I

Alejandría, año 68 de nuestra era

En una aislada y humilde choza del barrio oriental de Alejandría, iluminada tan sólo por unas pequeñas lámparas de aceite, un anciano permanecía inmóvil en su lecho de muerte. Junto a él se encontraba Eliezer, su fiel discípulo, antaño un rico comerciante de telas de Judea que había abandonado su negocio para seguir a su maestro.

Los protagonistas de la tragedia vivida treinta y cinco años atrás ya no existían. Habían transcurrido poco más de tres décadas desde que Jesucristo fuera crucificado en el Gólgota; veinticuatro años desde que el prefecto del Imperio, Poncio Pilato, fuera desterrado a la Galia por el emperador Calígula y se suicidara; veinte desde que Caifás, presidente del Gran Sanedrín, falleciese en extrañas circunstancias.

Once de los doce discípulos que acompañaron al maestro en aquella Ultima Cena en el barrio de Sión habían corrido la misma suerte. Pedro había sido crucificado boca abajo justo un año antes en Roma por orden de Nerón; Bartolomé se dirigió a Turquía, donde unos bandidos lo despellejaron vivo; Tomás enfermó y falleció en un suburbio de la India; Mateo, después de disfrutar de una larga vida y de difundir el mensaje de su maestro en Etiopía, Persia y Macedonia, murió plácidamente; Santiago fue martirizado por orden del sumo sacerdote Ananías y arrojado vivo desde un acantilado; Andrés, hermano de Pedro, fue crucificado en la ciudad griega de Patras; Santiago el Mayor sería degollado por orden de Herodes Agripa; Juan, hermano de Santiago, quemado en aceite hirviendo por orden de Domiciano; Felipe, crucificado por orden del procónsul de Roma en la ciudad de Hierápolis; Judas Tadeo fallecería en el norte de Persia, y Simón el Zelote moriría mártir, en la costa del mar Negro.

En la memoria del anciano aún permanecía vivo el recuerdo de su maestro y la conversación que ambos habían mantenido antes de que comenzara la cena de Pascua. Se acordaba perfectamente de cómo, tras la detención de su maestro, Simón el Cananeo, antiguo miembro de los zelotes, había intentado matarle por orden de Pedro. Estaba seguro de que Pedro había obrado de tal modo con el fin de que desapareciera cualquiera que pudiera poner en duda su liderazgo tras la muerte del maestro. Pedro convenció al resto de los discípulos de que había sido el anciano que ahora yacía en aquel pobre camastro quien había entregado al Hombre a los sacerdotes del templo.

Entre la lucidez y el delirio causado por la fiebre, el moribundo intentaba recordar el momento en que Simón el Zelote había declarado haber visto a Pedro hablar cerca del templo con Jonatán, el jefe de la guardia, justo antes de la cena de Pascua. Pero después del apresamiento de su maestro en Getsemaní los acontecimientos se precipitaron tan rápidamente que nadie volvió a preguntarle a Simón por aquel extraño encuentro entre el jefe de la guardia del Templo y Pedro.

Para el anciano, el único superviviente de los trece comensales que habían asistido a aquella cena, esa conversación se había convertido en una de las incógnitas que le acompañarían hasta el momento mismo de su muerte en aquel oscuro y solitario rincón del norte de Egipto.

Eliezer rompió el silencio de sus recuerdos. Intentó incorporarle en el camastro para darle un poco de agua en un recipiente de barro, pero se ahogaba.

– Fiel Eliezer, tú debes ser el heredero de mi palabra -sentenció.

– Está bien, maestro, pero intente beber un poco de agua -replicó resignado el discípulo.

El anciano consiguió apartar bruscamente el recipiente de sus labios y se dirigió a su discípulo:

– Eliezer, coge pliegos de papiro y escribe lo que voy a relatarte. Si muero sin revelarte las palabras que me dijo mi maestro antes de ser apresado y condenado, jamás los herederos de su palabra podrán conocer la verdad. Si fallezco, esos hechos morirán conmigo -dijo con cierto aire de misterio.

– Está bien, maestro, pero debería descansar un poco -pidió.

– De ninguna manera -protestó el anciano-. Dentro de poco tiempo ya no estaré entre los vivos y he de dar a conocer sus palabras antes de mi muerte para que sus seguidores sepan de la misión que me asignó. Necesito que copies mis palabras fielmente, tal y como te las dicto, tal y como Él me las transmitió.

Eliezer salió de la choza y regresó al poco rato con pliegos de papiro, pequeños frascos de tintas y varios cálamos. Colocó una mesa baja de madera justo al lado del lecho de su maestro, se sentó en el suelo y comenzó a escribir las palabras del anciano.

