó en el año 1085 en manos de los turcos selyúcidas. Treinta años después, en el año 1115, fue conquistada por los cruzados durante la primera cruzada y se convirtió en capital del principado de Antioquía. Durante el siglo XII y gran parte del XIII estuvo bajo control de los cruzados hasta que fue capturada por el sultán mameluco Baibars en 1268. Éste arrasó totalmente, cebándose con los símbolos de la cristiandad. Después de aquello, jamás recuperó su importancia.

– ¿Crees que los varegos y Phillipe de Fratens pudieron llevarse el trono de Pedro a Venecia? -preguntó Afdera a su hermana.

– ¿Por qué no? La leyenda habla de unos caballeros cruzados que portaron el trono de Pedro para ponerlo a salvo de manos infieles. A lo mejor ese caballero era tu Phillipe de Fratens y sus varegos y lo pusieron a salvo en Venecia.

– ¿Sabes una cosa, hermanita? Te quiero. En cuanto llegue a Venecia intentaremos investigar ese trono de Pedro para saber si guarda algo en su interior. Te llamaré antes de regresar. Cuida de Sam.

– Hemos escuchado su conversación y puede que su hermana Assal tenga razón -dijo Kalamatiano mostrándole un códice del siglo XV-. En este libro se habla de la cátedra de Pedro en Antioquía. San Pedro, elegido por Jesucristo como la «piedra» sobre la que edificar su Iglesia, comenzó su ministerio en Jerusalén. Según este libro, la primera sede de la Iglesia fue el Cenáculo y es probable que en aquella sala, donde María, la madre de Jesucristo, rezó junto a los discípulos, se reservara un puesto especial a Simón Pedro. Después, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada en el río Orontes.

– Aquella ciudad estaba en Siria y actualmente pertenece a Turquía -interrumpió Colaiani.

– Sí, así es. Antioquía era la tercera ciudad en importancia del Imperio, tras Roma y Alejandría, en Egipto. Es un lugar muy importante para el catolicismo porque Pedro fue su primer obispo y allí los discípulos recibieron el nombre de «cristianos» por vez primera. Antioquía es realmente el primer centro de la Iglesia que agrupa a paganos. Desde allí, Pedro llegó a Roma en el año 42 y sufrió el martirio veinticinco años después aproximadamente.

– ¡Debemos ver ese trono de Pedro en Venecia! ¡Tal vez guarde en su interior alguna clave secreta que nos lleve hasta la siguiente pista! -exclamó Colaiani.

– Sólo podemos verlo en Venecia, así que propongo que vayan ustedes allí y lo examinen -propuso Kalamatiano.

– ¿Está diciendo que vaya yo a Venecia con la señorita Brooks? -preguntó Colaiani-. Yo no soy hombre de acción, y si me encuentro con alguno de esos asesinos, sólo podría defenderme arrojándoles algún ejemplar de historia medieval.

– Me importa un bledo lo que usted piense, querido Colaiani. Si quiere una parte de la fama en el descubrimiento de la carta de Eliezer, tendrá usted que mojarse los pies, por no decir su culo de profesor universitario. Ya es hora de que arriesgue algo en el intento y no que otros lo hagan por usted.

– No me hace falta cargar a mis espaldas con un fardo inútil como Colaiani, señor Kalamatiano. Prefiero viajar sola y sin alforjas -replicó Afdera.

– Estoy aquí presente. ¿Quieren dejar de hablar de mí como si fuese invisible? -protestó el medievalista.

– Pues no se hable más. Mañana por la mañana se irán a Venecia. Usted, profesor Colaiani, será el encargado de informarme de los avances de las investigaciones.

– ¿Es que no se fía de mí? -preguntó Afdera.

– Querida niña, sólo está seguro el que no admite a nadie en su confianza. Los discursos inspiran menos confianza que las acciones, así que prefiero que viaje usted acompañada del profesor Colaiani. Si no le sirve como experto en historia medieval, úselo como mensajero para que le traiga café caliente, para lo que quiera, pero que viaje siempre con usted.

– Señor Kalamatiano, la confianza, como el arte, nunca proviene de tener todas las respuestas, sino de estar abierto a todas las preguntas. Aceptaré que el profesor viaje conmigo, pero no admitiré ninguna interferencia. ¿Ha quedado claro?

– Muy claro, señorita Brooks. Ahora se quedarán a pasar la noche en la residencia de invitados. Ya he dado instrucciones a George, mi mayordomo, para que les prepare sus habitaciones. Mañana mi chófer les llevará hasta el aeropuerto de Ginebra para que cojan un vuelo a Venecia. Estoy deseando tener noticias de ustedes desde el Laberinto de Agua.

– No se preocupe, señor Kalamatiano. Y le tendremos al tanto de todo lo que descubramos. Si no recibe noticias nuestras, es que esos asesinos del octógono han dado con nosotros.


***

Hong Kong

El Ritz Carlton reunía todo lo que un gran hotel necesita. Estaba bien situado, su spa era excelente y su servicio exquisito. Tras darse una ducha de agua fría, un buen masaje y un desayuno a base de pan de centeno, café cargado y zumo de naranja, el Arcángel extrajo del armario un traje gris de raya diplomática de lana fría, cortado a medida por su sastre de Savile Row, unos zapatos negros de cordones de John Lobb, una camisa azul de algodón Oxford y una corbata azul con lunares blancos de Marinella.

Se peinó cuidadosamente y se vistió. Tenía que preparar el arma. Apoyó en la cama un rifle semiautomático Dragunov SVD, calibre 7,62 x 54R mm de fabricación soviética. Su peso no llegaba a los cuatro kilos y medio y su longitud era de 1.225 milímetros. Podía camuflarlo fácilmente en la bolsa de los palos de golf. Desde hacía varios días había estado buscando el lugar perfecto para realizar el disparo.

La munición debía ser especial, dado el lugar en el que se encontraría el objetivo. El cartucho sería un HS Penetrator 9,6 gramos, con punta reforzada con núcleo de acero y una aleación de tungsteno y plomo. Esta munición sólo se usaba en la zona del Pacto de Varsovia, por lo que el Arcángel había decidido utilizar el siempre efectivo Dragunov.

Una vez que montó el arma, colocó la mira Schmidt & Bender 3-12 x 50, tipo militar, con tambores de ajuste de alcance y deriva por viento. Al tirador le gustaba esta mira por el retículo MIL-DOT con telémetro especial. Cuando terminó la operación, puso en el cargador tres cartuchos y lo insertó en el rifle.

