V

Hong Kong

Al padre Mahoney los largos viajes en avión le resultaban cada vez más pesados, y aún no se había recuperado de sus visitas a Laja y Armenia. Aunque esta vez viajaba en primera clase, el secretario del cardenal Lienart no llevaba demasiado bien los largos trayectos, pero no debía quejarse, al fin y al cabo tenía una misión que cumplir en nombre del Círculo Octogonus y en defensa de la fe.

Una vez en la ciudad asiática, un Rolls-Royce del exquisito Hotel Península le recogió en el aeropuerto. Tenía órdenes de esperar en el hotel una llamada de uno de los ayudantes del poderoso Delmer Wu, el hombre más rico de Hong Kong.

El magnate era propietario del hipódromo de la colonia, de más de un millón de metros cuadrados en Hong Kong; de la WuOil, una de las más grandes refinerías petrolíferas de Asia; de navieras como la Hong Kong Cargo, cuyos contenedores cruzaban los océanos de punta a punta de la tierra; de una isla privada llamada Waglan, al sureste de la colonia y que había convertido en una auténtica fortaleza, y, según algunas malas lenguas, era uno de los mayores traficantes de ciertas sustancias prohibidas.

De lo que no cabía la menor duda era de que Wu tenía la mayor y más importante colección de manuscritos antiguos. Rondaba las catorce mil piezas y abarcaba más de cinco mil años de historia: desde fragmentos de los rollos del mar Muerto a importantes manuscritos budistas, desde cartas autografiadas por el mismísimo Enrique VIII a leyes firmadas, de puño y letra, por el emperador Napoleón. Su sueño era crear un museo en Hong Kong que sirviera como punto de referencia para la historia no sólo de Asia, sino de toda Europa.

Entre las leyendas que se contaban del millonario hongkonés, estaba la de la adquisición de varios fragmentos de los rollos de Qumrán. Wu había comprado a un vendedor desconocido hasta diez pequeños fragmentos de los famosos rollos, en donde en cada uno aparecía una sola letra. El millonario había pagado cien mil dólares por los diez fragmentos, o lo que es lo mismo, diez mil dólares por letra Una vez adquiridos, debía sacar los fragmentos ilegalmente del país en donde se había llevado a cabo la operación. Para ello, y según los rumores, Wu utilizó a su bella esposa Claire, una auténtica muñeca de porcelana asiática de ojos azules. Alguien dijo que los diez pequeños fragmentos habían sido introducidos en un tubo, como los que se utilizaban para conservar los cigarros habanos, y que Claire Wu los había pasado a través de las diferentes aduanas introducido en su vagina.

Otro de los rumores que circulaban en torno al millonario era que Delmer Wu había comprado a su esposa cuando ésta tenía cinco años en una aldea perdida de la China meridional, impresionado por sus profundos y cristalinos ojos azules. Al parecer, Wu la recluyó desde ese mismo momento en uno de los más famosos y elegantes prostíbulos de Bangkok y allí estuvo aprendiendo las más sofisticadas técnicas del arte amatorio hasta que cumplió los doce años. Posteriormente, la envió a los mejores colegios de París, Nueva York y Ginebra para que la ya adolescente Claire se cultivase y se preparase para entrar en el mundo del millonario. Al día siguiente de su décimo séptimo cumpleaños, Wu se la llevó consigo y nadie sabe si la convirtió en su esposa o sólo la utilizaba como arma para sus negocios.

Wu ocupó también los titulares de los periódicos cuando su corporación informó de la «generosa» devolución de unas reliquias budistas de inmenso valor que había comprado en el mercado internacional, pero que, al parecer, posteriormente se descubrió que habían sido sacadas de forma ilegal de la región de Gilgit, en Pakistán. Alguien dijo que los dos «comerciantes» que le habían vendido las piezas fueron encontrados degollados poco después en un sucio callejón en la ciudad de Peshawar, en la frontera afgano-pakistaní, muy cerca del peligroso paso de Khyber. Pero los misterios y las leyendas perseguían a Wu desde hacía décadas. La historia más trágica sobre el millonario fue la del secuestro de su único hijo y heredero. Una banda formada por seis delincuentes secuestró al hijo de Wu a la salida del Café Saigon.

Durante semanas estuvieron negociando el rescate, pero la negociación se torció y el hijo de Wu, de veintitrés años, fue encontrado estrangulado en un almacén del puerto. Los seis hombres fueron detenidos y condenados a cadena perpetua en la prisión de Shiai Pek.

Misteriosamente, alguien pagó la defensa y la revisión de un nuevo juicio que puso a los seis secuestradores en libertad.

Una semana después de poner el pie en la calle, los seis hombres aparecieron muertos. Alguien los había introducido vivos en un gran depósito de agua hirviendo hasta que se les desprendió la piel. Luego, les arrancaron los ojos y los colgaron de un gancho de carnicero por la espalda. Así los encontró la policía de la colonia. Jamás pudieron relacionar a Delmer Wu con las seis ejecuciones.

Al día siguiente de su llegada, el padre Mahoney recibió una llamada en su hotel.

– ¿Padre Mahoney?

– ¿Sí?

– Dentro de dos horas pasará a recogerle un coche que le llevará hasta el muelle principal del Yacht Club de Hong Kong. Allí se reunirá con el señor Lathan Elliot, asesor del señor Wu. Podrá darle el mensaje a él. Esté preparado -dijo el interlocutor, colgando inmediatamente el aparato sin dejar que Mahoney pudiese replicar.

Dos horas después un Bentley se detenía ante la puerta del Hotel Península para recoger al padre Mahoney.

– Debo hablar personalmente con el señor Wu y con nadie más -dijo el enviado del cardenal Lienart al conductor, sin obtener respuesta alguna.

El vehículo avanzó por las avenidas y calles del barrio de Kowloon en dirección al muelle principal del elegante y exclusivo Yacht Club. Sin decir palabra, el chófer detuvo el coche, se bajó y se dirigió a la parte de atrás para abrir la puerta al enviado vaticano.

– Camine por el muelle hasta el final. Allí le están esperando -indicó el conductor.