– Mi nombre es Yehudah. Nací en el pueblo de Is-qeriyyot, en la región de Ghor. Fui apóstol de Nuestro Señor, y le seguí por los campos de Judea y Galilea. -La persistente tos seca del anciano le obligaba a detenerse de vez en cuando en el relato, y su respiración se hacía dificultosa. Eliezer reflejaba hábilmente los símbolos arameos sobre el papiro. Tras dar un sorbo de agua, el anciano continuó con su relato.

Al atardecer, el barrio de Sión, con sus pequeñas tiendas, patios interiores, azoteas y oscuros callejones, se convertía en un auténtico laberinto de trampas por el que ni siquiera los soldados romanos se atrevían a cruzar a ciertas horas. Los zelotes, que se oponían a la ocupación, habían estrechado tanto algunas calles que los romanos se veían obligados a patrullar por ellas sin armaduras.

Simón entró en una de las casas. Pedro le había pedido que se ocupara de los preparativos de una cena para trece comensales que se celebraría esa misma noche mientras él se hacía cargo de cierta misión. Accedió a la casa por un estrecho patio cuyo recorrido se podía controlar desde una pequeña mirilla colocada en la puerta. Simón había comprado el cordero que se serviría en la cena. Cuando comprobó que el animal no tenía ningún hueso roto, algo imprescindible en Pascua, lo metió en el horno.

Juan, otro de los comensales, se había ocupado de preparar la estancia para la cena. Colocó una gran mesa y dispuso en ella trece platos y trece copas, además de un candelabro con velas que se encenderían cuando diese comienzo el seder, la comida más importante de la liturgia judía.

Poco a poco, los invitados llegaron a la casa. Se iban acercando al pozo situado en mitad del patio, extraían agua y procedían a lavarse. Mientras el cordero se asaba, Juan y Simón vigilaban la entrada del patio.

Cada vez que sonaba un golpe en la puerta, Simón abría la mirilla, observaba quién se encontraba al otro lado, abría los gruesos cerrojos y permitía la entrada al recién llegado.

Los invitados se conocían y se abrazaban con satisfacción al verse. Poco a poco, fueron llegando todos, pero faltaban tres: Jesucristo, Judas Iscariote y Pedro. Mateo, que había trabajado como recaudador de impuestos para los romanos y se había convertido en el octavo discípulo, comenzó a sentir cierta inquietud por la ausencia de Pedro.

– ¿Qué puede haberle ocurrido a Pedro para no estar entre nosotros? -preguntó.

– Yo lo he visto en las cercanías del templo cuando llevé a sacrificar al cordero. No creo que le haya sucedido nada -respondió Simón.

Al resto de los discípulos les llamó la atención que Pedro, a quien habían elegido como su líder, se encontrase cerca del templo. Simón incluso fue más allá al explicar a los presentes que había visto al apóstol hablando con Jonatán, el jefe de la guardia, pero que en ese momento no le había dado mayor importancia al asunto.

En el mismo instante en que Simón respondía a la pregunta de Mateo, Caifás, el sumo sacerdote, estaba ofreciendo a uno de los discípulos treinta monedas de plata por traicionar al que llamaban Jesús.

El discípulo propuso entregar al maestro a los guardias del templo en la misma casa de Sión donde se celebraría la cena, pero Jonatán no estaba dispuesto a arriesgarse a sufrir una emboscada en las estrechas calles de aquel laberinto.

Como segunda opción, el traidor brindó al oficial la posibilidad de entregar a su maestro en el lugar al que, tras finalizar la cena de Pascua, irían a orar: Gath Shemane, la prensa de olivas, o Getsemaní. El oficial lo aceptó, dado que si detenía al hombre en campo abierto, evitaba una emboscada.

– ¿Cómo reconoceremos a tu maestro? -preguntó-Caifás al traidor.

– Yo os lo indicaré -dijo.

– Muy bien. Será esta misma noche -aseguró el sumo sacerdote-, y tú nos lo entregarás.

A muy poca distancia de allí, el Hombre había llegado ya a la casa en la que debía reunirse junto a sus doce discípulos. Mientras se lavaba los pies y las manos, preguntó por Pedro.

– No sabemos dónde está -respondió Tomás, el pescador nacido y criado a orillas del mar de Galilea. El resto de los allí reunidos pensaban de él que era taciturno, receloso y demasiado pesimista.

De repente sonó un golpe seco en la puerta. Era Judas Iscariote. Ya sólo faltaba Pedro. Al cabo de un rato llegó y se unió al resto.

– Perdonad mi tardanza, maestro -se disculpó.