Antes de salir de la habitación, introdujo el arma con la culata hacia abajo en la bolsa con trípode. A continuación cubrió el cañón del rifle con una cubremadera rígida y llenó los huecos vacíos con varios palos de golf. Apoyó la bolsa contra la puerta del armario y observó cómo había quedado camuflado el Dragunov. Desde esa distancia el mortífero rifle parecía un inocente drive y él, un ejecutivo con ganas de salir al campo de golf tras una dura jornada de trabajo.

Aquella mañana había amanecido con un cielo gris cubierto de nubes. «Si comienza a llover, tal vez tenga que cambiar la estrategia del disparo», pensó mientras miraba al cielo.

Desde la misma puerta del hotel hasta Spring Garden Lane había una distancia de casi dos kilómetros y medio. La bolsa con el rifle pesaba cerca de veinte kilos, por tanto tendría que tomárselo con calma para no sudar. Eso podría levantar sospechas entre los guardias de seguridad del Hopewell Centre.

Lo bueno de Hong Kong es que un hombre vestido con un elegante traje y cargando una bolsa de palos de golf a la espalda no levantaba ninguna sospecha en una ciudad en donde más de la mitad de sus habitantes lo practicaban.

Cuarenta minutos después, el Arcángel ya pudo ver las dos construcciones que se elevaban sobre el cielo gris. La Torre Wu, de cincuenta y cuatro pisos, y el Hopewell Building, de sesenta. Los dos edificios estaban acondicionados para albergar oficinas de grandes corporaciones financieras.

Sobre las doce de la mañana, el Arcángel divisó a un grupo de ejecutivos que se dirigían hacia la entrada principal del edificio. Avanzó hacia ellos y se situó en el centro del grupo. Uno de ellos había comenzado a hablar con él, al verle la bolsa de palos de golf colgada a la espalda.

Esa feliz circunstancia le ayudó a pasar el control de seguridad.

– ¿A qué planta va? -le preguntó el ejecutivo aficionado al golf.

– A la cincuenta y cuatro.

– ¿Va a Sheffield & Bros?

– Sí, tengo una reunión con ellos.

– Si tiene oportunidad, salude a John Catwell, es el director de la división de riesgos.

– Lo haré -respondió el Arcángel, sin tener la más mínima idea de a qué se dedicaban las empresas de la planta cincuenta y cuatro.

Una voz metálica que salía de un pequeño altavoz anunció que el ascensor había alcanzado la planta indicada. El Arcángel salió y se dirigió hacia la escalera de emergencia. Aún debía subir seis plantas más hasta la sesenta.

Al llegar, el tirador se colocó los dedos en el cuello para medir sus pulsaciones. El esfuerzo de la caminata más el ascenso de los seis pisos le había hecho alterar su respiración. Debía mantener la calma y recuperar su ritmo respiratorio si quería efectuar un buen disparo.

La planta sesenta había sido un estudio de arquitectura. En el suelo aún podían verse planos de edificios. Desde fuera, la visión del interior de las plantas quedaba cegada por cristales ahumados, lo que le sirvió al tirador para camuflarse.

El Arcángel colocó la bolsa de palos en el bípode. La bolsa le serviría para apoyar el arma en el momento del disparo. Luego extrajo con cuidado el Dragunov SVD para no golpear la mira, le enroscó el reductor de sonido y colocó el arma en el suelo. Un cajón de madera le serviría como asiento con el fin de estabilizar su cuerpo justo antes del disparo. Ahora sólo cabía esperar.

Horas después, comenzó a atardecer. Las luces de la Torre Wu, situada justo enfrente, iban encendiéndose poco a poco.

Desde la mira, el Arcángel divisaba el lujoso ático de la planta cincuenta y cuatro que Delmer Wu utilizaba como base de operaciones. El tirador se levantó, quitó el seguro de la ventana batiente y colocó un taco de madera para evitar su cierre. Tenía una apertura de diez centímetros para poder realizar el disparo a través de ella. Desde la distancia en la que se encontraba hasta la ventana había cuatro metros, a los que había que sumar los ochenta y ocho metros que lo separaban de la Torre Wu.

El Arcángel pudo oler la humedad. Si llovía, las gotas de agua podrían afectar al disparo en una distancia superior, pero a poco más de noventa y dos metros el disparo sería casi perfecto.

Media hora después, a través de la mira Schmidt & Bender, el Arcángel divisó al millonario entrando en el ático iluminado junto a una mujer que parecía su secretaria. Wu hizo varias llamadas. El tirador observaba al millonario gesticulando y lanzando objetos contra la pared que estaba situada frente a él. «Está claro que no está de muy buen humor», pensó el asesino.

Sin dejar de observar por la mira, el tirador vio a la secretaria salir de la habitación. Wu se levantó de la mesa y se dirigió hacia el ventanal. Era el momento.

El Arcángel colocó levemente la falange del dedo índice de su mano derecha en el gatillo, exhaló el aire de sus pulmones, relajó los músculos y apretó el gatillo. La primera bala salió de la boca del rifle a seiscientos treinta metros por segundo, impactando bruscamente en el cristal, a tan sólo unos centímetros de Wu.

Los fragmentos del cristal, que cuando se rompieron se movieron a la misma velocidad que la bala, impactaron de lleno en el cuerpo del millonario y le provocaron serias lesiones en el rostro. Wu, ciego por los fragmentos de cristal alojados en las córneas y sin darse cuenta aún de lo que había ocurrido, intentaba sin mucho éxito encontrar un punto de apoyo para incorporarse. En ese mismo momento, el Arcángel ejecutó el segundo disparo, acertando en la cabeza de su objetivo. Sin dejar de observar por la mira, vio cómo restos del cerebro de Delmer Wu salpicaban la pared situada a su espalda.

Con calma, el asesino se levantó del cajón, guardó nuevamente el arma en la bolsa de golf, recogió las dos vainas que habían caído en el suelo tras los disparos, plegó el bípode de la bolsa y abandonó la planta en el ascensor de servicio hasta el muelle de carga, en el subsótano cuatro. Una vez alcanzada la calle, desapareció.

Mientras caminaba de regreso a su hotel, por Queen's Road East, el Arcángel oyó las sirenas de la policía de Hong Kong acercándose a la entrada principal de la Torre Wu. El encargo había sido cumplido.


***

Ciudad del Vaticano

Fructum pro fructo -dijo el padre Cornelius.

Silentium pro silentio -respondió Mahoney.