Mahoney comenzó a andar por el paseo de madera en donde se alineaban yates y veleros de todo tipo bajo pabellones de Hong Kong, Australia, Nueva Zelanda e incluso de Panamá. Unos doscientos metros más allá, el muelle se convertía en una especie de plaza artificial en donde aparecía amarrado un gran yate de unos setenta metros de eslora. Mahoney vio el nombre del barco escrito en grandes letras en su lado de babor: Amnesia.

Varios marineros trabajaban en la cubierta y en el puente a las órdenes de un oficial. Por su acento, Mahoney supo que el hombre era irlandés. Cuando se disponía a subir por la pasarela, una voz a su espalda le detuvo.

– ¿Padre Mahoney?

– Sí, soy yo.

– Antes de subir, levante usted las manos, por favor -ordenó el desconocido, recorriendo el cuerpo del sacerdote con un detector de metales y de micrófonos.

– ¿Es que piensa que puedo ir armado? -preguntó sorprendido Mahoney.

– Soy Gilad Leven, jefe de seguridad del señor Wu, y le aseguro que antes de que pueda usted acceder a cualquiera de las propiedades del señor Wu, debo cachearle. Aunque fuese usted el mismísimo Papa, le cachearía. Ése es mi trabajo y para eso me pagan -afirmó.

Un leve zumbido rompió el silencio.

– Necesito que se abra la camisa -ordenó Leven.

El padre Mahoney aceptó la orden sin rechistar, abriéndose la camisa y dejando entrever un crucifijo de oro, obsequio personal del cardenal August Lienart.

– Está usted limpio. Puede subir a bordo. El señor Elliot le está esperando.

El Amnesia era uno de los juguetes preferidos de Delmer Wu. Había sido construido y diseñado por la Benetti Shipyard, una compañía fundada en 1873. Sus astilleros de Livorno se habían convertido en los mejores constructores de yates de lujo de todo el mundo. Wu había pagado millones de dólares al arquitecto Stefano Natucci para diseñar el Amnesia. Para sus interiores se habían utilizado los mejores y más exclusivos materiales, como la madera de cerezo y nogal o cristales de Lalique y Murano. Catorce hombres más tres oficiales formaban la tripulación, que podía llegar a atender hasta a una docena de pasajeros.

Una jovencita vestida con un traje tradicional tailandés recibió al padre Mahoney.

– Buenos días, señor. Bienvenido al Amnesia.

– Buenos días. Lléveme por favor ante el señor Elliot.

En un amplio salón a modo de despacho en el que había una gran mesa de juntas le esperaba Lathan Elliot, asesor del millonario.

– Buenos días, buenos días, padre -dijo el asesor mostrando un claro acento texano-. ¿En qué podemos ayudar al Vaticano?

– Usted, personalmente, en nada -precisó Mahoney-. Me han ordenado que sólo hable con el señor Delmer Wu. Sólo con él y con nadie más.

– Sí, pero el señor Wu no habla con todo el mundo. O habla conmigo o no habla con nadie… -dijo Elliot.

– De acuerdo, le informaré de ello al cardenal Lienart. Buenas tardes, señor Elliot, y ahora, por favor, lléveme hasta mi hotel. Me gustaría coger el primer avión a Roma para informar cuanto antes de esta situación-aclaró Mahoney de forma tajante.

El tenso silencio fue roto por el sonido del teléfono. Lathan Elliot levantó el auricular y se dedicó a responder con monosílabos. Después colgó.

– Bien, padre Mahoney, he recibido órdenes de llevarle hasta la residencia del señor Wu en Victoria Peak.

Poco después el Bentley ascendía a pocos kilómetros desde la costa a la zona más alta de la isla, desde la que, en días claros, podía divisarse el continente chino. Junto a Mahoney estaba sentado Lathan Elliot y, frente a él, Gilad Leven, el guardaespaldas de Wu. «Podría matarle en cuestión de segundos sin que se diese ni siquiera cuenta de que ha dejado de respirar», pensó el padre Mahoney mientras miraba la nuca de Leven.

De repente, el vehículo aminoró la marcha ante un gran muro blanco en Plantation Road. Leven hizo una llamada a través de su walkie y las grandes puertas se abrieron ante ellos dejando ver un amplio camino hasta una casa de estilo moderno que imitaba a los antiguos palacios chinos. Mahoney esperaba ver una casa decorada con grandes leones y vasijas, como los que inundaban los restaurantes chinos de medio mundo, pero, por el contrario, la mansión presentaba una decoración minimalista, con grandes ventanales abiertos a la zona baja de Hong Kong. El silencio invadía todos los rincones de la casa, roto tan sólo de vez en cuando por el chapoteo de alguien en la piscina.

Mientras Mahoney esperaba su encuentro con Delmer Wu, vio cómo salía de la piscina una joven pequeña, de cuerpo perfecto, como una delicada muñeca. Sin duda la señora Wu.

– Es preciosa, ¿no le parece? -dijo una voz a su espalda.

Las palabras hicieron que Mahoney se diese la vuelta. Era Delmer Wu.

– Yo no dejo de admirarla todos los días y no me canso de ello -dijo siguiendo con la mirada a su esposa. La joven, con el cuerpo todavía húmedo, se había puesto una delicada bata de seda, a través de la cual se adivinaban sus pequeños pezones.

– Hola, querido -saludó Claire, besando a su esposo en la mejilla.

– Querida, te presento al padre Mahoney, un enviado del Vaticano.

La joven, consciente del poder de su cuerpo, se acercó al sacerdote dejando entrever uno de sus hombros desnudos.

– Mucho gusto, padre -dijo la mujer antes de retirarse.

– Ha llegado la hora de hablar de lo que nos ocupa -dijo Wu-. Dígame qué le trae por aquí y qué puede hacer un humilde hombre de negocios de Hong Kong por Su Santidad.

Estaba claro que Wu tenía oídos en todo Hong Kong, incluido en el yate Amnesia.

– Oh, no se moleste por lo de John. Es demasiado texano, demasiado norteamericano, como para saber cómo negociar con un enviado papal, ¿o debo decir cardenalicio? -precisó el millonario con una sonrisa en los labios.

– El Vaticano necesita de usted diez millones de dólares en efectivo depositados antes de siete días en una caja de seguridad de un banco suizo.