– Sólo espero que la causa de tu tardanza se deba a motivos personales y no porque otros lo hayan elegido así -respondió el Maestro. Los discípulos no entendieron a qué se refería y por qué hablaba con tanto misterio aquel que ellos habían elegido como guía.

Bartolomé, a quien sus compañeros llamaban el Luchador y cuya ascendencia se remontaba a la rebelión de los macabeos de hacía dos siglos, rompió el tenso silencio.

– El cordero está preparado -anunció.

Pedro aún no se había repuesto de la sorpresa ante la extraña respuesta de su Maestro. Antes de subir a la planta de arriba, donde debía celebrarse la cena, pidió a Judas Iscariote que se reuniera a solas con él, en el patio.

Pedro intentó seguirles, pero el Hombre hizo un ademán para detenerle.

– Sólo él, mi fiel Judas, debe oír lo que voy a decir -sentenció.

Pedro, Bartolomé y Santiago el Menor se mantuvieron en las cercanías, asistiendo con curiosidad a la escena que se desarrollaba ante ellos. Poco después, los tres apóstoles vieron cómo Judas, con los ojos anegados en lágrimas, se arrodillaba ante Él, sujetando una mano entre las suyas, mientras el Hombre tocaba con la otra mano la cabeza de su discípulo como si estuviera consolándole.

En cuanto el Hombre y Judas Iscariote se reunieron con el resto, se dirigieron a la planta de arriba y los doce se sentaron en torno a su maestro, alrededor de la mesa. El Hombre encendió las velas.

– He deseado celebrar esta Pascua con todos vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la celebraré más hasta que llegue el Reino de Dios -dijo.

Los discípulos guardaron silencio. Judas, que aún tenía lágrimas en los ojos, miraba atentamente a su Maestro. Pedro, por su parte, se mantenía casi ajeno a lo que allí estaba sucediendo, como si aguardase que ocurriera algo.

El relato quedó interrumpido por la fuerte tos del moribundo. Su discípulo intentó darle a beber un poco de agua, pero la sangre de esputo se mezcló en ella.

– Me queda poco tiempo. Debemos seguir, es preciso -propuso el anciano.

Antes de continuar, Eliezer se levantó y llenó las lámparas con aceite para aumentar la intensidad de la luz.

El Maestro bendijo una de las jarras y llenó el primer vaso en honor del kiddush, la santificación; un segundo vaso por el haggadash, la celebración del cordero; un tercer vaso, por las oraciones de acción de gracias, y, finalmente, un cuarto vaso, para acompañar las últimas plegarias. Después volvió a hablar:

– Porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios.

A continuación, el Maestro pasó a Juan el plato del hazareth, una salsa picante roja. Éste cogió un trozo de pan y lo mojó en ella. Seguidamente, pasó el plato a Andrés, éste a Bartolomé, y así a Tomás, Mateo, Santiago el Menor, Santiago el Mayor, Felipe, Judas Tadeo, Simón el Zelote, Judas Iscariote y, finalmente, Pedro.

Juan no apartaba su mirada de Pedro. El resto no confiaba en él. Juan, antiguo pescador, se había mostrado en muchas ocasiones pendenciero, indolente y egoísta con el resto de discípulos y estaba ansioso por usurpar el lugar de Pedro junto al maestro. Judas miraba en silencio a Pedro y a Juan, manteniendo el secreto de lo que el Hombre le había anunciado en el patio. Aquélla no parecía una cena de Pascua, sino más bien una cena de despedida.

Para Judas, su Maestro estaba intentando que los doce trabajasen juntos, sin ambiciones desmedidas entre ellos. Ninguno debía ser más grande que los otros, ni más poderoso entre los humildes, ni más importante entre los modestos. Los doce se encontraban allí reunidos, en una humilde casa de Sión, no sólo para que su Maestro pudiese agradecerles su fidelidad, sino también para informarles de la misión que se les iba a encomendar: once de ellos deberían servir de guías religiosos al resto de la humanidad. El último de los doce sería el elegido.

Pedro se sentía molesto con Juan, quien lo acusaba de no seguir los preceptos de su Maestro y de mostrarse en demasiadas ocasiones superior a los demás.

– ¡Yo, al menos, estoy dispuesto a seguir a mi Maestro hasta la muerte! -exclamó.

El Maestro interrumpió repentinamente la discusión.

– En verdad te digo, Pedro, que antes de que hoy cante el gallo me habrás negado tres veces.

La cena transcurrió desde ese mismo momento según las normas establecidas en la ley: se recitaron los salmos 113 y 144 del Hallel, se bebió el agua con hierbas amargas y cada uno de los comensales degustó un trozo de cordero.

– Uno de vosotros me entregará -sentenció el Maestro casi al final de la cena.

– ¿A quién te refieres? -preguntó Santiago el Menor.

