II

Jerusalén, años ochenta, siglo XX

Las excavaciones marchaban a buen ritmo bajo el duro calor del verano. Los arqueólogos israelíes e italianos habían descubierto seis tumbas que databan del año I en la zona oriental de Jerusalén.

A pocos metros de la entrada de la tumba 4, se protegía bajo una sombrilla una joven de unos treinta años que se dedicaba a clasificar los osarios y los objetos encontrados en las tumbas abiertas. Trabajaba para la Autoridad de Antigüedades de Israel, la AAI, en el Museo Rockefeller de Jerusalén.

Con manos firmes, la joven iba separando y limpiando con una brocha el polvo pegado durante siglos a los osarios mientras en un cuaderno con tapas de cuero reproducía los símbolos funerarios grabados en ellos.

La voz de Ariel, un joven ayudante de la excavación, sacó a Afdera Brooks de su delicada tarea.

– ¡Afdi, Afdi! -gritó el ayudante para llamar su atención.

La joven se levantó al oír su nombre e intentó ver desde qué dirección llegaba la voz, haciendo visera con la mano para evitar el reflejo del fuerte sol.

– ¡Estoy aquí! -gritó la joven arqueóloga mirando hacia Ariel.

Ariel corría hacia ella con un papel en la mano. El joven trabajaba como ayudante en las excavaciones mientras cursaba sus estudios de arqueología bíblica en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Durante su servicio militar, Ariel había estado destinado en una división blindada en la Franja de Gaza. Su padre había muerto pocos años antes en la guerra del Yom Kippur. A Afdera le resultaba chocante ver a aquellos jóvenes idealistas hablando de paz y libertad mientras servían en el ejército de Israel.

– Afdi, te traigo un mensaje -le dijo Ariel.

– Gracias, Ari -respondió la joven, apartándose de él para poder leerlo.

– ¿Son malas noticias? -preguntó Ariel al ver el rostro de la joven.

– Oh, tengo que llamar a mi hermana. Debe de ser algo urgente.

Unas horas más tarde, ya en su despacho en el Museo Rockefeller, Afdera se dispuso a telefonear a su hermana Assal. Cogió el auricular y marcó el número de su casa: 00, internacional; 39, prefijo de Italia; 41, prefijo de Venecia; y el número, 522 2349.

Tras unos segundos y varios tonos, una voz respondió al otro lado de la línea.

– ¿Rosa? -preguntó Afdera.

– ¿Señorita Afdera? -inquirió la voz.

– Sí, Rosa, soy Afdera.

– ¡Qué alegría escuchar su voz, señorita Afdera! ¿Dónde está usted? -preguntó la criada.

– Llamo desde Jerusalén, desde Israel -dijo Afdera en tono más alto.

– ¿Desde dónde llama?

La mujer, ahora algo sorda, estaba al servicio de la familia Brooks desde hacía casi cincuenta años, cuando entró a trabajar para la abuela de Afdera, Crescentia Brooks. Sin ningún familiar vivo, los Brooks habían dejado a la anciana Rosa vivir en el palacio familiar de Venecia. Se había convertido en un miembro más de la familia.

– Rosa, quiero hablar con mi hermana -pidió Afdera, intentando pronunciar las palabras de forma clara y en tono más alto para suplir la sordera de la anciana criada.

– La señorita Assal no está ahora en el palacio, señorita Afdera. Si quiere, déjeme su número y le diré que la llame;

– Tengo un mensaje urgente de ella. ¿Sucede algo? -preguntó la joven.

Al otro lado del auricular, Afdera pudo oír unos pasos que se acercaban corriendo. Sin duda, era su hermana Assal.

– Hola, hermanita.

– Hola, Assal, ¿qué ocurre? -preguntó intrigada Afdera.

– Es la abuela.

– ¿Qué le pasa a la abuela? -volvió a preguntar la joven.

– Se está apagando y quiere verte.

– ¡Mierda! -exclamó Afdera al otro lado de la línea-. No creo que me dé tiempo a regresar en un día. Tengo que ver las conexiones de vuelo desde Tel Aviv a Venecia. Déjame ver qué puedo hacer y te vuelvo a llamar.

– Bien. Espero tu llamada.

– Hermanita, no dejes que la abuela muera hasta que no llegue. Debo estar con ella -pidió Afdera antes de colgar.

– No te preocupes. La cuidaré, pero ven lo antes posible -le recomendó su hermana.

Afdera quedó envuelta en el silencio de su pequeño y polvoriento despacho en el sótano del Museo Rockefeller, intentando recordar su pasado y el vacío que iba a dejar en ella y en su hermana la muerte de su abuela.

Para la joven, su abuela Crescentia era como una heroína de esos libros de aventuras que leía en la oscuridad de su dormitorio cuando era tan sólo una niña.

Su abuela había nacido en el Egipto británico, aunque sus padres decidieron enviarla a estudiar a París y a Ginebra siendo muy joven.

En la capital francesa conoció a su primer esposo, un exiliado ruso seguidor del Zar, que le enseñó el arte de la joyería. Después de casarse en segundas nupcias con el barón Raniero Franchetti, se instaló en Venecia. Allí mantuvo estrechos lazos con la comunidad judía. Se creía que Crescentia y su esposo se dedicaron durante la ocupación alemana, desde 1943 hasta 1945, a esconder a ciudadanos judíos en el laberíntico subsuelo de Venecia. Afdera aún mantenía viva en su recuerdo una fotografía en blanco y negro de sus abuelos bailando envueltos en la bandera tricolor en la plaza de San Marcos, el 28 de abril, día de la liberación.

Fue en la ciudad de los canales donde Crescentia Brooks estableció su primera galería, la Brooks Antique Gallery. Junto a su marido y su hija, la madre de Afdera y Assal, había viajado por Egipto, Somalia, Sudán y Etiopía, y durante esos largos viajes fue aficionándose a las antigüedades. Los nombres de sus nietas se los puso su abuelo en honor a los dos lagos salados que se encontraban en la región etíope de Afar, a ochocientos cincuenta kilómetros al este de Addis Abeba.

