Aspen, Colorado
La ciudad estadounidense de Aspen se levanta sobre una antigua ciudad minera que creció en 1879 durante la fiebre de la plata desatada a lo largo del río Colorado. Se encuentra rodeada de altas y escarpadas montañas: al norte, por la montaña Roja; al este, por la de los Contrabandistas y, al sur, por el monte Aspen. Pasó de ser un centro espiritual de mil cien habitantes en los años sesenta a convertirse en una ciudad de cinco mil dos décadas después.
Aquel lugar apartado que atrajo a gentes como John Denver o Hunter S. Thompson se transformó en uno de los parajes más exclusivos de esquí para millonarios y jovencitas esculturales en busca de marido. Actores como Michael Douglas, Don Johnson, Jack Nicholson y millonarios como Harold Ross, fundador del The New Yorker, algún príncipe saudí y los Brooks, los abuelos de Afdera y Assal, adquirieron mansiones formidables en la zona.
Para Sampson Hamilton, la nieve no era un inconveniente, al fin y al cabo se había educado en Suiza y Austria, países que permanecían con nieve durante más de ocho meses al año. En el pequeño aeropuerto Sardy Field, a cinco kilómetros al norte de la ciudad, el abogado alquiló un todoterreno con tracción en las cuatro ruedas.
La carretera desde el aeropuerto a la ciudad era bastante escarpada y rodeada de amplios y limpios paisajes. Aquello le recordaba a ciertos parajes de Suiza. Un amplio cartel con la leyenda Bienvenido a Aspen indicó a Sampson que se acercaba al centro urbano. Las máquinas quitanieves habían hecho bien su trabajo.
Desde su despacho de Ginebra, había hecho una reserva en el Hotel Little Nell, en el 675 de East Durant Avenue. Al entrar en Aspen, Sampson divisó un vehículo policial con un agente que intentaba regular el tráfico.
– Oficial, ¿podría decirme cómo llegar hasta el Hotel Little Nell?
– Sí, señor. Siga usted por la calle principal hasta llegar a South Hunter. Allí gire a la derecha y al final de la calle encontrará el hotel -le indicó el oficial.
Minutos después, el todoterreno llegaba al establecimiento. Por el nombre, el abogado pensó en los típicos refugios alpinos con escasas comodidades, pero el Little Nell era todo un hotel de lujo, con un buen bar inglés en la planta baja.
Al llegar a su habitación, Sampson cogió el teléfono y marcó el número del Departamento de Policía de Aspen.
– Departamento de Policía, ¿dígame? -dijo la telefonista.
– Quisiera hablar con el detective Winkerton. Dígale que soy Sampson Hamilton. Le llamé desde Suiza hace una semana.
– Espere un momento, por favor.
La música ambiental quedó interrumpida por la voz del detective.
– Soy el detective Winkerton, ¿con quién hablo?
– No sé si se acuerda de mí. Soy Sampson Hamilton, abogado de la familia Brooks. Le llamé desde Ginebra, en Suiza…
– Sí, ya sé dónde está Ginebra. ¿Qué desea de mí?
– Me interesaba recabar información sobre un accidente sucedido hace ya bastantes años aquí, en Aspen. Me gustaría que nos viésemos en la comisaría y así se lo puedo explicar. De todas formas, querría saber si guardan ustedes los informes de accidentes de esa época.
– Sí, pero en un almacén que pertenece a la alcaldía. Los accidentes eran controlados entonces por el Servicio de Parques de Estados Unidos, porque la mayor parte ocurría en sus zonas de control, como bosques o montañas. Si el accidente era en carretera, lo registraba e investigaba el Departamento de Policía de Aspen. Hasta hace diez años, los informes se hacían a mano y quedaban archivados en carpetas con un número de registro. Después de esa fecha, se hacían a máquina y se quedaba una copia en un registro que compartimos con el Departamento del Sheriff del condado de Pitkin.
– ¿Podría acceder al informe del accidente de los padres de mi clienta?
– No pretenderá demandarnos.
– No, nada de eso. Necesito leer el informe del accidente de los padres de mi clienta. Nada más.
– Voy a almorzar en el Old Saybrook, en el número 2 de la calle principal. Si quiere, comemos juntos y le acompaño después a la comisaría -propuso Winkerton.
– Muy bien. Deme unos minutos y nos vemos allí.
El Old Saybrook era el típico restaurante de estación de esquí. Cabezas de alce colgadas y un gran oso grizzly disecado sobre las puertas de los lavabos, paredes decoradas con alfombras tejidas por alguna tribu de indios y un bar muy animado con jovencitas luciendo monos de vivos colores.
Nada más entrar, una mujer con un menú en la mano se acercó a Sampson.
– ¿Desea una mesa?
– No, estoy buscando al detective Winkerton.
– Está en aquella mesa del fondo.
Tom Winkerton era un policía experto en robos y homicidios de la ciudad de Denver. Se había curtido en sus calles hasta que un incidente con su compañero le obligó a refugiarse en un lugar tranquilo como Aspen.
– Yo estaba en Denver en robo y homicidios cuando sucedió el accidente al que usted se refiere. ¿Por qué tiene tanto interés en un accidente ocurrido hace casi dos décadas?
– Porque mi clienta cree que pudo ser un crimen y no un accidente.
– El último asesinato que vivimos en Aspen fue hace nueve años. Unos jovencitos de buena familia decidieron violar y matar a una adolescente de diecisiete años de Ohio. Desde entonces no hemos vuelto a tener un asesinato en esta ciudad -dijo el oficial.
– Me alegra oír eso, pero no vengo a interrogarle a usted, ni nada semejante -respondió Sampson-. Sólo vengo a pedir información sobre el accidente que ya le he comentado. Murieron dos personas: John Huxley y Genoveva Brooks.
– ¿Brooks? ¿De la millonaria familia Brooks?
– Exacto. Al parecer, el caso se cerró como un accidente.
– ¿Y usted cree que no lo fue?
– Sólo deseo confirmarlo para la tranquilidad de mi clienta.
– De acuerdo, en cuanto nos comamos un buen filete y nos bebamos una cerveza bien fría, iremos a la comisaría a buscar el informe. En cualquier caso, le recomiendo que hable también con el sheriff Garrison, del Departamento del Sheriff del condado de Pitkin. Él trabajaba ya en el departamento en aquellos años.
– ¿Por qué debería hablar con él?
– Sencillamente porque el accidente ocurrió en su jurisdicción y no en la del Departamento de Policía de Aspen. Aunque nosotros lo tengamos archivado como accidente, estoy seguro de que fueron ellos quienes lo investigaron.
– Muy bien. ¿Le importaría llamarle y preguntarle si me puedo reunir con él? Se lo agradecería mucho.
– No se preocupe. Lo haré en cuanto llegue a mi despacho.
Tras una buena comida, los dos hombres se dirigieron hacia el cuartel general de la policía de Aspen. El despacho de Winkerton estaba decorado con placas de honor, medallas enmarcadas y su retrato oficial con el uniforme del Cuerpo de Marines de Estados Unidos.
– Vietnam -explicó el detective-. Estuve seis años en las junglas de Asia matando a jodidos charlies.
– ¿Por qué dejó Denver y se vino aquí?
– Mi compañero y yo estábamos patrullando en la zona norte de la ciudad cuando recibimos un aviso. Mi compañero entró en un callejón persiguiendo a un tipo, mientras yo me quedé en el coche patrulla pidiendo refuerzos. Sonó un disparo y mi compañero cayó abatido. Entré en el callejón y disparé contra un bulto que llevaba un arma en la mano. El tipo que mató a mi compañero era tan sólo un niño de trece años que le había robado el arma a su padre. Entonces decidí que lo único que deseaba investigar eran robos de esquís y por eso estoy en Aspen.
– Dios mío…
– Y ahora que yo le he contado mi vida, ¿puede usted decirme por qué tiene su clienta tanto interés en estudiar el accidente de sus padres veinte años después?
– Mi clienta tiene la sospecha de que la muerte de sus padres no fue accidental, sino que fueron asesinados. Me gustaría comprobarlo leyendo el informe. Ha habido varios casos de asesinato en Egipto y Suiza relacionados con un objeto y mi clienta cree que, tal vez, ese objeto y la muerte de sus padres pueden estar relacionados.
– Déjeme buscar el informe.
Winkerton comenzó a buscar en el grueso libro de registro que tenía sobre la mesa.
– ¡Aquí está! -exclamó mientras cogía un papel y un lápiz para apuntar el número de caso-. El A-2013317/63. Ahora hay que localizar el informe.