– He estado vigilando a la joven Brooks desde que se marchó de la casa de ese griego llamado Vasilis Kalamatiano.

– ¿Y qué ha descubierto?

– Se quedó a dormir en la casa del griego y a la mañana siguiente salió de allí con un hombre al que hemos identificado como Leonardo Colaiani, un experto medievalista, profesor de la Universidad de Florencia. Juntos tomaron un vuelo desde Ginebra a Venecia. Les sigo desde entonces. En este momento me encuentro frente a la casa de esa mujer. Un palacete llamado la Ca' d'Oro.

– ¿Qué más ha descubierto? No creo que me haya llamado solamente para darme esa información -se impacientó Mahoney.

– Llevan días metidos en la Biblioteca Marciana, en el Palacio de los Dogos, y en los Archivos de Estado de la Serenísima. Estoy seguro de que traman algo.

– ¿Qué pueden tramar?

– No lo sé. Hablé con uno de los archiveros y me confirmó que la joven y el profesor llevan días consultando diversos libros y documentos que hablan de San Pedro.

– ¿De San Pedro? ¿El primer Papa?

– Sí, así es, monseñor. Han estado consultando un libro sobre diversas reliquias y objetos que han ido a parar a Venecia sin que se sepa muy bien su procedencia. Su interés estaba focalizado en la silla de San Pedro, que, al parecer, permanece en una iglesia de la ciudad.

– Debemos estar preparados para saber qué se traen entre manos. Siga vigilando de cerca a esa joven y no haga nada hasta que yo no se lo ordene. ¿Me ha entendido?

– Sí, monseñor, le he entendido. ¿Y qué debemos hacer con ese griego?

– Tal vez haya que hacerle una visita. Hasta que lo decida, vigile estrechamente a la mujer. No la pierda de vista e infórmeme de cada uno de sus movimientos.

– Entendido, monseñor.

Fructum pro fructo -dijo Mahoney.

Silentium pro silentio -respondió el asesino del Octogonus.

Mahoney permaneció en silencio reflexionando sobre las noticias que le había dado el padre Cornelius. Quizá estuviesen investigando algo más que el libro de Judas. El evangelio estaba guardado en su caja fuerte desde hacía algunos días, así que posiblemente estuviesen buscando otra cosa. «¿Y si el evangelio de Judas no es todo? ¿Y si ese libro hereje no es el final de la historia? ¿Y si esa joven ha descubierto algún otro documento que puede ser peligroso para la Iglesia católica?», pensó.

Mahoney levantó el teléfono y pidió una entrevista con el cardenal Lienart.

– ¿Dígame? -respondió la voz.

– Soy monseñor Emery Mahoney y deseo hablar con el cardenal secretario de Estado.

– Está reunido con el Comité de Seguridad. Si quiere, monseñor, puedo llamarle en cuanto finalice la reunión.

– De acuerdo.

Dos horas después, el sonido del teléfono interrumpió el trabajo rutinario de Mahoney.

– Le llamamos desde la Secretaría de Estado. Puede usted venir en diez minutos para ver a su eminencia.

– Muchas gracias.

Mientras avanzaba por el largo corredor hasta las dependencias de la Secretaría de Estado, monseñor Mahoney oyó el concierto para clarinete de Mozart que atravesaba las puertas del despacho de Lienart e inundaba los pasillos colindantes.

El guardia suizo que vigilaba la estancia movió su alabarda a posición de firmes en señal de respeto hacia el alto miembro de la curia.

Al entrar en el despacho, Lienart hablaba con sor Ernestina sobre la salud del Sumo Pontífice.

– Está muy delicado, aunque parece que se va a recuperar de sus heridas. Debemos rezar por él -dijo el cardenal.

– Sí, eminencia, yo también le dedicaré mis oraciones al Santo Padre.

– Ahora, querida sor Ernestina, déjenos solos a monseñor Mahoney y a mí y cierre la puerta cuando salga. Debemos tratar asuntos importantes -ordenó Lienart.

Cuando se quedaron a solas en el amplio y luminoso despacho, Lienart se dirigió hacia el tocadiscos que tenía a su lado y levantó la aguja con cuidado.

– ¿Qué le trae por aquí, querido Mahoney? -le preguntó sin mirarle a la cara mientras introducía cuidadosamente el vinilo en su funda.

– He recibido noticias inquietantes del hermano Cornelius.

– ¿Qué me puede contar de los hermanos Cornelius y Pontius?

– El hermano Cornelius se encuentra en Ginebra vigilando la casa de ese griego, Vasilis Kalamatiano. Espera que en pocos días pueda tener alguna pista de esa joven, Afdera Brooks.

– Ordené al hermano Cornelius localizar a esa joven… Afdera Brooks. Consiguió encontrarla en Ginebra. Estaba visitando a ese traficante de antigüedades llamado Vasilis Kalamatiano. El hermano estuvo vigilando la casa y descubrió que se reunía allí con otro hombre…

– ¿Quién era ese otro hombre?

– Un tal Leonardo Colaiani, profesor de historia medieval en la Universidad de Florencia. Esa mujer, Colaiani y Kalamatiano estuvieron reunidos hasta altas horas de la madrugada. Por la mañana salieron sólo Colaiani y Brooks hacia el aeropuerto y cogieron un vuelo hacia Venecia. Desde hace días están metidos en la Biblioteca Marciana y en el Archivo de Estado de la Serenísima estudiando libros sobre San Pedro.

– Tal vez sólo desean conocer la palabra de nuestro primer Papa.

– No creo que sea eso, eminencia. Colaiani participó hace unos años junto a un estadounidense, un tal Charles Eolande, en la localización de un documento, envuelto entre la realidad y la leyenda, conocido como la carta de Eliezer. Según parece, en esa carta un hombre o un familiar cercano a Judas Iscariote pudo dejar escritas las últimas palabras del apóstol antes de morir.

– ¿No estaba eso reflejado en el libro hereje que tenemos ahora en nuestro poder?

– Renard Aguilar, el director de la Fundación Helsing, me aseguró que al libro se le habían arrancado varias páginas a propósito y que en diversas partes del texto aparecía el nombre de Eliezer en diferentes páginas. Sólo dice que es una persona cercana al maestro, a Judas, pero no da más pistas. Colaiani y Eolande, con el apoyo financiero de Kalamatiano, intentaron descubrir el lugar en dónde se escondía esa supuesta carta.

– ¿No cree usted que exista? -preguntó Lienart a su secretario.