– Oh, y su cardenal Lienart, que me imagino que será quien le envía, no necesita veinte, treinta, o mejor, cien millones de dólares -replicó Wu.

– Sólo necesita diez millones de dólares con las condiciones que le he dado. Ni un centavo más.

– ¿Y para qué quieren ese dinero, si puede saberse?

– Sólo puedo decirle que es para la adquisición de un documento que la Iglesia no quiere que salga a la luz -respondió el religioso.

– Bien…, entonces, ¿por qué no utilizan fondos del Banco Vaticano? Su eminencia tiene poder para ello, y si es tan importante para el Vaticano, estoy seguro de que su cardenal Lienart goza de la autoridad suficiente como para convencerles de que liberen esa cantidad.

En ese momento el enviado de Lienart se quedó mudo.

– Oh, padre Mahoney, no me subestime usted, ni tampoco el cardenal Lienart debe hacerlo. Cuantas más cosas sabe uno, o alega saber, más poderoso es. No importa si las cosas son ciertas. Lo que cuenta, recuerde, es poseer un secreto, y yo siempre poseo muchos secretos.

– El comportamiento y las acciones son como un espejo en el que cada uno muestra su imagen real, pero sólo Dios sabe si ésa es la imagen correcta -dijo Mahoney.

– Oh, ustedes los católicos siempre que pueden utilizan el nombre de Dios para responder ante cualquier acción. Padre Mahoney, para mí, Dios no es más que una palabra para explicar el mundo; cuando se trata de dinero, todos somos de la misma religión.

– ¿Está usted entonces dispuesto a entregar los diez millones de dólares al Vaticano?

– Sólo pongo una condición para ello.

– ¿Cuál?

– Poder admirar el documento que desean ustedes comprar antes de que sea introducido en el Archivo Secreto Vaticano. Si aceptan mi condición, mañana mismo tendrán el dinero en su cuenta suiza -propuso Wu.

– Perfecto, aceptamos -confirmó el hermano del Círculo Octogonus-. Dé la orden de transferencia a este número de cuenta.

Horas después, en la soledad de su habitación, Mahoney marcó el número privado del cardenal Lienart.

– ¿Dígame? -preguntó una voz al otro lado de la línea.

– Sor Ernestina, soy el padre Mahoney. Deseo hablar con su eminencia.

– Ahora mismo le paso, padre.

Al otro lado de la línea se podía oír la Sinfonía n° 29 de Mozart, exactamente el Allegro con spirito, inundando las estancias vaticanas del secretario de Estado.

Fructum pro fructo -dijo el cardenal Lienart.

Silentium pro silentio -replicó Mahoney.

– ¿Cómo ha ido la misión encomendada, padre Mahoney?

– Bien, eminencia. Hemos alcanzado nuestros objetivos.

– ¿Sin ninguna condición por parte de Wu?

– Ha pedido ver el libro antes de incorporarlo al Archivo Secreto Vaticano -aclaró Mahoney.

– No debemos fiarnos de Wu. Él ya sabe lo valioso que puede ser para nosotros ese libro y estoy seguro de que realizará algún extraño movimiento para intentar quedarse con él. Conozco muy bien a Wu y sé de qué hablo. Sólo puedo decirle que al perro que tiene dinero, se le seguirá llamando siempre «señor perro». Le diría, padre Mahoney, que el dinero en el caso de Wu no cambia a las personas, tan sólo aumenta la maldad que anida en ellas. Debemos tener cuidado con él -advirtió Lienart.

– ¿Qué podemos hacer en caso de que intente algo, eminencia?

– Esperar. Un sabio dijo un día, querido Mahoney: «Consulta el ojo de tu enemigo, porque es el primero que verá tus intenciones». Nosotros debemos ser ese ojo del enemigo y estar vigilando para conocer de antemano las intenciones de Wu. Sólo si intenta algo, tomaremos represalias. Mientras tanto, lo único que nos queda es la paciencia, que es uno de los mejores caminos para alcanzar nuestros propósitos. Y ahora regrese cuanto antes a Roma. Lo necesito aquí -ordenó el cardenal Lienart.

– Por supuesto, eminencia. Tengo previsto salir mañana por la mañana. El señor Wu me ha ofrecido su avión privado para trasladarme hasta Roma y he aceptado.

– ¡Ah! Por cierto, padre Mahoney, quiero ser el primero en informarle de que ha sido usted propuesto a Su Santidad para ser consagrado como obispo. Me imagino que se le comunicará oficialmente su nombramiento por el cardenal Gregorio Inzerillo, prefecto para la Congregación de los Obispos, y por el cardenal Pietro Orsini, responsable de la Primera Sección de la Secretaría de Estado -anunció el cardenal Lienart-. De cualquier forma, deseo ser el primero en darle mi más sincera enhorabuena, monseñor Mahoney.

– Muchas gracias, eminencia, pero no creo merecer ese destino.

– No sea usted modesto. La modestia es el arte de animar a la gente a que se encuentre por sí misma y descubra cuán maravilloso y útil puede llegar a ser, y usted, monseñor Mahoney, ha demostrado ser un fiel y valeroso defensor de la fe. Se merece el nombramiento. Mañana tengo que despachar con Su Santidad, ocasión en la que le pediré que sea él personalmente quien le imponga los símbolos episcopales: el anillo, el báculo y la mitra -dijo Lienart-. Y ahora, mi fiel Mahoney, fructum pro fructo.

Silentium pro silentio. Buenas noches, eminencia -replicó quien desde ese mismo momento era monseñor Mahoney.

La misión encomendada por el cardenal August Lienart había sido cumplida con éxito. Podía regresar a Roma. A las seis de la mañana, el chófer de Delmer Wu recogió al obispo Mahoney y lo trasladó al aeropuerto de la colonia. A bordo del Bombardier Global 5000, el lujoso y exclusivo avión privado del millonario, monseñor Emery Mahoney llegó al aeropuerto de Fiumicino horas después, tras realizar escalas técnicas en Singapur y Abu Dhabi. Allí le esperaba el Mercedes Benz con matrícula SCV del secretario de Estado vaticano para trasladarlo hasta la Santa Sede.