– ¿Cómo podría hacerlo?
– No se preocupe, le ayudaré a localizarlo.
Winkerton descubrió que el informe estaba guardado en la sección de archivos policiales en la alcaldía de la ciudad.
– Helen, necesito encontrar el informe número A-2013317/63. Debe de estar en alguna de las cajas que se trasladaron a vuestros archivos hace tiempo.
– ¡Han pasado veinte años desde entonces! ¿Cómo quieres que lo localicemos? -protestó la funcionaría.
– Lo necesito para una investigación.
– Pues te recomiendo que si lo necesitas rápidamente, vengas aquí y lo busques tú mismo.
– De acuerdo, ahora mismo voy -respondió Winkerton.
Colgó el teléfono, agarró la chaqueta y salió del cuartel general junto a Sampson, rumbo al edificio municipal. Minutos después, el policía y el abogado se encontraban en un limpio sótano rebosante de cajas bien apiladas y etiquetadas.
– Usted busque por ese lado -ordenó Winkerton.
– Esta caja está etiquetada con la letra R.
– Eso son robos. Tiene que buscar en las cajas etiquetadas con la letra A, de accidente, con referencia del año 1963. Debe de estar por aquí…
Tras desmontar varias cajas, el detective Winkerton dio un grito de alegría para llamar la atención de Sampson.
– Aquí está la caja -dijo, depositándola en el suelo y rompiendo los precintos con la llave de su coche-. Déjeme buscar… Aquí está. Caso A-2013317/63. Huxley, John y Brooks, Genoveva. Accidente.
– Déjeme verlo -pidió el abogado.
– Espere, antes tenemos que volver a colocar todo en su sitio. Si no, Helen nos matará.
Ya en la calle, Sampson le pidió el informe a Winkerton.
– De acuerdo. Me fío de usted, pero devuélvamelo mañana. Es ilegal que le permita ver ese informe sin una orden judicial, así que no le diga a nadie que se lo he dejado.
– Muchas gracias, Winkerton. No sabe cómo le agradezco su ayuda.
– No me lo agradezca e invíteme a comer antes de irse de la ciudad.
– Se lo prometo -dijo el abogado.
En la soledad de su habitación, Sampson se quitó los zapatos y se dispuso a leer la documentación del accidente en el que habían perdido la vida los padres de Afdera y Assal.
En la primera página aparecía el informe realizado por los dos especialistas del servicio de rescate de montaña que recuperaron ambos cuerpos. Sampson tomó nota del lugar: cara norte de Clark Peak, diez kilómetros al oeste de Pitkin, y continuó leyendo. Las siguientes páginas eran partes del servicio de rescate y un informe del primer sanitario que llegó hasta el cuerpo de Genoveva Brooks.
En otra de las páginas aparecía un dibujo realizado a mano y dos cruces. Sampson supuso enseguida que sería la ubicación en la que fueron hallados los dos cuerpos. Tras dar un sorbo de bourbon, el abogado continuó leyendo.
En las siguientes cuatro páginas, de color verde y con el escudo del Aspen Valley Hospital, se detallaban las heridas encontradas en los cuerpos de John Huxley y Genoveva Brooks. El médico que firmaba el informe destacaba que Huxley tenía una profunda herida en el cuello, posiblemente provocada por la violenta caída. La madre de Afdera y Assal tenía las uñas rotas y algunas de ellas arrancadas. Posiblemente porque intentó agarrarse a la roca para evitar la caída.
Sampson buscó el informe policial para saber si se descubrió piel humana bajo las uñas, a causa de una posible lucha, pero el informe del forense no hacía ninguna referencia al respecto.
Mientras daba un gran sorbo a su vaso, vio a través del cristal un grueso sobre amarillo que estaba incluido dentro del informe y rodeado de una goma elástica. Lo abrió, extendiendo sobre la cama diversas fotografías en blanco y negro.
Eran fotos del lugar del suceso, de los dos cuerpos en la morgue de la ciudad, del extremo de una cuerda y de los objetos personales que llevaban John Huxley y Genoveva Brooks durante la escalada en la que perdieron la vida.
Al principio, Sampson miró las imágenes sin darles mayor importancia, hasta que una de ellas le llamó la atención.
La fotografía mostraba sobre una mesa blanca una mochila vacía, una cantimplora, varios mosquetones amontonados, un jersey de color rojo, un guante, un gorro, unas botas de clavos, unas llaves, una linterna, una pistola de señales, una cámara fotográfica abollada y un pequeño objeto de color blanco que Sampson no pudo distinguir a primera vista y que parecía un simple pañuelo bordado.
El abogado intentó identificarlo sin mucho resultado, así que cogió el vaso de bourbon, lo vació de un solo trago y tiró el hielo en la papelera. A continuación secó el vaso con una toalla del baño y lo colocó a modo de lupa sobre la fotografía. Allí estaba: un octógono de tela.
Deseaba revelar a Afdera lo que había descubierto, pero antes necesitaba confirmar varios detalles del cada vez más sospechoso accidente de sus padres. Aún debía decidir si compartiría aquel descubrimiento con Winkerton.
Después de beberse casi media botella de bourbon, el abogado llamó a Venecia para dejar su teléfono de contacto a Afdera. Después trató de dormir, dado que intentaría entrevistarse con el sheriff Garrison y tal vez obtuviera más información sobre el caso. Buscaría una buena tienda de fotografía para hacer unas copias y una ampliación de algunas una de las imágenes antes de devolver el informe al Departamento de Policía de Aspen.
El sonido del teléfono en la habitación interrumpió el sueño del abogado.
– ¿Sí?
– Hola, Sam, soy Afdera. ¿Qué has averiguado?
– ¿Cómo estás? -preguntó el abogado, intentando recomponerse.
– Muy bien. Esperando que me digas qué has descubierto.
– Por ahora no puedo decirte nada. Ayer pasé todo el día con un detective del Departamento de Policía de Aspen. Hoy tengo previsto visitar al sheriff del condado de Pitkin y, si puedo, el lugar donde ocurrió el accidente de tus padres. Creo que voy a tener que contratar un guía. Al parecer, el accidente sucedió en un lugar llamado Clark Peak. Espero poder llamarte esta misma noche y darte más información.
– ¿Has tenido acceso al informe del accidente?
– Me imagino que hoy por la mañana podré verlo. Estate tranquila, te llamaré en cuanto tenga algo. No te preocupes -mintió Sampson, evitando dar alguna pista a Afdera sobre lo descubierto.
– ¿No me preguntas por Assal?
– ¡Oh, sí! ¿Qué tal está?
– Preocupada. Dice que haces viajes misteriosos cada vez que hablas conmigo. Te echa de menos.
– Lo sé, yo también la echo de menos. Dile que en pocos días estaré de regreso en Venecia.
– Muy bien, Sam. Cuídate mucho y tenme al tanto de lo que vayas descubriendo.
– Así lo haré, descuida. Adiós, Afdera, hasta esta noche -se despidió el abogado.
Tras un suculento desayuno, Sampson se dispuso a buscar una tienda de fotografía. En recepción le dieron la dirección de Aspen Photoshop, en la avenida Hopkins. Quería hacer unas copias y ampliaciones de las fotografías de los objetos antes de devolver el informe, y estaba seguro de que en pocas horas Winkerton se lo reclamaría.
La Aspen Photoshop era como cualquier otra tienda de revelados de cualquier lugar del mundo. Fotografías de gran tamaño de paisajes, esquiadores, pavos asados y jóvenes esculturales en bikini y con botas de esquiar decoraban las paredes.
– Buenos días, soy Tom. ¿En qué puedo ayudarle? -dijo el jovencito con acné al otro lado del mostrador.
– Buenos días. Tengo unas fotografías en blanco y negro y necesito hacer copias y una ampliación de una parte de una de las fotografías.
– No son de muy buena calidad, pero lo intentaré -dijo el encargado, mirando la foto con un cuentahílos-. Tendré las copias en una hora, la ampliación nos llevará un poco más de tiempo.
– De acuerdo. Me tomaré un café y esperaré. ¿Dónde podría contratar un guía por aquí?
– ¿Adónde quiere ir?
– Quiero acercarme esta tarde a Clark Peak.
– Pregunte enfrente, en el bar de Johnsie. Allí suelen ir bastantes guías de la zona a beber y a buscar clientes. Estoy seguro de que a esta hora encontrará alguno.
