Venecia
A la mañana siguiente, Afdera se encontraba intranquila. No sabía nada de Max desde que éste había abandonado su habitación en plena madrugada y había desaparecido sin dejar el menor rastro hacía ya dos días. En pocas horas, ella, su hermana Assal y Leonardo Colaiani debían reunirse con Stefano Pisani para saber si había conseguido traducir la frase en árabe que aparecía en la estela funeraria que servía de respaldo al trono de San Pedro.
Durante el trayecto a pie, Afdera se mantuvo en silencio, roto tan sólo por la voz de su hermana.
– ¿Te ha llamado Max?
– No.
– ¿Qué pasó la otra noche para que desapareciese tan misteriosamente?
– Nada, hermanita, absolutamente nada -respondió Afdera mirando fijamente a los ojos de su hermana indicándole que daba por terminada la conversación.
Minutos después alcanzaban las grandes anclas de bronce que se levantaban a las puertas del museo.
Allí, en la planta baja, les esperaba Pisani para acompañarles hasta su caótico despacho. Nada más entrar, los visitantes fijaron su vista en la gran pizarra verde que se encontraba en el centro de la sala. En ella aparecía escrita una frase con caracteres árabes.
– ¿Es ésta la frase que aparece en el trono de San Pedro? -preguntó Afdera, impaciente.
– Sí, así es. Ha sido bastante complicado descifrarla, porque al estar escrita en piedra había perdido algún punto. La traducción no es literal. También ha sido complicado porque se trata de árabe muy antiguo, del siglo XIII -respondió el conservador.
– ¿Y qué significa?
-respondió Pisani.
– Vamos, Stefano, dinos qué significa en cristiano -pidió Colaiani.
– Oh…, perdón. La frase dice así: Allí donde yace el caballero del león, el sagrado, allí en el lugar en el que se alza la estrella, allí en la ciudad que aún sigue siendo santa, encontrarás la palabra del verdadero, del elegido, el que desciende de la gran estirpe, el que no tiene rey y que deberá guiar a las tribus israelitas.
– ¡Vaya! ¡Otro maldito acertijo! -protestó Assal.
– No nos pongamos nerviosos y analicemos la frase -dijo Colaiani, dirigiéndose hacia la gran mesa situada junto al ventanal-. Allí donde yace el caballero del león, el sagrado, sabemos que se refiere a Hugo de Fratens. Veamos la siguiente parte de la frase: Allí en el lugar en el que se alza la estrella, allí en la ciudad que aún sigue siendo santa. La primera parte es difícil de descifrar por ahora, pero sin duda cuando habla de en la ciudad que aún sigue siendo santa, no cabe la menor duda que se refiere a San Juan de Acre, la actual Acre, en Israel.
– ¿Y cómo está tan seguro?-preguntó Assal.
– Muy sencillo. En el año 332 a.C. pasó a formar parte del imperio del gran Alejandro Magno. Después de que el Imperio romano se dividiera en Imperio romano de Oriente e Imperio romano de Occidente, Acre quedó integrada en el Imperio de Oriente, que más tarde sería el Imperio bizantino.
»En el año 638, Acre era una posesión árabe. Después la fueron conquistando otros pueblos: Balduino I de Jerusalén en 1104; Saladino I, sultán de Egipto y Siria, en 1187, pero poco después cayó nuevamente en manos cristianas, durante la tercera cruzada, al mando de los reyes de Inglaterra y Francia, Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto, y fue entonces cuando la bautizaron con el nombre de San Juan de Acre. A San Juan de Acre se la denominaba «la ciudad aún santa» debido a que, tras la caída de Jerusalén, asumió una importancia decisiva durante el siglo XIII, convirtiéndose en la capital política y administrativa del reino cruzado. San Juan de Acre fue el puesto cruzado de avanzadilla en Tierra Santa, una poderosa fortaleza que constantemente debía afrontar la amenaza musulmana. Así que ya sabemos por lo menos que el caballero al que se refiere la frase es Hugo de Fratens y la ciudad aún santa es Acre.
– ¿A qué se referirá cuando dice: Allí en el lugar en el que se alza la estrella? -preguntó Assal.
– Tal vez sea la situación de la tumba o algo parecido. Podría ser una clave para encontrar la tumba en Acre -respondió Afdera-. Lo que está claro es que cuando la frase habla del verdadero, del elegido, el que desciende de la gran estirpe, el que no tiene rey y que deberá guiar a las tribus israelitas, sólo puede referirse a Judas Iscariote. En la traducción del evangelio de Judas ya se habla del apóstol como «el elegido», «el de la gran estirpe», «el que no tiene rey». No cabe la menor duda de que se refiere a Judas Iscariote.
– ¿Y ahora qué hacemos? -interrumpió Assal.
– Nos vamos a Israel. Quiero encontrar esa tumba de Hugo de Fratens, si es que existe y no es algo más que una leyenda urbana. ¿Quién viene conmigo?
– Yo prefiero quedarme en Venecia con Sam. Aún está débil después de lo de Aspen -se disculpó Assal-. Además, sabes que soy investigadora de archivos y me gusta poco el polvo de las excavaciones.
– Yo voy con usted -sentenció Leonardo Colaiani, dando un paso al frente.
– Muy bien. Llamaré a Ylan Gershon, el director de la Autoridad de Antigüedades de Israel, y le diré que nos prepare una visita. Nuestra próxima parada será Jerusalén.
Antes de salir del despacho de Pisani, Afdera se dirigió al conservador y le aconsejó que borrase la frase de la pizarra y olvidase todo lo que habían hablado en aquella reunión.
– Se lo aconsejo por su propia seguridad. Ha muerto mucha gente por menos que el conocimiento de una frase en árabe. Mi abogado, Sampson Hamilton, se pondrá en contacto con usted en unos días para entregarle la cantidad de dinero necesaria para que lleve a cabo su investigación en Alejandría. Ha hecho usted un gran trabajo.
Ciudad del Vaticano
Sobre las once de la noche, el cardenal Lienart se encontraba reunido con varios prefectos de las Congregaciones y Comisiones Pontificias. Hasta que el Santo Padre no se recuperase totalmente de sus heridas, él, como secretario de Estado, seguiría liderando los asuntos terrenales de la Iglesia católica. Tras finalizar el encuentro, decidió convocar a su secretario.
– ¿Monseñor Mahoney?
– Soy yo, eminencia -respondió el secretario.
– Necesito que se presente en mi despacho cuanto antes. El tiempo apremia y debemos estar preparados, como le dije.
– Perfecto, eminencia, estaré allí en unos minutos.
La reunión debía mantenerse en el máximo secreto. Los asuntos que iban a tratarse en aquel despacho serían de suma importancia no sólo para el destino del próximo Sumo Pontífice, sino también para la seguridad y estabilidad de la religión católica en el mundo.
Mahoney llegó temprano, como siempre, y tocó levemente la puerta con los nudillos.
– Pase, pase, monseñor -ordenó Lienart.
– Dígame, eminencia, ¿en qué puedo servirle?
– Usted sabe que desde este mismo momento su reloj ha comenzado su cuenta atrás. Tiene desde ahora pocos días para solucionar y dejar todos los cabos bien atados -afirmó Lienart mientras encendía un grueso cigarro habano-. Y ahora quiero saber cómo está la situación de nuestro Círculo.
– En este momento, el hermano Cornelius sigue de cerca a Afdera Brooks. El hermano Pontius tuvo un altercado la otra noche con esa mujer y ese sacerdote, Maximilian Kronauer. Consiguieron herirle, pero se está recuperando en el Casino degli Spiriti. He dado órdenes al hermano Cornelius para que no adopte ninguna medida hasta que sepamos adónde nos va a llevar esa joven. El hermano Alvarado está también en Venecia esperando instrucciones.
– Tal vez el hermano Alvarado deba viajar a Ginebra para dar un escarmiento a ese griego llamado Kalamatiano. Sabe demasiado sobre ese traidor de Judas Iscariote y el rastro dejado por sus palabras envenenadas. Ése es, sin duda, un cabo suelto que hay que atar…
– Pero está muy protegido.
– Por eso quiero que envíe a Alvarado. Él y su magia serán capaces de derrumbar cualquier barrera que se le pueda presentar hasta eliminar a su objetivo en el nombre de Dios Nuestro Señor.
– ¿Y qué hacemos con la señorita Brooks y con Kronauer? También saben mucho de Judas Iscariote y, sin duda, se han convertido en dos cabos sueltos muy importantes -aseguró el obispo.
– Accesorium non ducit, sed sequitur suum principale, lo accesorio sigue la suerte de lo principal, querido Mahoney. Debemos tener paciencia y ahora más que nunca. No podemos tropezar en estos momentos. Paso a paso se va lejos, no lo olvide. Por ahora, dígale al hermano Cornelius que vigile los movimientos de esa mujer. Una vez que él mismo decida que ha llegado el momento, tiene libre disposición para decidir su suerte.
– Entonces ¿dejamos que sea el hermano Cornelius quien decida cuándo atar el cabo de la joven Brooks?
– Sí, eso he dicho. Ordene al hermano Pontius que acompañe al hermano Cornelius. Cuatro ojos ven mejor que dos y dos cerebros piensan mejor que uno. ¿No le parece?
– ¿Y qué hacemos con Kronauer? Si su tío descubre que estamos detrás de su eliminación, podría ponernos en peligro.
– Déjeme a Maximilian Kronauer y a su tío a mí. Yo sabré cómo manejar a ambos. Por ahora, dígale a Cornelius que sólo tiene permiso para atar el cabo de esa mujer. No quiero que al padre Maximilian Kronauer le ocurra nada. ¿Me ha entendido?
– Sí, eminencia, perfectamente.
– De acuerdo. Ahora, monseñor, déjeme solo. Buenas tardes, y espero que la próxima vez me traiga mejores noticias.
Tras su reunión con su secretario, Lienart se dirigió a los jardines vaticanos. En un lugar apartado, cerca de la fuente de la Galera, debía encontrarse con Coribantes.
– Buenas noches, Coribantes.
– Buenas noches, eminencia.
– ¿En qué situación se encuentra nuestro juego de ajedrez?
– He oído que el Santo Padre tiene previsto visitar a ese turco en la prisión en la que se encuentra.
– Lo sé. He intentado hablar con ese estúpido del cardenal Dandi para hacer que Su Santidad desista de esa visita, pero al parecer desea dar su espectáculo ante las cámaras de televisión.
– ¿Qué pasaría si ese turco revelara al Papa quién organizó su intento de asesinato? Podría atar cabos y llegar hasta nosotros -dijo el agente del contraespionaje.
– No lo creo. Ese títere no sabe nada más allá de quién le entregó el arma que usó en la plaza de San Pedro. Ya nos hemos ocupado de ese individuo austríaco y, por tanto, ese Agca no podrá revelar nada al Papa sobre una posible conexión con la propia Santa Sede. Tan sólo deberían preocuparnos Foscati y su hija, Daniela.
– Ya no debe preocuparse por ello, eminencia.
– ¿A qué se refiere?
– Está muerta.
– ¿Cómo que está muerta? -preguntó alterado Lienart.
– Cuando la teníamos retenida, esa jovencita intentó escapar. En el forcejeo con nuestros amigos de Roma que la vigilaban se golpeó la cabeza. Ahora está muerta.
– ¿Quiénes son esos amigos de Roma? ¿Y qué ha hecho con ella?
– No se preocupe, eminencia. Los amigos de la Magliana, la mafia romana, se hicieron responsables de hacer desaparecer su cuerpo. Daniela Foscati no aparecerá jamás, se lo aseguro. Es mejor no preguntar. Es mucho mejor así, eminencia. Olvide el asunto. Es mucho mejor para todos…
El cardenal August Lienart mantuvo absoluto silencio sentado en aquel banco de piedra, mientras Coribantes desaparecía entre las sombras. Por un momento se le apareció el rostro de Giorgio Foscati, aunque pensándolo bien, tal vez fuese mejor así. Al fin y al cabo, tanto ese periodista como su hija eran dos cabos sueltos que alguien debía atar tarde o temprano.
