Berna
Señor director, tiene usted una llamada privada -anunció la recepcionista.
– ¿Quién es? -preguntó Aguilar, director de la Fundación Helsing.
– No lo sé, pero creo que es alguien desde el Vaticano.
Tres tonos después, Aguilar respondía el teléfono sentado en su mesa.
– ¿Cardenal Lienart?
– No. Soy monseñor Mahoney, secretario de su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart.
– Dígame, ¿qué desea el Vaticano?
– Tengo órdenes para usted del cardenal Lienart.
– ¿Y quién dice que debo acatar órdenes de un cardenal del Vaticano?
– ¿Su fe? ¿Su respeto a Dios? ¿Su miedo al cardenal Lienart? -respondió Mahoney.
– ¿Qué quieren de mí?
– Su eminencia quiere que a través de usted su fundación haga una oferta a la señorita Brooks por el libro de Judas. Ella no debe saber quién es el interesado.
– ¿Y si me lo pregunta?
– Dígale que es un coleccionista millonario que desea fervientemente tener en su colección el libro, o mejor dicho, dígale que es para un millonario que tiene intención de donarlo a una universidad en Estados Unidos, pero bajo ningún concepto mencione al Vaticano.
– ¿Y si no acepta la oferta? -preguntó el director de la Fundación Helsing.
– Aceptará, créame. No podrá negarse a la oferta que usted le planteará.
– ¿Cuándo quieren que haga la propuesta?
– Sabemos que tiene previsto visitarles en pocos días, ése será un buen momento.
– ¿Cuánto debo ofrecerle?
– Será una oferta única por diez millones de dólares. Una vez que acepte, le serán abonados cinco millones en la cuenta que desee. Cuando el libro esté en nuestro poder se le entregará el resto del dinero.
– ¿Cómo sabe que la señorita Brooks aceptará su oferta? Por lo que tengo entendido no necesita dinero. Es bastante rica como para rechazarla.
– Ella no desea el libro. Sólo desea conocer su contenido desde el punto de vista científico y eso no es peligroso para el Vaticano. Asegúrese de hacerle la oferta cuando les visite. Buenas tardes, señor Aguilar.
– Buenas tardes, monseñor, y por favor presente mis respetos a su eminencia.
– Así lo haré. Descuide.
El viaje por Egipto había sido para Afdera absolutamente extenuante, pero a la vez clarificador. Necesitaba respuestas y esperaba poder encontrarlas en la Fundación Helsing. Afdera no estaba segura de qué deseaba más: conocer los secretos del libro o ver a Max de nuevo. En una página del diario de su abuela, la joven había escrito en letra pequeña y prolija los nombres de Charles Eolande, Leonardo Colaiani y Vasilis Kalamatiano. Esos nombres formaban tres nuevos eslabones en la cadena de misterios que rodeaban al evangelio de Judas y estaba dispuesta a llegar hasta ellos, costase lo que costase.
En su mente aún le rondaba el consejo que le había dado Badani de no acercarse a Kalamatiano, pero necesitaba respuestas.
Cuando se abrió la puerta del avión en la pista del pequeño aeropuerto Bern Belp, una oleada de aire fresco golpeó el rostro de Afdera. Le gustó aquella sensación en su rostro tras el calor sofocante del país del Nilo.
Se dirigió lentamente hasta la terminal, tomó un taxi y pidió al conductor que la llevase hasta el Hotel Bellevue Palace. Le gustaba aquella ciudad. Se sentía segura.
Cuando estuvo instalada en la habitación del hotel, Afdera marcó el teléfono de la Fundación Helsing y pidió hablar con Sabine Hubert.
– ¿Señorita Brooks? El señor Aguilar desea hablar con usted, le paso con él.
– Señorita Brooks, ¡qué alegría tenerla nuevamente en Berna! -la saludó Renard Aguilar-. Esperábamos verla antes por aquí.
– Sí, pero tenía asuntos que tratar en Egipto.
– Me ha informado la señora Hubert de que tiene usted previsto venir a la fundación para mantener una reunión especial con el equipo que está llevando a cabo la restauración y traducción del evangelio.
– Sí, así es. ¿Es que hay algún problema?
– Oh…, no, ningún problema. Será un placer enviarle un coche para recogerla y conducirla a nuestros laboratorios. Allí podrá ver cómo se están desarrollando los trabajos de restauración del libro. Al fin y al cabo, es usted quien paga.