– No puedo asegurarlo, pero lo extraño es que esa joven, Afdera Brooks, cediese tan rápidamente la propiedad del libro a la Funda ción Helsing. Eso debería hacernos pensar en que tal vez, y digo sólo tal vez, esa mujer descubrió con alguna ayuda exterior algo más importante que el libro hereje en sí. Tal vez deberíamos mantener la vigilancia del Círculo en torno a ella.

– Asegúrese de que no haya sorpresas.

– Delo por hecho, eminencia. Estoy trabajando para asegurarme de ello.

– Y ahora puedo informarle de que ya me he ocupado de atar un cabo importante que nos había quedado…, digámoslo así…, suelto.

– ¿A qué se refiere, eminencia?

– Nuestro amigo Delmer Wu ha pasado a mejor vida. Ese oriental debe de estar ya con su Buda, si es que le han permitido entrar en su paraíso. Yo tan sólo le he dado un pequeño empujoncito.

– Pero esta misión no la ha llevado a cabo ningún hermano del Círculo Octogonus…

– Lo sé, querido secretario, lo sé. Pero a veces es necesario tener otras opciones. Siempre he dicho que es bueno empezar haciendo lo posible y así, de pronto, uno se encuentra haciendo lo imposible. Eso es lo que he hecho en el caso de nuestro querido amigo Delmer Wu. Se había convertido en un ser que albergaba mucho rencor hacia nosotros por lo que le hicimos a esa prostituta oriental de su esposa. Eso le hizo muy peligroso para nuestro Círculo y por esta razón he ordenado que pasase a mejor vida.

– ¿Quién llevó a cabo la misión?

– Querido monseñor, sólo es útil el conocimiento que nos hace mejores. A veces es mejor el desconocimiento que nos hace sabios. Manténgase así.

– ¿Qué más cabos cree usted que deberíamos atar?

– Sin duda, ese tal profesor Colaiani, ese pirata griego llamado Kalamatiano y esa joven, Afdera Brooks, siempre y cuando siga metiéndose en lo que no le incumbe.

– ¿Quiere que dé alguna orden concreta a los hermanos Alvarado, Pontius y Cornelius?

– El hermano Cornelius debe mantenerse cerca de esa joven e informarnos de cada uno de sus movimientos. Que no la pierda de vista. Los hermanos Alvarado y Pontius tienen que estar preparados para ser las herramientas de Dios, para atar los cabos que queden sueltos, pero no antes de que sepamos lo que traman esa joven, Colaiani y Kalamatiano.

– Muy bien, eminencia, daré órdenes a los hermanos Alvarado y Pontius para que estén preparados.

– Querido secretario, el día elegido para mí está cada vez más cerca y no debemos cometer ningún error.

– No se cometerá ningún error. Se lo prometo, eminencia -aseguró Mahoney con una pequeña reverencia para besar el anillo cardenalicio de Lienart.

Cuando salía del despacho, Mahoney volvió a cruzarse con sor Ernestina y con un hombre de aspecto cansado al que no reconoció.

– Eminencia, está aquí el señor Foscati -anunció la religiosa.

– Dígale que pase y que no nos moleste nadie.

– Así se hará, eminencia.

Giorgio Foscati mostraba un aspecto desaliñado, con barba de varios días y bajo sus ojos colgaban unas pequeñas bolsa que mostraban el agotamiento por el que estaba pasando últimamente.

– Necesito su ayuda, eminencia -suplicó el periodista.

– ¿A qué se refiere? ¿En qué podría yo ayudarle?

– Mi hija, eminencia, mi hija.

– ¿Su hija?

– Alguien se la llevó cuando regresaba del colegio a casa andando y no hemos vuelto a saber nada de ella. Necesito su ayuda para localizarla.

– ¿Habló usted con alguien sobre ese turco que atentó contra Su Santidad?

– No, eminencia. Hice lo que usted me dijo. No hablé con nadie de ello. ¿Cree usted que la desaparición de mi hija podría estar relacionada con ese sobre que entregué?

– Puede ser, pero la cuestión es que haré todo lo que esté en mi mano para que su hija regrese con ustedes, sus padres.

– Se lo agradecería mucho. Mi esposa hace días que no puede dormir y yo no hago más que buscar ayuda, pero, al parecer, nadie quiere saber nada del asunto. Mi hija es ciudadana italiana, pero yo trabajo para el Vaticano. Tal vez las autoridades italianas no quieren saber nada del asunto debido a que mi hija desapareció en suelo de la Santa Sede.

– No se preocupe, mi fiel Foscati. Haré todo lo posible para conseguir alguna pista sobre su hija Daniela. Hablaré de este asunto en la próxima reunión del Comité de Seguridad, y ahora, si me disculpa, tengo deberes que cumplir. Ya sabe que desde que dispararon contra el Santo Padre, mis tareas como secretario de Estado se han duplicado.

– De acuerdo, eminencia, pero sólo le pido que por favor haga usted algo por nuestra hija -volvió a suplicar el periodista mientras Lienart le acompañaba a la salida de su despacho.

– No se preocupe usted mucho. Ya sabe cómo son los jóvenes de hoy. Estoy seguro de que su hija Daniela estará con otros chicos de su edad y aparecerá en cualquier momento.

August Lienart observó como Giorgio Foscati, el cabo suelto de la conspiración, el peón del gran juego de ajedrez, se alejaba por el pasillo con la cabeza baja, arrastrando los pies.


***

Venecia

– ¿Cuándo regresas a Venecia? -preguntó Afdera-. Tengo muchas cosas que contarte.

– Acabo de reunirme en Roma con enviados del gobierno de Damasco. Hemos estado cerrando las fechas en las que tendré que viajar a Siria para ponerme manos a la obra con la traducción de esos rollos en arameo. Espero que en un mes o dos me den el visto bueno y pueda viajar a Damasco -respondió Max.

– Tengo ganas de verte y lo sabes.

– Sí, lo sé. Yo también tengo ganas de verte.

– Sí, pero tú por razones diferentes a las mías -protestó Afdera.

– No empieces con eso. Ya sabes a lo que me dedico. Me gustaría estrecharte entre mis brazos, pero sabes que no puedo. No puedo violar mis votos sacerdotales.

– ¡A la mierda tus votos! Sólo quiero verte, que estés junto a mí.

– Sabes que no es posible. Te aseguro que si no hubiese tomado los votos, serías la persona con la que me gustaría pasar el resto de mi vida.

– Perdóname que te grite, Max, pero llevo unos días bastante nerviosa. Me gustaría que estuvieses aquí en Venecia.