Jerusalén
Para Afdera, encontrarse en Jerusalén era como estar en casa. Conocía cada rincón, cada matiz, cada olor, cada sabor de la ciudad. Junto con Venecia, eran sus hogares.
Durante el vuelo, en primera clase, Afdera se dedicó a leer los titulares de las portadas de los periódicos. La investigación por el atentado contra el Sumo Pontífice era la noticia. La mayor parte de los medios dedicaba sus páginas a mostrar semblanzas del Pontífice, con imágenes en blanco y negro de su niñez en su país natal y retratos del magnicida turco.
– Vaya, pensé que los papas serían los intocables en esta época -dijo Colaiani.
– ¿Por qué pensó eso? Para mí los jefes de Estado son todos iguales, y el Papa no es diferente. De cualquier forma, hace años que dejé de creer en ese Dios del que habla el Vaticano.
– No diga eso. Una cosa es Dios y otra los hombres que utilizan el nombre de Dios en beneficio propio, y de ésos hay muchos en el Vaticano.
– Puede que tenga razón -admitió Afdera mientras acomodaba su cabeza en una almohada para intentar conciliar el sueño.
La despertó el golpe seco del avión tomando tierra en el aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv. Al salir hacia la terminal, ni Afdera ni el profesor Colaiani se dieron cuenta de que alguien les seguía de cerca y les observaba desde el final de la cola del control de inmigración. Los hermanos Pontius y Cornelius, del Círculo Octogonus, mantenían su estrecha vigilancia sobre la joven.
En cuanto salieron, Afdera divisó la figura desgarbada de Ylan Gershon, el amigo de su abuela y director de la Autoridad de Antigüedades de Israel.
– ¡Afdi, Afdi, estoy aquí! -gritó Ylan, dando ridículos saltos para hacerse ver.
– ¡Hola, Ylan! ¿Qué tal estás?
– Encantado de volver a verte e impaciente por saber cuándo vas a reincorporarte a tu puesto.
– Antes de que me eches la bronca, déjame presentarte a Leonardo Colaiani, uno de los mayores expertos en historia medieval -dijo Afdera, apartándose para dejar que Ylan estrechase la mano al medievalista.
– He leído sus estudios sobre arqueología cruzada -dijo el director de la AAI -. A lo mejor le gustaría que le organizáramos una visita a las excavaciones de Acre.
– Me gustaría mucho, sobre todo al complejo de los hospitalarios.
– No hay ningún problema -afirmó Ylan-. Ese complejo es el más importante de los vestigios subterráneos del San Juan de Acre cruzado. Se encuentra en la parte norte de la actual ciudad vieja. En la estructura que acabamos de descubrir se encontraba el comando central de la Orden de los Hospitalarios, los Caballeros de San Juan. ¿Sabe que descubrimos un amplio entramado de edificios de aproximadamente cuatro mil quinientos metros cuadrados, con salas y habitaciones construidas alrededor de un gran patio central?
– Sí, he leído todo lo relativo a ese descubrimiento en las revistas académicas. Está claro que su departamento ha hecho un gran trabajo de conservación.
– Bueno, antes de que os caséis, ¿podemos ir a Jerusalén? -interrumpió Afdera.
– ¡Oh, sí, cómo no! Ahora mismo viene mi chófer a recogernos. ¿Vais a dormir en casa?
– No, Ylan, muchas gracias. Hemos reservado habitaciones en el Hotel American Colony, en Nablus Road. Allí estaremos mejor y así no os molestaremos a ti, a Helena y a los niños.
– Ya sabes que te adoran, pero si prefieres ir a un sucio hotel lujoso de cinco estrellas, con piscina, sauna y uno de los mejores restaurantes de la ciudad, pues no hay nada más que hablar.
– Te quiero, Ylan.
– Yo también a ti, pero Helena y los niños se van a poner muy tristes de que no vengas a casa.
A poco más de cincuenta y tres kilómetros, el Mercedes-Benz de Ylan comenzó a ascender por una autopista plagada de curvas. Al llegar hasta las afueras de la mítica ciudad, el vehículo entró por la carretera que rodeaba las colinas en dirección a la zona oriental. El hotel se encontraba justo a pocos metros de la línea de armisticio de 1949, establecida tras la primera guerra árabe-israelí. Ylan les dejó en el hotel y quedaron en verse al día siguiente.
Fundado en 1902 por el barón Ustinov, abuelo del actor Peter Ustinov, el American Colony nació con la idea de ofrecer una confortable habitación a los visitantes llegados de Europa y América. Poco a poco, se convirtió en una referencia de lujo y comodidad para los viajeros occidentales y peregrinos que llegaban hasta Tierra Santa.
Durante la Primera Guerra Mundial ondeó en el hotel la bandera blanca de neutralidad, convirtiéndose en un hospital de heridos en campaña. Poco a poco, esa neutralidad hizo que fuera un oasis entre las turbulencias políticas que azotaban la región. Políticos árabes y también judíos podían acercarse al American Colony para mantener reuniones con periodistas internacionales, espías de la CIA o el KGB, oficiales de alto rango de las Naciones Unidas o diplomáticos llegados desde todos los rincones del planeta. Durante toda la noche Afdera sólo pudo pensar en Max hasta que consiguió conciliar el sueño.
Al día siguiente, el patio central del hotel se mostraba bullicioso durante la hora del desayuno. Éste era un acontecimiento que su abuela le había enseñado a no perderse. Allí se sentaban dos corresponsales, el de la BBC y el de una radio española, que vivían en el hotel desde hacía más de cinco años. Se decía incluso que uno de ellos trabajaba realmente para la CIA en la región, como enlace con los grupos palestinos, que estaban en contra de una posible negociación de paz con Israel, pero como todo en el American Colony, aquello también podía ser tan sólo una leyenda más.
– ¿Señorita Brooks? -preguntó el camarero.
– Sí, soy yo.
– Tiene una llamada. Si quiere, puede responder aquí o en recepción.
– Prefiero responder en recepción, gracias.
Reconoció al otro lado de la línea la voz de Ylan.
– ¿Cómo has dormido en ese cuchitril? -preguntó el director de la AAI entre grandes risotadas.
– Ha sido difícil, entre sábanas de lino y algodón egipcio. La verdad es que lo he pasado muy mal durmiendo en este hotel mientras me daba un masaje en el spa y tomaba un baño turco.
– Si quieres, cuando estés lista, os espero a ti y al profesor Colaiani en el Museo Rockefeller. Por cierto, niña, me ha llamado un tal Kronauer, Maximilian Kronauer, para decirme que es amigo tuyo y que se acercará también esta mañana hasta el museo para verte.
Afdera permaneció en silencio, recordando la última noche que se habían visto, en la Ca' d'Oro. Le parecía que habían transcurrido años, en lugar de pocos días.
– ¿Estás ahí? -Oh, sí, Ylan, estoy aquí. Me parece bien lo de Max. Lo veré entonces también allí -dijo antes de colgar.
Después del desayuno, Afdera y Colaiani salieron del hotel y se dirigieron a pie rumbo a la calle Sultán Suleiman, frente a la puerta de Herodes, en cuyas cercanías se levantaba el edificio que albergaba la AAI. A poca distancia, les seguía un Peugeot gris con dos hombres.
El museo, financiado por el magnate John Rockefeller en 1927, alberga una larga historia a través de sus colecciones, que abarcan desde la Edad de Piedra al siglo XVIII. El edificio, mezcla de arte bizantino, islámico y art déco, fue escenario de una de las más cruentas batallas durante la guerra de los Seis Días. A pesar de ello, los objetos que atesoraba no sufrieron ningún daño.
Colaiani siguió a Afdera a través de pasillos llenos de vitrinas y atravesaron un luminoso claustro tapizado por un hermoso jardín adornado con fuentes árabes.
– El señor Gershon la está esperando. Pase, señorita Brooks -dijo la secretaria.
Al abrir el despacho, Afdera sólo vio a Ylan, que estaba hablando con alguien que la puerta ocultaba. Nada más entrar, apareció Max, que tenía entre sus manos un libro sobre las tumbas de los cruzados en San Juan de Acre.
Al ver a Afdera, Max se levantó y se dirigió hacia ella, dándole un inocente beso en la mejilla.
– Vaya, veo que os conocéis muy bien -observó Ylan, sin dejar de mirar a Afdera a los ojos. La joven supo interpretar el tono sarcástico de su jefe.
– Hola, Max, ¿cómo estás?
– Preparando mi viaje a Siria.
– ¡Oh, vaya! Así que se va usted a Siria…
– Sí, así es. El gobierno de Damasco me ha contratado para traducir unos rollos escritos en arameo.
– Max es un experto en lengua aramea -explicó Afdera, dirigiéndose al director de la AAI.
– Pues tal vez podamos contratarlo aquí en Israel para que nos ayude a traducir varias inscripciones que se encuentran en diversas piezas de alfarería -propuso Ylan.
– Será un placer para mí trabajar con usted, profesor Gershon. He oído hablar muy bien de usted en el mundo académico.
– ¿Incluso en Damasco?
– Incluso en Damasco-repitió Max.
– Bueno, pues si quieren, nos sentamos en esta mesa y Afdera me cuenta qué quiere de mí y de Israel.
Cuando los cuatro se sentaron, Afdera extrajo de su bolso el diario heredado de su abuela.
– Este diario fue escrito por mi abuela. En él relata todos los avatares seguidos por el evangelio de Judas, desde que lo descubrieron en la cueva de Gebel Qarara hasta que llegó a sus manos y cómo terminó su andadura en la caja de seguridad de un banco de Hicksville, en Nueva York. Yo he agregado las pistas que hemos ido descubriendo y lo relativo a la llamada carta de Eliezer. Todas las pistas apuntan a que ese documento, escrito supuestamente entre los años sesenta y setenta de nuestra era, debe de estar escondido en la tumba de un caballero cruzado en Acre, y para eso te necesitamos.
– Ya sabes que no hay un registro completo de las tumbas cruzadas halladas en las catacumbas, porque la mayor parte de ellas no tenían ningún tipo de inscripción para ser identificadas. Los sarcófagos están registrados por la AAI con un número y la situación de la propia tumba dentro de la catacumba -aseguró Ylan-. Por cierto, ¿qué te hace estar tan segura de que esa carta o documento está enterrado en Acre?
– Las pistas que hemos encontrado. Seguimos el rastro dejado por los cruzados que acompañaron a Luis de Francia de regreso a Tierra Santa desde Egipto, tras su derrota. Ahí se formaron dos grupos, dirigidos por dos hermanos, Phillipe y Hugo de Fratens. Phillipe, el guerrero, continuó su viaje a Occidente junto a una fuerte escolta varega, los escandinavos…
– Sí, ya sé quiénes son…
– Los varegos fueron dejando pistas a su paso por Antioquía y el Pireo, pistas que acabaron en Venecia. Una estaba en un león, hoy en la entrada del Arsenale. En su lomo aparece grabada una frase en rúnico: En la puerta del mar, Zara girará alrededor del laberinto, mientras el león protege al caballero y su secreto. Encuentra la estrella que ilumina el trono de la iglesia y te llevará hasta la tumba del verdadero. Esta pista nos llevó a otra inscripción que encontramos en el respaldo del trono que supuestamente utilizó San Pedro en Antioquía. Está escrita en árabe y por el análisis de su caligrafía pertenece al siglo XIII, la época en la que Phillipe de Fratens y los varegos regresaron a Occidente. La traducción de la frase dice: Allí donde yace el caballero del león, el sagrado, allí en el lugar en el que se alza la estrella, allí en la ciudad que aún sigue siendo santa, encontrarás la palabra del verdadero, del elegido, el que desciende de la gran estirpe, el que no tiene rey y que deberá guiar a las tribus israelitas. Necesito que nos ayudes a localizar esa tumba. En la inscripción en árabe se habla de allí en el lugar en el que se alza la estrella, pero no sabemos a qué estrella se refiere. Si no nos ayudas, podríamos estar siglos excavando en Acre sin ningún resultado positivo.