El abuelo de las niñas, Raniero Franchetti, había sido un famoso explorador que viajó desde los mares de China a las Montañas Rocosas. Le gustaba contar a sus nietas cómo había sido abandonado en Malasia por la tripulación de un junco en el que se había extendido la peste. También relataba que había vivido cerca de un año en una tribu de pigmeos y cómo fue rescatado por una misionera inglesa cuando todos lo daban por muerto. Pero su historia más memorable, según contaba la propia Afdera, era la que narraba su expedición por la Dankalia etíope siguiendo las huellas de la expedición Giulietti, masacrada por la tribu de los dankali. De niñas, Afdera y Assal pasaban horas y horas mirando los diarios antiguos de su abuelo, escritos con prolija letra e ilustrados con dibujos a la acuarela de lugares y personajes con los que se había encontrado en sus viajes por todo lo largo y ancho de este mundo. La bella Crescentia Brooks, la abuela de Afdera, fue uno de esos curiosos personajes con los que él se cruzó, convirtiéndose pocos años después en su esposa.

Afdera miró la fotografía colocada en un marco de plata ennegrecida sobre la mesa de su despacho en la que aparecía su abuelo con su fino bigote negro y tocado con un salacot. Su abuela llevaba un pequeño sombrero que dejaba entrever un cabello negro, con el corte típico de los años veinte, y una sombrillita que le protegía del calor del desierto etíope.

«Tal vez por eso yo llevo el mismo corte de pelo», pensó Afdera.

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, su abuela se convirtió en una de las más importantes y prestigiosas marchantes de antigüedades de toda Europa. Abrió una sucursal de su negocio en la capital suiza, Berna, principal centro neurálgico de antigüedades del continente, mientras importantes museos de Japón, Estados Unidos, Alemania e Israel reclamaban sus servicios para adquirir piezas egipcias para sus colecciones. De niña le resultaba fascinante ver cómo su abuela era capaz de negociar en un árabe fluido el precio de una codiciada figura de Horus, en un perfecto griego el precio de una valiosa figura de Heracles en reposo o cómo cerraba tratos de millones de dólares en antigüedades en inglés, francés, alemán e incluso ruso.

Ylan Gershon, director del Museo Rockefeller de Jerusalén y viejo amigo de la familia, le decía siempre á Afdera que su abuela era capaz, sólo con el olfato, de detectar si una pieza egipcia era original o simplemente una copia. Ésa era tal vez una leyenda más de las que rodeaban la figura de Crescentia, pero para ella y su hermana su abuela lo había sido todo desde aquella oscura mañana, cuando la vieron bajarse de un taxi en Nueva York. Sus padres acababan de fallecer en un accidente cuando se dirigían a escalar las cumbres que rodeaban la ciudad de Aspen.

Esa imponente y autoritaria mujer se convirtió entonces en su única familia y ellas, dos niñas de once y nueve años, en la única familia de Crescentia Brooks. Sin decir nada, la mujer abrazó fuertemente a sus nietas y se las llevó a vivir con ella a su palacio veneciano.

– No os preocupéis por nada. La abuela está aquí con vosotras. No os sucederá nada -les dijo.

A ella le debía todo lo que era, incluso su amor y su pasión por la arqueología, la historia y las antigüedades. Su abuela la había convencido para que estudiase historia en Oxford y se especializase en arqueología egipcia y bíblica en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Gracias a sus «oscuras» relaciones, como a Crescentia le gustaba definir sus contactos de negocios, Afdera consiguió trabajar en el Museo Rockefeller, cuartel general de la Autoridad de Antigüedades de Israel. Sin duda, Crescentia estaba preparando a su nieta para que la sucediese en el negocio una vez que ella hubiese fallecido, pero lo que Afdera aún no sabía es que también heredaría un valioso secreto.


***

Venecia

Tras un viaje de tres horas entre la capital israelí y la ciudad de los canales, con escala en Roma y la inevitable pérdida de maleta, Afdera aterrizó finalmente en Venecia. Al salir de la terminal del aeropuerto Marco Polo, pudo divisar a Sampson Hamilton, el fiel abogado de su abuela, escondido tras un ejemplar del Financial Times.

– Buenos días, Sam -saludó Afdera.

– ¡Oh…! ¡Buenos días, Afdera! No te había visto -respondió educadamente mientras doblaba el ejemplar del periódico y cogía el pequeño maletín que la joven llevaba en su mano-. ¿Y tu equipaje? -preguntó intrigado el abogado.

– Perdido en el limbo italiano -respondió la joven-. Tengo que decirle a Rosa que llame mañana a Alitalia para recuperarlo.

Tras una pausa, Afdera preguntó como si no quisiera saber la respuesta:

– ¿Cómo está mi abuela?

– Esperándote -respondió lacónicamente el abogado.

– Vamos, Sam, me refiero a su salud -inquirió Afdera.

– Esperándote -incidió el fiel abogado.

El elegante Sampson Hamilton llevaba años con su abuela. Había estudiado derecho en Basilea, el centro artístico y cultural de Suiza. Crescentia decía de él que era la perfecta combinación suiza por excelencia: «Una exquisita mezcla de cultura francesa cosmopolita, una perfecta y estricta formación jurídica alemana y una hábil manera de manejarse en el mundo de los tribunales y las antigüedades gracias a su educación italiana». Hamilton hablaba de forma fluida alemán, italiano y francés. Antiguo estudiante de la Universidad de Harvard, en donde realizó un máster, su inglés también era impecable.

Mientras se dirigían en un BMW por Via Orlanda hasta alcanzar el Ponte della Libertà, Afdera intentó sonsacar algo más de la salud de su abuela y por qué la había hecho llamar tan urgentemente.

– Debes esperar. Cuando hables con ella, lo sabrás -le dijo Hamilton en un tono de voz que indicó a la joven que no pensaba decir ni una sola palabra más.

– ¿Has visto a mi hermana?

– Sí. No se ha separado de tu abuela. Ella también quiere que estés a su lado en estos momentos -dijo Hamilton sin dejar de mirar de frente a la calzada.

– Lo sé.

Hamilton había pasado sus años escolares en el colegio jesuíta de María Auxiliadora y había sido obligado a soportar largos periodos de silentium. Sus estrictos profesores esperaban que los alumnos lograran de esta manera la ayuda de la Virgen María para saber elegir el buen camino. Ese entrenamiento de «silencios» hizo de Sampson el perfecto abogado y confidente de su abuela. Con semejante entrenamiento, Afdera sabía que no podría arrancar ni una sola palabra más al abogado.

Como el trayecto era bastante tedioso debido al intenso tráfico en la entrada del puente, la joven cogió el periódico. En su portada aparecía la imagen de los cincuenta y dos rehenes de la embajada estadounidense en Teherán siendo liberados, tras un largo cautiverio.

Unos treinta minutos después, el vehículo se desplazaba por el largo puente que une la isla de Venecia con el continente.