– Así es. Yo soy quien paga.
– Pueden ustedes reunirse en una sala especial que tenemos aquí. Después de su reunión me gustaría invitarla a cenar. Tengo un asunto que proponerle y estoy seguro de que será de su interés -propuso Renard Aguilar al tiempo que cogía un caramelo de menta de la marca Edelweiss de un jarrón cercano, desenrollaba con habilidad el papel con los dientes y se lo metía en la boca.
– Acepto su invitación. Mañana a las nueve de la mañana puede recogerme el coche en el Bellevue Palace para ir a la fundación y por la noche cenaremos juntos. Estaré preparada para entonces.
– Muy bien. Le diré a mi secretaria que se ocupe de hacer una reserva para mañana por la noche en el restaurante Della Casa. Le gustará su Bernerplatte. Es el mejor de la ciudad. Ahora, si quiere, le paso con la señora Hubert. Perdone por la irrupción -se disculpó falsamente Aguilar.
– No se preocupe. Nos vemos mañana.
Segundos después, Afdera pudo oír la apacible voz de Sabine Hubert,
– ¿Cómo estás, querida?
– Muy bien, Sabine. Con muchas ganas de verte y de que me enseñes lo que habéis hecho con mi libro.
– Vas a quedarte impresionada. Todo el equipo tiene muchas ganas de conocerte. Hemos trabajado mucho.
– Yo también tengo ganas de conocerlos. Quería preguntarte algo, Sabine.
– Dime. Lo que quieras.
– ¿Sabes si Maximilian Kronauer está estos días en la fundación?
– Hace semanas que no lo he visto, pero él suele trabajar en la sede de la fundación en Gurten y yo trabajo en los laboratorios en Freiburgstrasse, así es que es normal que no hayamos coincidido. Puedes preguntárselo al señor Aguilar.
– No, prefiero no hacerlo. Muchas gracias, Sabine. Mañana por la mañana nos vemos -se despidió Afdera.
– Desayuna fuerte. Te espera una mañana muy intensa. Te lo aseguro -le advirtió la restauradora.
Al día siguiente, a las nueve de la mañana en punto, el Mercedes Benz enviado por la Fundación Helsing esperaba ya a Afdera con la puerta trasera abierta.
El trayecto transcurrió tranquilo, atravesando bosques, parques y estrechas calles, hasta salir de la ciudad por la zona oeste para conectar con la autopista 12. El Mercedes comenzó a acelerar, manteniéndose en el carril derecho. Luego, el vehículo salió de la autopista en dirección a Freiburgstrasse hasta alcanzar una zona industrial en donde se levantaban enormes naves de material de construcción, recambios de vehículos y muebles de jardín.
A la altura del cruce con Meriedweg, el vehículo hizo un giro a la derecha y entró en una zona de control junto a una nave que desde el exterior no levantaba ninguna sospecha. Parecía un hangar de los que se utilizan para acoger a los grandes aviones en los aeropuertos internacionales.
Nada más detenerse, salieron de una garita blindada dos hombres armados. Uno de ellos llevaba una carpeta en la mano.
– La señorita Afdera Brooks. Tiene una cita con la señora Sabine Hubert -dijo el chófer al vigilante.
– Puede pasar -indicó uno de los guardias armados tras consultar su carpeta-. Gire a la derecha y aparque al final. La señorita Brooks debe registrarse en seguridad, en la recepción principal. Allí una persona la acompañará hasta el lugar de su reunión.
– Muchas gracias -respondió el conductor.
A Afdera le llamaron la atención las fuertes medidas de seguridad. Cámaras de circuito cerrado, alarmas por todas partes, perímetro de alambradas y hombres armados. Tras registrarse en la recepción, la joven que se sentaba al otro lado se levantó y le rogó que la siguiese.
Observando la higiene que se respiraba en el laboratorio, aquello parecía más un hospital que una nave industrial, aunque la verdad es que ningún extraño que pasase por la zona podría sospechar siquiera que en el interior de aquel edificio prefabricado se conservaban y restauraban las más exquisitas y valiosas obras de arte del mundo.