– Déjame ver la inscripción en árabe -pidió el director de la AAI.
Después de examinar durante unos minutos el texto original en árabe traducido por Stefano Pisani, Ylan se dirigió a su mesa y marcó un número de teléfono.
– Muy bien, querido amigo, nos vemos mañana en Galilea -se despidió el director antes de colgar.
– O me dices qué has descubierto o me va a dar un infarto -pidió Afdera.
– Me llamó la atención la frase: Allí en el lugar en el que se alza la estrella. Posiblemente esté indicando dónde se encuentra la tumba de tu caballero. He llamado a un gran amigo mío, Yigal Mizrahi, del observatorio astronómico del Monte Hermón. Es uno de los grandes expertos de este país en astronomía y astrofísica. Mañana por la mañana os recogeré en la puerta del hotel e iremos hasta el Monte Hermón, en los Altos del Golán. Allí podremos intentar descifrar el lugar donde se encuentra la tumba de tu caballero cruzado. Será mejor eso que ponernos a levantar todo el suelo de Acre.
– Muy bien, pues esperaremos hasta mañana -resolvió Afdera, levantándose de la mesa para dirigirse ya hacia la salida.
– Te recomiendo que lleves a tus amigos a dar una vuelta por Jerusalén, así no se van de esta ciudad sin conocerla.
– De acuerdo, haremos un recorrido por la ciudad -respondió la joven de mala gana, mientras daba un beso en la mejilla al director de la AAI.
– Iros pronto a dormir. Mañana nos espera un día muy largo. Tenemos casi doscientos kilómetros desde Jerusalén hasta el observatorio del Monte Hermón por unas carreteras llenas de curvas.
Al salir del museo, Leonardo Colaiani se disculpó y dijo que deseaba regresar al hotel a descansar. Aquélla era una buena ocasión para quedarse a solas con Max y hacerle cientos de preguntas que la torturaban desde que había salido huyendo de su habitación en la Ca' d'Oro, pero, en contra de sus deseos, prefirió permanecer en silencio.
– Vaya, parece que Colaiani se huele algo, ¿no te parece? -preguntó Max mientras Afdera guardaba silencio-. ¿Es que no vas a hablar conmigo? -volvió a insistir.
– No sé qué quieres que te diga. Estabas conmigo la otra noche y en un segundo habías desaparecido. ¿Qué quieres que te diga?
– Tienes que pensar que para mí no es nada fácil… -¿Y para mí sí lo es?
– Hace mucho tiempo hice votos de castidad por mi condición de sacerdote y pasados los años te encuentro y casi rompo esos votos. Necesitaba pensar, necesitaba descubrir qué es lo que siento por ti, por el sacerdocio, por Dios, algo difícil de hacer en la Ca' d'Oro.
– ¿Y has descubierto algo? -preguntó Afdera con sarcasmo.
– Sigues sin entender por lo que estoy pasando. Desde siempre has estado protegida por tus padres, después por tu abuela y luego por esa especie de coraza con la que te vistes cada mañana, pero la gente normal, la gente corriente vivimos de forma más valiente las situaciones con las que nos encontramos en nuestro camino.
– ¡Ah! Eso quiere decir que tú eres un valiente por haber violado tus votos de castidad y yo una cobarde por haberte incitado a ello. Como si los dos no fuéramos adultos.
Sin darse cuenta, y mientras discutían, la pareja alcanzó la iglesia del Santo Sepulcro, en el corazón de la ciudad vieja.
– Tal vez podrías entrar y hablar con tu Dios sobre lo que te ha ocurrido. A lo mejor puede aconsejarte sobre cómo vivir tu relación con otras personas.
– No utilices tu sarcasmo conmigo. Estoy de acuerdo en que tal vez no fue lo mejor haberte abandonado aquella noche, pero también debes concederme que no fue fácil tener que renunciar a mi posición como hombre de Dios y convertirme en un hombre a tu lado.
– Eso suena muy bien, pero… ¿y yo qué? ¿Acaso te has parado a pensar en lo que pasé aquella noche cuando saliste a hurtadillas, como un ladrón, de la habitación? Me sentí como si hubiera hecho algo malo. Como si yo fuera la culpable y tú la víctima. Está claro, Max, que o decides quedarte con Dios o conmigo. Es muy difícil que puedas compaginar las dos cosas.
Max permaneció en silencio dando la espalda a Afdera, y se dispuso a entrar en la iglesia en donde, supuestamente, había estado enterrado Jesucristo… Afdera comenzó a llorar mientras veía cómo Max se perdía entre un grupo de turistas mexicanos que intentaba acceder al templo. Su cabeza no paraba de pensar mientras sorteaba a vendedores de dulces y creyentes que se dirigían a la explanada de las mezquitas y enfilaba por las estrechas calles del viejo Jerusalén en dirección a la puerta de Damasco. Esa noche su teléfono no sonó, a pesar de desear fervientemente recibir una llamada de él.
Un poco antes del amanecer, Ylan y Max llegaron en un coche conducido por su chófer a la puerta del American Colony. Colaiani se había provisto de una bolsa de bollos y un termo de café caliente para el viaje. Casi doscientos kilómetros los separaban del observatorio astronómico en la cumbre del Monte Hermón.
Durante todo el viaje, Max y Afdera no se dirigieron la palabra. Sólo podía oírse la voz del director de la AAI explicando a Colaiani las excavaciones que estaban llevando a cabo en las zonas por las que pasaban.
El Monte Hermón era una de las montañas más altas del Oriente Medio y, por tanto, de alto valor estratégico para cualquier país de la región. Con sus 2.814 metros de altura, constituía actualmente la frontera entre tres países claramente beligerantes: Israel, Siria y Líbano. Sus laderas meridionales y occidentales se encontraban bajo control de Israel, como resultado de su victoria en la Guerra de los Seis Días. Un dicho israelí decía: «Quién tenga en su poder el Monte Hermón, podrá escupir en la cabeza de su vecino si quiere», y puede que tuviesen razón.
Pasado el mediodía el vehículo comenzó a ascender por la ladera occidental de los Altos del Golán, en dirección al observatorio. Casi una hora después y tras subir por una carretera endiablada, el coche se detuvo ante unas grandes escaleras de piedra, situadas justo bajo el observatorio.
– ¡Qué frío hace aquí, maldita sea! -se quejó Colaiani al bajar del vehículo.
– Es porque estamos a casi tres mil metros de altura -explicó Yigal Mizrahi, director del observatorio astronómico del Monte Hermón mientras descendía por las escaleras para reunirse con los recién llegados.
– ¿Cómo estás, querido amigo? -dijo Ylan, dando un abrazo a Mizrahi-. Te presento a Afdera Brooks, al padre Maximilian Kronauer y al profesor Leonardo Colaiani, de la Universidad de Florencia
– Mucho gusto. Pasen dentro, hace menos frío.
El observatorio astronómico del Monte Hermón se había situado entre los más famosos del mundo en el estudio del universo. El equipo del doctor Mizrahi había conseguido descubrir e identificar estrellas de diversas clases con sus planetas y satélites.
– Aunque mi especialidad es la astronomía de posición, conocida como astrometría, y la astrofísica, que no es otra cosa que la aplicación al estudio de los astros de las teorías y técnicas surgidas en la física desde el siglo XX, soy un gran aficionado a la historia de la astronomía, y por eso Ylan les ha obligado a venir hasta aquí. Me dijo que estaban ustedes buscando la posición de una tumba concreta situada en San Juan de Acre.
– Sí, así es. Descubrimos la ciudad donde estaba la tumba gracias a una estela funeraria árabe del siglo XIII. Al traducir la frase de la estela, aparecieron unas extrañas palabras: Donde yace el caballero del león, el sagrado, allí donde se alza la estrella, allí en la ciudad aún santa, encontrarás la palabra del verdadero, del elegido, el de la gran estirpe que no, tiene rey y que deberá guiar a las tribus de Israel. Conseguimos descifrar gran parte del significado de la frase, pero nos llamó la atención la parte que hace referencia a allí donde se alza la estrella y creemos que puede estar relacionada con la ubicación de la tumba en Acre -explicó Afdera.
– En el siglo XIII, en Oriente Próximo, eran relativamente comunes los relojes de sol con unas curvas dibujadas en el cuadrante para los rezos diarios -explicó Mizrahi mientras se dedicaba a meter datos y cifras en un ordenador-. Éstos marcaban los cuatro puntos cardinales. El cuadrante era horizontal, así que sobre ellos era fácil seguir un ángulo hasta una distancia determinada. Para que ustedes me entiendan, todos ellos mostraban siempre la dirección a la Kaaba, en La Meca, lo que hacía que los musulmanes se tomasen la exactitud de la posición muy en serio, casi como una tarea sagrada. El mihrab de las mezquitas está siempre orientado a La Meca.
– Entiendo que eso sólo podría marcarse si en San Juan de Acre existiese una mezquita del siglo XIII -dijo Max.
– Déjeme explicárselo, padre. Durante la construcción, por ejemplo, de las mezquitas de San Juan de Acre, sería el eje norte-sur y sus constructores lo marcarían. También es posible seguir la dirección del muro de la qibla en las mezquitas. Si se colocan dos clavos en el muro, se puede señalar un punto dependiendo de la visibilidad -indicó Mizrahi, mostrando a sus visitantes mapas del siglo XIII del Mediterráneo Oriental.
– Acérquense al ordenador. Se lo enseñaré -invitó el astrónomo-. Si alguien hubiese calculado la distancia exacta entre nuestro lugar, aquí en el Monte Hermón y, por ejemplo, Alejandría, y tuviera un mapa moderno, podría precisar el lugar exacto con un ángulo. La forma aproximada para señalar sería identificar un punto de la costa sabiendo, primero, el punto que está al oeste, al amanecer, y segundo, la distancia desde la costa hasta la tumba. Teóricamente, alguien muy inteligente, como los árabes de Al-Mamun, generó mapas muy exactos. Eratóstenes acertó incluso al calcular el grado terrestre y algunos astrolabios daban una buena exactitud.
– ¿Quién era Eratóstenes? -preguntó Max.
– Un sabio que nació en Libia, en el siglo III a.C., y al que se le atribuye la invención de la esfera armilar, que aún se empleaba en el siglo XVII. Aunque debió de utilizar este instrumento para diversas observaciones astronómicas, sólo queda constancia de la que le condujo a la determinación de la oblicuidad de la eclíptica. Determinó el intervalo entre los trópicos, para que ustedes lo entiendan, y obtuvo un valor de 24 grados.
– Pues sigo sin entender absolutamente nada -reconoció Afdera.
– Es muy sencillo. Los árabes no marcaban sus coordenadas de situación como lo hacemos hoy, a través de puntos terrestres, sino a través de puntos estelares. Cuando ayer me llamó Ylan y me habló de la frase donde yace el caballero del león, el sagrado, allí donde se alza la estrella, allí en la ciudad aún santa, la estrella se refiere a la constelación de Bootes o del Pastor. Primero, metí en el ordenador del observatorio los datos y las fechas aproximadas en las que se supone que fue enterrado su caballero. Jugué con ventaja, porque Ylan me dijo que tenían ustedes localizada la ciudad en donde se encuentra la tumba: Acre. En cuestión de minutos comenzaron a aparecer posiciones de estrellas y, a partir de ahí, se puede establecer la posible ubicación de la tumba, siempre y cuando nadie nos haya jugado una mala pasada.
– ¿Qué es la constelación de Bootes? -preguntó Colaiani, interrumpiendo la explicación del astrónomo.