– Puedo ir mañana mismo si me necesitas -propuso Max.

– Estoy ya en la etapa final de mi investigación y creo que en unos días podría descubrir algo importante.

– ¿En qué punto estás ahora?

– Ya sabes que conseguí descifrar la frase en rúnico que se encuentra en el lomo del león del Arsenale. Con Leonardo Colaiani…

– ¿Has vuelto a verle?

– Me lo encontré en casa de Vasilis Kalamatiano en Ginebra.

– Ten cuidado. Es un tipo peligroso. No me fío de él.

– Yo no lo creo. No creo que sea peligroso, aunque sí poco de fiar. Está ahora en Venecia como una especie de vigilante de los intereses de Kalamatiano. Lo que hemos descubierto es que existe en Venecia un trono de piedra que usó San Pedro a su paso por Antioquía. Creemos que en ese trono se esconde una nueva clave que nos llevará hasta la carta de Eliezer.

– ¿Cómo estás tan segura?

– Por las pistas que nos hemos ido encontrando hasta ahora. Al parecer, la frase del león se refería a una estrella que ilumina el trono de la iglesia, y puede que ese trono al que se refiere sea el que está en Venecia.

– ¿Dónde se encuentra ese supuesto trono de Pedro? -preguntó Max, interesado.

– En una iglesia de Venecia, en la isla de San Pietro di Castello. Tenemos previsto ir esta misma noche.

– No lo hagas hasta que yo no llegue. No quiero que vayas sola con ese tipo. Lo arreglaré para poder estar mañana en Venecia. Sólo prométeme que me esperarás para entrar en esa iglesia.

– De acuerdo, te esperaré hasta mañana, pero no más tiempo. Necesito encontrar alguna nueva pista del lugar en donde supuestamente se esconde la carta de Eliezer y no quiero estar esperándote durante meses hasta que vuelvas a dar señales de vida -le advirtió Afdera.

– De acuerdo. Te prometo que mañana mismo estaré en Venecia y te acompañaré a ver esa iglesia. Por cierto, ¿tienes permisos?

– ¿Y quién necesita permisos en Venecia, querido Max? Estamos en Italia.

– Acabaremos todos muertos o en prisión, pero bueno, te acompañaré mañana por la noche. Hoy quédate en casa. Cuando llegue mañana a Venecia, te llamaré.

– ¿Te quedarás a dormir en la Ca' d'Oro?

– Puedo resistirlo todo excepto la tentación, así que prefiero dormir en el Palace Bellini. Reservaré una habitación.

– Pues tú te lo pierdes, pero ya sabes lo que dicen, Max. Un beso puede llevarte a caer en la tentación, y aunque caer es un pecado, por lo menos lo disfrutarías -dijo Afdera, sonriendo.

– Buenas noches, preciosa. Mañana te veré en Venecia.

– Buenas noches, Max. Te quiero.

Cuando Afdera pronunció las últimas palabras, Max había cortado ya la comunicación y no llegó a oírlas.

Sobre las once de la mañana sonó la campana en la Ca' d'Qro. Rosa salió por el patio interior y abrió el portalón.

– Hola, Rosa, ¿cómo está?

– Muy bien, estoy muy contenta de verle, señorito Max.

– Yo también me alegro de verla.

– ¿Ha desayunado?

– Sólo un café.

– Déjeme que le prepare un buen desayuno veneciano mientras le digo a la señorita Afdera que está usted aquí.

Subió con Rosa dos pisos hasta la balconada desde la que se divisaba el Gran Canal, con los vaporetti navegando de un lado a otro, cargados de turistas rumbo a San Marcos.

Mientras leía las noticias que llegaban desde el Vaticano sobre la salud del Sumo Pontífice, pudo oír a su espalda los pasos de Afdera bajando las escaleras rápidamente.

– Hola, bandido -saludó Afdera, lanzándose en sus brazos.

– Yo también te quiero -respondió Max, riendo.

– ¿Cuándo has llegado?

– Esta madrugada, pero estaba tan agotado que decidí darme una ducha y meterme en la cama. Cuéntame, ¿qué tal estás?

– Muy bien…, pero que muy bien. Ya me ves -dijo Afdera, abriéndose la bata y mostrando su cuerpo a través de un camisón casi transparente.

– Anda, ven, siéntate aquí y no me tortures más.

Durante horas, Afdera relató a Max su reunión en Noruega con la profesora Strømnes, su encuentro con Kalamatiano y las pistas encontradas en el león del Arsenale que la habían llevado hasta el trono de Pedro en la isla de San Pietro di Castello.

– ¡Quiero ir esta misma noche! -exclamó Afdera-. No quiero esperar más.

– ¿Por qué no lo hacemos como es debido y pedimos permisos al Patriarcado de Venecia? Estoy seguro de que para una investigación así nos los concederían.

– ¿Estás loco? Hay un grupo que está matando a todos los que han estado en contacto con el libro de Judas. ¿Y si fuera un grupo dirigido desde el propio Vaticano?

– Eso no podemos saberlo. El patriarca, el cardenal Hans Mühler, es muy amigo de mi tío y estoy seguro de que aceptaría de buen grado darnos los permisos para entrar en la basílica.

– No quiero arriesgarme. ¿Podrías asegurarme que ese grupo de asesinos del octógono no son enviados desde el Vaticano? Si me lo aseguras, estoy dispuesta a acompañarte al Patriarcado y pedir los permisos. Si no me lo aseguras ahora mismo, lo haré a mi manera, tanto si me ayudas como si no.

– Está bien. Hagámoslo a tu manera -sentenció Max.

– Esta noche a las nueve nos veremos aquí, en la Ca' d'Oro, e iremos juntos hasta la isla de San Pietro. Antes de ir, podemos cenar algo en Alla Vedova.

– ¿Y Colaiani?

– Es mejor que se quede aquí, esperándonos. Lo más seguro es que sea una carga y contigo tengo suficiente.

– De acuerdo, nos vemos a las nueve -respondió Max, levantándose para dirigirse hacia la salida.

– ¿Quieres que le diga a Rosa que te acompañe?

– No hace falta. Conozco la salida -afirmó Max mientras besaba a Afdera en la frente.

La noche cayó sobre la ciudad de los canales. Max había llegado ya al restaurante y estaba apoyado en la barra hablando con Mirella Doni, la propietaria.

– ¿Es que piensas quitármelo? -dijo Afdera nada más entrar.

– Me gustaría, pero no podría hacerle caso con la cantidad de trabajo que tenemos en el restaurante -respondió Mirella, tras dar un largo sorbo a una copa de vino blanco.