Se hizo un largo silencio.

– Lo que vayáis a hacer, hacedlo pronto, porque uno de vosotros me entregará para que otro de vosotros pueda heredar las llaves del Reino cuando yo ya no esté entre vosotros.

Los presentes dirigieron su atención hacia Pedro, que intentó rehuir sus miradas.

– Lo único que os digo es que no me podréis seguir al lugar al que voy, pero debéis amaros los unos a los otros como yo os he amado. Ha sido glorificado el Hijo del Hombre, y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le glorificará en sí mismo, y le glorificará pronto. -Tras un breve silencio, el maestro arrancó un trozo de pan y dijo-: Tomad y comed, porque éste es mi cuerpo. -Seguidamente cogió una copa de vino y pronunció en tono solemne-: Tomad y bebed, porque ésta es mi sangre, testamento de la alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados.

Bebieron todos de ella y, una vez vacía, se la devolvieron al Maestro.

– Levantaos y vayámonos de aquí -ordenó.

Simón, el encargado de la seguridad, les conminó a que salieran de la casa de uno en uno para que pasaran inadvertidos y les aconsejó que se dirigieran hacia la Puerta Dorada, que permanecía abierta y sin vigilancia de soldados romanos con motivo de la Pascua.

Poco después, el Maestro volvía a reencontrarse con sus discípulos entre la arboleda de Getsemaní, al pie del Monte de los Olivos. Algunos se sentaron en el suelo, recostados en los árboles, y otros permanecieron de pie, hablando.

La noche discurría entre plegarias y largas disertaciones cuando, de repente, aparecieron de entre los árboles soldados empuñando sus espadas. Varios discípulos se pusieron en pie.

– Llegó la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos! Mirad, el que me va a entregar está cerca.

Todas las miradas se concentraron en el apóstol que más cerca estaba del Maestro, Judas Iscariote, a quien había tendido su mano. En un lugar apartado, ajeno a lo que allí estaba sucediendo, Pedro observaba la escena.

Varios guardias del templo, comandados por Jonatán, prendieron a Jesucristo. Simón el Zelote, acostumbrado a huir y atacar a las fuerzas romanas y herodianas que le acechaban en las montañas galileas, presintió el peligro. Con una daga en la mano corrió a proteger al Maestro, que ya se había identificado y extendía sus manos para ser prendido.

– Guarda tu daga -le ordenó el Maestro mientras los guardias le ataban ya las manos.

Pocas horas después, mientras Jesús era interrogado en el Gran Sanedrín, una mujer se acercó a Pedro y, ante un grupo de soldados, le espetó:

– ¿No eres tú también un discípulo de ese hombre?

Pedro sacudió la cabeza, negando conocer al detenido. Se había producido la primera negación.

Cuando Jesús era trasladado para ser presentado ante el sumo sacerdote, Pedro se encontró de pronto rodeado por una muchedumbre. Una criada agitó un dedo, acusándole de ser un seguidor de aquel que estaba siendo juzgado ante el sumo sacerdote. La mujer alegaba que había visto a Pedro caminar junto al Hombre, que iba montado en un burro.

Pedro negó con firmeza.

– ¡No le conozco! Yo iba caminando detrás del animal -gritó en su defensa. Se había producido la segunda negación.

Cuando intentaba abandonar el lugar, un criado golpeó a Pedro en el pecho y le increpó:

– Tu propia forma de hablar te descubre como seguidor de ese Hombre.

El discípulo comenzó a maldecir al criado por mentiroso, gritando a quien quisiera oírle que él no conocía a «aquel Hombre». Tan convincente fue su discurso que los criados y guardias que se habían acercado debido al alboroto se echaron para atrás. Tras la tercera negación cantó el gallo.

Pocas horas después, el Hombre, el Maestro de los doce apóstoles, sufriría la Pasión. Fue azotado hasta la extenuación, golpeado, escupido y, por último, crucificado en el monte del Gólgota.

Los espectadores que se habían congregado para ver la crucifixión fueron poco a poco dispersándose mientras los soldados hacían guardia al pie de la cruz. Cuando los militares pensaban que el reo había fallecido, éste levantó la cabeza y, mirando a los ladrones que estaban crucificados a su lado, dijo:

– Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Tres horas después de haber sido crucificado, el reo volvió a hablar:

– Todo está cumplido. -Éstas serían sus últimas palabras.

Longinos, el oficial romano encargado de comprobar la muerte del reo y que actuaba como exactor mortis, agarró su lanza por un extremo y se la clavó al Hombre en el costado.

A pocas millas de allí, uno de los apóstoles huía tras el oculto manto de la noche en una barca de pesca, rumbo al seguro puerto de Alejandría.