El bar de Johnsie pertenecía a Johnson Clarkwood, antiguo campeón estadounidense de esquí. Tras la barra se mezclaban trofeos de esquí olímpico con publicidad de Budweisser y Coca-Cola y botellas de bourbon. Una fotografía de los años setenta mostraba a Clarkwood junto a un español que conquistó la medalla de oro en la Olim piada de Sapporo.
Al entrar en el local, sus pasos hacían un extraño ruido al pisar las cáscaras de cacahuetes que inundaban el suelo.
– ¿Tienen café? -preguntó Sampson.
– ¿Cómo lo quiere?
– Negro y muy cargado -respondió, observando a la camarera-. ¿Conoce algún guía que pueda llevarme hasta Clark Peak?
– Hoy es un día complicado, hay muchos turistas. Si se pasa esta tarde a primera hora, tal vez alguno se deje caer por aquí y pueda contratarlo.
– ¿Cuánto me costaría?
– Si es sólo guiarle hasta Clark Peak, calculo que unos doscientos dólares. Si quiere entrar en la zona de peñascos, échele otros doscientos o trescientos más.
Casi una hora después, tras tomarse varios cafés, Sampson se marchó del bar. Nada más salir se percató de que un hombre que había estado sentado en una mesa del fondo lo había seguido hasta la calle.
– Perdone que le moleste. Soy Ralph Abbot -se presentó el desconocido-. Le he oído hablar con Sally, la camarera.
– Sí, así es. ¿Qué desea?
– Creo que está buscando un guía para ir a Clark Peak. Yo podría llevarlo hasta allí si no le importa hacer el viaje junto a otro turista. Es un montañero alemán. Quiere escalar la ladera del Capítol Peak en unos días, cuando mejore el tiempo, y antes quiere estudiar la zona. Como les voy a acompañar a los dos, ¿le podría llevar por trescientos dólares?
– De acuerdo, me parece perfecto.
– ¿Dónde quiere que nos veamos?
– Podríamos vernos en la oficina del sheriff de Pitkin. Voy a estar allí y creo que Clark Peak está cerca.
– Sí, está a menos de diez kilómetros al sur de Pitkin -confirmó Abbot.
– Si le parece, le espero sobre las tres de la tarde.
– Allí estaré -respondió.
Una vez solucionada la cuestión del guía, Sampson cruzó la calle nuevamente para dirigirse hacia la tienda de fotografía.
– Tenemos ya sus copias -dijo el empleado de la tienda-. La ampliación ha salido con demasiado grano y hemos tenido que bajar la calidad para poder dejar lo más clara posible la imagen que quería usted destacar, pero creo que ha quedado bien.
– Sí, ha quedado muy, muy bien -corroboró el abogado entre dientes mientras con un cuentahilos observaba el octógono de tela que aparecía en primer plano. Estaba claro que los asesinos que seguían de cerca a Afdera se habían acercado mucho más a sus padres hacía veinte años.
La siguiente parada sería la ciudad de Pitkin, situada a pocos kilómetros al norte de Aspen. Sampson Hamilton había quedado con el sheriff Garrison.
El todoterreno redujo la velocidad al observar su conductor a una patrulla del Departamento del Sheriff escondida tras la valla de bienvenida. Había quedado con Garrison en el Cirque Bar & Grill, en Daly Lane. Al entrar en el local, una joven veinteañera vestida con un disfraz de campesina se acercó a él.
– ¿Desea usted una mesa?
– No. He quedado con el sheriff Garrison.
– ¡Oh, sí! Está sentado allí -dijo la joven, señalando una mesa al fondo de la sala. Un hombre alto, vestido con un uniforme en el que destacaba una placa dorada, estaba echando la bronca a tres adolescentes que se encontraban firmes ante él.
– ¿Sheriff Garrison?
– Sí, soy yo. Espere un momento a que termine con estos tres gamberros.
Garrison era el típico sheriff de una comunidad pequeña que se ha pasado toda su vida profesional en las carreteras y montañas que rodeaban Pitkin. Hacía veinte años, era tan sólo un joven agente que creía firmemente en el lema de la policía: «Servir y proteger». Ahora, ya más entrado en años, aquellas palabras muchas veces le sonaban un poco huecas.
– Si quiere, ya podemos hablar -propuso Garrison.
– No sé si el detective Winkerton le ha explicado el motivo de mi visita.
– Me dijo que era usted abogado, que había vertido desde Europa y que estaba investigando para una clienta un accidente sucedido hace casi veinte años.
– Sí, así es.
– ¿Y qué desea saber?
– En 1963 fallecieron en un extraño accidente John Huxley y su esposa, Genoveva Brooks. Al parecer, ambos salieron a escalar en la zona de Clark Peak y no regresaron vivos. Necesito saber qué ocurrió.
– Recuerdo aquel caso porque ese día estaba atendiendo un accidente en la carretera de Snowmass Creek. Cuando me llamó Winkerton, revisé los archivos del departamento y leí las incidencias de ese día. En el informe a mi superior, escribí que recibí la primera llamada sobre las seis de la tarde, después de que alguien llamase al Departamento del Sheriff para dar el aviso.
– ¿Recuerda el nombre de la persona que llamó?
– No, pero creo que eran dos campistas que habían visto a las víctimas caminando por un sendero cercano a Clark Peak junto a un guía.
– ¿Iban con un guía?
– ¡Claro! A nadie en su sano juicio se le ocurriría penetrar en las gargantas de Clark Peak sin un guía. Déjeme decirle algo: hace pocos años, un grupo de jóvenes entró en esa zona de bosques y se perdieron. Estuvimos nueve días buscándoles hasta que los encontramos, absolutamente desorientados y hambrientos. Si no se tiene experiencia, es mejor ir con un guía.
– Sí, pero John Huxley y Genoveva Brooks tenían experiencia en escalada de alta montaña -apuntó Sampson-. ¿No le parece extraño que fuesen unos campistas quienes diesen la alerta y no su guía?
– Sí, es cierto… Ahora que lo dice, recuerdo que aquello le llamó la atención al sheriff Bradlee, pero no sé por qué, no se investigó -afirmó Garrison.
– Tengo aquí una fotografía y necesito que me diga por qué se hizo -dijo el abogado, poniendo sobre la mesa la imagen de la cuerda.
– Viendo esta imagen lo más seguro es que al agente que llevó a cabo la investigación del accidente le llamara la atención el extremo de la cuerda.
– ¿Por qué es tan especial?
– Si se fija usted en el extremo, la cuerda aparece con pequeños hilos, todos ellos del mismo tamaño. Lo más seguro es que esa cuerda fuese cortada.
– ¿Y no pudo ser que se hubiese roto por el roce con la piedra?
– Se ve que usted no es escalador. Para que una cuerda sea aceptada para escalada debe antes haber sido homologada por organismos especializados. Por ejemplo, el alma y la camisa deben tener unas medidas de resistencia especiales.
– ¿Qué es eso?
– El alma es lo que va por dentro de la cuerda, es la responsable del ochenta y cinco por ciento de la resistencia. La camisa es lo que va por fuera, lo que vemos; sirve, sobre todo, para proteger el alma. Si usted mira con atención la imagen, verá que los flecos que quedan, tanto del alma como de la camisa, son del mismo tamaño; por tanto, lo más seguro es que haya sido cortada con algo afilado. Si, por el contrario, el corte hubiese sido provocado por el filo de una roca, los flecos serían desiguales. Como si hubiese sido deshilachada -aseguró el sheriff Garrison.
– ¿Podría haberse roto por sí sola?
– Sí, es posible, pero no creo que a sus clientes les sucediese eso. Sencillamente, porque las cuerdas que se rompen son siempre de montañeros jóvenes que vuelven a utilizar una vez tras otra las mismas cuerdas sin contar con la abrasión o el desgaste.
– ¿Podría el peso de dos personas haber provocado la rotura de la cuerda?
– Como le digo, todo es posible, aunque poco probable. Esa cuerda de la fotografía es dinámica, es decir, permite un estiramiento. Las estáticas o semiestáticas son cuerdas que no se recomiendan para la escalada.
– ¿Por qué? ¿Qué diferencia hay?
– Muy sencillo. Se lo explicaré: no sirven para asegurar a alguien que pueda caer desde un plano que se encuentre por encima del punto de aseguramiento, no pueden absorber la energía que se produce en una caída.
– ¿Cree que eso fue lo que les pasó a John Huxley y Genoveva Brooks?
– Es posible, aunque sin ver el informe del forense es difícil de asegurar.
– ¿Cree que alguien pudo cortar la cuerda de la que colgaban John y Genoveva?