Max reparó en el bolso en bandolera de color verde que llevaba Afdera.

– ¿Llevas ahí la pistola y la ganzúa?

– He cogido dos linternas, un cuaderno de papel cebolla, lápices le punta blanda, una Polaroid con flash y dos botellas de agua. Espero que tú traigas las metralletas -dijo Afdera.

– Traigo un crucifijo para que nos proteja. Ya me imagino esposado por la policía y teniendo que llamar a mi tío para que pague la fianza por colarme en una iglesia cerrada por restauración.

– Está bien que lleves el crucifijo, así podrás golpear a cualquiera que nos ataque.

– No seas irreverente.

– Perdona, era una broma.

Al salir del restaurante, las calles estaban casi desiertas, sólo había algún turista ocasional.

Afdera y Max caminaron por las estrechas calles, atravesando puentes y canales, en dirección a la plaza de San Marcos. Antes de entrar en los soportales de la histórica plaza, Max se detuvo al oír los pasos de alguien que les seguía. De repente, se giró, pero el sonido de los pasos también se detuvo.

– Puede que sean turistas -sugirió Afdera.

– Puede ser, pero debemos ir con cuidado.

Tras atravesar la plaza, continuaron por la Riva degli Schiavoni, la Riva de San Biagio y la Via Giuseppe Garibaldi hasta alcanzar el puente de Quintavalle, que une San Pietro con Venecia. La isla, antaño ocupada por una fortaleza, fue uno de los primeros asentamientos venecianos.

Desde el puente de madera se contemplaban a ambos lados las viejas atarazanas, con innumerables embarcaciones amarradas a la orilla. Tan sólo unas pequeñas bombillas iluminaban la explanada y el torcido campanario presentaba un aspecto fantasmagórico. A su lado se levantaba la iglesia. Su origen se remontaba al siglo VII y había sido la catedral de la ciudad hasta que en 1807 San Marcos ocupó su lugar.

La basílica de San Pietro estaba cubierta de andamios y enormes lonas a lo largo su fachada. Max comprobó la puerta principal.

– Está cerrada -informó-. Tendremos que rodear la iglesia para encontrar una entrada. Déjame una linterna.

– De acuerdo, te sigo -dijo Afdera mientras intentaba oír entre los sonidos de las embarcaciones golpeando contra el muelle a causa de la marea.

Caminaron a través de los arbustos que rodeaban el edificio y Max encontró una pequeña puerta en la zona norte. Un candado sujetaba una gruesa cadena que rodeaba el cerrojo. Afdera extrajo de su bolsa una ganzúa y la introdujo en el candado. En pocos segundos, éste saltó y la cadena cayó al suelo.

– Recuérdame que no te lleve nunca al Vaticano conmigo -susurró Max.

El interior estaba en penumbras. Sólo la luz de una bombilla iluminaba la iglesia.

– ¿Sabes que en la Primera Guerra Mundial cayó una bomba dentro que destrozó la cúpula?

– Prefiero que me cuentes cuándo vamos a salir de aquí. No me gustaría estar todavía aquí encerrado cuando lleguen los obreros -respondió Max mientras con el haz de luz de su linterna intentaba encontrar el famoso trono de San Pedro.

– Ahí está, Max -señaló Afdera-. Ésa debe de ser la silla.

Max levantó la linterna e iluminó el cuadro pintado por Marco Basalto en el siglo XV en el que aparecía San Pedro sentado en el trono de piedra rodeado por cuatro santos: Nicolás, Andrés, Jacobo y Antonio. Justo a los pies del cuadro se encontraba la silla sagrada rodeada de un cordón rojo. Debido a las labores de restauración, el trono estaba cubierto de plásticos.

Afdera sacó una navaja multiusos y se dispuso a cortar el plástico protector para dejar la silla al aire.

– Mira, en un lado tiene una especie de cavidad -advirtió Max-. Tal vez en el interior haya algo escondido.

– ¿Puedes extraer la piedra?

– Necesitaría una palanca, pero si tiro de ella, podría romper el trono.

– Espera -dijo Afdera, sujetando a Max por el brazo-. La frase decía: Encuentra la estrella que ilumina el trono de la iglesia y te llevará hasta la tumba del verdadero. La estrella que ilumina el trono de la iglesia…

– ¿A qué puede referirse?

– Mira el respaldo del trono. Aquí tienes la estrella que ilumina el trono de la iglesia -señaló Afdera mirando con atención el respaldo de la silla.

– Estaba ante nuestros ojos y no lo veíamos.

– Así es. Max, pásame el cuaderno de papel cebolla. Quiero calcar las inscripciones del respaldo para estudiarlas con Colaiani. Tal vez nos proporcionen alguna nueva pista.

Afdera colocó cuidadosamente el papel sobre el respaldo y calcó las inscripciones árabes.

– ¿Crees que el respaldo puede ser de la época? -preguntó Max.

– Estoy segura. Parece la típica estela funeraria de estilo arábigo-musulmán del siglo XIII. Lo más seguro es que los cruzados que acompañaron a Phillipe de Fratens dejaran la pista al descubierto. Si caía en manos de los infieles, nada como introducir una clave en una estela funeraria musulmana a la vista de todos. Eran más inteligentes de lo que pensábamos.

– ¿Qué pueden significar esas inscripciones?

– No lo sé, Max, pero Colaiani tal vez lo sepa o conozca a alguien que pueda decírnoslo. En cuanto acabe, nos largamos de aquí pitando, pero antes déjame que haga unas fotografías con la Polaroid para tener una imagen más clara de las inscripciones.

Mientras Afdera se dedicaba a disparar su cámara con flash, una y otra vez, Max escuchó un ruido cerca de la puerta por donde habían accedido al interior.

– ¡Date prisa, maldita sea!

– ¡Caray, pensé que los curas jamás maldecíais! -dijo Afdera entre risas, recogiendo todo el material y guardándolo en el bolso.

– Sólo maldecimos cuando alguien nos mete en una iglesia cerrada con candados.

Cuando Afdera se disponía a franquear la pequeña puerta de madera, unas poderosas manos la agarraron por los hombros y la arrojaron contra un contenedor de escombros. De repente, notó un fuerte golpe en la cabeza y perdió el conocimiento. Antes de perderlo definitivamente, pudo ver cómo Max luchaba contra un hombre de gran tamaño que se movía con dificultad ante la agilidad de su oponente. Después, nada, la oscuridad.