***

Maghagha, Egipto

Afdera recorrió los doscientos cincuenta kilómetros que unían la capital egipcia con la pequeña ciudad de Maghagha. El trayecto aparecía inundado de vergeles, palmerales y oasis rodeados de la arena milenaria que invadía las riberas del Nilo. Durante el viaje, la joven no pronunció palabra alguna y se dedicó a leer el diario de su abuela, una lectura tan sólo interrumpida cuando el chófer hacía sonar la bocina para hacer apartar alguna vaca de la carretera.

Maghagha era una ciudad monótonamente marrón, con un paisaje marrón, unas casas marrones y rodeada tan sólo de arena marrón. Para los cristianos, era un punto importante en la vida de la Sa grada Familia o, por lo menos, así lo creían los coptos. Huyendo de las persecuciones del rey Herodes, Jesús, María y José se habían refugiado en Egipto, en donde permanecieron durante cuatro años. Habían llegado al pueblo de Deir Al-Garnus, a diez kilómetros al oeste de Ashnin El Nasara, Markaz Maghagha. Al lado de la pared occidental de la iglesia de la Virgen había un profundo pozo en donde, según la tradición, se detuvieron a beber. De allí pasaron a un lugar llamado Ebay Esus, la Casa de Jesús, al este de Bahnasa, donde actualmente se levanta el pueblo de Sandafa.

La ciudad se había convertido en un punto importante de paso del comercio ilegal de antigüedades egipcias. Cada martes y domingo se instalaba cerca de la plaza principal un mercadillo en donde los comerciantes ofrecían todo tipo de artículos. Si se sabía cómo buscar -y su abuela Crescentia y Liliana sabían cómo hacerlo-, se podía encontrar alguna pieza interesante.

El coche llegó hasta una gran plaza llena de comerciantes vendiendo dátiles y ofreciendo té a los transeúntes entre una multitud de gente que intentaba subir en algún abarrotado y destartalado autobús.

– Déjeme preguntar, señorita -dijo el chófer mientras Afdera permanecía en el interior del vehículo.

La joven vio cómo el conductor hablaba y gesticulaba señalando una dirección.

– Me han dicho que el señor Sayed vive muy cerca de aquí, en una casa de dos pisos. La reconoceremos fácilmente porque el segundo piso está en obras -indicó el chófer.

El coche avanzó con dificultad intentando abrirse paso entre la multitud a base de bocinazos acompañados de gestos y maldiciones del conductor.

Al final de una estrecha calle, también de color marrón, Afdera divisó a varios niños jugando al fútbol.

– Debe de ser allí.

– Déjeme preguntar antes de bajarse, señorita -dijo el chófer.

El hombre hizo una señal a uno de los niños para que se acercase. Entre unas cuantas palabras en árabe, Afdera reconoció el nombre del excavador.

– Ésta es la casa -anunció el chófer al fin.

Segundos después, la nieta de Crescentia se encontraba parada, con una mochila como único equipaje, ante la casa de uno de los pocos hombres que formaban parte de los primeros eslabones del evangelio de Judas.

– Hola -saludó Afdera a uno de los niños-, busco al señor Abdel Gabriel Sayed.

– Es mi padre -respondió el niño-. Está dentro, pase y pregunte a mi madre.

La joven entró en el patio. Su abuela decía que en Egipto los niños y las moscas siempre te siguen a todas partes, y tenía razón. Antes de llegar a la entrada, vio al otro lado de la puerta a un hombre de rostro amable que se secaba las manos con un trapo.

– Usted es familia de Crescentia. No puede negarlo. Tiene el mismo rostro -señaló el hombre.

– Sí, soy su nieta Afdera.

– Soy Abdel Gabriel Sayed, amigo de su abuela, pero pase dentro para refugiarse de este calor. ¿Quiere una limonada?

– Sí, por favor.

Poco después, el excavador regresó al salón. Sayed apartó a los niños como quien espanta a las moscas de la comida, moviendo las manos y empujándolos hacia la puerta.

– Será mejor así. De esta forma, podremos hablar con tranquilidad -dijo Sayed, dirigiendo una sonrisa a su invitada.

– Perdóneme que le visite sin avisarle, pero necesito información -dijo Afdera a modo de disculpa.

– ¿Sobre las palabras de Judas? No se sorprenda. Me llamó Liliana para decirme que venía usted hacia aquí y lo que quería.

– Sí, así es -precisó la joven-. Necesito que me cuente cómo llegó el manuscrito a manos de mi abuela.

Abdel Gabriel Sayed se sentó sobre un montón de cojines que había en el suelo ante una mesa baja, en donde se alineaban vasos de limonada y varios platos de dulces árabes.

– La verdad es que yo puedo contarle bien poco de aquel libro. Una tarde, me encontraba en este mismo lugar, cuando entró por esa puerta un hombre que decía que quería comentar conmigo un importante hallazgo aparecido en una zona cercana a Gebel Qarara. Aquella misma noche, Hany Jabet, que así se llamaba el excavador, durmió en esta casa y de madrugada salimos rumbo a la zona del descubrimiento. En una cueva pude ver cómo destapaban una especie de lápida. Entré en el estrecho túnel y llegué a la cámara principal, en donde había varios sarcófagos y una tinaja. Jabet había forzado ya la tinaja cuando entró en la cámara la primera vez. La abrimos y de su interior extrajimos una caja de piedra caliza, una especie de cofre en cuyo interior había algo envuelto en una tela. La aparté con mucho cuidado y allí estaba el evangelio de Judas. Después salimos de la cueva, metí el libro en el coche y volvimos a tapar la entrada para que nadie pudiese encontrarla.

– ¿De quiénes eran los cuerpos que había alrededor de la tumba? -preguntó Afdera interesada.

– No lo sé, aunque iban ataviados con extraños ropajes, que a causa del tiempo habían perdido el color. Mohamed, el amigo de Hany Jabet, tropezó con uno de ellos cuando intentaba acceder a la tumba. Apoyó el pie en la oscuridad y se hundió la tapa de madera -respondió Sayed.

– ¿Qué tipo de ropajes llevaban? -insistió la joven.