– Es probable.
– ¿En qué porcentaje de probabilidad?
– En un noventa por ciento, tal vez un noventa y cinco.
– Veamos, mi pregunta es la siguiente: ¿por qué no se investigó como un posible homicidio y sí como un accidente?
– Le contaré algo, abogado. Hace veinte años, entre el Departamento de Policía de Aspen y el Departamento del Sheriff del condado de Pitkin éramos tan sólo veintidós agentes para una población estable cercana a los cuatro mil habitantes, más otros ocho mil en época de esquí. Por tanto, tocaba un agente por cada quinientos cuarenta y cinco habitantes. Los oficiales de policía de aquel entonces hacíamos de todo: desde reparar piernas rotas de excursionistas a poner multas de carretera por exceso de velocidad, regular el tráfico e incluso funcionábamos como policía antidisturbios los sábados por la noche para evitar el gamberrismo de los borrachos en ciudades separadas por decenas de kilómetros de carreteras llenas de nieve. Como ve, no es nada fácil investigar un hecho así.
– No estoy criticando a su departamento, pero sí me sorprende que a nadie se le pasara por la cabeza que, con estas sencillas pruebas, podría haber sido un homicidio en lugar de un accidente de montaña -afirmó Sampson algo molesto.
– No había tiempo ni personal para investigar.
– ¿Podría hablar con el sheriff Bradlee?
– Lo dudo. Murió hace siete años.
– ¿Y con algún agente que acudiese al lugar del supuesto accidente?
– No queda nadie más que yo de aquella época.
– ¿Quién era el guía de John Huxley y Genoveva Brooks?
– No lo sé. Nunca se le interrogó.
– Muchas gracias, sheriff, no tengo más preguntas que hacerle. Le agradezco mucho su ayuda.
– ¿Qué va a hacer ahora? ¿Piensa regresar a Europa?
– No, antes quiero darme una vuelta por Clark Peak, el lugar donde encontraron los cuerpos. Tal vez eso me dé una pista.
– ¿Piensa ir solo hasta allí?
– No, he contratado en el bar de Johnsie, en Aspen, a un guía llamado Ralph Abbot o algo parecido. He quedado aquí con él.
– ¡Qué raro! Conozco a la mayor parte de los guías de esta zona y ese tal Abbot no me suena. Tal vez haya venido para la temporada desde Crawford, la ciudad al otro lado del Capítol Peak. Allí hay menos turistas y los guías prefieren acercarse a Aspen para cazar algún visitante.
– Bueno, sheriff, ya es hora de marcharme. Quiero darle las gracias por todo y por sus informaciones. Por lo menos me voy a Europa con una idea más clara de lo que sucedió aquel día de 1963 -dijo Sampson, estrechando la mano del sheriff.
Al salir del local, un viento frío azotaba Pitkin. Al final de la calle, Sampson divisó un todoterreno rojo abollado con las luces de emergencia encendidas. Pudo distinguir la figura de Abbot al volante y al escalador alemán sentado en el asiento de atrás.
– Le estábamos esperando. ¿Todo bien? -preguntó el guía.
– Todo bien.
El todoterreno ascendió en dirección a Mount Daly durante varios kilómetros hasta que finalmente se detuvo.
– Muy bien, aquí termina el camino -indicó el guía-. Desde aquí debemos continuar a pie.
Durante todo el trayecto el alemán había permanecido en silencio o respondiendo a Sampson con monosílabos. Sí y no eran sus únicas respuestas. Al abogado le llamó la atención que el escalador dijese haber nacido en Dresde y no conociese las minas de lignito situadas a pocos kilómetros al oeste de la ciudad. El escalador eludió dar más explicaciones a Sampson y permaneció en silencio el resto del trayecto.
Los tres hombres comenzaron a ascender en fila india. Primero el guía y después Sampson, seguido por el escalador alemán. Unos pocos kilómetros más allá comenzaron a divisar los primeros peñascos cercanos a Clark Peak.
Abbot ascendió rápidamente y con agilidad el primer peñasco mientras colocaba puntos de seguridad para los dos hombres que le seguían en la cordada. En pocos minutos, los tres se encontraban a unos cien metros de altura.
– Debemos escalar esta segunda pared. Ahora, subiré yo primero y después usted -indicó el guía al alemán-. Usted será el tercero -dijo señalando a Sampson-. Es muy fácil. Sólo tienen que asegurarse la cuerda de seguridad como les he enseñado y agarrarse a la pared.
Abbot y el alemán subieron con bastante rapidez, dejando a Sampson el último. Cuando el abogado apoyó su mano en el filo de la roca, el alemán se adelantó y pisó con su bota la mano de Sampson, provocándole un grito de dolor.
Mientras el dolor se hacía cada vez más insoportable, el guía alargó su mano para intentar alcanzar el mosquetón que sujetaba a Sampson a la cuerda de seguridad y soltarle.
El padre Demetrius Ferrell continuaba aprisionando la mano del abogado mientras Sampson luchaba con el padre Osmund. Si el asesino del Octogonus deseaba liberarle del mosquetón iba a tener antes que soltarse él mismo de su seguridad.
Sampson notaba ya cómo la sangre procedente de sus dedos rotos comenzaba a correrle por las muñecas, pero Ferrell no estaba dispuesto a soltar su presa. En un momento, el abogado pudo ver cómo Osmund, el segundo asesino, se soltaba de su mosquetón de seguridad.
Con un rápido movimiento y con la mano que mantenía aún libre, agarró por la cazadora a Osmund y tiró de él hacia sí. El padre Osmund quedó con los pies colgando en el vacío, a quinientos metros de altura.
– Si quieres que tu amigo sobreviva, ayúdame a subir -gritó Sampson a Ferrell, sin darse cuenta de que Osmund había comenzado a recitar algo en latín.
– De duobus malis minus est semper eligendum, siempre es mejor escoger el menor de los males.
Al finalizar la frase, el padre Osmund dio un fuerte tirón para soltarse de la mano de Sampson y dejarse caer al vacío. Los dos hombres vieron cómo el cuerpo de Osmund caía sin remedio, golpeando y rebotando en los salientes de la roca hasta estrellarse en el fondo.
Sólo sujeto por la bota del padre Ferrell, el abogado sintió que las fuerzas le abandonaban. Había llegado su hora y sin duda aceptó su destino. Desesperanzado, intentó alcanzar con la mano libre un saliente de la roca húmeda. Cuando su vida había comenzado a pasar ante sus ojos, incluido el rostro de su querida Assal, un sonido seco procedente del fondo del valle rompió el profundo silencio.
Sampson notó cómo el pie de Demetrius Ferrell reducía su presión sobre los dedos rotos de su mano y su cuerpo caía justo al borde del precipicio con un orificio en el cráneo. Alguien le había disparado con un rifle de caza.
Poco tiempo después, un helicóptero del Servicio de Rescate de Montaña evacuaba hacia el Aspen Valley Hospital a un Sampson inconsciente. Por la noche, el abogado, aún bajo los efectos de la anestesia, comenzó a recuperar la consciencia.
– Hola, sheriff.
– Hola, abogado -respondió Garrison.
– Le debo la vida. Si usted no hubiese disparado a aquel tipo, ahora estaría en el fondo del valle.
– Dele las gracias a mi puntería, a mi Winchester y a la lata que me daba mi padre para que aprendiese a disparar. Esas tres cosas le han salvado la vida.
– Muchas gracias, sheriff -dijo Sampson antes de volver a quedarse dormido por efecto de la anestesia.
El informe final del Departamento del Sheriff del condado de Pitkin demostraba que los dos hombres muertos en Clark Peak habían intentado asesinar al abogado.
El forense del Departamento de Policía de Aspen no consiguió extraer huellas de ninguno de los dos cadáveres. Ambos tenían cicatrices en los dedos, como si hubieran querido arrancarse las yemas. Se pidió colaboración al FBI en Washington para su identificación, sin resultado positivo. Los cadáveres de los padres Demetrius Ferrell y Lazarus Osmund permanecieron en el depósito de cadáveres de Aspen a la espera de que alguien los reclamase.
Ciudad del Vaticano
Sobre Roma soplaba un viento sahariano que daba al cielo un aspecto de neblina. Aquel viento confirmaba la creencia de los italianos de que ese fenómeno volvía loca a la gente y solía acarrear desgracias. Aun así, miles de personas seguían llegando poco a poco a la plaza de San Pedro, para poder ver de cerca al Sumo Pontífice. Unos cincuenta mil creyentes iban congregándose junto a las vallas de seguridad dejando oír su voz. Ése era el día elegido por el Santo Padre para acercarse a sus fieles. Ese día, un turco llamado Ali Agca destacaría entre todos aquellos visitantes.