Al llegar ante una gran puerta de caoba, «algo que no pegaba con aquel ambiente», pensó Afdera, la recepcionista la abrió dando paso a una gran sala de juntas con una lustrosa mesa en el centro y varios confortables butacones Chesterton de cuero rojo a su alrededor.
Al verla entrar, Sabine Hubert se acercó a ella para darle un abrazo.
– ¿Cómo ha ido ese viaje a Egipto?
– Movido, bastante movido.
– Déjame que te presente al resto del equipo -dijo Sabine mientras se acercaban a ellas cuatro hombres.
– Te presento a Werner, especialista en papiro; Burt, nuestro experto en origen del cristianismo; Efraim, nuestro experto en copto y arameo; y John, nuestro técnico en datación por radiocarbono.
Los cuatro hombres citados fueron estrechando su mano y sentándose alrededor de la mesa. Burt Herman, estadounidense, era guapo a pesar de su incipiente calvicie. Hablaba de forma directa y se le consideraba como el mayor experto en origen del cristianismo. John Fessner, canadiense, era mundialmente reconocido por sus trabajos en la datación por radiocarbono de importantes obras de arte de la antigüedad. Actualmente dirigía el Instituto de Ciencias Avanzadas de Ottawa. Efraim Shemel, israelí, era uno de los mejores especialistas en lengua copta y arameo. Durante varios años había dirigido el Departamento de Copto de la Universidad de Berlín y ahora trabajaba en la Universidad de Tel Aviv. Werner Hoffman, alemán, era un gran conocedor de todo lo relacionado con los papiros.
– Bien, estamos aquí para darte toda la información que por ahora tenemos de tu libro, o mejor dicho, del libro de Judas -precisó Hubert-. Haremos una presentación y después, cuando finalicemos, podrás hacernos las preguntas que desees. ¿Te parece bien?
– Sí, estupendo. Adelante.
– El libro fue escrito en papiro, que, como bien sabes, tiene más resistencia que cualquier papel fabricado hoy día. Para convertir el papiro en material para escribir se desprendían jirones de la médula de la planta. Se colocaban sobre una superficie plana y se ponía una capa de tiras parecidas en tamaño en perpendicular a ellas. Entonces se prensaban, se secaban y se pulían. Así se crearon las páginas que conforman el libro. Se trata de un códice formado por pliegos. Calculamos que originariamente debía estar formado por treinta y dos pliegos o, lo que es lo mismo, sesenta y cuatro páginas. Algunas de ellas parecen mapas, pero realmente son páginas tan deterioradas que el texto prácticamente ha desaparecido. El idioma en el que está escrito es, sin duda alguna, el copto. Al principio, algunas de sus páginas eran ilegibles debido a los vacíos, pero se les fueron insertando algunos de los fragmentos que venían sueltos con el libro, lo que ha permitido reconstruir las líneas de texto. Su cubierta de cuero, aunque está descolorida y desgastada, puede recuperarse. El libro contiene un relato bíblico, un tipo de mensaje de fe o de alguna creencia. Más tarde Burt podrá hablarte del contenido desde el punto de vista religioso. Queremos decirte que el libro consta realmente de cuatro documentos independientes: la epístola de Pedro a Felipe, el primer apocalipsis de Jaime, Alógenes y el evangelio de Judas.
Sabine Hubert hizo una breve pausa para servirse un vaso de agua mientras Afdera continuaba tomando notas en un cuaderno con el escudo de la Fundación Helsing.
– Cada códice tiene una personalidad propia. Como conservadora traté de llegar a conocer esa personalidad. Me acerqué al libro, lo sentí, para comprenderlo mejor. Para unir sus páginas con los fragmentos sueltos, utilizamos dos sistemas: observar a través del microscopio las letras en copto como si fueran trazos, más que letras, y luego, gracias a Efraim, analizando las palabras y juntando los trozos para completar una frase concreta. Hemos conseguido por ahora recuperar dos tercios del libro. El resto será más difícil -explicó Hubert mientras extraía una especie de plancha de cristal formada por dos cristales unidos.
Afdera pudo observar entre las dos planchas de cristal una de las páginas del evangelio con sus letras en copto perfectamente alineadas.
– No pongas esa cara de felicidad -le advirtió la conservadora-, faltan muchos trozos de proporciones considerables. Incluso hay páginas a las que les faltan secciones enteras.
– ¿Existe alguna forma de saber qué decían esas secciones desaparecidas?