– Los cuerpos estaban bastante bien conservados, la verdad. Abrimos uno de los sarcófagos y vimos a un hombre no muy alto, con un casco metálico. Estaba cubierto por una especie de escudo como si fuera una manta y llevaba entre sus manos una espada. Nos llamó la atención que el cadáver tuviera cubiertos los ojos y la boca con unas monedas, pero no las tocamos.

– ¡Un cruzado…! -exclamó Afdera-. Pero ¿qué hacía en esa zona un caballero cruzado? Nunca llegaron tan al sur, ni siquiera durante la séptima cruzada.

– No lo sé, pero ninguno de nosotros tocó esas tumbas -respondió Abdel Gabriel Sayed-. Hany Jabet era copto y, al ver la cruz sobre aquel cuerpo, se negó a expoliar los objetos que había en ellas. Mohamed era musulmán e intentó llevarse una de las espadas, pero Hany le asustó diciéndole que si se llevaba algún objeto, podría morir por la maldición de la cruz. Era una tontería, pero Hany era un copto muy devoto y realmente temía más a Dios que a los espíritus de aquellos cadáveres.

– ¿Podría llevarme hasta la cueva? Si viese esos cuerpos, tal vez podría seguir el rastro del libro hasta su origen, quizá hasta el mismo momento en que lo escribieron.

– Hace ya muchos años, casi más de un cuarto de siglo, que entramos en aquella cueva por vez primera, y no creo que esté en las mismas condiciones. Tampoco sé si Mohamed siguió los consejos de Hany Jabet y dejó intacto el interior de las tumbas.

– Intentémoslo -insistió Afdera, mirando al excavador fijamente a los ojos-. Si entro en esa cueva, tal vez pueda demostrar quién escribió ese libro y por qué lo hizo.

Abdel Gabriel Sayed guardó silencio. Dio un sorbo a su té con menta y miró fijamente a su esposa, que acababa de entrar en la habitación.

– Llévala. Le debes mucho a la abuela de esta joven y sólo así podrás devolverle los favores que nos hizo siempre que la necesitamos -recalcó la mujer-. Gracias a ella vivimos en esta casa y nuestra hija pequeña puede andar. Le debemos mucho, Gabriel.

– De acuerdo, iremos mañana por la mañana -sentenció el excavador, mirando a Afdera.

Tras una opípara cena a base de diferentes platos autóctonos, la esposa del excavador le ofreció a Afdera quedarse en la casa a pasar la noche, pero la joven rechazó la invitación.

– Muchas gracias, pero he visto un pequeño hotel a la entrada de la ciudad. Allí podré descansar y seguro que tienen teléfono. Debo hacer varias llamadas a Europa y quiero hacerlas antes de mañana -dijo tratando de disculparse.

Su encuentro con Abdel Gabriel Sayed parecía más provechoso de lo que había pensado en un principio. Si descubría qué hacían unos cruzados en esa zona de Egipto, tal vez pudiese explicar cómo había llegado el libro hasta aquella cueva.

Sumida en sus pensamientos, Afdera no se dio cuenta de que cogía el camino equivocado y se perdió en el laberinto de callejuelas. «Mierda, debería haber aceptado el ofrecimiento de Abdel Gabriel de acompañarme hasta el hotel. Soy una estúpida», pensó.

La joven seguía caminando por las oscuras callejuelas cuando escuchó unos pasos a su espalda. Alarmada, miró por encima de su hombro, pero un hombre se acercaba ya velozmente hacia ella. Unas fuertes manos la agarraron por la chaqueta y otra mano le tapó la boca impidiéndole gritar.

Afdera luchó por zafarse de la mano que la aprisionaba contra el suelo. Le dio una certera patada en los testículos, mientras un segundo hombre, mucho más fuerte, la golpeaba en la cara. Mascullando maldiciones en árabe se acercó a Afdera y la abofeteó fuertemente en la mejilla. Afdera sintió un intenso dolor en la cara.

La joven había sido entrenada para luchar y continuó intentando zafarse de los dos árabes, que trataban de violarla. Uno de ellos había conseguido agarrarle fuertemente las manos, mientras el segundo, aún bajo los efectos de la patada en la entrepierna, intentaba bajarle los pantalones y romperle la ropa interior.

Afdera consiguió liberar una mano y volvió a golpear al atacante en la garganta, provocándole un ahogamiento momentáneo, lo que le enfureció. Tras reponerse, el hombre blandió el puño cerrado y le descargó un fuerte golpe.

Sintiendo la sangre que brotaba por su boca y su nariz y con un fuerte dolor de cabeza provocado por el golpe, Afdera abandonó la lucha mientras observaba cómo uno de los árabes se disponía a penetrarla. Antes de perder el conocimiento tuvo tiempo de ver cómo dos hombres vestidos de negro saltaban sobre sus atacantes. Uno de ellos colocó una especie de alambre alrededor del cuello del árabe que la había golpeado en la cara, estrangulándolo, mientras el segundo agarraba desde atrás al árabe que la sujetaba por las manos y le clavaba algo en la nuca. A continuación, Afdera quedó inconsciente.

El padre Lauretta y el padre Reyes se ocuparon de enterrar en un lugar apartado los cadáveres de aquellos infelices. Los dos árabes murieron sin saber por qué, pero los sacerdotes habían recibido la orden estricta de proteger a Afdera Brooks hasta que el Círculo Octogonus tuviese el evangelio de Judas en su poder.

Los gritos de varios niños jugando hicieron que Afdera abriese los ojos. Sentía un terrible dolor en la cabeza y en el labio y se palpó el rostro entumecido. Mientras intentaba fijar la vista, vio al fondo de la habitación el rostro sonriente de Binnaz, la esposa de Abdel Gabriel.

– No intentes levantarte, niña -le dijo la mujer.

– Debo hacerlo. Necesito lavarme y beber agua -respondió al tiempo que se sujetaba la cabeza para que le doliese menos al incorporarse en el camastro-. ¿Qué me ha pasado?

– Alguien te atacó anoche, cuando caminabas hacia el hotel. Lo más curioso es que mi hija mayor te descubrió herida y sangrando a las puertas de nuestra casa. Debiste de llegar arrastrándote.

– ¿Y los hombres que me ayudaron?

– ¿A qué hombres te refieres?