A poca distancia de allí se desarrollaba una conversación telefónica.
– Fructum pro fructo -dijo el padre Pontius.
– Silentium pro silentio -respondió Mahoney.
– Le llamo, monseñor, para informarle de que los hermanos Osmund y Ferrell no han llamado para comunicarme mi próxima misión después de Chicago.
– Es extraño. ¿Está seguro de que ninguno de los dos ha telefoneado a la misión de San Jorge?
– Estoy en la misión de San Jorge, en Chicago, desde hace tres días y no he tenido noticias de ellos. Quizá les ha pasado algo y no han podido llevar a cabo la misión encomendada.
– Debemos tranquilizarnos y tener paciencia. El padre Ferrell es un hermano muy disciplinado y tal vez todavía no ha llevado a buen término su misión.
– ¿Quiere que viaje a Aspen para saber qué ha ocurrido? -propuso el padre Pontius.
– No. No haga nada de eso. Permanezca en Chicago y cumpla usted con su misión como se le ha ordenado. Accesorium non ducit, sed sequitur iun principale, lo accesorio sigue la suerte de lo principal.
El tono de voz de monseñor Mahoney se tornó preocupado. El hermano Ferrell era un soldado muy metódico, como había demostrado en innumerables ocasiones; era el perfecto monje capuchino, entregado a Dios y a la causa del Círculo Octogonus.
– Espere instrucciones mías directamente. Me ocuparé de llamarle a San Jorge para darle las órdenes pertinentes. Mientras tanto, rece a Dios Nuestro Señor por el destino de los hermanos Ferrell y Osmund.
– Bien, monseñor, así lo haré -respondió Pontius justo antes de colgar.
Mahoney no pudo evitar pensar en lo peor. El padre Ferrell era demasiado disciplinado como para dejar de comunicarle el resultado de su misión. El secretario del cardenal Lienart estaba seguro de que algo había salido mal. Era necesario informar a su eminencia el cardenal August Lienart.
Mahoney utilizó el teléfono rojo de su mesa para comunicarse con el Secretario de Estado de la Santa Sede.
– ¿Eminencia? Soy monseñor Mahoney.
– Dígame, querido Mahoney. ¿Qué le hace utilizar el teléfono rojo para comunicarse conmigo? -preguntó Lienart.
– Necesito que me reciba cuanto antes. Creo que hemos perdido a dos hermanos en Aspen.
– No hable por teléfono. Venga usted inmediatamente a mi despacho. Haré que sor Ernestina no me pase ninguna llamada ni visita alguna. Preséntese ante mí en diez minutos.
justo diez minutos después, Mahoney tocaba con los nudillos la puerta del despacho del poderoso Lienart. Al otro lado podía oírse la obertura de Caballería ligera de Suppé.
– Adelante, adelante. Pase, monseñor Mahoney, y cierre la puerta -ordenó el secretario de Estado sin dejar de observar a los miles de personas que se reunían en el exterior.
Al entrar, Mahoney vio al cardenal Lienart de espaldas a la puerta fumando uno de sus famosos cigarros.
– ¿Y bien? ¿Cuál es el problema?
– Eminencia, creo que hemos perdido a dos de nuestros hermanos en la misión de Aspen.
– ¿Está comprobado?
– Aún no, pero el hermano Pontius ha llamado desde Chicago para informar que ni Osmund ni Ferrell se han puesto en contacto con él.
– Tal vez aún no han alcanzado su objetivo.
– Lo dudo. El hermano Ferrell tenía previsto llevar a cabo la misión hace unos días y me llamó justo el día antes para informarme de ello. Tal vez debiéramos preguntar a las autoridades para saber si les ha ocurrido algo a nuestros hermanos.
En ese momento Lienart se giró lanzando una mirada de furia a su secretario.
– No. De esa forma podríamos poner a la policía tras nuestro rastro. ¿Es que piensa llamarles para preguntarles si tienen en su depósito a dos miembros de nuestro Círculo? En estos momentos debemos mantener la calma y no cometer ningún error. Podríamos haber perdido a los hermanos Ferrell, Osmund y Lauretta, y no podemos continuar por ese camino. Tal vez tendría que haber dejado el Círculo bajo la dirección del padre Alvarado…
– Pero, eminencia… -balbuceó Mahoney.
– De hombres es equivocarse, de necios persistir en el error. Arregle la situación sin cometer más errores. Si vuelve a fallar, me veré obligado a enviarle a la nunciatura en Nairobi. Quizá le vendría bien alejarse un tiempo de la Santa Sede. A lo mejor tiene usted demasiadas presiones y necesita un descanso -sugirió el cardenal mirando directamente a los ojos de su secretario.
– No, eminencia. Seré capaz de solucionar el problema.
– Lo sé, querido Mahoney, lo sé. Sólo estaba probándole -dijo Lienart, obligando al obispo a levantarse del suelo, en donde permanecía de rodillas y con la cabeza agachada-. Ahora se sentará junto a mí y me informará de la situación en la que nos encontramos.
– Muy bien, eminencia, así lo haré.
Sentados en el sofá junto al ventanal que daba a la plaza de San Pedro, Mahoney comenzó a relatar a Lienart lo sucedido en Berna con los científicos y en Aspen con el abogado de Afdera Brooks.
– ¿Qué pasa con el libro hereje? -interrumpió Lienart.
– He hablado con Aguilar y creo que se guarda un as en la manga. Sabemos que ha finalizado la restauración del libro hereje, pero continúa asegurando que aún no ha terminado.
– ¿Y usted qué cree, monseñor?
– Creo que va a intentar engañarnos. La joven Brooks ha dejado ya el libro en manos de la Fundación Helsing, en manos de Aguilar, pero éste sigue afirmando que aún no lo tiene en su poder.
– ¿Y quién lo tiene?
– Dice que todavía está en poder de los científicos encargados de su restauración y traducción. Aguilar no sabe que tenemos conocimiento de que Hoffman, Hubert y Fessner ya no están entre nosotros.
– ¿Han abonado ya los diez millones de dólares por el libro hereje?
– Nuestra fuente en el banco suizo nos ha informado de que han hecho dos transacciones por valor de ocho y dos millones de dólares a diferentes cuentas. Estamos seguros de que Aguilar se ha apropiado de, al menos, dos millones de dólares del dinero entregado por Wu.
– La riqueza no cambia a las personas, querido Mahoney, tan sólo incrementa lo peor que hay en ellas, y en el caso de Aguilar, sucede así. Creo que sería bueno que enviase usted al padre Alvarado para que le haga una visita inesperada. Dígale al hermano Alvarado que use una de sus nobles artes para hacer hablar a Aguilar, pero que quiero que permanezca vivo mientras no nos revele dónde está el libro. Una vez que lo localicen, entonces el hermano Alvarado podrá finalizar su sagrada tarea para con ese traidor de Aguilar.
– ¿Qué hacemos una vez que localicemos el libro?
– Deberán entregármelo a mí para su posterior destrucción. Nadie más debe tener ese libro entre sus manos. Quiero que sea destruido y lo quiero ya. Haga todo lo que esté en su mano para llevar a buen término esta labor que le encomiendo.
– ¿Qué hacemos si Aguilar entrega el libro a Delmer Wu y éste se niega a dárselo a uno de nuestros enviados?
– Entonces, querido Mahoney, nos veremos obligados a golpear en el nombre de Dios a lo más querido del señor Wu: su esposa Claire, esa bella prostituta oriental que lo acompaña siempre a todas partes.
– ¿Debo informarle, eminencia, de los pasos que se darán?
– En estos momentos estoy demasiado ocupado como para preocuparme de este asunto. Necesito que haga usted su trabajo.
– Me han dicho que el Santo Padre está dejando muchos asuntos en manos del cardenal Guevara -aseguró Mahoney.
– Su Santidad tiene otros problemas a los que enfrentarse en estos momentos -dijo Lienart sin dejar de observar atentamente la plaza llena de gente-. El cardenal Guevara se ocupa cada vez más a menudo de asuntos propios de Su Santidad.
– ¿No es el cardenal Guevara el hombre del Opus Dei?
– Sí, ese guatemalteco inculto -afirmó Lienart, dando una profunda calada a su habano-. De cualquier forma, debemos estar preparados para lo que pueda ocurrir, y necesito que esté usted controlando lo que suceda con el Círculo. En estos momentos no podemos dejar nada al azar.