Horas después, el fuerte dolor de cabeza le hizo lanzar un gemido.

– ¿Dónde estoy?

– Has resucitado otra vez.

La joven reconoció enseguida la voz de su hermana Assal.

– ¿Dónde está Max?

– Estoy aquí. No te preocupes. Ese tipo no ha llegado a matarme, pero por poco.

– ¿Qué ha pasado?

– Cuando salíamos de la iglesia, nos atacó un tipo que tenía la fuerza de mil demonios -dijo Max, santiguándose-. Te empujó tan violentamente que te diste con la cabeza en un contenedor de escombros. Al quedar tú fuera de combate, el tipo puso su mirada en mí y se lanzó al ataque. Luchamos, me golpeó con una mano que parecía una maza de hierro, pero tuve suerte. En plena oscuridad conseguí alcanzar un palo y le pegué con tanta fuerza que pensé que le dejaría desorientado durante un tiempo, pero cuando fui a ver cómo estabas, el tipo volvió a atacarme con la cabeza sangrando. Esta vez le golpeé con una piedra en la cara. Eso fue suficiente para dejarle fuera de combate durante un tiempo para poder huir.

– ¿Lo mataste? -preguntó Assal, sorprendida.

– La verdad es que no me preocupé de ver si tenía pulso. Preferí ocuparme de tu hermana y salir de allí cuanto antes.

– Debemos estar atentos a las noticias. Si la radio no dice nada, es que ese individuo está vivo -dijo Sam.

– Tal vez fuese un tipo de ésos del octógono que nos está siguiendo.

– Puede que tengas razón, Afdera. Desde que salimos del restaurante tuve la sensación de que alguien nos seguía, pero no acerté a ver a nadie. Debería haber adoptado mayores precauciones, y mucho más estando contigo.

– No te preocupes, Max. Estoy bien, aunque con un fuerte dolor de cabeza que se me pasará pronto. Ahora, tenemos que intentar saber qué significan las inscripciones en árabe que hemos copiado del respaldo del trono. Llama a Leonardo Colaiani y dile que necesitamos que venga a la Ca' d'Oro. Es mejor que le contemos lo que ha pasado. Tal vez él esté en peligro, al igual que nosotros.

– Le llamaré yo mañana -intervino Sam-. Estoy de acuerdo con Afdera en que es mejor que nos concentremos todos en un mismo lugar, aquí en la Ca' d'Oro, así esos tipos no podrán atacarnos a ninguno. Pero ahora es mejor que intentemos dormir un poco. Ya es muy tarde y ha sido un día muy duro.

– De acuerdo -dijo Afdera-. Rosa, prepara una habitación para Max. Esta noche se queda con nosotros.

– Muy bien, señorita. Prepararé la habitación de invitados.

– Te acompañaré a tu habitación, Max.

– Muy bien, adelante -dijo mientras ascendían por las escaleras hasta la segunda planta del palacio.

Cuando llegaron a la puerta, Rosa salía ya con unas toallas en la mano.

– Le he puesto toallas limpias en su baño, señorito Max.

– Muchas gracias, Rosa. Buenas noches -dijo antes de cerrar la puerta.

– Abriré la ventana para que se airee un poco la habitación. Mi hermana y yo llevamos demasiado tiempo sin recibir invitados -dijo Afdera.

Cuando se giró hacia Max vio que tenía un hilillo de sangre seca detrás de la oreja.

– Estás herido.

– No es nada. Ese tipo me golpeó con algo duro en la cabeza -respondió mientras se tocaba la zona de la herida.

– Déjame que te lo limpie. Quítate la camisa. La tienes manchada de sangre. Rosa te la lavará mañana para que la tengas limpia -ordenó Afdera mientras entraba en el baño y regresaba con una palangana con agua caliente y una toalla limpia.

La joven comenzó a lavar la herida, acercando su cuerpo cada vez más a la espalda de Max. Éste sintió el pecho de Afdera apoyado en su espalda y cómo se aceleraba la respiración de la joven.

– Déjame que te mire también la frente. Tienes una pequeña brecha sobre la ceja.

En ese instante las manos de Max comenzaron a recorrer su cuerpo, desde las piernas hasta las nalgas. Afdera acercó sus labios a los de Max y empezaron a besarse apasionadamente.

– Te amo, te amo, te amo, Afdera -alcanzó a decir Max. De pronto se alejó bruscamente de ella, se vistió y abandonó la habitación. Afdera podía haberlo retenido con una sola palabra, pero prefirió no hacerlo. Quizá al rescatarla de las garras de aquel tipo en la iglesia de San Pietro se había olvidado momentáneamente de su condición sacerdotal y por eso había estado a punto de entregarse a ella.

A la mañana siguiente Afdera se levantó con un fuerte dolor de cabeza, pero con suficientes ganas y ánimo como para seguir trabajando en la traducción de la inscripción que aparecía en la estela funeraria.

Cuando bajó a la terraza ya estaban desayunando Assal, Sam y Colaiani.

– Buenos días a todos -saludó.

– Buenos días, hermanita. ¿Cómo te encuentras?

– Como si anoche me hubiera bebido treinta martinis. Tengo la cabeza que me va a explotar.

– ¿Cuándo quiere que nos pongamos a trabajar con la inscripción en árabe? -preguntó el medievalista-. Conozco a un tipo en Venecia, Stefano Pisani, un historiador que trabaja en el Museo Naval, capaz de traducir ese texto.

– De acuerdo. Llámelo mientras me tomo un café bien cargado, seis aspirinas, me doy una ducha y me visto. Necesitamos saber cuanto antes qué dice esa inscripción si queremos encontrar alguna pista nueva de la carta de Eliezer. Bajaré en unos minutos -dijo Afdera dirigiéndose a las escaleras para subirlas rápidamente.

Al entrar en la habitación pudo sentir aún el olor de Max. «¿Adónde habrá ido?», se preguntó.

Media hora después se reunía en la entrada del palacio con Colaiani y su hermana Assal.

– ¿Es que tú no vienes? -preguntó a Sam.

– No, muchas gracias. Ya he tenido bastante con mi aventura en Aspen. Prefiero esperaros aquí y que me contéis lo que descubráis.

– De acuerdo. Espéranos y comemos juntos -dijo Assal, besándole en la mejilla.

Las dos hermanas y el medievalista se dirigieron hacia el Museo Naval, en la Riva de San Biagio. Dos imponentes anclas montaban guardia en la entrada. En su interior se exponían armas, objetos, maquetas, divisas, blasones, estandartes y embarcaciones originales que hacían volar la imaginación hacia los mares de todo el mundo y de todas las épocas.