– Es muy difícil -intervino Herman-. Creemos que faltan cuatro o cinco páginas de la carta de Pedro a Felipe y de la sección dedicada a Jaime. Había siete carpetas de color marrón con docenas de fragmentos del mismo códice que el evangelio de Judas. La epístola de Pedro a Felipe y el primer apocalipsis de Jaime están indexados en el códice antes que el evangelio de Judas. Los fragmentos son de varios tamaños, hay incluso algunos que no son más grandes que un sello de correos. Aparte de estas dos secciones, había otras cinco mayores, casi páginas enteras de la misma parte del libro de Judas. Hemos analizado el papiro de diferentes secciones del libro y todos coincidimos en que fue escrito por la misma mano.
– ¿Pueden confirmarme que se trata del evangelio de Judas?
Los cinco expertos reunidos en torno a ella coincidieron afirmativamente.
– ¿Cómo podemos saber que el evangelio se refiere a Judas Iscariote y no a Judas Tadeo, por ejemplo? -volvió a preguntar.
Efraim Shemel se acercó a una de las fotografías desparramadas sobre la mesa y que mostraban algunas de las páginas ya traducidas y señaló una pequeña línea de caracteres coptos en una de ellas.
– Aquí pone Judas Ish-Queriot. El nombre de Judas tiene sus raíces en Judea. Ish equivale a 'hombre' en hebreo. Los mayores expertos, incluido Burt, están de acuerdo en afirmar que el sobrenombre 'Iscariote' no es un apellido, sino 'un hombre que procede de la ciudad de Queriot'.
Burt Herman interrumpió a Shemel.
– Queriot era un pueblo situado en las montañas de Judea, frente al mar Muerto, no muy lejos de la ciudad de Arad. Ésta sería una explicación del sobrenombre. Otra versión es la que dice que el sobrenombre de Iscariote no se refiere a un lugar geográfico, sino a los sicarios o zelotes, una secta judía muy combativa contra los romanos. Fueron los que se atrincheraron en Masada.
– ¿No había otro apóstol que pertenecía a los zelotes?
– Sí, posiblemente Simón el Cananeo. En el evangelio apócrifo etíope Testamento en Galilea de Nuestro Señor Jesucristo, se menciona a Judas como zelote en el capítulo II, versículo 12. Curiosamente se le reconoce como hijo de Simón el Cananeo o Canaita. El nombre de Iscariote sería al parecer más un apelativo derivado de ishi-karioth u 'hombre de la sica', el terrible puñal curvo que portaban los sicarios -aclaró Herman.
– ¿Puede ser una falsificación muy bien tratada?
– Imposible -respondió John Fessner-. El estudio de radiocarbono es inapelable.
Burt Herman volvió a tomar la palabra.
– Además, señorita Brooks, ¿cuánta gente hay en este planeta que pueda realizar una falsificación así? ¿Diez, quince, veinte personas? Y en este momento debe descartar a cinco de ellas, porque estamos aquí reunidos con usted.
– ¿Podría ser entonces una falsificación antigua?
– Se trata de una traducción en copto de un documento anterior, posiblemente escrito en griego, o incluso en arameo. Quizá sea la única copia existente tomada directamente del original -señaló Efraim-. La mayor parte de los documentos gnósticos pertenecen a los siglos II y III. La autenticidad se puede determinar por la epigrafía, el análisis de la caligrafía en el papiro. La epigrafía en sí misma está marcada por el tipo de sangrías características de los textos coptos. He estudiado las letras de su libro y está claro que es el tipo de caligrafía usada por algún antiguo escriba copto.
– ¿Por qué no está escrito en arameo?
– El arameo era la lengua franca de la orilla oriental del Mediterráneo en la época de Jesús, cuando vivió Judas. Se cree que el Mesías predicó y conversó con sus apóstoles en arameo. Lo cierto es que el griego terminó superando al arameo en la orilla oriental durante el origen del cristianismo. También se hablaban las lenguas clásicas en diversas formas. El copto, en cambio, usaba el alfabeto griego básico. Y el libro está escrito en copto -respondió Shemel.
– ¿Pueden decirme cuándo fue escrito?
– Hemos tomado muestras del manuscrito y de la portada de cuero. También dataremos exactamente el papiro que hay en su interior. Después llevaremos las muestras extraídas al Instituto de Ciencias Avanzadas de Ottawa. En pocos días podría darle una fecha lo más aproximada posible -respondió Fessner.