– Dejaremos el coche en el Piazzale Tronchetto. Allí nos está esperando Francesco para llevarnos hasta la casa de tu abuela -le informó Hamilton.

El vehículo aminoró su marcha para entrar a la derecha hacia un pequeño muelle, más allá de la estación de ferrocarril y la zona en donde atracan los grandes cruceros cargados de turistas.

Tras aparcar el vehículo, Francesco, el chófer y ayudante de Crescentia Brooks, se dirigió hacia el abogado para coger la pequeña maleta que éste llevaba en su mano. Francesco era el correveidile de su abuela. Nada sucedía en Venecia sin que él lo supiese y, por extensión, su abuela. A Crescentia le gustaba desayunar en la cocina del palacio y escuchar los rumores que corrían por los canales de Venecia de boca de su fiel sirviente.

Unos minutos después, la pequeña barca a motor se alejaba del muelle y entraba directamente en la zona del Gran Canal bajo el Ponte della Libertà. Mientras se desplazaban en paralelo a la Fonda-menta Crotta, los recuerdos volvieron a la mente de Afdera. Aquella ciudad era, sin duda, su ciudad: sus canales, sus gentes, su olor putrefacto a aguas estancadas en verano y a musgo húmedo en invierno, sus misteriosas teràs, sus amplias salizzadas y sus oscuras rugas. Todo ello era Venecia, como una especie de cóctel. A Afdera le gustaba volver a su ciudad.

El pequeño barco atravesó el puente Scalzi y continuó por el Gran Canal. Podía divisar por estribor el Palazzo Foscari-Contarini, el Gritti, el Dona Balbi, el Fondaco dei Turchi o el San Stae. Cuando eran niñas, ella y su hermana Assal jugaban a cerrar los ojos y, una vez abiertos, decir rápidamente el nombre del edificio histórico que se encontrase a babor o a estribor. Su abuelo daba una moneda a la ganadora y otra a la perdedora sin que lo supiese la primera. Así, ninguna de las dos perdía.

Cuando la embarcación divisó la Corte Nuova, Afdera miró a babor y enseguida vio la Ca' d'Oro, la bella mansión propiedad de su abuela que había sido su hogar desde la muerte de sus padres.

Levantada a mediados del siglo XV por orden del procurador de San Marcos, Marino Contarini, la Ca' d'Oro era el perfecto ejemplo del paso del gótico al renacimiento veneciano. El palacio había quedado sin terminar, faltaba el ala izquierda, lo que provocaba una asimetría que a su abuelo le gustaba definir como «la imperfección hecha arte». Su fachada decorada por parapetos y balconadas se había convertido en un símbolo más del Gran Canal. Cuando era niña, Afdera adoraba pasar largas horas sentada tras la pequeña ventana cuadrada, admirando los atardeceres sobre la ciudad.

A finales de los años sesenta, su abuelo, el barón Raniero Franchetti, había llevado a cabo una importante restauración del edificio con el fin de hacerlo más habitable, pero sin que perdiese su artístico encanto renacentista.

Las dos niñas corrían por las amplias galerías entre pinturas de maestros como Andrea Mantegna, Vittore Carpaccio o Luca Signorelli, jugaban al escondite tras las esculturas de Andrea Sansovino o Tullio Lombardo o saltaban a la comba bajo los frescos de Tiziano. Aquellos primeros juegos, aquellos escenarios fantásticos convirtieron a las hermanas Brooks en dos amantes del arte.

Assal, la pequeña, se había ocupado de clasificar, tasar y asegurar todas las obras de arte reunidas en la Ca' d'Oro: documentos, dibujos, cerámicas, tapices, pinturas, incunables, etcétera, haciendo, sin lugar a dudas, un gran trabajo.

La voz de Assal llegó a oídos de Afdera desde el pequeño muelle blanco del palacio. Al fondo, podía ver la estilizada figura de su hermana, agitando los brazos y saltando de forma infantil, llamando su atención.

– Ahí está tu hermana -dijo Sampson.

– Sí, ya la veo.

Cuando la joven puso pie en el muelle, Assal se echó en brazos de Afdera.

– Querida hermanita, ¡cuánto te he echado de menos! -dijo con los ojos humedecidos.

– Vamos, vamos, no llores. Ya estoy aquí y pienso darte mucho trabajo -bromeó Afdera mientras, cogidas de las manos, entraban en el palacio.

Rosa, la criada, bajó por las escaleras gritando su nombre en voz alta para estrechar entre sus gruesos brazos a la recién llegada.

– Señorita Afdera, señorita Afdera, ¡qué alegría volver a verla después de habernos tenido tanto tiempo abandonadas!

– ¡Oh, Rosa, cómo he echado de menos tu baccalà mantecata y tufegato alla veneziana! -exclamó Afdera entrecerrando los ojos.

– Oh, señorita Afdera, aquí haremos que usted engorde un poco. Esos israelíes no deben comer nada bien. Está usted esquelética, pero ya nos ocuparemos de corregir eso para que encuentre un buen marido veneciano.

– Está bien, Rosa, deja ya de meterte con mi hermanita -interrumpió Assal-, y prepárale su habitación.

– Eso está hecho, señorita. ¿Cuánto tiempo se quedará con nosotras? -preguntó la sirvienta.

– No lo sé todavía, Rosa. Dependerá de la salud de mi abuela.

– Ahora está descansando, pero ha dicho que en cuanto llegases, te acomodaras en tu habitación. Esta misma tarde quiere hablar contigo a solas -dijo Assal de forma algo misteriosa.

– ¿Por qué está aquí Sam? -preguntó Afdera a su hermana.

– Ya sabes que la abuela no hace nada importante si no está Sampson. Llegó ayer de Berna y creo que tiene previsto quedarse una semana. Tiene que entregarte un sobre con ciertos poderes para no sé qué de un banco en Estados Unidos, pero es mejor que te lo explique la abuela esta tarde -explicó Assal-. Ahora, si quieres, puedes descansar un rato. Estarás cansada del viaje.

– No, no lo estoy. Me daré una ducha e iré a dar un paseo. Tengo ganas de ver cómo está Venecia.

– No ha cambiado nada desde que te marchaste -dijo Assal.

– No ha cambiado nada desde que la fundaron -replicó sonriendo a su hermana, subiendo por las escaleras.

Unas horas más tarde y tras un largo paseo por las callejuelas de Venecia, Afdera regresó a la Ca' d'Oro. Durante toda la tarde, mientras paseaba por sus rincones favoritos, no había dejado de pensar en cuál sería ese misterio que debía contarle su abuela que la había obligado a viajar desde Oriente Próximo en tan sólo unas pocas horas. Sabía que la salud de la anciana no era buena, pero no parecía estar en situación grave. Tanto su hermana Assal como Sampson se mostraban tranquilos.