– ¿Qué significa eso…?
– Significa… -interrumpió el cardenal- que Su Santidad puede ver su final muy cercano. Tal vez fue un error apoyarle en el pasado cónclave, pero eso no volverá a suceder. No volveré a fiarme de un campesino del Este que ha prometido más de lo que ha dado. Si los miembros del colegio cardenalicio celebran un nuevo cónclave, esta vez será para elegir como Sumo Pontífice a un verdadero príncipe de la Iglesia.
– Sería fantástico que fuese usted el elegido -expresó monseñor Mahoney.
– Ah, querido Mahoney, bien puede haber puñalada sin alabanza, mas pocas veces hay alabanza sin puñalada, y aquí, en la Santa Sede, se es más hábil con lo segundo que con lo primero. Mi padre me dio un consejo que siempre he seguido al pie de la letra y que ahora voy a darle yo a usted: cuando alguien te lama las suelas de los zapatos, colócale el pie encima antes de que comience a morderte. Le aseguro que cuando se apague el Santo Padre, muchos de los que ahora lamen mis zapatos comenzarán a morderme para alcanzar algún voto en el próximo cónclave. Cuando se reúnen los aduladores, el demonio sale a comer.
– ¿Qué pasaría con el Círculo si fuese usted elegido Sumo Pontífice, eminencia?
– Ten más de lo que muestras y habla menos de lo que sabes, querido Mahoney. Hasta que ese momento llegue, deberemos estar atentos a lo que ocurra a nuestro alrededor, ya que una vez que se confirme la muerte del Santo Padre, comenzarán a producirse los primeros movimientos de algunos príncipes de la Iglesia por hacerse con algún voto antes de entrar en el cónclave. Necesitaré poner todas mis energías y mis pensamientos en ello, así que usted deberá dirigir el destino de nuestro Círculo mientras yo estoy ocupado en otros menesteres.
– ¿Tiene usted alguna posibilidad?
– Disfruta del día presente y fíate lo menos posible del mañana. Eso es ley para mí. Debo moverme en el día de hoy. Mañana, quién sabe realmente lo que nos deparará. Ahora, déjeme solo -indicó Lienart, dando una palmada en el hombro a su fiel secretario-, y no olvide lo que le he dicho. Debe usted arreglar el asunto que tenemos pendiente de ese libro hereje. Espero que lo solucione antes del cónclave. No me gustaría estar pensando bajo los frescos de Miguel Ángel en un libro hereje que usted dejó escapar.
– No se preocupe, eminencia. Haré todo lo posible para llevar a buen término la misión que me ha encomendado. A veces pienso, eminencia, que los hermanos Pontius, Alvarado, Cornelius y Reyes no podrán finalizar su misión.
– Lo maravilloso de nuestro Círculo y de sus hermanos es que cada uno de ellos es un fiel y devoto soldado que se hace bendecir e invocar solemnemente a Dios antes de lanzarse a exterminar a su prójimo. ¿No le parece curiosa esta circunstancia, querido Mahoney? Esta circunstancia le debe llevar a pensar de forma optimista y no pesimista, como hace usted siempre.
– Lo sé, eminencia, pero a veces las dudas me invaden.
– Ya sabe lo que dice el refrán, querido secretario: la bondad es simple, mientras que la maldad es múltiple. Consiga el libro y su carrera será cada vez más brillante en el futuro Vaticano. No me defraude.
– No le defraudaré, eminencia -aseguró monseñor Mahoney besando el anillo cardenalicio rodilla en tierra a un Lienart que no apartaba su vista de la plaza.
Pocos minutos antes, un joven alto, con el pelo corto y vestido con camisa blanca y chaqueta gris se mezclaba entre una fila de fieles que se acercaban al control de seguridad de una de las zonas en las que posiblemente se detendría el vehículo papal. Al pasar el control, ninguno de los funcionarios vaticanos reparó en aquel hombre que no dejaba de sonreír mientras mostraba un pase de seguridad de la Santa Sede que le había sido facilitado por un periodista a las órdenes de Lienart. Bajo su chaqueta portaba una Browning 9 mm. Por ser el día de fiesta con que la Iglesia católica celebraba la Aparición de la Virgen, la inmensa plaza de San Pedro, que se extiende ante la famosa basílica, se encontraba llena de gente queriendo ser bendecida por el Papa.
Sobre las cinco de la tarde, el Pontífice salió hacia el palacio Apostólico para celebrar la audiencia general semanal en la plaza.
Ésta comenzó puntualmente. Miles de personas se apiñaban en el círculo formado por la columnata de Bernini: doscientas sesenta y cuatro columnas coronadas por ciento sesenta y dos estatuas de santos.
Un deslumbrante vehículo blanco con los distintivos vaticanos en los laterales salió por la Puerta de Bronce con el Papa a bordo. Le seguían de cerca el jefe de seguridad del Vaticano, dos agentes vestidos con traje azul, dos agentes de la Entidad y, delante de ellos, cuatro miembros del cuerpo de la Guardia Suiza. Un camino artificial de vallas indicaba el recorrido al papamóvil.
A las cinco y dieciocho de la tarde y mientras el Papa sujetaba a una niña, sonó el primer disparo. Con las manos aferradas a la barra del papamóvil, comenzó a tambalearse. La bala que había disparado el títere de Lienart le había perforado el estómago y abierto graves heridas en el intestino delgado, el colon y el intestino grueso. El Santo Padre sabía que estaba herido debido al dolor insoportable que sufría en el estómago; mientras, intentaba con las manos detener la sangre que brotaba a borbotones por el pequeño orificio.
Sólo habían pasado unos segundos cuando sonó la segunda detonación. Esta vez la bala, dirigida a su pecho, le hirió misteriosamente la mano derecha. El conductor miró hacia atrás sin entender lo que había pasado, pero al volverse, su ayudante estaba ya sujetando la cabeza del Papa, que se había derrumbado en el asiento dejando bajo él un gran charco de sangre. Los miembros de su seguridad gritaban con las armas en la mano buscando al tirador, que había sido tragado por la multitud. Agca corrió en dirección al control de seguridad alejándose del lugar con el arma aún en la mano. En ese momento sintió cómo alguien le golpeaba las piernas haciéndolo caer. Era un agente de policía italiano que estaba en la plaza dando un paseo y que fue quien llevó a cabo la detención.
Varios agentes papales patearon y golpearon al magnicida turco antes de que fuera arrastrado hacia un camión celular, mientras el papamóvil se dirigía a toda velocidad hacia la Puerta de Bronce para que una ambulancia se hiciera cargo del Papa. Entre gritos, el vehículo se abría paso hacia la clínica Gemelli de Roma, la más próxima al Vaticano. Una vez en la zona quirúrgica de la novena planta, al Santo Padre se le cortó la sotana blanca dejando al descubierto una medalla de oro y una cruz manchadas de sangre. Curiosamente, la medalla estaba abollada debido al impacto de una de las balas. Según se dijo después, el proyectil le habría alcanzado el pecho de no ser por la medalla que desvió la bala y que en su recorrido afectó al dedo índice de la mano derecha del Papa.
Desde lo alto del Palacio Apostólico, el cardenal August Lienart observaba la escena impasible. Las primeras piezas del gran ajedrez habían sido movidas. Si aquel Papa campesino del Este moría en la mesa de operaciones, quizá habría llegado su momento de ocupar la Silla de Pedro. Desde ese mismo instante y como secretario de Estado Vaticano, Lienart sería el encargado de regir los destinos de la Santa Sede. El sonido del teléfono sacó a Lienart de sus pensamientos.
– Eminencia. Acaban de disparar contra Su Santidad -dijo la voz al otro lado de la línea.
– Todo está cumplido -respondió el secretario de Estado antes de colgar.
Venecia
Días después de los funerales por Sabine Hubert, Afdera decidió regresar a Venecia para reunirse con Max Kronauer y continuar con su investigación sobre el libro de Judas. Assal había conseguido localizar una valiosa información en los Archivos de Estado de la Serení sima.
– ¿Cuándo van a dar de alta a Sampson en el hospital de Aspen? -preguntó Afdera.
– He hablado con él y espera que se la den en un par de días. Entonces podrá volver. Me hubiera gustado ir a buscarle a Aspen, pero se ha negado.
– Bueno, ya sabes cómo es Sam, hermanita. Es demasiado suizo-alemán para verte llorar junto a él.