– Lo único que recuerdo es que dos hombres intentaron violarme, y cuando estaba a punto de desmayarme, vi cómo otros dos hombres vestidos de negro atacaban a esos hijos de puta.

– Cuando salimos mi esposo y yo a socorrerte, no había nadie junto a ti, tan sólo mi hija mayor.

– Estoy segura de que esos hombres existen y me salvaron la vida. Esos hijos de perra pensaban violarme y seguramente hasta me hubieran matado -aseguró Afdera intentando beber agua de un cuenco de barro.

La escena fue interrumpida por Abdel Gabriel Sayed, que acababa de entrar en la habitación.

– ¡Oh, cómo te han dejado esos malditos! Nunca me habría perdonado si te hubiese pasado algo. Estoy seguro de que tu abuela habría vuelto del paraíso para darme una paliza por no haber sabido protegerte.

– No ha sido culpa suya -dijo Afdera para intentar consolar a Abdel, que sollozaba junto a ella.

– He ido esta misma mañana a la comisaría de policía y aseguran que nadie ha denunciado o encontrado ningún cadáver en las calles de la ciudad. Puede que el golpe en la cara te hiciese ver cosas que no ocurrieron.

– Puede ser… puede ser…, Abdel.

– Esta misma tarde te llevaré yo mismo en coche a El Cairo y no quiero ninguna excusa. No voy a permitir que te niegues. Llegarás sana y salva a El Cairo y te dejaré en manos de nuestro amigo Rezek Badani. Él sabrá cómo protegerte. Dios sabe que se lo debo a tu abuela.

– No. Quiero ir a la cueva de Gebel Qarara y nada ni nadie van a impedírmelo. O me lleva usted o me voy sola. Le necesito. Tiene que ayudarme a encontrar la cueva y a seguir el rastro del libro hasta su origen. Ésa fue la última petición que me hizo mi abuela antes de morir.

– Está bien, pero lo hago por ser nieta de quién eres. Estoy seguro de que, en este momento, tu abuela debe estar maldiciéndome desde allí arriba por ponerte en peligro y no llevarte sana y salva a El Cairo, pero así sea. Iremos a Gebel Qarara.

– Si no tuviese el cuerpo dolorido y su mujer no estuviese presente, me levantaría y le besaría -dijo Afdera. Abdel Gabriel Sayed se puso colorado ante las risas de su esposa.

– Descansa. Esta misma tarde, a última hora, partiremos para la cueva.

En un locutorio cercano, un hombre levantaba el auricular y marcaba el número de la Secretaría de Estado Vaticana.

– Buenas noches. Palacio Apostólico de la Santa Sede, ¿dígame? -respondió la voz al otro lado de la línea.

– Deseo hablar con su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart. Es urgente -dijo el padre Reyes.

– Le paso con la Secretaría de Estado.

Unos tonos más tarde, otra voz contestaba la llamada. Era el diplomático de guardia en la Secretaría de Estado.

– Deseo hablar con su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart. Es urgente -repitió el padre Reyes.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó el diplomático.

– No, no puede. Póngame con el cardenal Lienart. Llamo desde Egipto y es urgente que hable con él.

El diplomático de guardia, posiblemente un joven religioso con escasa experiencia, empezó a ponerse nervioso.

– Enseguida le pongo con su eminencia el secretario de Estado.

Unos minutos después, el padre Reyes oyó la inconfundible voz del cardenal Lienart.

Fructum pro fructo -pronunció el hermano del Octogonus.

Silentium pro silentio -respondió Lienart-. ¿Qué ocurre?

– Gran maestre, ayer por la noche tuvimos un altercado.

– ¿Qué clase de altercado?

– La joven a la que ordenó que protegiésemos fue atacada por dos árabes infieles. Estaban a punto de matarla, así que, siguiendo sus órdenes, el hermano Lauretta y yo hemos actuado y acabado con la vida de ambos atacantes.

– El hombre que no percibe el drama de su propio fin no está en la normalidad, sino en la patología, y por eso su muerte no debe ser tan dramática. Esos herejes que han pasado a mejor vida tal vez en el más allá entiendan que su muerte ha sido sencillamente un acto de Dios, querido hermano Reyes.

– Sí, gran maestre.

– El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia, sino el que teniendo que ser injusto, no quiere serlo. ¿Es que tiene dudas de su misión hacia Dios, hacia el Sumo Pontífice y hacia sus hermanos del Círculo?

– No, gran maestre, pero…

– Pero nada, hermano -le interrumpió el poderoso cardenal para cortar las dudas de Reyes-. Acuérdese de conservar en los acontecimientos y momentos graves la mente serena. El padre Lauretta es inexperto y necesitará de su serenidad para poder seguir llevando a cabo la misión encomendada por el Círculo en nombre de la fe. Ahora, vaya a descansar y olvide a esos herejes. Es necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos horribles que su extinción. La justicia no es dar a todos lo mismo, sino dar a cada uno lo que se merece. No lo olvide nunca, hermano Reyes.

– Bien, eminencia, así lo haré.

– Si cree que puede afectarle un síntoma de debilidad, ordenaré a los hermanos Cornelius y Pontius que se hagan cargo de su misión. Están ahora en El Cairo esperando mis órdenes.

– No será necesario, eminencia -masculló Reyes-, cumpliré con mi deber hacia Su Santidad, hacia Dios y hacia mis hermanos del Círculo.

– Que así sea, hermano Reyes.

Antes de colgar, Lienart pronunció las palabras del Octogonus:

Fructum pro fructo.

Silentium pro silentio.

El poderoso cardenal se percató en ese momento de que una grieta de tamaño considerable se acababa de abrir en el monolítico Círculo Octogonus y eso podría ser ciertamente peligroso.

Cuando la tarde caía ya sobre Maghagha, Afdera se despertó en una habitación a oscuras. El olor a pan le abrió el apetito, pero su boca aún permanecía entumecida por los golpes de sus atacantes.

Se incorporó en el camastro y se sujetó la cabeza. «Daría un año de mi vida por dos aspirinas», pensó. En ese momento, Binnaz entró en la habitación con un cuenco de sopa en una mano y regiff árabe embadurnado con samma baladi, la mantequilla clara, en la otra.