Stefano Pisani les esperaba en la entrada. Era un gran experto en materia naval y uno de los más importantes coleccionistas de forcolas, la pieza donde se apoya el remo en las góndolas. Se trataba de un hombre delgado, con una barba corta ligeramente descuidada y ojos vivaces.

– Hola, ¿cómo estás, querido amigo? -saludó Colaiani a Pisani-. Te presento a Afdera y Assal Brooks, nietas de Crescentia Brooks.

– ¿Cómo están? Es un placer. Conocí a su abuela en una conferencia, creo que fue en Marsella hace diez años, en donde se hablaba del expolio de pecios y la venta ilegal de piezas extraídas de los fondos marinos. Ya me dirán qué es eso del trono de San Pedro -pidió el historiador-. Pero antes deben admirar el Bucintoro.

Ante los tres visitantes apareció la joya del museo. El Bucintoro era la espléndida y magnífica nave recubierta de oro en la que, el día de la Ascensión, el dux de la República de Venecia contraía matrimonio con el mar, acompañado por centenares de embarcaciones de todas clases que la seguían en una especie de desfile naval.

– Es una buena copia del siglo XIX -dijo Pisani-. El original fue quemado por orden de Napoleón cuando sus tropas ocuparon Venecia. Para Napoleón, el Bucintoro representaba el orgullo de los venecianos y por eso ordenó su destrucción. Pensaba que, al destruirlo, el orgullo veneciano quedaría reducido a cenizas, pero no fue así.

Afdera se fijó en un hermoso cañón ametrallador chino expuesto justo en la primera sala.

– Es de la guerra de los bóxers de 1900 -explicó Pisani-. Lo trajo a Venecia y después lo donó al museo un famoso marinero llamado Corto Maltés. Al parecer, mató a muchos chinos con él cuando intentaba seguir un tren cargado de oro por Shanghai, Manchuria y Siberia.

El conservador llevó a sus tres visitantes a lo largo de interminables pasillos y galerías cubiertas de objetos navales hasta un gran despacho con ventanales al Arsenale. Afdera fijó su vista en uno de los leones y sonrió por los juegos del destino.

El despacho de Pisani parecía más un camarote de un galeón del siglo XVIII que una oficina en pleno siglo XX. Globos terráqueos, astrolabios, cartas de navegación y retratos de capitanes venecianos de la escuela de Tintoretto decoraban el despacho.

– Siéntense en esta mesa. Aquí estaremos más cómodos -propuso el conservador-. Me estoy volviendo loco con las fundaciones. Necesito dinero para una investigación que deseo llevar a cabo en aguas de Alejandría, pero las fundaciones italianas afirman que para eso no tienen dinero. ¡Increíble! Pero bueno, cuéntenme, ¿qué les ha traído aquí?

Afdera tomó la palabra. Le explicó brevemente a Pisani que su abuela le había dejado en herencia el libro de Judas y le puso al tanto de los pasos que habían dado.

– El libro fue restaurado y traducido por una fundación de Berna. Su traducción nos llevó a una serie de pistas sobre una posible carta escrita por un discípulo de Judas…

– ¿Se refiere a Judas Iscariote, el apóstol traidor?

– Tal vez podríamos demostrar que Judas no fue tan traidor como se piensa o como la historia oficial de la Iglesia católica nos ha hecho creer.

– ¿Y dónde entro yo en su historia?

– Descubrimos una pista en una estela funeraria musulmana del siglo XIII. Esa pista podría llevarnos hasta algún punto que nos permita acercarnos a ese documento del discípulo de Judas y para eso le necesitamos. Me gustaría que nos tradujera el texto árabe que aparece en la estela. Colaiani me ha dicho que es usted un experto.

– Estudié durante años filología árabe y me especialicé en lenguas y culturas mediterráneas para poder leer las cartas y tratados de navegación escritos por los grandes navegantes árabes de los siglos VIII al XIV, con el desarrollo del astrolabio. La verdad es que tengo el árabe un poco oxidado, pero podría intentarlo. Aunque el árabe que se utiliza ahora no es el mismo que el de hace siete siglos.

Afdera sacó de su bandolera las páginas de papel cebolla que había copiado la noche anterior en la basílica de San Pietro. En la Ca' d'Oro las había unido como si fueran piezas de un enorme puzle y la estela apareció ante los ojos de Pisani a su escala real. La joven sacó también las fotografías que había hecho al respaldo del trono de piedra.

– Interesante, verdaderamente interesante -dijo el conservador, observando las líneas que conformaban los caracteres árabes a través de una gran lupa.

– ¿Cree que podría traducirlo? -preguntó Afdera, impaciente.

– Supongo que sí, o por lo menos podría darles una traducción muy aproximada.

– Con eso nos bastaría. ¿Cuándo podrá tenerla?

– Calculo que si me pongo ya con ello, mañana mismo podría estar lista. -De repente, el conservador levantó la vista hacia Afdera y Colaiani y preguntó-: ¿Qué ganaría yo con ello?

– ¿Una donación para el museo? ¿La financiación para algún trabajo de investigación, digamos… en Alejandría? -dijo Afdera.

El rostro de Stefano Pisani se iluminó repentinamente.

– Mañana mismo tendrá su traducción. Se lo prometo -aseguró.

– Vaya, me gusta oír eso. Veo cada vez más cerca la llegada de una importante cantidad de dinero para un trabajo de investigación en Alejandría -prometió Afdera.

Cuando los tres visitantes se encontraban ya en la calle, Assal no paraba de reír.

– ¿De qué te ríes?

– De la poca vergüenza que tienes prometiendo dinero a ese hombre para un trabajo de investigación.

– Querida hermanita, con el dinero sucede lo mismo que con el papel higiénico: cuando se necesita, se necesita urgentemente. Está claro que Pisani lo necesita con urgencia. No te preocupes. Sam se ocupará de todo y, al fin y al cabo, nos lo desgravaremos del fisco como donación artística.

– Piensas en todo, querida Afdera -dijo Assal sin parar de reír.

A poca distancia de ellos, alguien les seguía.

«No dejaré que me pase a mí lo mismo que al hermano Pontius en su lucha contra esa mujer», pensó el hermano Cornelius mientras observaba a Colaiani, a Assal y a Afdera, que se dirigían hacia la Ca' d'Oro.

El Círculo Octogonus no iba a renunciar a su presa tan fácilmente.

Загрузка...