– Primero unimos las estrellas y Boo, p Boo y a Boo con una línea recta. Después hacemos lo mismo con las estrellas e Boo, o Boo y nuevamente la estrella p Boo. Después unimos las dos líneas rectas y en el centro de esas dos líneas rectas aparece la ciudad de Acre, o San Juan de Acre, como era conocida durante la época de las cruzadas. Bootes, o el Pastor, es una de las ochenta y ocho constelaciones modernas y era una de las cuarenta y ocho constelaciones listadas por el gran Ptolomeo. El Pastor representa una figura humana de gran tamaño, mirando hacia la Osa Mayor.
– ¿Quiere decir que la marca de la tumba no estaba señalada por ninguna medida terrestre, sino estelar?
– Créame, los árabes eran mucho más avanzados que los occidentales. Mientras en Europa moríamos a causa de la peste y las hogueras de la Inquisición, en zonas como Irak se establecía una Casa de la Sabiduría para que los científicos pudiesen investigar tranquilamente.
– Pero Luis IX de Francia no disponía de ningún cartógrafo árabe o, si lo tuvo, no quedó constancia de esa supuesta relación -aseguró Colaiani.
– ¿Cómo está tan seguro? -replicó Mizrahi-. A muchos grandes señores de la época les gustaba estudiar los libros escritos por matemáticos, cartógrafos o astrónomos árabes. Por ejemplo, la brújula, aunque inventada por los chinos, es mencionada por primera vez por los árabes en 1220. Probablemente fueron ellos quienes la introdujeron en Europa. Durante el estancamiento geográfico medieval europeo, fueron los navegantes árabes quienes realizaron y utilizaron cartas geográficas de gran exactitud. Después de un largo periodo de silencio se inició un movimiento de recuperación de los clásicos griegos por parte de los árabes en los siglos VIII y IX. A partir de esta última fecha, el mundo islámico produce su propia cartografía. Estos avances cartográficos llegan principalmente a Europa gracias a los intercambios comerciales que se mantienen con los árabes, relaciones que se hicieron más fluidas durante el siglo XIII, provocando un mayor conocimiento por parte de los occidentales del mundo oriental. Piense, profesor, que en 1154, Al-Idrisi, usando como principal fuente el trabajo de Ptolomeo, realizó un mapa del mundo bastante exacto, y estamos hablando del siglo XII.
– Lo que no entiendo es cómo podemos saber la situación exacta de la tumba -intervino Max.
– Como les he dicho, unimos las dos líneas rectas marcadas por las diferentes estrellas de la constelación del Pastor. Y desde la unión de las dos líneas marcamos una línea recta vertical hacia la Tierra. Los árabes tomaban como punto de referencia el minarete de una mezquita, y eso es lo que tiene que descubrir. Según el ordenador del observatorio, ese punto debe encontrarse cerca del Jan el-Shawarda -aseguró Mizrahi, arrancando una gran hoja de papel continuo de la impresora.
– En Acre se conservan actualmente tres Jan -explicó Ylan Gershon-. El Jan al-Faranj, que era el centro del barrio veneciano durante las cruzadas, con su iglesia de los Franciscanos del siglo XVIII; el Jan al-Udman, con su torre del reloj, que formaba parte del barrio genovés bajo dominio cristiano; y el Jan el-Shawarda, que se relaciona con el barrio veneciano de San Juan de Acre de época de los cruzados, cuando los traficantes llegados de Venecia hicieron del lugar su cuartel general.
– Vaya, otra vez el Laberinto de Agua -observó Afdera.
– ¿A qué se refiere? -preguntó el astrónomo.
– A nada, no se preocupe. Ylan, ¿existe en alguno de ellos alguna construcción del siglo XIII, de la época del rey Luis IX de Francia?
– Sí, el Jan el-Shawarda tiene una torre del siglo XIII.
Afdera dio un gran grito de alegría al oír aquello, ante la mirada sorprendida de Max, Colaiani, Ylan y Mizrahi.
– Ahí tiene que estar la tumba. Ylan, estoy segura de que la tumba del caballero Hugo de Fratens se encuentra bajo esa torre.
– ¿Y qué quieres?, ¿tirarla?
– No, sólo que me consigas un permiso de excavación bajo el suelo de la torre -suplicó Afdera.
– Sabes que adoraba a tu abuela, pero eso es, sencillamente, imposible, una locura. ¿Sabes cuánto tiempo se necesitaría para que la Autoridad de Antigüedades de Israel te concediese el permiso?
– A mí sí, pero a ti no, y quiero que seas tú el que pida el permiso.
– Pero eso supondría que tengo que pedirlo para mí, ya que soy yo el director de la AAI. Y si lo hiciese, ¿qué conseguiría Israel con ello?
– Fortuna y gloria, querido Ylan, fortuna y gloria. ¿Tú sabes lo que podría suponer que pasados diecinueve siglos pudiéramos descubrir algún documento directo o casi directo de uno de los apóstoles de Jesucristo que le acompañó el último día de su vida? Sería casi tan importante para la cristiandad como los manuscritos del mar Muerto. ¿Tú sabes la cantidad de gente que ha muerto para conseguir ese documento del discípulo de Judas? Ylan, por favor, necesito ese permiso para excavar.
– De acuerdo, lo intentaré, pero espero que tengas razón y que no sea una leyenda más, como la del Arca de la Alianza en el Monte Ararat.
– Te prometo que si encuentro algo, serás el primero en saberlo, pero, por favor, Ylan, consígueme ese permiso.
– De acuerdo. Volveré mañana a Jerusalén y comenzaré a hacer los trámites. Hablaré también con el delegado de la AAI en Acre para informarle de la locura que pretendes llevar a cabo. Será la única forma de que te controle.
– Te quiero, Ylan -dijo Afdera, arrojándose en sus brazos.
Esa noche, Afdera no pudo conciliar el sueño, pensando en todo lo que habían hablado con Yigal Mizrahi y anotando todos los datos recopilados en el diario de su abuela. «Estaría orgullosa de mí», pensó la joven. Aunque hacía un frío intenso, le gustó sentarse y observar el maravilloso amanecer que se divisaba desde la cumbre del Hermón. De repente, sus pensamientos se vieron interrumpidos al oír unos pasos a su espalda.
– ¿En qué piensas?
– Ah, hola, Max. Sólo pensaba en la paz que reina aquí y el odio que reina allí abajo. Todos matándose entre ellos por una cuestión religiosa, en Israel, en Siria, en el Líbano. A veces pienso que Dios, creando al hombre, sobreestimó un poco su capacidad.
– ¿Y por qué crees que han estado matando a los que han tenido contacto con el evangelio de Judas? Por una cuestión religiosa -aseguró Max-. El Papa fallecido dijo un día: «Cuando el cristianismo se convierte en instrumento del fanatismo, queda herido en su corazón y se convierte en estéril», y puede que tuviese razón. Lo único que debemos pensar es en si ha valido la pena todo este sufrimiento y muerte.
– Piensa en lo que podría suponer tener entre nuestras manos la carta de Eliezer, lo que podría suponer para la cristiandad, para los católicos, para los historiadores. Tener en nuestras manos un documento escrito por un discípulo directo de uno de los doce apóstoles que acompañaron a Jesucristo en la Última Cena, en su captura en Getsemaní, en su pasión y crucifixión en el Gólgota…
– Lo que me sorprende es que te olvides de toda la gente que ha muerto por haber llegado hasta aquí: Boutros Reyko, Abdel Gabriel Sayed, Liliana Ransom, Werner Hoffman, Sabine Hubert, Burt Herman, Efraim Shemel y tal vez incluso tus padres.
– Tus palabras suenan a reproche. Esta larga búsqueda es en parte por ellos. Alguien dijo que la venganza del más débil es siempre la más feroz. Mi mayor venganza hacia los asesinos del octógono será hacer público el contenido de ese documento.
– ¿Y qué te hace pensar que podrás llevarlo a cabo? Esos tipos, o quien los ha enviado, jamás permitirán que lo hagamos. La cuestión es quién va a ser más rápido. O tú en descubrir la carta de Eliezer y hacer público su contenido, o esos tipos del octógono en matarte.
– ¿Has pensado en nosotros? -preguntó Afdera de repente.
– Dejemos ese tema para cuando todo esto acabe. Después tendremos tiempo de hablar sobre ello.
Los dos permanecieron en silencio mientras el sol salía sobre el cielo de Oriente Próximo. Tan sólo se podía oír el sonido del viento gélido soplando en la cumbre del Monte Hermón.
Pocas horas después, Ylan salía del observatorio junto al chófer para regresar a Jerusalén.
– El profesor Colaiani viene conmigo. Quiere estudiar varios planos de Acre que tenemos archivados en la AAI. Yigal os llevará hasta Tiberíades. Allí podréis alquilar un coche y esperarnos en Acre. Lo único que le pido, padre, como favor personal, es que no permita que Afdera haga nada hasta que no se encuentre conmigo.
– De acuerdo, no se preocupe. Intentaré atarla para evitar que cometa alguna locura -prometió Max, mirando de reojo a Afdera.
– Si habéis terminado de hablar de mí, me voy a ir a preparar las cosas antes de salir.
– Tenemos tan sólo sesenta y cinco kilómetros de bajada desde el observatorio hasta Tiberíades. En menos de una hora puedo dejarles allí -aseguró Mizrahi.
Afdera se quedó fuera despidiéndose de Ylan y de Colaiani.
– Tened cuidado en la carretera de bajada.
– Y tú no hagas ninguna locura hasta no tener noticias mías -le advirtió el director de la AAI cuando subía a su vehículo.
Tiberíades era una bulliciosa ciudad de veraneo para los israelíes, pero en invierno parecía casi fantasmal. El todoterreno de Yigal Mizrahi se detuvo ante la puerta de la empresa Eldan Rent a Car.
– Aquí podréis alquilar un coche. Hasta Acre tenéis tan sólo unos cuarenta y cinco kilómetros. Os recomiendo que deis una vuelta por el lago. Es temprano y aún no han llegado los autobuses de peregrinos.
– Muchas gracias por todo, Yigal. Nos has sido de gran ayuda -dijo Afdera.
– Tan sólo te deseo que descubras la tumba de tu caballero. Cuide de ella, padre -pidió el astrónomo mientras se alejaba de ellos para regresar al observatorio.
Max y Afdera alquilaron un coche y pusieron rumbo a la costa hacia la mítica ciudad de San Juan de Acre.
Durante el trayecto, cruzaron el desfiladero de Hattin, escenario de la famosa batalla entre Saladino y las huestes cruzadas.
– Es curioso -comentó Afdera-. Parece que Hugo de Fratens nos persigue. Estamos pasando justo por el mismo lugar en donde se desarrolló la batalla de los Cuernos de Hattin en 1187. Aquí, el ejército templario y hospitalario a las órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y Reinaldo de Chatillon, combatió contra las tropas de Saladino, el sultán de Egipto. Saladino acabó con la vida de cincuenta y ocho mil cruzados.
– Es fantasmagórico -murmuró Max, observando la planicie ante la entrada del desfiladero.
San Juan de Acre, actual Acre
Afdera y Max hicieron su entrada en la ciudad de Acre. -Podemos coger una habitación en un hotel del casco antiguo -sugirió la joven-. Allí esperaremos noticias de Ylan y Colaiani.
– De acuerdo. Cuando estuve aquí, hace unos años, dormí en un pequeño establecimiento llamado el Hostal de Walied, en el casco antiguo. Está muy cerca de la torre del caballero cruzado. Por lo menos esta noche dormirás más cerca de él.
Durante todo el día, la pareja se dedicó a visitar los alrededores del Jan el-Shawarda y su torre del siglo XIII. En varios de sus muros podían apreciarse símbolos masónicos, como el compás y la escuadra, mezclados con emblemas cruzados. Afdera comprobó que en la torre y sus alrededores no existía vigilancia alguna.
– Tal vez podamos regresar esta noche, cuando el mercado esté cerrado -propuso la joven.