Durante horas, días y noches, bajo la luz de las pequeñas lámparas de aceite, el anciano dictó a su discípulo Eliezer sus recuerdos. Quería dejar constancia de cuál había sido su lugar en la historia.

Habían pasado seis lunas cuando una noche, Eliezer, tal y como había hecho en tantas ocasiones, entró en la choza para continuar con la transcripción de los recuerdos de su maestro.

– ¿Maestro? -preguntó el discípulo, sin obtener respuesta-. ¿Maestro?

El discípulo acercó la lámpara de aceite al último de los apóstoles. Su rostro amarillento y cubierto de sudor mostraba que había muerto esa misma noche, entre terribles pesadillas.

Eliezer comprendió entonces que aquellos pliegos de papiro que se encontraban a su lado, amontonados sin orden alguno, cambiarían el curso de la historia de la cristiandad. Lo que ignoraba en aquel momento es que había muchas personas a quienes no les interesaría que aquellas palabras saliesen a la luz hasta el final de los tiempos.


***

Gebel Qarara, Egipto Medio, 1955

Las montañas de Gebel Qarara se alzaban majestuosas con su color cobrizo, típico del desierto egipcio. Su aspecto misterioso y árido le conferían un aire ciertamente lunar, como si fuera de otro planeta.

Desde las alturas, los fuertes y constantes vientos arrastraban nubes de arena caliente que se pegaba al cuerpo como una fina película. Los mismos vientos circulaban a lo largo y ancho del valle hacia lo más profundo, convirtiéndolo en un horno constante de cuarenta grados a la sombra.

El fondo del valle se había convertido en una zona muy frecuentada por los fellahim, campesinos que exploraban la región en busca de sabakh, un fertilizante rico en nitratos muy utilizado por los agricultores. Una noche, tres fellahim penetraron en el valle. El cabecilla del grupo se llamaba Hany Jabet. Le seguía su amigo Mohamed y un sobrino de éste. Los tres hombres portaban antorchas y palas que cargaban sobre tres pequeños burros.

Una colina cerca de una pared fue el lugar elegido por el grupo para empezar a buscar el tan ansiado sabakh que podría aliviar el hambre de sus familias al menos durante unos días. Para muchos de estos hombres esta sustancia era un modo de subsistencia mientras no tuviesen la suerte de encontrar alguna tumba perdida que poder saquear para después vender los objetos en el mercado clandestino de El-Minya o incluso en los de El Cairo o Alejandría.

Hany Jabet, Mohamed y su sobrino se dispusieron a cavar con sus palas de madera. De repente, Mohamed golpeó algo duro muy cerca de la roca. Al principio, pensó que se había topado con la piedra de la ladera de la montaña, pero un segundo golpe dejó caer una importante cantidad de arena que cubría una especie de lápida funeraria. Los tres hombres creyeron que era sólo una parte más de la pared, pero a Hany le llamó la atención porque parecía que la había pulido la mano del hombre y no los elementos.

Los tres hombres se miraron sorprendidos, pensando en su fuero interno que podrían haber descubierto la tumba perdida de un faraón o de un sumo sacerdote. Tanto unos como otros eran enterrados con importantes y valiosas ofrendas, objetos que serían fáciles de vender en el mercado negro.

El saqueo de tumbas se llevaba practicando en Egipto desde el mismo día en que se levantaron las primeras pirámides. Los faraones incluso ordenaban que, a su muerte, los arquitectos y excavadores fuesen enterrados junto a ellos para salvaguardar la ubicación exacta de la entrada secreta a la cámara mortuoria.

Los tres hombres continuaron golpeando la lápida con sus palas, intentando dejar a la vista el tamaño real de la entrada. Mientras golpeaban la piedra pulida con los primeros rayos de sol de la mañana soñaban con haber encontrado una tumba que sacase a la luz algún indicio de los cuatro mil gloriosos años de historia de Egipto.

Los fellahim se turnaban para intentar apartar la gruesa lápida que daba acceso al interior de la cueva. Con cada golpe de pala, iban desprendiéndose restos cada vez más grandes de la losa.

Cuando Hany Jabet observó cómo se había aflojado la puerta de entrada, ordenó a Mohamed que metiese las puntas de las palas por debajo de la lápida para hacer palanca. Tras cuatro intentos bajo el sofocante calor, la piedra comenzó a moverse y se dejó sentir un olor fétido. Separada la lápida, pudieron ver un pequeño pasillo oscuro que daba acceso a otra cámara.

Hany regresó al lugar donde habían dejado los burros para buscar dos antorchas. Tras encenderlas fuera de la cueva, se las entregó a Mohamed y a su sobrino.