– Puede que tengas razón, pero jamás te perdonaré que lo hayas puesto en peligro. Espero que lo que haya descubierto en Aspen sea lo suficientemente importante como para que haya valido la pena haber arriesgado su vida.
– Si lo han intentado matar, estoy segura de que para ti y para mí ha valido la pena. Cuando Sam regrese a descansar a casa, podrá contarnos lo que ha descubierto. Le llamé ayer al hospital Aspen Valley y no quiso decirme nada. Me dijo que cuando estuviese en Venecia de vuelta hablaría con nosotras.
– Está muy misterioso.
– Tal vez haya descubierto algo importante de nuestro pasado.
– ¿A qué te refieres?
– Será mejor que esperemos a que vuelva Sam y nos lo cuente -dijo Afdera, dándole un beso en la cabeza a su hermana.
Las dos jóvenes se dirigieron, acompañadas de Max, a la biblioteca de la Ca' d'Oro, en la segunda planta del palacio. Assal se encaminó hacia una gran mesa en donde había extendido diversos documentos y fotografías.
– Acercaos, quiero enseñaros algo -les dijo Assal-. ¿Recuerdas que me pediste que buscase alguna pista del paso de soldados escandinavos por Venecia?
– Sí, ¿qué has descubierto?
– Pues descubrí una pista indirecta del paso de estas tropas. La verdad es que me tropecé con ella de una forma absolutamente casual. Cuando te lo cuente, vas a tener que agradecérmelo durante toda tu vida.
– ¿Quieres decírmelo ya?
– Siéntate y no te pongas nerviosa -ordenó Assal antes de comenzar con el relato de su descubrimiento-. Estuve rebuscando en los Archivos de la Serenísima. Silvia, la archivera, me debe muchos favores. Al principio no encontré nada, pero revisando la sección del archivo referente al siglo XVII, descubrí que uno de los cuatro leones que escoltan la entrada del Arsenale mostraba unas extrañas inscripciones. Fui a ver el león y copié algunos de los símbolos que aparecían en su lomo. Realmente no eran símbolos, sino letras…
– ¿En qué idioma estaba escrita esa inscripción?
– En rúnico, la escritura utilizada por los varegos. Después fui a la Biblioteca Marciana, al Palacio de los Dogos, y revisé la historia de ese león. Al parecer, esa figura protegía la entrada al puerto del Pireo, en Atenas. Fue traído a Venecia por Francesco Morosini, como trofeo de guerra, en 1692.
– ¿Y qué relación tiene ese león con los varegos que escoltaban al caballero cruzado Fratens? -interrumpió Max.
– Eres igual que mi hermana. Déjame que te lo explique. El león estaba a la entrada del puerto desde el siglo XI. Según parece, esa escultura era un símbolo para las tropas escandinavas que luchaban en Bizancio. Para ellos, el león era un símbolo de poder, fortaleza y lealtad. Puede que vuestros varegos, al pasar por el Pireo, dejaran grabado algún mensaje en lo que para ellos era o representaba el honor, el león que ahora se encuentra en el Arsenale.
– ¿Quieres decir que los soldados escandinavos del rey Luis de Francia que combatieron junto a él en la séptima cruzada dejaron un mensaje en ese león? -volvió a preguntar Kronauer.
– Así es. Lo que ellos no sabían es que ese león acabaría en Venecia siglos después. Lo más seguro es que grabasen un mensaje en el lomo de esa escultura para que quedase alguna pista sobre su paso y el del caballero cruzado por el Pireo.
– Kalamatiano me dijo que sus investigadores, Colaiani y Eolande, perdieron la pista histórica en Grecia, en el Pireo. ¡Puede que la clave siguiente fuese ese mensaje dejado por los varegos en el león del puerto del Pireo! -exclamó Afdera.
– ¿Por qué crees que se les ocurriría dejar un mensaje así en un león? Si se les ordenó proteger el documento de Eliezer, tal vez deberían haber evitado ese tipo de pistas -dijo Max.
– O quizá no querían que el documento se perdiese en el tiempo y por eso dejaron una pista, para que las generaciones futuras pudieran encontrarlo algún día.
– Puede ser, pero aún no sabemos qué reza esa inscripción, si es una pista para llegar hasta el documento de Eliezer o sencillamente se trata de un grafiti dejado por un noruego borracho durante unas vacaciones en Atenas.
– Deberíamos intentar conseguir una copia lo más exacta posible de los símbolos que aparecen grabados en el león del Arsenale -propuso Assal.
– ¿Y cómo quieres hacerlo? ¿Robando la escultura por la noche?
– No, tal vez pidiendo permiso a la Comuna de Venecia.
– ¿Crees que nos dejarán ir hasta el Arsenale, poner un papel sobre él y dibujar los símbolos?
– También está la opción de las fotografías. Podemos sacar fotos de cada uno de los símbolos. Así no tendremos que pedir permiso.
– Ésa sería una buena opción. Y luego, ¿qué hacemos con las fotografías? -preguntó Max.
– Buscaremos a alguien que sea capaz de interpretar esas inscripciones. Yo me encargo de ello. Llamaré a la Universidad de Tel Aviv y también a Ylan, el director del Museo Rockefeller de Jerusalén. Seguro que podrá ayudarme. Conoce a mucha gente del mundo académico -aseguró Afdera, mirando su reloj-. Incluso podría llamarlo ahora.
– Inténtalo. Mientras, yo llamaré a un amigo mío aficionado a la fotografía. Tal vez pueda ayudarnos con las fotos.
– ¿Cuánto puede tardar en tenerlas?
– Si las hace hoy, puede tenerlas esta misma tarde. Las revela él mismo.
– Bien, hermanita, dile a tu amigo que está contratado, pero que quiero las fotografías esta misma tarde a última hora. Voy a llamar a Ylan.
Unos minutos más tarde, Afdera conseguía hablar con Ylan Gershon.
– Hola, Ylan.
– Hola, preciosa. ¿Desde dónde me llamas?
– Desde Venecia. Necesito tu ayuda.
– Pídeme lo que quieras. Lo que quieras por tu abuela.
– Necesito que me recomiendes a alguien que pueda traducirme un texto en rúnico.
– ¿En rúnico? Eso ya no se habla desde hace siglos…
– Sí, lo sé, pero en Venecia hay una escultura con extraños símbolos rúnicos y necesito conocer su significado.
– La única persona capaz de traducir un texto en rúnico está en Noruega. Se llama Gudrum Strømnes y es profesora de lenguas escandinavas en la Universidad de Rogaland, a unos trescientos kilómetros al oeste de Oslo. La conocí en una conferencia internacional sobre lenguas en Tel Aviv. Estoy seguro de que ella puede ayudarte. Llámala de mi parte a la universidad. Dile, por cierto, que aún guardo el pañuelo bordado que me envió.
– Muchas gracias, Ylan, no sabes cómo te lo agradezco.
– Agradécemelo regresando a Jerusalén para trabajar conmigo. Ya sabes que en la Autoridad Israelí de Antigüedades habrá siempre un puesto para ti.
– Lo sé, Ylan, un beso muy fuerte y muchas gracias por tu ayuda, como siempre -dijo antes de colgar.
La siguiente llamada fue para la profesora noruega de lenguas.
– ¿Profesora Strømnes? -preguntó Afdera.
– Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
– Soy Afdera Brooks, amiga de Ylan Gershon. La llamo desde Ve-necia.
– ¿Qué tal está Ylan?
– Muy bien, aunque la verdad es que la última vez que le vi fue hace unos meses en Jerusalén. Me ha dicho que le diga que aún tiene el pañuelo bordado que le mandó.
– ¿Sigue protestando por el poco dinero que recibe para investigar?
– Oh, está claro que conoce a Ylan perfectamente. Como siempre, se queja del poco dinero que gasta Israel en proteger sus antigüedades y en lo mucho que gasta en tanques y aviones.
– Bueno, así es Ylan y el país donde vive. Pero, por favor, llámame Gudrum -dijo la profesora Strømnes.
– Ylan me ha aconsejado que me pusiera en contacto contigo porque necesito traducir una inscripción en rúnico. Se trata de una inscripción grabada en el lomo de un león.
– ¿En el lomo de un león en Venecia?
– Sí, así es. Mi hermana Assal ha descubierto que el león estaba protegiendo la entrada al puerto del Pireo y que algunos cruzados escandinavos dejaron grabado en el lomo un mensaje. El león fue trasladado como trofeo de guerra a Venecia en el siglo XVII. Mi hermana cree que esos símbolos son rúnicos. Necesitaría saber qué dice ese texto, si es que dice algo.