– Ya me advirtió tu amigo Ylan de esto.
– Vamos, Max, no seas cobarde. Estamos tan cerca… Casi podemos tocar la carta de Eliezer con la punta de nuestros dedos. ¿Vas a acompañarme?
– No, y si me obligas, te ataré a la cama para que no salgas por la noche cuando esté dormido.
– Eso sólo puedes solucionarlo durmiendo conmigo -se insinuó Afdera.
– Ya sabes que hasta que no terminemos con este tema de tu caballero cruzado no vamos a hablar de lo nuestro.
– ¡Ah! ¿Es que hay algo «nuestro»?
– No seas sarcástica conmigo. Ya sabes a qué me refiero, y no, no voy a dejarte venir esta noche sola.
– Pues acompáñame. O me acompañas o te quedas solo en el hotel.
– ¡Maldita sea, Afdera! Vas a conseguir que nos detengan o que nos maten.
– Vamos, Max…
– De acuerdo, te acompañaré, pero no sé en qué estoy pensando. Compremos ahora lo que podamos necesitar y vayamos al hostal. Descansaremos un rato. Nos espera una noche muy, pero que muy larga -advirtió.
Con la caída de la noche sobre San Juan de Acre, las calles quedaron absolutamente desiertas. Lo que por la mañana era un bullicioso mercado de pescado y especias se había convertido durante la noche en una plaza desolada. Antes de salir del hotel, Afdera metió en una bolsa como las que usan los militares israelíes una cizalla, dos palancas, dos linternas, dos martillos, varias cuñas metálicas y de madera y dos cuerdas.
– ¡Qué frío hace! -se quejó Max.
– Es el frío húmedo del mar.
– ¡Quién me mandará hacer cosas como ésta y seguirte en tus locuras! Deberíamos esperar la llamada de Ylan.
– Vamos, Max, no te quejes más.
Ninguno de los dos se había dado cuenta aún de los dos hombres que les seguían a una distancia prudencial. Los asesinos del Círculo Octogonus estaban cerca.
La torre, levantada en el siglo XIII, se erguía imponente sobre el Jan el-Shawarda, junto a la gran mezquita de Al-Jazzar. La luna iluminaba la plaza, antaño ocupada por los cruzados que llegaban a Tierra Santa para combatir al infiel.
– Ilumíname aquí -pidió Afdera a Max mientras extraía de la bolsa la cizalla para cortar el grueso candado de la cancela de entrada a la torre.
– Si alguien nos ve, llamará a la policía.
– No te preocupes. Si nos cogen, ya sé ocupará Ylan de sacarnos de la cárcel. Y ahora, ayúdame.
Afdera y Max consiguieron abrir la puerta oxidada que daba acceso al interior.
– ¿Y qué buscamos ahora?
– Debemos buscar alguna lápida o alguna gran losa que dé paso a la parte subterránea de la torre. Tiene que haber alguna puerta de acceso a la zona de las catacumbas. Busca por ese lado.
– ¿Puede ser ésta? -dijo Max, iluminando una gran losa de piedra con un pequeño escudo en un lado en el que destacaba un león.
– Aquí es -aseguró Afdera-. Ayúdame. Tenemos que encontrar algún resorte o una cerradura escondida. Solían sellar las entradas a las catacumbas con lápidas no muy gruesas que eran fáciles de levantar.
Afdera y Max comenzaron a extraer con las cuñas la arena y el polvo amontonado durante siglos en los huecos de la piedra Mientras Afdera rascaba los huecos, Max iba soplando para dejar limpias las rendijas.
– Aquí está. Max, dame una de las palancas. Yo la colocaré aquí y tú en el otro extremo. Cuando diga uno, dos y tres nos apoyamos en las palancas para levantar la losa, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Uno, dos y tres… -En ese momento, la losa que franqueaba la entrada a la catacumba se movió levemente.
– Debemos colocar cuñas metálicas mientras movemos la piedra. De acuerdo, una vez más…, uno, dos y tres -ordenó Afdera.
Esta vez la piedra se levantó desencajándose de sus bordes mientras Max incrustaba las cuñas para evitar que se cerrase el acceso nuevamente.
– Vamos, debemos volver a intentarlo.
– ¿Por qué no esperamos a Ylan y le pedimos una grúa?
– Vamos, no te quejes más y tira de las palancas.
Una vez más la piedra volvió a moverse, dejando a la vista un oscuro hueco bajo ella. Afdera acercó la linterna para intentar ver algo, sin demasiado éxito.
– Intentémoslo de nuevo -propuso esta vez Max.
La piedra volvió a moverse desplazándose hacia un lado y dejando el suficiente hueco para que un cuerpo pequeño pudiera pasar a través de él.
– Voy a bajar. Átame la cuerda a la cintura. Si doy un tirón, es que todo va bien. Si doy dos tirones, es que una rata gigante intenta devorarme y puedes dejarme y salir corriendo.
– Eso me gustaría.
– Sí, lo sé -respondió Afdera mientras saltaba a la cripta.
La joven alcanzó el suelo, situado a unos tres metros bajo la torre, mientras Max permanecía en la superficie atento al menor movimiento de la cuerda que Afdera llevaba atada a la cintura.
El estrecho pasillo, con inscripciones cruzadas a ambos lados del muro, desembocaba en una antecámara vacía. Iluminó hacia el techo, intentando descubrir una segunda cámara secreta. Mientras golpeaba levemente los muros con la palanca de hierro, un sonido seco le indicó que había encontrado lo que buscaba.
Comenzó a golpear la pared con fuerza hasta que varios pedazos se desprendieron, dejando al aire una segunda cámara. Arrimó la linterna al pequeño hueco y se acercó para intentar ver algo en aquella oscuridad. Aparecieron ante sus ojos tres sarcófagos de piedra.
Siguió golpeando el muro con la palanca hasta que éste cedió, dejando un hueco más grande por el que poder entrar.
Afdera estudió atentamente los tres sarcófagos. Tan sólo el colocado en la pared norte mostraba una cruz en uno de los lados. Si Hugo de Fratens había sido el elegido por Luis de Francia para salvaguardar un valioso documento de la cristiandad, estaba claro que aquélla debía ser su tumba.
Antes de abrirla, la joven decidió regresar a la entrada de la cripta, en donde aún la esperaba Max.
– Max, ¿estás ahí?
– Sí, aquí estoy. ¿Has encontrado algo?
– He encontrado tres sarcófagos que, por la forma, deben pertenecer a caballeros cruzados. Hay uno situado en una posición principal con respecto a los otros dos y que podría ser el de Hugo de Fratens. Necesito que vayas al hotel y que me traigas la cámara de fotos. Si Ylan se va a enfadar con nosotros, al menos documentemos el hallazgo.
– No quiero dejarte aquí sola.
– No seas tonto. No me va a pasar nada. No hay nadie aquí abajo. Ve al hotel y tráeme la cámara. Yo iré documentando en el diario de mi abuela lo que he encontrado en la cripta.
– De acuerdo, iré, pero no te muevas ni hagas nada hasta que no regrese -le advirtió Max.
– ¿Y adónde crees que podría ir? Date prisa.
Max soltó la cuerda que tenía aún sujeta entre las manos y salió de la torre. Mientras atravesaba la plaza vacía, podía oír el sonido de sus pasos y de su propia respiración. Afdera no estaba dispuesta a esperar a Max, así que volvió a introducirse en la cámara secreta y se dispuso a abrir el sarcófago utilizando la palanca de hierro y las cuñas metálicas.
Poco a poco, la tapa fue cediendo hasta que consiguió desplazarla hacia un lado. Allí, ante sus ojos, estaban los restos del que había sido el caballero del rey Luis de Francia, Hugo de Fratens. Un gran escudo con el símbolo de los hospitalarios cubría casi por completo sus restos. Afdera tiró de él y lo colocó cuidadosamente sobre otro de los sarcófagos. Aún podían distinguirse sus vestidos blasonados, ya descoloridos por el paso de los siglos. La joven observó atentamente el cadáver, recorriéndolo con la luz de la linterna.
En uno de los dedos lucía un anillo. Sopló para limpiar de polvo el sello. Ante ella apareció un escudo con una garra de león, el símbolo de la familia Fratens.
Entre los huesos de sus manos, el caballero sujetaba también una especie de mandoble, con un peso aproximado de cuatro kilos y dos metros y medio de largo. Este tipo de armas se manejaba con dos manos en combate a pie. Su objetivo principal consistía en romper las filas de piqueros para abrir brecha en las filas enemigas para las cargas de caballería.
De repente, Afdera recordó la frase en árabe que aparecía en el trono de San Pedro en Venecia: Donde yace el caballero del león, el sagrado, allí donde se alza la estrella, allí en la ciudad aún santa, encontrarás la palabra del verdadero, del elegido, el de la gran estirpe que no tiene rey y que deberá guiar a las tribus de Israel.
La joven fijó entonces su mirada en la parte alta de la empuñadura. En el pomo aparecía una estrella de seis puntas. Retiró el mandoble del sarcófago y lo depositó en el suelo. Con cuidado intentó manipular la empuñadura, tirando fuertemente del pomo hacia arriba. Al cuarto intento, el pomo cedió, dejando al descubierto un compartimento secreto. Al enfocar la luz dentro pudo ver una especie de papel enrollado.
Con la punta de los dedos consiguió extraerlo, muy lentamente. A primera vista parecía un sencillo trozo de papiro. Afdera temía dañarlo, pero necesitaba saber qué era aquel papel. Con una mano comenzó a desenrollarlo, intentando que no se agrietase y se partiese el pliego.
A medida que iba desenrollándolo, iban apareciendo ante sus ojos extraños símbolos que identificó enseguida como caracteres arameos. Sin duda, aquel papiro que acababa de encontrar era la carta de Eliezer.
Mientras observaba la limpieza del texto, aunque sin entenderlo, oyó un ruido de pasos en el pasillo de la cámara anterior de la cripta.
– ¿Max? ¿Eres tú?
En ese momento, el padre Cornelius se abalanzó sobre Afdera blandiendo una fina daga de misericordia en su mano derecha. La joven intentó retroceder para protegerse de su atacante tras el sarcófago abierto, pero el intruso era mucho más hábil. De un salto consiguió situarse justo detrás de ella.
La joven agarró fuertemente la linterna e intentó alcanzar la cabeza del hombre, sin demasiado éxito. De repente, y por efecto del golpe, la linterna se apagó y la cámara quedó completamente a oscuras y en silencio. El asesino del Círculo Octogonus había conseguido alcanzar su objetivo, apuñalándola en el estómago y dejándola gravemente herida. Mientras Afdera se desangraba, descubrió que durante la lucha que se había desarrollado en la oscuridad, el asesino del octógono se había apoderado del documento. Tan sólo le había pertenecido durante unos escasos segundos.
Recostada contra uno de los muros, Afdera iba perdiendo la cons-ciencia de lo que había ocurrido y cómo había llegado hasta aquella oscura cripta de San Juan de Acre. Necesitaba recordar, necesitaba no olvidar cómo había llegado hasta allí, hasta aquella situación.
Cuando Max regresaba a la torre, vio cómo el asesino había conseguido alcanzar la superficie y estaba ya en pie desatándose la cuerda que se había atado a la cintura.
– ¿Quién es usted? -preguntó Max en el momento en que el asesino del Octogonus se lanzaba al ataque con la daga ensangrentada aún en la mano.
Con agilidad, Kronauer dio un salto y esquivó por pocos centímetros la hoja del arma, pero Cornelius tardó poco tiempo en reponerse y volver al ataque mientras entre dientes pronunciaba una frase en latín: Nulla potestas nisi a Deo, todo poder constituido proviene de Dios.