– Esperad a que esté dentro para pasarme una de la antorchas -ordenó Hany.

Arrastrándose a duras penas por la arena y las piedras desprendidas, el campesino intentó apoyar un pie en medio de aquella oscuridad. Un movimiento de las piedras bajo su cuerpo provocó que cayese rodando hasta el fondo de la cueva.

Rodeado de tinieblas, pudo oír los gritos de sus compañeros desde la boca de entrada.

– ¡Hany, Hany, amigo mío! -gritó Mohamed-. ¿Estás bien? ¡Oh, Dios mío! No puedo verte en la oscuridad.

De repente, una mano salió de improviso de la oscura boca de la cueva agarrando con fuerza el brazo de Mohamed. Éste dio un salto hacia el exterior, mientras oía el sonido de la risa de su sobrino. Entre maldiciones, Mohamed cogió la antorcha que había quedado en el suelo y regresó a la entrada de la cueva con ella.

– Soy yo, Hany. No te asustes y pásame la antorcha -pidió el campesino.

Bajo la luz de la antorcha, el pasillo se mostraba mucho más corto de lo que en realidad era. Al final, un escalón de casi dos metros de altura daba acceso a una cámara de unos cuarenta metros cuadrados. Hany divisó al fondo lo que parecían ser tres ataúdes y, en medio de ellos, una gran zir, una tinaja, posiblemente muy antigua, sellada con betún.

Hany Jabet extrajo su cuchillo del cinturón y comenzó a romper los sellos que cerraban la tapa de la tinaja. A continuación, levantó la pesada tapa y acercó la antorcha tratando de ver qué se ocultaba en su oscuro interior. Pudo apreciar una caja blanca de piedra caliza que parecía muy antigua. Al principio, pensó que podría tratarse del osario de un niño.

Con el cuerpo medio introducido en el interior de la tinaja, consiguió alcanzar la pesada caja y levantarla hasta la superficie. Con sumo cuidado la depositó en el suelo arenoso y permaneció unos minutos callado contemplando aquel descubrimiento.

De repente, el silencio se rompió con las maldiciones de Mohamed, que había accedido al interior de la cueva sujeto con una larga cuerda a la cintura. Al intentar apoyar los pies sobre uno de los ataúdes, la tapa cedió dejando al descubierto uno de los cuerpos. Junto a él se encontraban varios frascos de vidrio, envueltos en paja y papiro.

– Esto es por si era más profunda la cueva -explicó Mohamed algo avergonzado mientras intentaba desprenderse de la cuerda, deshaciendo sus nudos.

Los dos hombres, a pesar de ser analfabetos, sabían muy bien que aquella caja valdría una buena cantidad de dinero. Mohamed extrajo una cuña metálica y comenzó a buscar el borde exterior. Con un golpe seco, consiguió introducir la cuña para hacer palanca hasta que la tapa cedió.

Los dos fellahim miraron con curiosidad en su interior y descubrieron una especie de trapo descolorido que envolvía un objeto. Al comenzar a desplegar los pliegues del tejido, vieron algo que parecía un libro muy antiguo con tapas de cuero y escrito en papiro con unos extraños símbolos. Estaba muy bien conservado, probablemente debido a que el sellado de la caja, de la tinaja y de la entrada a la cueva lo había preservado de las inclemencias del tiempo durante siglos.

Sin pensarlo, los fellahim decidieron envolver nuevamente el manuscrito y lo depositaron en su lugar. Luego pusieron la caja en el interior de la tinaja antes de cerrarla. Los dos hombres salieron al exterior de la cueva y entre los tres colocaron la lápida pulida tapando la entrada. A continuación, comenzaron a cubrir la losa con grandes paladas de arena y piedras.

Mientras se alejaban del lugar a lomos de sus burros, Mohamed preguntó a Hany:

– ¿Qué hacemos ahora? ¿A quién se lo decimos?

Hany, que marchaba delante, se giró.

– A nadie. No debemos decírselo a nadie. Dile a tu sobrino que como me entere de que se ha ido de la lengua, yo mismo, con mis propias manos, lo descuartizaré, le embadurnaré el cuerpo con sal y lo envolveré después en piel de cerdo.

Mohamed y su sobrino eran musulmanes; Hany, copto.

– No te preocupes por él -le advirtió Mohamed-. Por su bien, mantendrá la boca cerrada.

Hacia mediodía, la pequeña caravana había llegado al pueblo. Hany se despidió de sus compañeros y les indicó que no se pusiesen en contacto con él hasta que no les llamase. Hany Jabet intentaba por todos los medios no levantar sospechas en su poblado y menos aún que la policía se enterase.