– ¿Qué posibilidades hay de que el autor copto hubiera creado el libro sin ninguna base científica o religiosa?
Burt Herman tomó la palabra.
– Ninguna. No hay ninguna posibilidad de comprobarlo, pero cuando tengamos casi el cien por cien traducido, el texto nos podrá confirmar algo más. Por ejemplo, aparece un nombre repetido varias veces. Eso quiere decir que ese personaje debía tener un peso social importante, o tal vez, podría tratarse de alguien que conoció a Judas.
– ¿Cuál es ese nombre?
– Eliezer -respondió Herman-.Pero quiero que Efraim termine la traducción para intentar saber qué papel jugó ese tal Eliezer en el evangelio. Tal vez podamos darle una explicación. De momento sólo sabemos que aparece mencionado en muchas ocasiones. Quizá se trate de la persona que escribió el libro, o tal vez la fuente en la que se basó el encargado de redactarlo. Aún no estamos en condiciones de asegurar nada.
– ¿Se podrá saber si este evangelio de Judas pudo ser escrito antes que los cuatro evangelios?
– Lo que tenemos aquí, concuerda perfectamente con la condena por parte de Irineo. Lo que sí puedo ya confirmarle es que su evangelio fue escrito después del evangelio de Juan, que es el más actual de los cuatro que hoy conocemos. El evangelio de Marcos fue escrito entre el año 70 y el 71 de nuestra era; el evangelio de Lucas, entre el 80 y el 90; y el de Mateo, entre el 80 y el 90 también; mientras que el evangelio de Juan está datado entre el 90 y el 110 de nuestra era. Lo cierto es que Irineo citaba en concreto este evangelio de Judas como un libro herético.
– ¿Quién es ese Irineo?
– Se puede decir que Irineo de Lyon es el padre de la Iglesia católica, tal y como hoy, en pleno siglo XX, la conocemos. Cerca del año 180 de nuestra era, en lo que actualmente es Francia, Irineo escribió un duro ataque contra el evangelio de Judas -afirmó Burt Herman sacando del bolsillo trasero de su pantalón un pequeño cuaderno de tapas negras para leer un pasaje concreto-. Irineo escribió: «Este evangelio trataba sobre la relación de Jesús y Judas y afirmaba que Judas en realidad no traicionó a Jesús, sino que pudo ser otro apóstol quien lo traicionase para convertirse en el guía. Judas era el único que conocía la verdad del modo en que Jesús quería transmitir su mensaje a la cristiandad. Esta versión era inadmisible para los primeros dirigentes de la Iglesia católica, así que hace mil ochocientos años unos pocos decidieron censurarla, borrarla, destruirla, para que esta historia no volviera a salir a la luz jamás.
– ¿Quiere decir que ese tal Irineo conocía ya este evangelio?
– Sí -respondió el experto en origen del cristianismo-. Irineo nació en Esmirna y vivió entre los años 102 y 202 de nuestra era. Durante el segundo siglo del cristianismo ayudó a definir los principios fundacionales y la teología de la nueva Iglesia. Irineo era un intelectual de su tiempo. Fue sacerdote, obispo y, tras su muerte, lo declararon santo. ¿Es usted católica, señorita Brooks?
– Sí, lo soy, aunque no muy practicante.
– ¿Sabe que muchos católicos se sorprenderían al saber que en los inicios del cristianismo no podían jactarse de tener una Biblia definitiva? El cristianismo tardó casi trescientos años en admitir de manera informal lo que había sido aceptado de manera general como el Nuevo Testamento.
– ¿Cuántos evangelios circulaban entonces?
– Infinidad de ellos. Desde los que conforman el Nuevo Testamento, los de Marcos, Mateo, Juan y Lucas, hasta otros como los de Tomás, el de la verdad, de Felipe, de Bartolomé, de Pedro, el evangelio armenio de la infancia, el secreto de Marcos, el evangelio de los egipcios, el evangelio de los hebreos… incluso circula un evangelio de María. Hay casi una treintena de ellos, y todos, incluido el suyo de Judas, se declaran como emisores de la verdad.
– ¿Pero coincidían todos ellos en la vida de Jesús o en el papel de Judas?
El especialista soltó una carcajada antes de responder.