Esta vez Max se vio obligado a apoyarse en una de las paredes para rechazar la siguiente embestida. Los dos hombres forcejearon hasta caer al suelo rodando. El asesino del Octogonus, aunque mucho más débil que su oponente pero bastante más ágil, consiguió librarse y salir corriendo hacia la salida, perdiéndose en la oscuridad de la noche. El enviado de Lienart no se había dado cuenta aún de que durante la pelea Max le había arrancado la bolsa que llevaba en bandolera y en cuyo interior guardaba la carta de Eliezer.
Tras reponerse, Max se ató una cuerda a la cintura y descendió los tres metros hasta la antecámara de la cripta.
– Afdera, Afdera, ¿estás bien? -gritó a la luz de la linterna, sin obtener respuesta alguna. Al entrar en la cripta, Max la vio recostada contra un lado del muro. Al acercarse, percibió enseguida la gravedad de sus heridas.
– Tengo las manos mojadas -llegó a decir la joven, mirándose las manos empapadas por su propia sangre.
– Tranquila, tranquila, amor mío. Te sacaré de aquí -dijo Max, intentando sujetarla sobre su espalda para trasladarla hasta la boca de la entrada.
– No, amor mío, no me muevas. Ya casi no siento dolor
– Aguanta, aguanta un poco más -suplicaba Max, notando cómo la sangre de Afdera había comenzado ya a empapar su espalda-. Te dejaré aquí para que descanses un poco.
– La carta… la carta… Ese tipo me la arrebató… Persíguelo y quítale la carta de Eliezer -suplicó Afdera entre lágrimas, sin ser consciente de la gravedad de su herida.
Mientras la joven miraba sus manos ensangrentadas y la profunda herida que tenía abierta en su estómago y de la que no paraba de brotar sangre, fue cerrando los ojos poco a poco. Max colocó la cabeza de Afdera sobre su regazo. La joven comenzó a delirar debido a la pérdida masiva de sangre.
– Ahora lo recuerdo todo. Cómo he llegado hasta aquí desde el banco de Hicksville. Parece que ha pasado un siglo…
La palidez de su rostro le indicó a Max que la vida de Afdera iba apagándose poco a poco. Sólo le quedaba un último aliento.
Epílogo
Ginebra
El hermano Alvarado sujetó el ejemplar en su mano enguantada y con una aguja hipodérmica le extrajo el veneno que tenía almacenado en el metasoma. Mientras realizaba esta operación, el escorpión dorado israelí o de «aguijón mortífero» intentaba defenderse con escaso éxito.
Este escorpión habitaba en el norte de África y Oriente Próximo. Aunque su aguijón no era particularmente largo, su picadura causaba un dolor insoportable, fiebre alta, convulsiones, parálisis, coma y, finalmente, la muerte. El padre Alvarado comprobó que el líquido amarillento había entrado en la jeringuilla. A continuación, guardó la jeringuilla con el veneno en una caja metálica y esperó la llegada de la noche.
La mansión del Griego, en una de las zonas más elegantes de Ginebra, era impresionante, no así sus medidas de seguridad. Varios hombres armados patrullaban por la finca sin fijarse demasiado en el perímetro que supuestamente debían proteger.
El padre Alvarado subió al techo de una furgoneta de reparto aparcada justo junto al muro sur y saltó al interior sin tocar siquiera el cable de la alarma. Atravesó el pequeño campo de golf en silencio y se introdujo en la zona de la casa principal.
Desde el jardín observó al mayordomo trabajando en el salón, en cuyas vitrinas se alineaban valiosas piezas arqueológicas. El asesino del Octogonus sabía que a una hora concreta el mayordomo solía hacer la última ronda por la casa, conectando los sistemas de alarma por zonas. Lo más curioso de todo es que dejaba siempre un pasillo limpio de alarmas, por si su señor deseaba bajar a la cocina durante la noche.
El padre Alvarado iba a utilizar ese pasillo para acceder al dormitorio de Vasilis Kalamatiano. Escondido en una despensa situada bajo la escalera principal, el intruso esperó durante dos horas a que todo el mundo estuviese dormido.
El religioso miró su reloj y comenzó a subir los peldaños de la escalera de mármol por el lado derecho, pegado a la pared. El barrido de la alarma afectaba tan sólo al lado izquierdo de la escalera.
Con la jeringuilla en la mano, alcanzó la puerta al final del pasillo en donde supuestamente dormía el famoso traficante de obras de arte. En silencio, se adentró en el dormitorio y se acercó hasta la cama. En la mesilla de noche descansaba el ojo de cristal de Kalamatiano, como si estuviese acechando al asesino del octógono.
El padre Alvarado retiró la protección de la aguja y pinchó a su víctima a la altura del muslo. El Griego ni siquiera lo notó. Rápidamente, el asesino del Círculo extrajo de su bolsillo un octógono de tela y lo dejó junto al ojo de cristal.
Tras pronunciar las palabras del Círculo Octogonus, Fructum pro fructo, silentium pro silentio, abandonó la casa.
Una hora más tarde, con el veneno del escorpión dorado recorriendo su cuerpo, Kalamatiano comenzó a sufrir fuertes calambres. Cuarenta minutos después, convulsiones, mientras la fiebre le alcanzaba los cuarenta grados. Dos horas después fallecía en «extrañas circunstancias». Otro cabo suelto acababa de ser atado y bien atado.
En algún lugar de Roma
Maximilian Kronauer sujetó el pergamino entre sus manos, aún manchado con la sangre de Afdera. Mientras lo extendía sobre la mesa de luz observó atentamente los caracteres que tenía ante él. Sin duda, el texto redactado por Eliezer, el discípulo de Judas Iscariote, estaba escrito en arameo siríaco y él era una de las pocas personas de la Tierra capaz de traducir aquel documento que tantas muertes había provocado desde el comienzo de los tiempos. Kronauer sólo deseaba saber, quería conocer la palabra de Judas, el discípulo que supuestamente había traicionado a Jesucristo, ¿o tal vez no? ¿Qué misterio escondía aquel trozo de papiro con caracteres arameos? Necesitaba alguna explicación a tanta muerte.
Tras colocar la hoja de papiro entre dos planchas de cristal, sobre la tenue luz de una lámpara, Max comenzó a tomar notas de los primeros párrafos mientras se concentraba en los signos que aparecían en el documento.
Da muta d-hayyutha d-amar li rabbuni w-Eliezer talmideh ktab… Éstas son las palabras de vida que me dijo mi maestro y que ha escrito su discípulo Eliezer. Amar Yeshua l-rabbuni di: «in titrahaq min habraya w-ipashsher lakh razzaya d-malkhutha». Jesús dijo a mi maestro: «Mantente alejado de los otros y te explicaré los misterios del reino». Tukhal l-mimteya lah, lahen b-isuraya saggiya. «Puedes alcanzarlo, pero a costa de gran sufrimiento…».
Durante los días siguientes, Max permaneció escondido en un lugar secreto de Roma, trabajando día y noche, las veinticuatro horas del día, en la traducción de aquel documento maldito.
Por fin, una mañana, el texto terminó por alcanzar un significado coherente para él, demostrándole el miedo que podría tener la jerarquía vaticana si aquel documento que tenía sobre su mesa llegaba a hacerse público. Max cogió el texto traducido y se dispuso a leerlo:
Éstas son las palabras de vida que me dijo mi maestro y que ha escrito su discípulo Eliezer.
Jesús dijo a mi maestro: «Mantente alejado de los otros y te explicaré los misterios del reino. Puedes alcanzarlo, pero a costa de gran sufrimiento. Porque algún otro te reemplazará para que los doce discípulos puedan volver a cumplir con el que creen su dios».
Tras la última cena de despedida, Jesús reunió a sus discípulos, entre los que estaba mi maestro, y les comunicó: «Aquél de vosotros que sea el más fuerte entre los seres humanos deje de manifestarse a los hombres y se presente ante mí». Todos ellos dijeron: «Tenemos la fuerza», pero sus espíritus no tuvieron valor para estar de pie excepto el de Judas Iscariote, mi maestro.
Jesús, me reveló mi maestro, les observó y les dijo: «¿Por qué habéis sido incitados a la rabia? Vuestro dios que está entre vosotros se ha enfadado en vuestras almas y vuestras almas están enfadadas con vosotros, excepto la de uno. Sacad de vuestro interior al hombre perfecto y presentaos frente a mí».
Mi maestro me reveló que unos días antes de ser prendido en el huerto de Getsemaní, Jesús le confió: «Ven, que voy a enseñarte secretos que nadie ha visto. Porque existe un reino grandioso e ilimitado, cuya extensión no ha sido vista por generación alguna de ángeles, y en el cual existe un Grande e Invisible Espíritu nunca visto por los ojos de un ángel, nunca abarcado por la percepción del corazón humano y nunca llamado con nombre alguno».
Jesús le comunicó a mi maestro: «Tú los superarás a todos, porque tú sacrificarás el cuerpo en el que vivo y así, por mandato de Dios, deberás seguir mi camino y dirigir a los que han de seguirte».
Mi maestro me dijo antes de morir que Jesús, separándole del resto, le preguntó: «¿Quién guiará a las tribus de Israel?».
Finalmente, Jesús dijo a mi maestro: «Tú, Judas, deberás dirigir y extender mi mensaje. Tú eres el más experimentado, el más amado y también serás el más incomprendido. Sólo tú y no Cefas. Él es demasiado impetuoso para llevar a buen término mi mensaje. Desde este momento, tú, fiel Judas, deberás levantar la iglesia de los justos. Ésa será tu misión en nombre de Dios y así te lo digo, como su Hijo».
«Y entonces la imagen de la gran estirpe de Adán será enaltecida, porque antes que el cielo, la tierra y los ángeles, esa estirpe, que viene del reino eterno, ya existía. Mira, ya se te ha dicho todo. Levanta los ojos y mira la nube y la luz que hay en ella y las estrellas que la rodean. La estrella que marca el camino es tu estrella».
Judas alzó los ojos y vio la nube luminosa y entró en ella. Los que estaban en tierra oyeron una voz que venía de la nube y decía: «Tú, judas, eres de la gran estirpe que no tiene rey. Tú serás mi imagen y transmitirás mi mensaje».
Tras leer el último párrafo de la carta de Eliezer, Max comprendió que Judas Iscariote no fue el traidor a Jesucristo, y que había sido ultrajado durante siglos. Tal vez incluso fuese Pedro el verdadero traidor y Jesucristo llegó a saberlo justo la misma noche de la Última Cena. Comprendió también que Judas había sido elegido por Jesucristo para continuar difundiendo su palabra, en lugar de Pedro, y por eso, quizá Pedro había obligado a Judas a marchar hacia el exilio a Alejandría.
Si aquel trozo de papiro salía a la luz pública, los propios cimientos de la Iglesia sobre los que estaba asentada desde hacía veinte siglos podrían tambalearse. «¿Qué sucedería si la actual Iglesia o el mismísimo Vaticano descubriesen que su Iglesia está asentada sobre la "piedra" equivocada, sobre un Pedro que traicionó a su maestro y que conspiró para que el "elegido", Judas Iscariote, no dirigiese la futura Iglesia que acababa de crearse, como deseaba Jesucristo?», se preguntó Max mientras observaba el documento.
Entonces, Max comprendió que sólo él y nadie más que él era el elegido para conocer la verdadera palabra de Judas Iscariote, y ese secreto le serviría para llevar a cabo una negociación vital, una negociación a vida o muerte.
Prisión de Rebibbia, Roma
El Sumo Pontífice caminó solo y en silencio hasta la celda T4. El cardenal Belisario Dandi, responsable de los servicios de inteligencia pontificios; Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería Vaticana; y el secretario privado de Su Santidad se quedaron atrás, esperando algún acontecimiento que no iba a llegar.
Mientras el Papa arrastraba sus pies cansados enfundados en unas zapatillas de color rojo por el estrecho pasillo de cemento, iba deteniéndose ante varias puertas de las celdas dando su bendición a los ahí encerrados. Inmediatamente después continuaba su lenta marcha hasta alcanzar la celda T4.