Cuando llegó al palacio, Rosa la esperaba ya en la entrada.

– Su abuela quiere verla en la biblioteca, señorita Afdera.

– Gracias, Rosa, ya voy -respondió la joven, dirigiéndose a la carrera hacia las escaleras.

Al entrar en la gran biblioteca, Afdera divisó la encorvada figura de su abuela recostada sobre un amplio sofá y tapada con una manta. A su lado se encontraba el abogado revisando documentos y papeles que iba pasando a la anciana para que los firmara.

– Pasa, querida mía, pasa, querida nieta, y siéntate aquí a mi lado -indicó Crescentia mientras golpeaba con la palma de la mano una silla colocada junto a ella-. Antes déjame acabar con estos documentos, así Sampson podrá esperar fuera mientras tú y yo hablamos.

– Cómo no, abuela -respondió, sentándose silenciosamente al lado de la anciana.

Unos minutos después, el abogado colocó ordenadamente todos los papeles y documentos en carpetas de cuero y los introdujo en su maletín. Cuando concluyó, se levantó y, tras dar un pequeño taconazo, se dirigió a la puerta.

– Cómo odio que haga eso -dijo la anciana.

– ¿A qué te refieres?

– A esa manía que tiene Sampson de dar un taconazo -reveló su abuela, acercándose a ella para que el abogado no pudiera oírla.

– Es mi parte suizo-alemana -admitió Hamilton desde el otro extremo.

– También odio que parezca que no escucha y en realidad se entere de todo -volvió a decir Crescentia a su nieta.

– Te he oído, Crescentia -dijo el abogado mientras cerraba la puerta de la biblioteca.

Rosa había entrado en ese momento llevando una bandeja de plata con dos tazas de té de naranja, una tetera y pastas. En otro platillo de plata se amontonaban unos cuantos pastelillos de amaretto.

– No deberías comer tanto dulce, abuela -le advirtió Afdera.

– ¿Y qué le puede pasar a una vieja como yo por un dulce o un bombón? ¿Es que crees que me va a alargar o acortar más la vida? ¡Tonterías! -objetó la anciana después de darle un pequeño mordisco a un pastel de crema de plátano.

Afdera se acomodó en su silla, cogió una de las tazas de porcelana y le preguntó a su abuela:

– ¿Vas a contarme de una vez por qué he tenido que viajar tan rápidamente en autobús desde Jerusalén a Tel Aviv, coger un avión desde Tel Aviv a Roma, perder el equipaje en Fiumicino y coger otro avión desde Roma a Venecia?

– Está bien. Te lo contaré, pero debes prestar mucha atención a lo que tengo que decirte -dijo Crescentia con cierto aire de misterio-. Necesito que vayas a Nueva York, entres en un banco, abras una caja de seguridad y retires lo que hay en su interior.

– ¿Sólo eso? ¿Y para eso no podías enviar a Assal?

– No. Sólo tú estás preparada para ver y entender lo que hay en el interior de esa caja de seguridad -respondió la anciana sirviéndose otra taza de té.

– ¿A qué te refieres, abuela? Assal es experta en arte, igual que yo, y está capacitada para analizar cualquier obra -precisó Afdera.

– Sí, sí, lo sé. Sé que Assal ha hecho un gran trabajo de catalogación aquí, en la Ca' d'Oro. Pero ahora necesito que seas tú quien vaya a ese banco de Nueva York y recojas lo que hay en el interior de esa caja de seguridad. Yo ya soy muy mayor para viajar. Por eso necesito que te encargues tú de hacerlo.

– ¿Y no podría ir Sampson? Al fin y al cabo él es un experto en cuestiones jurídicas y yo desconozco ese tema.

– No se trata de eso, querida -dijo Crescentia mientras colocaba la palma de su mano sobre el rostro de su nieta-. El contenido de esa caja es mucho más importante de lo que puedas llegar a imaginar.

– ¿Importante para quién?

– Para la cristiandad -respondió la anciana de forma lacónica-. Es un tesoro que debes guardar y proteger. En esa caja hay un libro y un diario muy importante y debes recuperarlos.

– ¿Pero qué dice ese libro?

– Prefiero que lo veas tú misma con tus propios ojos. Una vez que lo analices, estaré dispuesta a responder cualquier pregunta que desees hacerme, pero antes debes ver el libro y leer el diario que está con él.

– Vaya, ¡qué misteriosa estás, abuela! -repuso la joven.

– Durante años he guardado un secreto en esa caja de seguridad. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que yo podría esconder en una ciudad de Nueva York uno de los mayores enigmas de la cristiandad. Ha llegado la hora, cuando mi vida se está apagando, de que alguien lleve a cabo una misión que yo, por miedo o por cobardía, dejé abandonada en esa caja de seguridad. Es el momento de que heredes tú esa tarea -le comunicó la anciana mientras agitaba una pequeña campanilla para llamar a Rosa-. Ahora, querida niña, dile a Sampson que entre. Debe darte varios documentos y una llave que necesitarás para tu viaje a Estados Unidos y, por supuesto, no tengo que advertirte de que no te debes fiar de nadie en esta carrera que vas a iniciar.

En ese momento, Rosa entró en la estancia.

– Rosa, mi nieta Afdera viajará a Estados Unidos para llevar a cabo una tarea que le he encomendado. Dile a Sampson que entre -ordenó la autoritaria anciana.

Una vez reunido con ellas, el abogado sacó de su elegante maletín un abultado sobre amarillo de cuyo interior extrajo dos documentos con diferentes sellos notariales y una llave muy parecida a las que se utilizan en las consignas de las estaciones, colgada de una cadena.

– Afdera, aquí está todo. Cuélgate la llave al cuello y no te separes nunca de ella…

– ¿Ni siquiera cuando me duche? -preguntó Afdera divertida para ruborizar a Hamilton.

– Ni siquiera cuando te duches-respondió el abogado, mirando fijamente a la joven-. Aquí están los dos documentos notariales expedidos por tu abuela. Uno de ellos es de un notario suizo, en el que te otorga plenos poderes de actuación con respecto a lo que vas a encontrar en el interior de la caja de seguridad. El segundo documento es de un notario de Nueva York, por el que se te reconoce a ti y a tu firma como autorizadas por tu abuela para poder abrir la caja de seguridad del banco de Nueva York. Aquí tienes la dirección del banco, está en la ciudad de Hicksville, el First National Bank, en el 106 West Old Country Road.