Sin pronunciar una sola palabra, Hany entró en su casa, besó a su esposa en la frente, cogió una bolsa e introdujo en ella algo de ropa limpia y una imagen sagrada del Adra, la Virgen María. A continuación salió de la casa y se dirigió hasta la salida del poblado para esperar al desvencijado autobús que le llevaría a la cercana ciudad de Maghagha.

Tras un viaje de una hora por carreteras polvorientas y llenas de baches, el autobús se detuvo nada más cruzar el brazo del Nilo. El frenazo hizo que Hany se despertara del largo sueño en el que se había sumido. Había sido un día agotador.

Se apeó del autobús y se dirigió hacia un hombre que vendía dátiles secos en una esquina para preguntarle el nombre de una calle. El vendedor se levantó y comenzó a explicarle cómo llegar a su destino.

Tras unos minutos caminando, Hany llegó por fin a una casa con un patio delantero. Varios niños jugaban con un balón de goma en la calle. El excavador asomó la cabeza para ver si había alguien dentro. Desde el interior una voz de mujer le preguntó qué deseaba.

– Quisiera ver al señor Abdel Gabriel Sayed -pidió Hany mientras veía cómo la mujer se acercaba hasta él secándose las manos.

– Mi marido debe estar a punto de llegar. Si quiere, puede usted esperarle en el interior -ofreció la mujer, abriendo la puerta para permitir el acceso al recién llegado.

La casa de Sayed era la típica de una humilde familia copta tradicional. Al entrar, Hany pudo detectar el penetrante olor del regiff árabe y del samma baladi, la mantequilla clara. El excavador sabía que Sayed era una persona trabajadora que se dedicaba al cultivo de ajo, alubias, trigo y caña de azúcar, pero para aumentar sus ingresos con los que alimentar a su numerosa familia, como muchos otros en esta zona de Egipto, se dedicaba a buscar cualquier objeto interesante susceptible de poder venderse en los mercados. Su hallazgo más importante habían sido varios tejidos antiguos coptos de los siglos IV y V, descubiertos en una cueva cercana a El-Lahun. Hany sabía que, gracias a estos hallazgos, Sayed tenía buenos contactos con varios comerciantes en El Cairo y Alejandría. Aunque, para ser realistas, sus contactos no pasaban de ser pequeños joyeros que adquirían cualquier baratija que se les llevase, desde amuletos, telas, trozos de vasijas o lo que pudiese ser considerado de cierto valor.

Por supuesto, desde que la pieza se hallaba en el Egipto Medio hasta que llegaba a los comercios de El Cairo, podía aumentar su precio hasta un doscientos por ciento sobre su valor real. Naturalmente, los comerciantes se aprovechaban de la incultura de los excavadores, que sólo hablaban el dialecto local, pero aun así, Sayed siempre sabía sacar buen partido a las piezas que trasladaba él mismo en un agotador viaje en coche de tres horas desde Maghagha hasta la capital.

El comercio de este tipo de piezas era tan antiguo como la propia civilización egipcia. Desde el siglo XIX, exploradores y conquistadores llegados desde Europa descubrieron Egipto y sus riquezas del pasado. Algunos de sus mayores tesoros, como la Piedra Rosetta, se habían encontrado en tumbas y después se habían comprado o incluso robado para su posterior envío a Europa, en donde se exhibían en importantes museos de Londres, Berlín, San Petersburgo o Roma. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando Egipto alcanzó su plena independencia, los líderes del país comenzaron a poner serias restricciones al comercio ilegal de antigüedades, en un intento de controlarlo más que de frenarlo.

Una ley aprobada en los años cincuenta concedía a los marchantes seis meses para registrar los objetos que tuvieran en su posesión y restringir así su venta. Con el paso de los años, el gobierno egipcio buscó nuevos mecanismos para controlar más ese comercio ilegal. No obstante, esas medidas poco o nada pudieron hacer con una actividad que, aun siendo muy perseguida, era difícil de atajar debido a los altos beneficios que se obtenían con ella.

Por esta razón, existía un mercado lucrativo e ilegal de piezas que eran sacadas directamente de tumbas o de excavaciones, objetos en cuestión que no aparecían en ningún registro y que, por tanto, no existían para la administración de antigüedades de Egipto.

Los egiptólogos de todo el mundo y los expertos en antigüedades de la zona solían decir: «Un objeto egipcio es considerado falso o de sospechosa procedencia a no ser que se demuestre lo contrario». Si la administración egipcia descubría que una pieza había sido vendida después de la aprobación de la ley, podía legalmente reclamar su devolución. Sayed era tan sólo uno de los eslabones más bajos de esta cadena de tráfico ilegal de antigüedades.