– Bueno, puedo intentarlo. ¿Cómo quieres que vea las inscripciones?
– He encargado a un fotógrafo que tome imágenes en color y blanco y negro de los símbolos que decoran el león del Arsenale. Tendré las copias esta misma tarde y te las enviaré por FedEx a la dirección que me indiques.
– Toma nota: Gudrum Strømnes, Departamento de Lenguas, Universidad de Rogaland, Noruega. Así me llega el sobre. ¿De cuánto tiempo dispongo para traducir el texto?
– Del que necesites, pero cuanto antes lo tengas, mejor. No podré seguir investigando hasta no saber el significado de esos símbolos rúnicos.
– En cuanto reciba el sobre, me pondré con ello.
– Muchas gracias, Gudrum. Espero tus noticias.
– Cuando tenga la traducción, ¿vendrás a Noruega a recogerla? -propuso la profesora.
– Si crees que es necesario, no tengo inconveniente. Sólo avísame con tiempo para preparar el viaje.
– Así lo haré. Buenos días, Afdera, y saluda a Ylan si hablas con él.
– Le saludaré de tu parte. Gracias por todo.
Al caer la tarde, un empleado de FedEx recogía un grueso sobre amarillo en el palacio de los Brooks en Venecia con destino a la Uni versidad de Rogaland, en Noruega. Ahora sólo quedaba esperar.
Berna
Esa misma noche, un desconocido penetraba sigilosamente en la sede central de la Fundación Helsing sorteando hábilmente las estrictas medidas de seguridad. Vestido de negro, el intruso corría hasta la parte trasera del edificio, cargando con una especie de maletín de herramientas también negro y una larga soga con un garfio en el extremo.
Antes de lanzar el garfio al tejado, el hombre se detuvo para comprobar que no se oía ningún ruido. Los perros habían dejado de ladrar. La carne con los somníferos había actuado a la perfección.
El intruso balanceó el garfio y lo lanzó hacia arriba quedando encajado en una cornisa. Subió por la soga con habilidad hasta alcanzar una claraboya y, a través de ella, se introdujo en el edificio.
El desconocido corrió por un largo pasillo hasta alcanzar una puerta con una placa de bronce: «Renard Aguilar. Director». Con sigilo, entró en el despacho y comenzó a examinar lo que le rodeaba.
Sus ojos se fijaron en el frasco de caramelos de menta que había sobre la mesa del despacho. Se colocó de rodillas en la alfombra y abrió el maletín negro. Al retirar la bandeja, dejó a la vista un magnífico ejemplar de taipán del interior o Oxyuranus microlepidotus, considerada la serpiente más venenosa del mundo. Su veneno era cincuenta veces más activo que el de la cobra india, y ochocientas veces más potente que el de la cascabel. Una mordedura corriente de este crótalo contenía unos ciento diez miligramos de veneno, suficiente como para matar a un centenar de personas adultas. El crótalo estaba somnoliento.
Con habilidad, el intruso agarró a la serpiente por la cabeza y se la presionó para obligarla a sacar los colmillos. A continuación los apoyó en el borde de un frasco de cristal dejando que el líquido se deslizase hasta el fondo.
Una vez finalizada la operación, el hombre volvió a meter el ejemplar en la caja metálica, cogió el jarrón de cristal con los caramelos de menta y un pequeño pincel que iba sumergiendo en el líquido transparente dejado por la taipán.
Con la punta de los dedos fue cogiendo los caramelos uno a uno y untándoles en el papel la cantidad justa de veneno hasta que todos los caramelos quedaron embadurnados con la mortal sustancia. Ahora sólo quedaba esperar en la oscuridad de la noche la llegada de su víctima.
Pocas horas después, un Mercedes-Benz atravesaba el camino de grava que conducía hasta el edificio principal de la fundación. Como cada mañana, Aguilar llegaba a su despacho a las cinco para hablar con coleccionistas de todo el mundo. Debido a las diferencias horarias, ésa era la mejor hora para negociar.
Aguilar dejó el maletín sobre una mesa de su despacho y se sentó para realizar la primera llamada a un millonario coleccionista de Seúl. Mientras esperaba la comunicación, cogió uno de los caramelos del jarrón y con habilidad desenrolló un lado del papel, agarrándolo con los dientes para tirar de él hacia fuera e introducir el caramelo en su boca.
La acción del veneno no se hizo esperar. Los impulsos nerviosos comenzaron a provocar dificultades respiratorias a Aguilar.
Cuando el director comenzaba a sudar profusamente, apareció de entre las sombras el rostro del padre Alvarado.
– ¡Dígame dónde está el libro! -exclamó el asesino del Círculo Octogonus.
– ¿Quién es usted? ¿A qué libro se refiere? -preguntó Aguilar con el tono de voz cada vez más bajo debido a la dificultad para respirar.
Alvarado sacó de su bolsillo un pequeño frasco transparente con un líquido en su interior.
– Acaba usted de inocularse vía oral una dosis de veneno producido por la taipán del interior, el crótalo más venenoso del mundo. No me tome por idiota. Si me dice dónde está el libro, le daré el antídoto. Si no me lo dice, morirá tras una terrible agonía y yo tardaré un poco más de tiempo en saber su paradero. Se lo repito: ¿dónde está el libro?
Aguilar intentaba desabrocharse el botón de la camisa y arrancarse la corbata dejando a la vista su camisa azul empapada en sudor.
– No sé a qué libro se refiere.
Alvarado se acercó al oído de Aguilar.
– Le quedan muy pocos minutos de vida. Si no me dice dónde está el libro, no le daré el antídoto y morirá. Jamás podrá disfrutar de los dos millones de dólares que le ha robado usted al Vaticano.
En el rostro de Aguilar comenzó a aparecer una mueca de terror. El veneno había comenzado ya con su acción destructora, atacando su sangre y sus músculos, y estaba a punto de provocarle un fallo renal agudo. Los dolores se hacían casi insoportables, pero Alvarado era un experto y había hecho que el director ingiriese tan sólo la cantidad justa para no morirse lo suficientemente rápido. Necesitaba que pudiese revelarle dónde estaba el libro de Judas.
– Se lo vendí a un hombre de Hong Kong -balbuceó Aguilar-. Deme el antídoto, por favor… por favor -suplicaba.
– Aún no. Quiero saber el nombre de ese hombre de Hong Kong.
– Wu, Delmer Wu. Por favor, entrégueme el antídoto. Le he dicho todo lo que sé.
– Le diré algo, señor Aguilar -dijo Alvarado, acercándose al moribundo para que pudiera oírle bien-. El día de su muerte, todo lo que usted posee en este mundo pasará a manos de otras personas. La muerte y el Círculo Octogonus están tan seguros de alcanzarle que hasta le han dado toda una vida de ventaja, y usted se encuentra muy cerca ya de esa muerte. Si engaña a la Santa Iglesia, la primera vez es culpa suya. Si engaña por segunda vez, la culpa es nuestra, y por eso ha sido usted condenado a muerte por el Círculo Octogonus.
– Necesito el antídoto, necesito el antídoto, necesi… -fue lo último que llegó a proferir Aguilar justo antes de sufrir un colapso.
Tras comprobar que estaba muerto, el padre Septimus Alvarado levantó su mano derecha, extendió tres de sus dedos y pronunció una frase en latín:
– Fructum pro fructo, silentium pro silentio.
A continuación, el asesino arrojó un octógono de tela sobre el cadáver de Aguilar y se perdió entre las sombras, tal y como había llegado.
Desde una cabina situada en la frontera suizo-italiana, Alvarado se dispuso a informar a monseñor Mahoney.
– Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio.
– El objetivo ha sido eliminado -informó Alvarado.
– ¿Tiene usted el libro hereje?
– No, pero sé dónde está y quién lo tiene. El objetivo ha señalado a un millonario de Hong Kong llamado Delmer Wu. Ese hombre tiene el libro en su poder.
– De acuerdo. Márchese ahora mismo de Suiza y vuelva a Venecia. Allí recibirá nuevas órdenes -indicó el secretario del cardenal Lienart.
– ¿Quiere que viaje a Hong Kong para recuperar el libro?
– La paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces y, sin duda, es uno de los mejores caminos para alcanzar nuestros propósitos. En Venecia se le darán nuevas órdenes, como le he indicado. Salga de Suiza y regrese a Venecia. Ahora haga lo que le he ordenado. Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio, monseñor -respondió el padre Alvarado antes de colgar.