– ¿Y dónde diablos está ese lugar? -preguntó algo sorprendida.

– A muy pocos kilómetros de Manhattan, en dirección a Long Island. Aquí tienes un billete de avión en clase business para mañana por la tarde para el United Airlines 9201: origen Roma, destino Nueva York. Tienes también un número de reserva internacional de Avis para recoger un coche en el aeropuerto JFK de Nueva York y el bono de la reserva del hotel, el Tumblin Inn, en Hicksville, en el 476 de South Broadway. El hotel está muy cerca del banco. Aquí tienes un plano para llegar sana y salva. En este sobre hay tres mil dólares en billetes de cien y de cincuenta. No lo gastes todo -indicó el abogado-. Mañana por la mañana, Francesco te llevará hasta Tronchetto para que puedas coger un taxi hasta el aeropuerto. Tu vuelo sale a las tres de la tarde.

– Vaya, vaya. Veo que has pensado en todo, querido Sam. Incluso en el hotel en el que me voy a hospedar. Sólo espero que no tenga cucarachas -dijo Afdera, mirando divertida al abogado y cogiendo el grueso sobre de dólares-. ¿No necesitas recibos para ver que no me lo gasto indebidamente?

– Ese dinero es de tu abuela y, por tanto, tuyo. Si te lo gastas, es asunto tuyo.

– No te enfades, Sam -dijo Afdera, acercándose y poniéndose de puntillas para darle un beso en su rostro perfectamente afeitado y con olor a loción de cedro.

Antes de salir de la biblioteca, la anciana volvió a dirigirse a su nieta:

– Ten cuidado y, como te he dicho antes, no te fíes de nadie. Hay mucha gente que va a querer llegar hasta ese libro. No lo olvides. Tú eres mi última oportunidad. Ahora, ve a descansar. Al fin y al cabo, te marchas mañana.

– Pero tendría que regresar a Jerusalén. He dejado mucho trabajo en el Museo Rockefeller -se quejó Afdera.

– ¡Oh, no te preocupes! Ya he hablado con Ylan y le he dicho que durante unos meses te necesito a mi lado y que no podrás volver a Jerusalén en algún tiempo. Le ha parecido bien y te ha dado permiso -sentenció, levantando su mano para no oír ninguna otra objeción de su nieta-. Buenas noches, querida.

La joven se disponía a salir de la biblioteca cuando, de nuevo, resonó la voz de su abuela:

– Te diré algo, querida nieta. No pierdas nunca la curiosidad ni la capacidad para el asombro. Mientras las tengas, habrá vida en tu alma y en tu cuerpo. Estarás viva aunque creas estar muerta -dijo Crescentia a modo de despedida.

– Buenas noches, abuela -se despidió la joven, dando un beso en el rostro de la anciana, que ya había cerrado los ojos.


***

Hicksville, Nueva York

Durante toda la noche, Afdera, ya con la llave de la caja de seguridad colgada al cuello, se preguntó qué secretos escondía al tiempo que la acariciaba con la yema de los dedos. Sólo su abuela conocía la respuesta y ella, sobrevolando ahora el océano Atlántico, se acercaba hacia ese misterio.

Tras más de seis horas de vuelo, bebió una botellita de vino blanco mientras anotaba en su pequeño cuaderno lo que su abuela le había dicho. Intentaba recordar, palabra por palabra, lo revelado, aunque fuese bien poco.

Un golpe seco sacó a la joven del profundo sueño en el que se había sumergido durante las últimas horas del viaje. El avión acababa de tocar tierra en el aeropuerto JFK de Nueva York pensó cuando subía al autobús que la trasladaría desde la aeronave a la terminal.

Al llegar a inmigración, la joven sacó su pasaporte estadounidense, se lo entregó al oficial y se dirigió a la terminal, hacia la zona de alquiler de coches. Una señorita vestida con una chaqueta roja con el escudo de Avis en la solapa le dio la bienvenida.

– Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? -dijo la empleada.

– Tengo un vehículo reservado a nombre de Afdera Brooks -respondió mientras buscaba en el sobre amarillo el número de reserva del coche.

– No me hace falta el número. Me basta con su carné de conducir y su pasaporte -respondió.

Media hora más tarde y con un amplio mapa desplegado sobre el asiento del copiloto, Afdera intentaba llegar por la 678 hasta la Van Wyck Expressway. Después, según la empleada de Avis, debía continuar todo recto hasta Queens y girar a la derecha por la Long Island Expressway. Aunque desde el aeropuerto no había más de cuarenta kilómetros, Afdera tardó casi una hora en el trayecto, perdida por el laberinto de carreteras, avenidas y autopistas estadounidenses. «Por eso adoro Europa», pensó mientras se peleaba con el mapa que tenía a su lado.

Hicksville era una ciudad típica de Estados Unidos, como cualquier otra, con sus tiendas de bagels, sus concesionarios de Chevrolet, Ford y Pontiac, con sus talleres de tractores John Deere, con un par de blancas iglesias y algunos restaurantes en el centro. Eso era todo.

Desde la salida de la autopista por North Broadway, el Pontiac sedán siguió en línea recta hasta alcanzar el cruce con West Old Country Road, en donde se encontraba la sede del First National Bank.

Afdera aparcó frente al banco y entró. Un grupo de ancianos esperaba en fila para cobrar sus pensiones mientras un joven con aspecto de estudiante y disfrazado de campesino entregaba publicidad de créditos a bajo interés para agricultores y ganaderos de la zona. La joven se acercó a una mujer y preguntó por el director. Afdera vio a través del ventanal cómo la secretaria del banco se dirigía a un hombre de mediana edad y ambos la miraban. El hombre se levantó de su silla y se dirigió hacia ella.

– Buenos días. Soy James Dickins, el director del banco, ¿en qué puedo ayudarla?

– Soy Afdera Brooks y vengo desde Italia para abrir una caja de seguridad.

– ¿Una caja de seguridad? ¡Qué raro! Conozco a todos los clientes que tienen cajas de seguridad en el banco y a usted no la he visto nunca por aquí -afirmó mientras invitaba a Afdera a pasar a su despacho.

– La caja fue contratada por mi abuela, Crescentia Brooks. No podría decirle cuándo. Vive en Europa, está enferma y no puede viajar hasta aquí. Me ha pedido que venga y retire lo que hay en esa caja de seguridad. Mire, aquí traigo la llave -explicó Afdera, mostrando la llave que llevaba colgada al cuello.