Al verle entrar en el interior, el terrorista turco se arrodilló y le besó con respeto el anillo del pescador. Entre aquellas cuatro paredes, iba a pasar el resto de sus días, condenado a cadena perpetua. Los dos hombres se sentaron y, casi rozando sus cabezas, Agca comenzó a hablar, casi a susurrar al oído del Papa. Mientras escuchaba lo que Agca decía, el rostro de Su Santidad iba tornándose cada vez más serio. Por fin, el Pontífice tuvo una respuesta a su pregunta.
Cuando salió de la celda y se acercaba hacia sus colaboradores, el Santo Padre pronunció unas misteriosas palabras dirigiendo su mirada directamente a su secretario.
– Rogamos al Señor que la violencia y el fanatismo puedan mantenerse lejos de los muros del Vaticano.
Más tarde el propio espía del Papa, el cardenal Dandi, explicaría a Lienart:
– Ali Agca sabe cosas sólo hasta cierto nivel. Más allá de ese nivel no sabe nada. Si se trató de una conspiración, fue hecha por profesionales y los profesionales no dejan rastros. No se encuentra nunca nada.
– ¿No cree que ese Agca pudo haberle dicho algo al Santo Padre y que éste no quisiese revelarnos nada a nosotros, sus más allegados colaboradores?
– No lo creo.
Ciudad del Vaticano
Era una noche agradable. Por vez primera en días, había dejado de llover y el cardenal Lienart podía volver a dar su paseo cotidiano por los jardines vaticanos al atardecer. Sin secretarios ni escoltas; sin obispos ociosos ni cardenales conspiradores. A Lienart le gustaba recorrer los rincones secretos del jardín italiano, junto a la muralla de León IV, aquel Papa enérgico y restaurador que tuvo que vérselas con las flotas musulmanas que atacaban las costas de los territorios papales durante el siglo IX.
Al llegar a la fuente de la Virgen, Lienart procedió a recoger agua con su mano para beber. En ese momento notó una presencia cercana a él, escondida entre las sombras.
– Buenas noches, Arcángel -saludó.
– Buenas noches, eminencia -respondió Maximilian Kronauer
– ¿Qué le trae por aquí? -preguntó el poderoso cardenal.
– Una negociación.
– ¿Y por qué debería negociar con usted?
– Tal vez porque yo tengo en mi poder algo que usted desea fervientemente.
– Querido Arcángel, cuando no se puede lo que se quiere, hay que querer lo que se puede, y yo he aprendido, en mis años en el Vaticano, a querer lo que puedo alcanzar.
– Entonces ¿no desea saber qué es lo que quiero negociar, eminencia?
– ¿Tal vez la carta escrita por ese traidor de Judas?
– Puede que no sea tan traidor como ustedes nos han hecho creer. Quizá él fuese el elegido por Nuestro Señor Jesucristo para difundir su palabra y no Pedro.
– Querido Arcángel, usted es sacerdote y es perfectamente consciente de que los movimientos no son recomendables en una institución como la nuestra. ¿Usted cree que al pueblo, a los creyentes, les importará algo lo que diga ese papel? Es usted demasiado optimista para con el pueblo. Sólo es necesario salvaguardar los pequeños secretos. Los grandes se mantienen ya ocultos debido a la incredulidad general que suscitan en la opinión pública.
– Es probable que esa opinión pública llegue a preguntarse algún día quién dirige su Iglesia, ¿no le parece, eminencia?
– Ah, querido Maximilian, es usted optimista y eso está bien en los jóvenes. Cuánta fe en las libertades individuales cuando se dedica curiosamente a liquidar a ciudadanos por dinero, a esos mismos ciudadanos que forman parte de ese inmundo grupo que usted define como «opinión pública». Cuánta moral de un asesino que no usa su moralidad sino como si fuera su mejor ropaje. Hace siglos que la opinión pública es la peor de las opiniones. Para mí, es la acción de los idiotas y por eso me preocupa bien poco. La opinión pública está formada no por ciudadanos, sino por consumidores de todo: de cosas, de personas, de sentimientos, de intereses. No disfrutan, sólo devoran, poseen y olvidan. Ésa es la llamada opinión pública que usted tanto defiende, pero tenga por seguro que si le ofreciera una buena cantidad de dinero por acabar con ella, usted no lo dudaría un segundo -replicó Lienart mientras paseaba por los solitarios jardines junto a Max.
– Le interesa entonces escuchar mis condiciones, ¿o prefiere que mañana llame al corresponsal del New York Times y le muestre la carta de Eliezer?
– De acuerdo, de acuerdo. Dígame sus condiciones.
– Le entregaré la carta de Eliezer a usted, en persona, con la condición de que no les ocurra nada a la señorita Afdera Brooks, a su hermana Assal, al abogado Sampson Hamilton y al profesor Leonardo Colaiani. Retire a sus perros y la traducción de esa carta jamás verá la luz. Por otro lado, si a alguno de ellos les sucediese lo más mínimo, incluso una simple gripe, un simple arañazo que me llevase a sospechar que su mano está detrás, tenga por seguro que la traducción de ese documento que usted tanto ansia aparecerá en las portadas de todos los periódicos del mundo. Se lo aseguro…
– ¿Cuándo me entregaría la carta de Eliezer?
– Esta misma noche si está usted dispuesto a cumplir mis condiciones.
El cardenal Lienart se mantuvo pensativo durante unos segundos y finalmente respondió:
– El perdón es la oportunidad de volver a empezar donde se dejó, sin la necesidad de retroceder hasta donde todo empezó. Aliorum iudicio permulta nobis et facienda, et non facienda et mutanda et corrigenda sunt, según el parecer de otros, gran cantidad de cosas deben ser hechas, omitidas, cambiadas y corregidas por nosotros. Sea pues, aceptaré sus condiciones, pero espero que usted cumpla no sólo con la entrega del documento, sino con que esas cuatro personas mantengan su boca cerrada.
– Ninguno de ellos sabe lo que significa ése documento, ni siquiera la señorita Afdera Brooks -dijo Max, sacando de su bolsillo una cartera de cuero con la carta de Eliezer en su interior-. Aquí está la carta. Cumpla ahora con su palabra y retire a sus perros.
El cardenal Lienart ni siquiera abrió la cartera para comprobar su contenido.
– ¿Es que no va a abrirla?
– Querido Arcángel, quien pierde su fe, no puede perder nada más, y quien no tiene confianza en el hombre, no tiene ninguna en Dios. Usted jamás me engañaría, como tampoco yo a usted. Sabemos demasiado el uno del otro, y si el futuro es tal y como lo he planeado, usted, querido Maximilian, se convertirá en un arma de mi poder.
– Yo jamás volveré a ser una herramienta de su poder.
– ¿Por qué no? Lo importante no es la fuerza con la que se mida el poder, sino contar con el justo equilibrio para ejercerlo de forma efectiva y certera, sin compasión. El Papa suele decir que la Iglesia es la caricia del amor de Dios al mundo, pero lo peor de todo es que ese campesino de la Europa del Este jamás comprenderá que la Iglesia necesita a gente como yo, más a favor del golpe que de la caricia. Yo soy un defensor, un guardián, un protector de la Iglesia, y por tanto, estoy poco predispuesto a acariciar a nadie. Si la crueldad que usted tanto critica es necesaria para mantener ese poder, entonces, para mí, la crueldad tiene corazón humano, y rostro humano los celos; el terror, la divina forma humana, y atuendo humano el secreto. No lo olvide nunca, Arcángel.
– Cada vez entiendo menos a los hombres como usted.
– ¿Por qué piensa eso? Usted es como yo. Un producto de los tiempos que nos ha tocado vivir. Usted y yo somos iguales, porque a los dos nos han obligado a adaptarnos a las circunstancias con las que debemos vivir -aseguró el cardenal secretario de Estado mientras caminaba alrededor de la fuente-. El cristianismo, tal y como lo planeó Nuestro Señor Jesucristo, podría llegar incluso a ser bueno si alguien intentara practicarlo, pero aquí, en el Vaticano del siglo XX, es difícil encontrar a alguien predispuesto a ejercerlo. Las palabras de Nuestro Señor Jesucristo quedan muy lejanas de la Santa Sede.
– Sólo estoy seguro de algo, eminencia. Si Jesucristo viviese hoy aquí, en su Vaticano, estoy seguro de que no sería una cosa: cristiano. Sólo espero que lo que está obteniendo supere lo que está sacrificando, y recuerde lo que hemos acordado. Si a alguna de esas cuatro personas le sucediese algo, volveré. Su destino estará escrito entonces, eminencia -replicó Max dirigiéndose hacia la salida del jardín.
– El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros los que las jugamos. Adiós, Arcángel. Nos volveremos a ver -se despidió Lienart.
– Delo por seguro, eminencia. Algún día nos volveremos a ver. Algún día. No lo dude -le advirtió el Arcángel, perdiéndose entre las sombras de los jardines vaticanos con el mismo silencio con el que había llegado.
Lienart continuó su paseo de regreso hasta el Palacio Apostólico. Cuando se encontró en la soledad de su despacho, el secretario de Estado marcó el teléfono de monseñor Emery Mahoney.
– Venga usted a mi despacho inmediatamente y traiga el libro que tiene en su caja fuerte.
Unos minutos después, monseñor Mahoney golpeaba la puerta del despacho del todavía secretario de Estado de la Santa Sede.
– ¿Me ha mandado llamar, eminencia?
– Sí, pase y cierre la puerta.
Mahoney se acercó hasta el cardenal, colocó su rodilla en tierra y besó el anillo con el sello del dragón alado. En su mano portaba el libro del evangelio de Judas.
– Aquí está el libro hereje, eminencia. ¿Qué quiere que haga con él?
– Quemarlo en el fuego purificador. Ese libro, junto a la carta de Eliezer, que me acaban de entregar, será pasto de las llamas. Ocúpese usted de que así sea. Esta misma noche quiero que estos dos documentos herejes ardan en el infierno. ¿Me ha entendido bien, monseñor?
– Sí, eminencia. Así lo haré -respondió Mahoney mientras se retiraba hacia la salida.
– Por cierto, monseñor -dijo Lienart, deteniendo a su secretario-, ordene a los hermanos Alvarado, Pontius y Cornelius que regresen a sus quehaceres en los monasterios de Irache, Haghartsin y Ettal, hasta que el Círculo sea nuevamente convocado. Dígales también que estoy orgulloso de ellos y que espero que recen por nuestros hermanos que han perdido la vida en defensa de la fe. Nosotros oraremos también por las almas de nuestros hermanos Ferrell, Lauretta, Osmund y Reyes. Ahora vaya en paz.
– Sí, eminencia, y que la paz sea también con usted.
Nahariya, doce kilómetros al norte de Acre
– Nahariya Hospital, ¿dígame?
– Deseo hablar con la habitación 116 -pidió Max.
– Un momento, le paso enseguida.
Tras unos segundos, alguien descolgó el teléfono.
– ¿Cómo estás? -preguntó Max.
– Muy bien, aunque con un buen agujero en la tripa. Perdí mucha sangre, pero sobreviví gracias a ti -respondió Afdera aún con voz débil-. Me has salvado la vida y no sé cómo podré pagártelo. Te amo, aunque sé que jamás me permitirás acercarme a ti lo suficiente por ser quien eres, pero quería decírtelo. Te amo, Max.
– Yo también a ti, pero debo seguir mi camino y tú el tuyo. Puedes pagarme el favor viviendo lo suficientemente lejos como para que el cardenal Lienart y sus perros no te encuentren. Me devolverás así el favor, Afdera.
– Le has entregado la carta de Eliezer, ¿no es cierto?
– Sí, era la única forma de apartar a sus perros de ti, de tu hermana Assal, de Sam y de Colaiani.
– Sabes que ese hombre va a destruirla y jamás descubriremos lo que decía. Tendríamos que haber estudiado el texto antes de entregársela. Su contenido debía de ser muy importante como para que haya muerto tanta gente relacionada con ese trozo de papiro.