– Tienes que comer algo para recuperarte -le ordenó Binnaz.

– No puedo ni mover la mandíbula sin que me duela hasta la espalda.

– Debes reponer fuerzas. Come algo. Inténtalo. Mi marido está preparando todo para el viaje hasta Gebel Qarara.

Una hora después, cuando el sol se acercaba a su ocaso, Afdera se despedía de la familia del excavador.

– Vamos, niña. Debemos irnos ya -gritaba Abdel Gabriel desde el interior de su destartalado vehículo.

El trayecto hasta el embarcadero era más bien corto. Cruzaron el Nilo en falúa. El barquero era un navegante experimentado, así que con mano firme consiguió guiar el barco por las fuertes corrientes de aguas poco profundas hacia una laguna al otro lado del río, en la margen oriental. Binnaz había preparado un gran zenbil, una cesta repleta de comida. Abdel Gabriel cogió un vaso de ella y lo llenó de agua del Nilo.

– Debes bebería. Debes beber el maya assleya, el agua verdadera -le dijo el excavador.

La joven se negó en un principio, acordándose de la bilharzia, la enfermedad parasitaria que ataca el intestino, muy habitual entre los habitantes de las riberas del Nilo.

– Debes probarla para que los dioses del Nilo nos guíen en este viaje -insistió el excavador.

El agua era bastante dulce, con un sabor muy agradable, así que la joven apuró todo el líquido transparente. Con el sonido del milenario río y las estrellas como única iluminación, Afdera Brooks se adentró en un mundo nuevo, apoderándose de ella una sensación de eternidad. Era un mundo sin prisas, sin estrés, sin ningún signo de la civilización moderna. Tan sólo estaban ella y el río Nilo, como si no hubiesen transcurrido siglos de historia.

Tras desembarcar, Afdera siguió a Abdel Gabriel por un montículo de arena. Al final de un camino vio un edificio parecido a una fortaleza, con unos gruesos muros de barro. Cuando llegaron, el excavador saludó a los dos hombres y a la mujer que había en el interior.

– Son primos míos -le dijo, antes de acomodarse en un rincón lleno de cojines-. Ponte cómoda. Vamos a descansar un rato antes de salir hacia la cueva.

Afdera dejó su mochila apoyada contra una pared y se sentó junto a Abdel. Durante unos minutos permanecieron en silencio. A veces, el excavador volvía la cabeza para observar apenado el rostro amoratado de la joven.

– No se preocupe, Abdel, en poco tiempo se volverá amarillo y finalmente desaparecerá cualquier rastro del incidente -dijo para tranquilizarle.

– Este lugar es sagrado para nosotros. Toda esta región es sagrada para nosotros los cristianos.

– ¿Por qué es tan sagrado este lugar?

– La montaña de Gabal Qusqam, donde actualmente está el monasterio de Al-Moharrak, es una de las paradas más importantes en el viaje de la Sagrada Familia por Egipto. Es tan sagrada que incluso se la denomina el segundo Belén. Este monasterio se encuentra al pie de la montaña occidental conocida como El Qusqam, nombre que se atribuye al pueblo que quedó en ruinas. La Sagrada Familia permaneció seis meses y diez días en la cueva, que se convertiría después en el altar de la iglesia antigua de la Virgen en la parte occidental del monasterio -relató Abdel Gabriel-. El altar de esta iglesia, el más antiguo de la historia, es una gran roca en la que se sentaba Nuestro Señor Jesucristo a orar. En este monasterio se apareció el ángel de Dios a José en sueños y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño».

– Mateo, capítulo 2, versículos 20, 21 -dijo Afdera entre dientes.

– Así es, niña. Conoces muy bien las Sagradas Escrituras -afirmó el excavador con cierta admiración-. A su vuelta, la Sagrada Familia tomó un camino distinto, un poco hacia el sur hasta la montaña de Asiut, conocida como montaña de Dronka, Gabal Dronka, que fue bendecida por la Sagrada Familia y donde se levantó un monasterio en nombre de la Virgen. José, María y Jesús llegaron a El Cairo Viejo, después a Matariah, luego a Al Mahamma, de allí al Sinaí y, a continuación, hacia Palestina, instalándose en el pueblo de Nazaret, en Galilea.

– Y así acabó su viaje. Un viaje de sufrimiento que duró más de tres años entre la ida y la vuelta y en el que recorrieron más de dos mil kilómetros, teniendo como único medio de transporte una mula y una barca para cruzar el Nilo -completó la joven.

– Así fue, y por eso esta tierra que pisamos es sagrada para los cristianos.

– Tal vez por eso quisieron llegar hasta aquí los cruzados -reflexionó Afdera.

– No lo sé, pero dentro de unas horas, cuando entremos en la cueva, tal vez sepamos algo más -precisó Abdel Gabriel, dándose ya la vuelta para intentar dormir.

Unas horas después, la joven sintió que alguien la zarandeaba por el brazo tratando de sacarla de un profundo sueño. Aquello le recordó el ataque sufrido y reaccionó intentando golpear al hombre que la sujetaba. Era Abdel Gabriel, que la despertaba para ponerse en camino hacia la cueva.

– Perdóneme, Abdel, estaba soñando, y al despertarme pensé que me atacaban.

– No te disculpes, niña, lo entiendo. Yialla al Fel gabal, al magara, vamos a la montaña, a la cueva -dijo el excavador.

Afdera y Abdel caminaron por un largo valle inundado de catacumbas naturales, esculpidas durante siglos en las laderas de la montaña por los elementos climatológicos. Unas grandes columnas parecían sostener unos techos abovedados. De repente apareció ante ellos una roca lisa, tallada posiblemente por la mano del hombre.

El excavador agarró un azadón y comenzó a extraer la arena y las piedras que taponaban la entrada de la cueva. Con el acceso ya despejado, Abdel Gabriel introdujo la pala y consiguió mover la piedra, dejando salir un fétido olor del interior. Antes de entrar, Afdera tomó una bocanada de aire fresco y se introdujo por el estrecho pasillo siguiendo la luz de la linterna de Abdel, que había entrado primero.

Unos metros más y la joven notó la mano del excavador.