El director leyó los documentos notariales que la joven acababa de entregarle, pero, aun así, prefirió hacer varias llamadas de comprobación.

– Le ruego que me disculpe, señorita. Los documentos están en regla, pero esa caja hace años que se contrató y por eso prefiero comprobar los datos con las oficinas centrales de nuestro banco en Manhattan -se disculpó Dickins.

– No se preocupe. Hágalo. Yo esperaré aquí -dijo pacientemente.

Unos minutos más tarde, el director se acercó a Afdera, que hojeaba una revista de maquinaria agrícola.

– Todo está en orden. Acompáñeme, por favor.

Afdera y Dickins se dirigieron por una puerta trasera hasta una zona blindada del banco. Tras saludar al guardia armado, el director extrajo una llave y abrió la reja que daba acceso a la cámara de cajas de seguridad.

– Según la ficha que tenemos en nuestro poder, la caja de su abuela es la 1-4-2. Si me permite su llave, le haré entrega de la caja.

– Por supuesto, aquí está -dijo quitándose por vez primera la llave del cuello.

Dickins metió la llave de Afdera en una de las ranuras e introdujo la suya en la segunda, pero al girar las dos al mismo tiempo, la caja no se abrió. Alarmado, el director intentó buscar una explicación, pero no sabía cómo podía suceder algo así.

– La verdad, señorita, es que esto no había ocurrido nunca -dijo a modo de disculpa.

Afdera le miró visiblemente contrariada.

– No me importa que esto no haya ocurrido ninguna vez. Sólo sé que esta caja de seguridad pertenece a mi abuela y quisiera retirar su contenido. No llevo horas metida en un avión y otras tantas perdida en una dichosa autopista para que ahora me diga que mi llave no abre lo que debería abrir. Quiero que ahora mismo llame a su banco en Manhattan y que ordenen llamar a un cerrajero para abrir la caja, pero no mañana, ni pasado, ni dentro de un mes, sino ahora, en este mismo momento.

El director, algo contrariado, salió a toda prisa de la cámara blindada en dirección a su despacho. Marcó el número de teléfono de la central en Nueva York y pidió hablar con el departamento legal.

– Departamento legal del First National Bank, dígame -contestó una voz femenina al otro lado de la línea.

– Soy James Dickins, de la oficina de Hicksville, Nueva York. Deseo hacer una consulta sobre una caja de seguridad.

– Un momento -respondió la voz-, ¿puede decirme su código de oficina y el número de la caja?

– Sí, cómo no -replicó-. El código de la oficina es el 2441721 y el número de la caja es el 1-4-2.

– Perfecto. Espere un momento, por favor -contestó la voz al otro lado de la línea.

Un minuto después, la voz indicó al director que ese número de caja debía ser confirmado con el vicepresidente Denton Halston, responsable del departamento legal del banco.

– Enseguida le paso con el señor Halston.

Cuatro tonos después, una gruesa voz respondió la llamada.

– Soy Denton Halston. ¿Quién es usted?

– Soy James Dickins, director de la oficina de Hicksville, aquí, en Nueva York. Quería… -La voz de Dickins quedó interrumpida bruscamente por la de Halston.

– Escúcheme bien. Voy a hacerle varias preguntas y quiero que me responda brevemente -ordenó-. ¿Quién es la persona que quiere abrir esa caja?

– Se llama Afdera Brooks y dice… -Nuevamente fue interrumpido por el alto ejecutivo del First National Bank.

– ¿Es una mujer joven o anciana? -preguntó.

– Es joven. Tendrá alrededor de treinta años.

– ¿Funciona su llave?

– No, pero debe de ser porque esta oficina hizo reformas en 1975 y se cambiaron las cerraduras.

– ¿Cómo es que esa joven no tiene la llave correcta? -preguntó Halston.

– Porque como la señora Brooks no era clienta asidua, jamás pudimos entregarle su nueva llave -respondió.

– Bien. Abra la cerradura, incluso llame a un cerrajero si es necesario, y entréguele la caja de seguridad para que pueda retirar su contenido -ordenó Halston.

Cuando Dickins pretendió despedirse del vicepresidente, pudo oír cómo su interlocutor colgaba el aparato. Una hora después, regresaba a la cámara con un hombre vestido con un mono de trabajo y un soplete en la mano.

– ¿Es que piensa robar el banco? -preguntó la joven.

– Ahora sabemos lo que ha pasado -se disculpó de nuevo como para ganar tiempo-. Su abuela contrató la caja de seguridad en 1965, hace ahora quince años, pero, en 1975, el banco acometió una serie de reformas, incluida la cámara de seguridad. Se sustituyeron las cerraduras exteriores de las cajas, y como su abuela no es cliente habitual, no le pudimos facilitar la llave nueva. De cualquier forma, no se preocupe, Sonny abrirá la caja.

El olor del gas propano del soplete hacía el ambiente casi irrespirable en el interior de la cámara, pero Afdera tenía órdenes expresas de su abuela de no separarse jamás de la llave. Casi una hora y media después, el cerrajero consiguió abrir la puertecilla blindada que daba acceso a la caja 1-4-2. El director la extrajo y la sujetó entre sus manos.

– ¿Desea usted que le preste mi despacho para estar más tranquila? Es lo mínimo que puedo hacer por los inconvenientes que le hemos ocasionado.

– Muy amable, muchas gracias -respondió.

Afdera, ya en el despacho y sentada ante la caja metálica, se dispuso a conocer el secreto que tan celosamente había guardado su abuela durante los últimos quince años. Antes de abrirla, recordó las palabras pronunciadas por la anciana: «El contenido de esa caja es mucho más importante de lo que puedas llegar a imaginar. Es muy importante para la cristiandad».

Dentro de la caja había un libro envuelto con una tapa de cuero muy deteriorado. El papiro se había convertido en fragmentos quebradizos que fácilmente podrían resultar menos valiosos que el polvo. El libro estaba compuesto por unos treinta y dos pliegos escritos por ambas caras. Junto al deteriorado ejemplar había también un grueso diario escrito a mano y atado asimismo por una cuerda de cuero.

Sin tocar el ejemplar antiguo, Afdera agarró el diario y lo abrió por la primera página. Enseguida reconoció la letra redonda característica de su abuela y leyó la primera frase: «Tenía una misión. Judas me estaba pidiendo que hiciera algo por él. Ahora que lo pienso, es más que una misión. Creo que Judas me eligió para rehabilitarlo y ahora, tú, querida nieta, serás la encargada de llevar a buen término este cometido: la rehabilitación del apóstol Judas. Ésta será tu misión y este diario que te lego serán tus primeros pasos para ello. Cuida del evangelio perdido, el evangelio de Judas». No se lo podía creer. Ante ella tenía lo que tal vez podrían ser las últimas palabras del apóstol que supuestamente traicionó a Jesucristo.