Hany se encontraba comiendo dátiles y tomando té con menta cuando oyó fuera de la casa un griterío de niños. Eran los numerosos hijos de Abdel Gabriel Sayed recibiendo a su padre. Hany se puso en pie para saludar al recién llegado.

– Señor Sayed, tengo que hablar con usted en privado -dijo el excavador.

– Bien, déjeme lavarme antes las manos y hablaremos -respondió mientras saludaba a su esposa.

Minutos después ambos hombres se encontraban frente a frente, alrededor de la tableya, una mesa baja en donde se alineaban platos con mantequilla, pan y pasta de garbanzos con aceite. De repente, Hany bajó el tono de voz para evitar que alguien pudiese escuchar su conversación. El rostro de Abdel Sayed fue cambiando de expresión mientras Hany le revelaba lo que habían descubierto en la cueva de Gebel Qarara.

Tras permanecer en silencio unos minutos, Sayed ordenó a Hany que no comentase nada de su descubrimiento, y que él se ocuparía de todo. Su idea era viajar en coche hasta la misma cueva, extraer todos los objetos valiosos y volver a tapar la entrada para no dejar rastro del expolio.

– Hay que hacerlo todo con el mayor sigilo para que ni la policía ni otros ladrones de tumbas puedan saber lo que nosotros hemos averiguado -dijo en voz baja-. De cualquier forma, es mejor que hoy duerma en mi casa y mañana por la mañana, antes del amanecer, partiremos hacia Gebel Qarara para entrar en la cueva.

Pocas horas después, cuando todavía no se había levantado el sol y el cielo aparecía teñido de violeta y rojo, el destartalado coche de Abdel Gabriel Sayed entraba en el árido valle. Medio kilómetro más allá, el vehículo se detenía ante la entrada de la tumba. Los dos hombres se bajaron y extrajeron del maletero dos palas con las que se pusieron a cavar para abrir el recinto sellado.

Al cabo de media hora, con el sol azotando ya sus espaldas, conseguían abrir la boca de la cueva. El único sonido que les acompañaba era el del viento enfilando por el fondo del valle. Tras encender dos antorchas, Sayed y Hany se arrastraron por el interior de la tumba. El fétido olor era penetrante, pero consiguieron aguantarlo gracias a la corriente de aire fresco que llegaba desde el exterior.

Con un cuchillo, Hany abrió la tinaja y sacó de su interior la pesada caja de piedra caliza. Al abrirla, apareció ante los ojos de Abdel Sayed un libro de hojas de papiro y tapas de cuero, escrito en un idioma que desconocía. Lo volvieron a guardar en la caja, la sacaron al exterior y cerraron la cueva nuevamente con la lápida pulida. Sayed colocó la caja en el maletero del vehículo y la tapó con una vieja lona. Con el mismo sigilo con el que habían llegado, se marcharon del lugar sin dejar la menor pista de la cueva.

Lo que aquellos campesinos no sabían todavía era que el clima seco y caliente de Gebel Qarara había ayudado a conservar uno de los mayores secretos de la cristiandad. Desde el mismo momento en que lo habían extraído de la cueva, dio comienzo la cuenta atrás para su destrucción.

Lo que también ignoraban Hany y Sayed era que acababan de sacar a la luz la palabra de Judas Iscariote desde lo más profundo y oscuro de la historia. Habían pasado mil ochocientos noventa y cinco años desde la muerte del apóstol más querido de Jesús y ahora, en un lugar perdido del Egipto Medio, unos fellahim rescataban su testimonio. Aquel libro se convertiría en uno de los hallazgos más importantes de la historia bíblica del presente siglo.


***

San Juan de Acre, actual Acre

«¿Qué hago aquí? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cómo he llegado hasta este oscuro lugar? ¿Cómo he llegado hasta esta catacumba? No puedo recordarlo… -se dijo la joven, recostada contra la pared-. Necesito saber cómo he llegado hasta aquí. Recuerda… recuerda… Afdera, intenta recordar. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Hace frío y hay mucha humedad. Ah… sí, ahora mis recuerdos empiezan a ser más claros, comienzo a verlo todo con nitidez. Recuerdo la voz de Ariel gritando mi nombre aquel día de verano. Hacía mucho calor. Sí, ahora recuerdo aquel caluroso día ante aquellas tumbas abiertas cerca de Jerusalén. Recuerdo a Ariel gritando mi nombre para llamar mi atención y aquel mensaje de mi hermana Assal. Recuerdo la llamada a mi hermana desde nuestra casa de Venecia. Sí, lo recuerdo. Recuerdo su mensaje sobre la abuela. Su salud. Se estaba muriendo y quería hablar conmigo. Sí, ahora lo recuerdo… allí empezó todo…».

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