– Cuidado, niña. Hay un gran desnivel. Aquí fue donde supuestamente cayó Mohamed y pisó uno de los sarcófagos por accidente -la alertó Abdel.

Afdera vio tres ataúdes. Uno de ellos con la tapa hundida. En el interior podía verse una tela descolorida sobre lo que parecía un cuerpo momificado por el paso del tiempo. El cadáver tenía sobre cada uno de los ojos y la boca un doblón de plata con el escudo del rey Luis de Francia. Cogió una de las monedas y la introdujo en una bolsita de cuero; seguidamente, apartó la tapa rota del ataúd y extendió la tela arrugada que envolvía el cuerpo. Enseguida pudo identificar el escudo de armas del rey Luis. Nerviosa ante el descubrimiento, Afdera sacó un cuaderno y comenzó a copiar el símbolo y a dibujar la cueva y el sarcófago.

– ¡Es increíble! -dijo en voz alta, sin que el excavador entendiese muy bien a qué se refería-. Este hombre que yace aquí es seguramente uno de los caballeros que acompañaron a Luis de Francia durante la séptima cruzada. Te estoy hablando, Abdel, de mediados del siglo XIII.

– Lo que no entiendo es qué relación tienen estos soldados con el libro:-exclamó el excavador.

– Eso lo descubriré más tarde. Se lo aseguro, Abdel.

Durante el camino de regreso a El Cairo, Abdel Gabriel reveló a Afdera que su siguiente parada debía ser un reconocido negocio de antigüedades en el popular mercado de Jan el-Jalili, propiedad de un extraño tipo llamado Rezek Badani, y que ya había mencionado Liliana Ransom.

– No te fíes de él, niña -le advirtió el excavador-. Cuando se trata de negocios, podría venderte a su madre si con ello fuese capaz de ganar dinero.

– Tendré cuidado, descuide.

A poca distancia de allí y desde una de las oscuras cuevas, alguien les observaba a través de unos potentes prismáticos. Los dos asesinos del Círculo seguían de cerca a la joven Afdera Brooks.

Tras un viaje agotador de regreso por carreteras imposibles y cubierta de polvo, la joven se instaló en el Mena House de Giza. Este hotel palacio, a la sombra de las pirámides, había sido inaugurado en 1869. El olor a jazmín de sus jardines inundaba las estancias. Allí habían dormido reyes y emperadores, generales y príncipes, millonarios y cortesanas, actrices y divas de la ópera.

Cuando Afdera llegó hasta sus puertas en el destartalado vehículo del excavador, sucia, con el rostro tumefacto y con una mochila como único equipaje, el portero la observó con cierta desconfianza. Tras despedirse de Abdel con un beso en la mejilla y enviarle o.tro a Binnaz y a los niños, Afdera se dirigió a la recepción. Reservó una habitación, pidió hora para un masaje y ordenó que le subiesen un sandwich de carne y dos coca-colas bien frías. «Necesito desprenderme de este polvo amarillento que me cubre», pensó la joven mientras el ascensorista la miraba sin disimulo.

A varios kilómetros de allí, Abdel Gabriel se detenía en el puesto de Beni Suef para repostar combustible, llamar por teléfono a su esposa y comer algo para reponer fuerzas. Tras hablar con Binnaz y saludar a sus hijos, Abdel se acercó a un puesto de comida cercano para degustar un buen bocadillo de carne y un té a la menta. Mientras lo hacía, pudo oír cómo un hombre intentaba comunicarse con la gente de su alrededor y les preguntaba cómo ir hacia el sur.

– Yo voy hacia el sur. Puedo llevarles si quieren -propuso Abdel, confiado.

– Oh, muchas gracias -dijo el desconocido-. Somos sacerdotes y venimos desde Italia para seguir la ruta de la Sagrada Familia en Egipto.

– Yo soy también cristiano como ustedes. Soy copto. Mi nombre es Abdel -precisó.

– Si quiere le pagaremos el viaje hasta donde nos lleve -propuso uno de los sacerdotes.

– No es necesario. Es de buenos cristianos ayudarse en el duro camino de la peregrinación y mi deber como tal es llevarles hasta donde digan.

– Le diré al hermano Pedro que se dé prisa y nos iremos cuando usted quiera.

Pasados unos minutos, Abdel vio a los dos sacerdotes acercarse hasta donde estaba detenido su coche.

– Soy el padre Miguel -se presentó uno de ellos, sentándose en el asiento delantero, junto al conductor-. Él es el hermano Pedro, aunque la verdad es que habla poco.

El padre Pedro era un gigantón de enormes manos que se intentaba acomodar detrás del asiento del conductor.

– Siéntese en el otro lado -le propuso Abdel Gabriel-, así podrá estirar mejor las piernas.

– Si hoy inviertes en sacrificio y dolor, mañana ganarás regocijo, logro y satisfacción. No lo dude, querido Abdel. El padre Pedro prefiere permanecer detrás de usted.

– Como quiera, padre -respondió el excavador mientras reiniciaba la marcha hacia el sur.

Cuando el vehículo se encontraba cerca de Biba, el padre Miguel pidió a Abdel que los dejase en un lado del camino.

– ¿Quieren bajarse aquí? -preguntó el excavador.

– Sí, por favor. Deseamos caminar un rato por el desierto y orar.

El vehículo redujo su marcha y Abdel aparcó en un lado de la cuneta.

– Aquí les dejo, padres. Que la paz sea con ustedes…

– … y con tu espíritu -dijo el padre Spiridon Pontius, que se encontraba detrás del asiento del conductor. En ese mismo momento y con un rápido movimiento, el asesino rodeó el cuello del excavador con un fino alambre y comenzó a estrangularlo. Abdel luchaba y pataleaba intentando llevar algo de aire a sus pulmones. De una brutal patada, rompió el cristal delantero del vehículo. Instantes después, el excavador quedó inmóvil.

Los dos hombres salieron del vehículo. El padre Eugenio Cornelius, levantando su mano derecha, pronunció las palabras del Círculo mientras arrojaba sobre el cadáver un octógono de tela. A continuación se perdieron en la oscuridad de la noche, dejando tras de sí, abandonado en la cuneta, el vehículo destartalado de Abdel Gabriel Sayed con el cuerpo del excavador en el maletero.

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