– Tal vez eso no sea del todo cierto.
– ¿A qué te refieres?
– Yo sé lo que decía la carta de Eliezer, pero he negociado con su eminencia. Si algo le pasa a Assal, a Sam, a Colaiani o a ti, me veré obligado a hacerle una visita, algo que ni él mismo desea y, por supuesto, haré público el contenido de esa carta.
– Pero así te has puesto en peligro. Podría intentar matarte.
– Dudo mucho que se atreva a intentarlo. Recuerda que soy sobrino del cardenal Ulrich Kronauer, un poderoso rival dentro del Vaticano, y a mi tío no le gustaría que Lienart intentase matarme. ¿No te parece?
– ¿Qué decía la carta? Creo que después de todo lo que he pasado, merezco conocer su contenido.
– Yo pienso lo contrario. Cuanto menos sepas, menos peligro tendrás de caer en manos de los perros del cardenal. Por ahora, podrás vivir con tranquilidad sin que tengas que estar mirando a tu espalda cada vez que salgas a la calle. Eres muy joven y debes aprender a vivir desde este mismo día. Que hoy sea el primer día de tu nueva vida.
– Una nueva vida sin ti, ¿no es cierto?
– Ésa es la pena que me ha impuesto. El cardenal Lienart me ha advertido que si tú y yo volvíamos a vernos, mi acuerdo con él quedaría roto, y la «sanción» contra ti, Sam, Assal y Colaiani podría volver a entrar en vigor -mintió Max-. Ése es el alto precio que deberé pagar: no volver a verte.
Max podía escuchar cómo Afdera lloraba al otro lado de la línea.
– Pero yo te quiero, Max…
– Yo también a ti. Y por eso lo mejor es que continuemos nuestra vida separados. No deseo tener que enterarme de tu muerte. He negociado vuestra seguridad con Lienart y desaparecer de tu vida será el precio que pagaré.
– Te amo, Max.
– Yo también te amo, Afdera -respondió Max.
Afdera, entre llantos, oyó cómo Maximilian Kronauer cortaba la comunicación. Esta vez para siempre.
Castelgandolfo
A dieciocho kilómetros de Roma y situada en el corazón de una pequeña localidad a orillas del lago Albano, se escondía la Residenza Papale, donde desde hace siglos los papas pasan sus vacaciones veraniegas. En sus jardines, entre paseos y oraciones, el Sumo Pontífice continuaba recuperándose de sus heridas. Desde su visita a la prisión de Rebibbia, se mostraba pensativo. Su conversación con el hombre que había intentado asesinarle le había consternado. En su mente aparecía continuamente una palabra clave pronunciada por aquel joven turco en su celda: Becket.
Aquella mañana, el secretario de Estado, el cardenal August Lienart, había sido convocado ante la presencia del Papa. El Mercedes-Benz ascendió por la via Ercolano hasta alcanzar el primer control de la Guardia Suiza, tras sortear a innumerables turistas que paseaban por las calles. El oficial al mando del puesto reconoció inmediatamente el vehículo del poderoso visitante, al tiempo que los dos guardias situados en las garitas mostraban su respeto presentando armas.
El coche entró en el patio central del edificio diseñado en el siglo XVII por Cario Maderno para el papa Urbano VIII. El resto de edificaciones, tanto el Palacio Papal como el edificio colindante, diseñados por Barbarini, habían sido añadidos al complejo principal por orden de Pío XI. Ahora, el Sumo Pontífice de Roma convalecía de las heridas sufridas por dos disparos efectuados por un terrorista turco.
– Su Santidad le está esperando en los jardines. Sígame, eminencia -anunció secamente el secretario del Papa.
Aquel hombre no había sido nunca santo de su devoción, pero se había convertido en secretario, confidente e incluso confesor del propio Pontífice. Si deseabas llegar al Papa no te quedaba más remedio que pasar por su secretario y para algunos, eso no era una tarea nada fácil.
Seguido por Lienart, el secretario avanzó entre los pasillos de palacio hasta alcanzar una gran escalinata exterior que se abría a unos amplios y ordenados jardines. Lienart pudo divisar a lo lejos la figura encorvada del Santo Padre vestido de blanco, sentado en una pequeña silla junto al estanque y con su cabeza cubierta por un sombrero de paja. A su lado, había una mesa de jardín y una única silla vacía. Estaba claro que el Papa le esperaba.
– Santidad… -dijo el secretario en voz baja mientras tocaba su brazo para sacarlo del letargo en el que se encontraba-. Santidad…, su eminencia el cardenal Lienart está aquí.
El Sumo Pontífice abrió los ojos al tiempo que levantaba su mano derecha para dejar que Lienart besase el Anillo del Pescador.
– Santidad… -pronunció el secretario de Estado a modo de saludo.
– Siéntese aquí, junto a mí -ordenó el Papa mientras daba una pequeña palmada sobre la silla vacía que tenía a su lado-. ¿Desea tomar una limonada?
– No, muchas gracias, Santidad.
Antes de iniciar la conversación, el Papa ordenó a su secretario no ser molestado bajo ningún concepto. Cuando éste se encontraba a una distancia prudencial, el Sumo Pontífice comenzó a hablar con un comentario banal.
– ¿Sabe usted, querido Lienart, qué significa ese busto romano? -dijo el Papa, señalando una estatua cercana cubierta por el musgo.
– No lo sé, Santidad.
– Representa a Polifemo, el cíclope hijo de Poseidón y la ninfa Toosa, y de quien escapó Ulises en la isla de los Cíclopes. ¿Sabe usted qué nombre le dio Ulises cuando Polifemo le preguntó su nombre?
– Siento decirle, Santidad, que no soy un gran experto en mitología.
– Pues le respondió con un nombre: Outis, un nombre que podría traducirse como «Ningún hombre» o «Nadie». Ésa fue la respuesta que me dio ese joven turco que intentó matarme cuando le pregunté quién le había ordenado asesinarme. Yo no podía entender el porqué de esa expresión. Antes de salir de aquella celda, ese hombre me dijo algo: «Santo Padre, la clave está en Becket». ¿Conoce usted, eminencia, la relación entre Thomas Becket y Enrique II?
– Sí que la conozco, Santidad -respondió Lienart-: «¿No habrá nadie capaz de librarme de este cura entrometido?».
– Querido Lienart, la frase correcta es: «¿No habrá nadie capaz de librarme de este cura turbulento?» -corrigió el Papa. -¿Quién es Becket y quién el rey?
– Está muy claro, mi querido cardenal Lienart, a quién representa usted y a quién represento yo. Me he convertido en su Becket y usted, mi querido cardenal Lienart, se ha convertido en mi rey Enrique II -afirmó el Santo Padre ante la mirada sorprendida de su visitante-. Alguien dijo un día: ¿queréis conocer a un hombre? Investidle de un gran poder. Ése tal vez fue mi error cuando le concedí a usted tal poder entre nosotros.
– ¿Usted, Santidad? Soy yo quien le situó en el lugar en el que se encuentra sentado, en la Cátedra de Pedro, y no otro. ¿Recuerda Su Santidad lo que sucedió en el último cónclave? Fui yo quien jugó sus fichas de forma magistral para que fuese usted el elegido, ¿o prefiere pensar que fue el Espíritu Santo quien le eligió para el puesto? Está claro que con un poder absoluto, hasta a un burro le resulta fácil gobernar.
– Cuando hablo con usted, sinceramente, agradezco no ser una de las ruedas del poder que usted representa, sino una de las criaturas que han intentando ser aplastadas por ellas. La prueba suprema de virtud, querido amigo, consiste en poseer un poder ilimitado sin abusar de él, pero para quienes ambicionan el poder, no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio, y usted está cada vez más cerca del borde de ese precipicio.
– Aequam memento rebus in arduis servare mentem; eram quo des, eris quod sum, acuérdate de conservar la mente serena en los momentos difíciles; yo era lo que eres, tú serás lo que soy. Es grande saber ser pequeño y por eso no deseo ocupar la Silla de Pedro, aunque usted, Santidad, piense lo contrario. Aparentar lo que no eres es como querer parecerse a Dios, simplemente jamás lo logrará uno. Siempre he dicho, Santidad, que todos aprenden de sus propios errores, como usted, pero los sabios como yo aprendemos de los errores de los demás, y en eso me diferencio de usted.
– Qué equivocado está, cardenal Lienart. Tácito decía que el poder conseguido por medios culpables nunca se ejercitó en buenos propósitos, y si usted llegase a alcanzar algún día la Cátedra de Pedro, dé por seguro que ese día la Iglesia vivirá uno de los días más oscuros de su historia -aseguró el Papa con una mueca de dolor en su rostro, mientras intentaba enderezarse en la silla-. No hay más que un poder: la conciencia al servicio de la justicia; y no hay más que una gloria: el servicio de la verdad, y usted ha demostrado que no es un fiel seguidor, como servidor de Dios, de ninguna de las dos. Ni de la justicia ni de la verdad.
Lienart observaba el dolor de aquel hombre sin dejar de mirarle fijamente a los ojos. Deseaba ver su sufrimiento y aquel campesino deseaba mostrarle a él lo que era capaz de aguantar. Cuando el Sumo Pontífice se hubo acomodado, Lienart se levantó, pero antes de retirarse dijo:
– Usted, Santidad, cree aún en el cielo y el infierno, en los creyentes y en los ateos; pero déjeme decirle que los malos son los únicos que irán al cielo para que Dios pueda perdonar sus pecados…, a los buenos no tiene nada que perdonarles. Yo soy un soldado de Dios, un hombre que está preparado para hacer el trabajo que otros prefieren no hacer con el fin de no mancharse las manos. Vale más actuar exponiéndose a arrepentirse de ello que arrepentirse de no haber hecho nada. Yo no creo en ese Dios en el que usted cree, en el Dios que castiga y premia. Eso lo dejo para los incultos miembros de la Curia. Ése, Santidad, es su cielo y su Dios, no el mío.
Mientras Lienart se dirigía hacia la salida, no pudo llegar a oír a su espalda las débiles palabras pronunciadas por el Papa a modo de profecía. Mostrando entre sus finos labios una misteriosa sonrisa, el Sumo Pontífice dijo:
– Todo poder excesivo dura poco, querido amigo, muy poco…
Cuando el Mercedes-Benz del cardenal-secretario de Estado salía del Palacio Papal para descender por las estrechas calles de Castelgandolfo hacia la piazza Cesare Battisti, a cientos de metros de ahí, alguien lo señalaba con la mira de un rifle.
– Delo por seguro, eminencia. Algún día nos volveremos a ver -murmuró el Arcángel mientras colocaba levemente su dedo índice en el gatillo, al tiempo que observaba a través de la potente lente la cabeza del cardenal August Lienart coronada con el capelo rojo…
Vi subir de la tierra otra bestia que tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero y hablaba como un dragón. Ejerce toda la autoridad de la primera bestia en presencia de ella; hace que la tierna y sus moradores adoren a la primera bestia, a aquella cuya herida mortal fue curada. […] Sucede a los que habitan sobre la tierra con los prodigios que le fue dado hacer en presencia de la bestia, diciendo a los que habitan sobre la tierra que hicieran una imagen en honor de la bestia que tiene la herida de la espada y revivió. Se le concedió infundir espíritu en la imagen de la bestia para que incluso hablara la imagen de la bestia e hiciera que fuesen muertos cuantos no adoraran la imagen de la bestia. Y hace que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les ponga una marca en la mano derecha o en la frente; y que nadie pueda comprar ni vender, sino el que tenga la marca, el nombre de la bestia o la cifra de su nombre. ¡Aquí se requiere sabiduría! El que tenga inteligencia calcule la cifra de la bestia. Es cifra de un hombre. Su cifra es seiscientos sesenta y seis.
Apocalipsis 13, 11-18