La tarde caía ya sobre Hicksville, y a pesar de que el banco estaba cerrado, Afdera y el director James Dickins todavía permanecían en su interior. El sonido del timbre sobresaltó al guardia de seguridad. Era la secretaria que volvía con una caja vacía en la mano para transportar el libro. «Es perfecta», pensó Afdera cuando la vio.

– Ahora necesito varios folios en blanco para forrar la caja -pidió la joven a Dickins.

Con manos expertas, acostumbradas a manejar obras de arte milenarias, Afdera fue trasladando desde la caja de seguridad a la de plástico el cuerpo principal del libro y los casi un millar de minúsculos fragmentos de papiro desprendidos de los bordes de las páginas y desperdigados por la caja metálica. Una vez que comprobó que no había quedado ningún fragmento más en la caja de seguridad, la cerró y se la entregó al director.

Afdera salió del banco y un estremecimiento le recorrió la columna. Estaba perdida en un rincón de Nueva York y tenía entre sus manos un documento no sólo muy valioso, sino que podría poner en tela de juicio cualquier dogma de la Iglesia católica, tal y como hoy era conocida.

Esa noche tenía previsto ir a Manhattan y dormir en algún buen hotel de la ciudad, pero con semejante cargamento entre sus manos, prefirió no arriesgarse y pasar la noche en el hotel que le había reservado Sampson Hamilton en Hicksville.

Se dirigió al Tumblin Inn, se registró y le pidió al recepcionista que no la molestaran. Esa noche la pasaría en vela, leyendo el diario de su abuela y admirando el libro que se encontraba ante ella, metido en una caja de plástico sobre la cama. La joven decidió llamar por teléfono a su abuela, pero miró el reloj. «Es de madrugada en Europa. La abuela estará todavía durmiendo. Mañana será otro día», pensó.

Durante toda la noche, hasta el amanecer, la joven leyó las palabras escritas por su abuela. Cada dato, cada cifra, cada fecha, cada nombre fueron apareciendo en las páginas del diario. Afdera intentaba retenerlo todo, a pesar del cansancio y el sueño. La joven abrió varias páginas en donde aparecían pegadas de forma desigual etiquetas de hoteles, fotografías en blanco y negro de barcos surcando las aguas del Nilo y servilletas con números y nombres anotados en ellas.


***

Ciudad del Vaticano

Una llamada rompió el silencio en la central telefónica del Palacio Apostólico.

– Ciudad del Vaticano, ¿dígame? -respondió el fraile de la Co fradía de Don Orione, responsables de las comunicaciones telefónicas de la Santa Sede desde que se instalara la primera centralita en 1886 por orden del papa León XIII.

– Deseo hablar con el secretario de Estado. Es muy importante -dijo la voz al otro lado de la línea.

– Un momento, le paso con la Secretaría de Estado -indicó el fraile.

Una música sacra sonaba por la línea mientras el telefonista intentaba contactar con algún miembro de la Secretaría de Estado. Finalmente, la música fue interrumpida por una voz.

– Soy el padre Emery Mahoney, secretario privado del secretario de Estado. ¿Qué desea?

De repente, al escuchar el nombre de su interlocutor, la voz pronunció unas palabras en latín.

Fructum pro fructo, favor por favor.

Silentium pro silentio, silencio por silencio -respondió Mahoney.

– Soy Denton Halston. Soy guardián en Nueva York y deseo hablar con el cardenal August Lienart.

– Bien, hermano. Espere un momento -respondió Mahoney.

Al otro lado de la puerta, en el despacho del cardenal secretario de Estado August Lienart, el sacerdote podía oír los compases de la Sin fonía N° 1 de Sibelius. Dio unos golpecitos en la puerta con los nudillos. La música se detuvo y desde el interior le llegó la voz del cardenal indicándole que podía entrar.

– ¿Puedo pasar, eminencia? -preguntó Mahoney con respeto.

– Pase, pase, querido secretario -respondió Lienart, alargando su mano derecha para dejar que el recién llegado besase su anillo cardenalicio con el dragón alado, símbolo de la familia Lienart durante siglos.

– Eminencia cardenal secretario, tengo al teléfono a un guardián. Llama desde Nueva York -reveló el secretario.

Lienart permanecía de pie en silencio observando la plaza de San Pedro a sus pies. De repente, se giró hacia su secretario.

– Bien, páseme la llamada a mi teléfono de seguridad -ordenó el secretario de Estado vaticano a Mahoney mientras éste se retiraba ya hacia la puerta.

Unos segundos después sonaba el teléfono rojo que Lienart tenía a un lado de su mesa. La voz volvió a pronunciar las palabras en latín.

Fructum pro fructo.

Silentium pro silentio -respondió el alto miembro de la curia.

– Soy Denton Halston, guardián en Nueva York, y deseo informarle de un acontecimiento -dijo el vicepresidente del First National Bank.

– Le escucho, hermano -indicó Lienart.

– El evangelio ha sido extraído de la caja de seguridad.

– Bien, querido hermano. Su mensaje ha sido recibido.

Mientras Lienart cortaba la punta de su cigarro habano con un cortapuros de plata, llamó a su secretario a su presencia.

– Pase, querido Mahoney, creo que tengo una misión para usted.

– ¿Qué desea de mí, eminencia?

– Será usted mi nuevo ángel anunciador -dijo Lienart mientras una sonrisa gélida recorría su rostro-. En el plazo de dos días irá a siete puntos diferentes del planeta con el fin de entregar una carta sellada para siete hermanos que deberán reunirse con usted en la iglesia de Santa Maria della Salute, en Venecia, en una fecha y una hora que yo mismo estableceré. Hasta que eso ocurra, deberán estar preparados.

– Sí, eminencia.

– Ocúpese de que esté todo dispuesto y de que nuestros hermanos sean acogidos de forma confortable hasta que reciban mis órdenes.

– Por supuesto, eminencia, así lo haré -respondió su secretario.

El padre Emery Mahoney tenía poco más de cuarenta años y era de origen irlandés. Sin su alzacuellos, muchos entre la curia vaticana aseguraban que podría parecer más un típico agente de Wall Street que el cada vez más influyente secretario privado del cardenal Lienart.

Mahoney había llegado al Vaticano desde Nueva York, donde había hecho una brillante carrera trabajando en las escuelas de Harlem con los niños menos favorecidos. A modo de recompensa, el religioso fue trasladado a la catedral de San Patricio como ayudante del deán. Sus antiguas tareas con los niños de Harlem se convirtieron en visitas a residencias de millonarios de Park Avenue, la Quinta Avenida o Central Park. Sus niños problemáticos dieron paso a meriendas, fiestas y recepciones a las que era invitado por los miembros de la exclusiva y adinerada alta sociedad neoyorquina. Mahoney parecía más un recaudador de Dios que un sacerdote de barrio. Estuvo involucrado en esa tarea hasta que fue reclutado por el cardenal Lienart cuando éste era prefecto de la Santa Alianza, el poderoso e influyente servicio de inteligencia de la Santa Sede, conocido entre la curia como la Entidad.

Con el paso del tiempo, Mahoney entró a formar parte del llamado Círculo Octogonus, una organización secreta formada por ocho religiosos ex agentes de la Entidad dispuestos a «morir por el tormento, en el nombre de Dios» y siempre bajo órdenes directas del propio Lienart.

Cuando el cardenal fue cesado de su cargo de responsable de la Entidad por el anterior Papa, los ocho miembros del Octogonus permanecieron fiel a él y a sus directrices. Mahoney pasó entonces a ocupar su secretaría tras el extraño suicidio de su anterior secretario, monseñor Vaclav Przydatek, que se había arrojado desde lo alto de la escalera de Bramante cuando iba a ser detenido por la Gendarmería Vaticana para prestar declaración por un oscuro asunto en el que estaba implicado.

– Si no desea nada más de mí, me dispongo a retirarme con su permiso, eminencia.

– Puede retirarse. Buenas noches, padre Mahoney -respondió Lienart.

Tan pronto como su secretario hubo cerrado la puerta, Lienart pidió a uno de los auxiliares de la Secretaría de Estado que le pusiesen en contacto con algún miembro del L'Osservatore Romano, el diario oficial de la Santa Sede.

– Enseguida, eminencia -dijo el auxiliar.

Mientras esperaba la comunicación, Lienart seguía fumando su cigarro habano y observando la plaza de San Pedro, cada vez con menos turistas. Ésa era la hora que más le gustaba para poder admirar las vistas desde la ventana de su despacho.

El sonido del teléfono rompió su contemplación.

– Eminencia, le paso con el señor Giorgio Foscati, de L'Osservatore Romano.

– ¿Señor Foscati? -preguntó Lienart.

– Sí, eminencia, Giorgio Foscati para servirle.

– En los próximos días y durante algunos meses le pediré que publique cada cierto tiempo una pequeña nota en una de las páginas de la edición italiana de su periódico.

– ¡Cómo no, eminencia! Será un honor servirle a usted, a la Secre taría de Estado, a la Santa Sede y al Santo Padre.

– Coja papel y lápiz y anote la primera frase: Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal. Inclúyala en la página cuatro del periódico de pasado mañana -ordenó el cardenal Lienart.

– Por supuesto, así lo haré.

– Buenas noches, señor Foscati.

Antes de colgar, el periodista decidió pedir un favor personal al cardenal.

– Eminencia, mi hija de dieciséis años, Daniela, va a hacer la confirmación en unos meses y me gustaría que fuese usted quien se la impartiese.

– Sería un honor para mí, querido Foscati, pero no sé si podré hacer un hueco en la apretada agenda de la Secretaría de Estado. Estamos muy ocupados con las visitas oficiales y no sé si…

– … no le molestaría mucho y a su madre y a mí nos gustaría que fuese Su Eminencia quien le impartiese la confirmación. Daniela es todo lo que tenemos y para ella ése es un día muy importante -volvió a insistir el periodista.

– Por lo menos intentaré hacer que le llegue a su hija una bendición de Su Santidad para ese día tan señalado. No se preocupe, querido Giorgio, y por favor, no se olvide de incluir mi frase en el periódico de pasado mañana. Ah, por cierto, salude usted a su esposa de mi parte.

– Buenas noches, eminencia.

Una vez acabada la jornada, el cardenal Lienart permaneció en pie ante los amplios ventanales de su despacho mientras daba profundas caladas a su habano.


***

Venecia

Casi a esa misma hora, en la ciudad de los canales, Crescentia Brooks fallecía de un infarto en su residencia de la Ca' d'Oro.

Sería su criada, Rosa, quien la encontraría en el suelo de su dormitorio. El doctor Fabiani, médico de la familia, certificaría su defunción.

– Tengo que llamar a Afdera para comunicárselo -dijo Assal mientras Sampson intentaba consolarla.

– ¿Prefieres que lo haga yo?

– No. Soy su hermana y creo que debo ser yo quien se lo comunique -respondió, intentando secarse las lágrimas con un pañuelo-. Necesito que tú te ocupes de todo lo relativo al funeral y que se lo notifiques a quien creas oportuno. Ahora no estoy para escribir ni firmar ningún documento. Es mejor que tú te ocupes de todo eso.

– Bien. No te preocupes por nada. Me encargaré del funeral y de recibir las condolencias de los amigos de tu abuela.

Tras despedirse del abogado, Assal se dispuso a llamar a su hermana Afdera.

– Hotel Tumblin Inn, dígame -respondió la voz al otro lado del teléfono.

– Por favor, quería hablar con la señorita Afdera Brooks.

– Un momento, le paso.

Tras dos tonos Assal escuchó la voz de su hermana.

– Afdera, soy Assal.

– ¿Qué ocurre? -preguntó intrigada.

– Es la abuela. Ha muerto de un infarto hace unas horas. Tienes que regresar a Venecia.

– Haré todo lo posible por llegar cuanto antes para que no tengas que ocuparte tú sola de todos los trámites para el funeral -dijo con serenidad.

– Me está ayudando Sampson con los papeles del forense y de la funeraria, y también él se ocupará de dar la noticia a los más allegados, pero de cualquier forma te necesito. Necesito que estés aquí conmigo.

– Regresaré cuanto antes, hermanita, no te preocupes. Estaré pronto contigo. Buenas noches, Assal.

– Buenas noches, Afdera. Ahora estamos solas.

Afdera se pasó llorando toda la noche, recordando los buenos momentos vividos junto a su abuela y acompañada en aquel solitario hotel únicamente por el libro de Judas, que se deshacía a pedazos en una caja de plástico bajo su cama.

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