– Señorita Brooks, cuando Jesucristo fundó el cristianismo y fue crucificado por ello, surgieron decenas de grupúsculos que seguían el mensaje de Dios. Los carpocracianos, los marcionitas, los ebionitas y un sinfín más de «itas». Todos ellos creían en Dios, pero de diferente forma. Irineo sabía que su misión sería la de proporcionar a los diferentes grupos cristianos, no sólo en la Galia, sino en todo el mundo, un marco teológico. De esta forma, creó un marco permanente en el que se forjaron las bases que se adoptarían ciento cuarenta años después, en el Concilio de Nicea del año 325, y que marcó el punto de inicio de la Iglesia tal y como hoy la conocemos. Irineo escribió una obra de más de setenta volúmenes titulada Adversus Haereses, Contra las herejías, en donde estaba incluido el evangelio de Judas. Atanasio de Alejandría ratificó las palabras de Irineo cuando escribió: «Éstas son las fuentes de salvación que pueden satisfacer a aquellos que están sedientos con las palabras vivas que contienen. Sólo en ellas se proclama la doctrina de la piedad».
– ¿Quién puede ser ese Eliezer del que habla el evangelio de Judas?
– No lo sé. En el evangelio, el tal Eliezer parece una especie de seguidor de Judas Iscariote, pero lo más curioso de todo es que no aparece reflejado como un prosélito de secta alguna del cristianismo o del propio Jesucristo. Como le he dicho, cuando Efraim consiga traducir la mayor parte de su evangelio, podremos responder a su pregunta.
– ¿Cómo puede haber sobrevivido el evangelio a la quema por parte de ese tal Irineo o de Atanasio?
– El texto, escrito en dialecto sahídico del copto, está lleno de elementos lingüísticos que apuntaban hacia el Egipto Medio o incluso al delta del Nilo, tal vez a la zona de Damietta o Alejandría. Los tratados de esa época eran presuntamente traducciones de textos escritos originariamente en griego, pero éste, incluso, según el texto que hasta ahora hemos conseguido traducir, bien podría ser una traducción en copto de un texto en arameo. Lo más seguro es que el libro condenado por Irineo y después por Atanasio fuese una copia de una copia de una copia, y no el original. Un evangelio se puede condenar, pero no se puede destruir -precisó Efraim.
– ¿Por qué creen ustedes que a alguien le interesaría destruir este libro?
– ¿Se refiere a la época de Irineo y Atanasio o a la actualidad? -dijo Burt Herman mirando a la joven directamente a los ojos.
– A la actualidad.
– Puede que porque ya Irineo de Lyon había mostrado su cólera contra este libro hereje, una cólera ratificada años después por Atanasio de Alejandría. Déjeme explicarle algo, señorita Brooks. Los herejes de entonces atribuían a Judas la cualidad de haber sido el «elegido» y, por tanto, de ser el único apóstol en poseer esa gnosis que le permitió llevar a cabo el «misterio» de la traición con todas sus consecuencias beneficiosas para el origen del cristianismo. Irineo aseguraba que los herejes eran crédulos y que el libro de Judas contenía una serie de ideas basadas en la mentira, pero siempre con la idea preconcebida, tal y como ahora tenemos todos nosotros, de que Judas era el malo de la historia. Este texto de Judas, o del tal Eliezer, podría invertir el veredicto pronunciado por once hombres de la Iglesia primitiva sobre un tipo traidor y ambicioso que vendió a su maestro por unas pocas monedas y después se ahorcó en un árbol. Resulta que este libro bien podría demostrar que Judas no traicionó a Jesús, sino que fue entregado por Judas tras una orden del propio maestro. Si Judas fue el elegido para esa dura tarea, tal vez Jesús tenía planeado que fuese él, Judas, quien debería heredar su liderazgo y no Pedro. Eso molestaría a más de uno en el Vaticano, ¿no le parece?
– Puede ser.
– Los antiguos griegos, que sabían muy bien de lo que hablaban, solían decir que el 'destino', o moira en griego, estaba entretejido fibra por fibra. Lo mismo te ocurre a ti con este libro y el mensaje de Judas -dijo Sabine, poniendo sus manos sobre los hombros de Afdera-. Lo mismo ocurre con el destino humano, donde los caminos se cruzan de forma inesperada, casi como fibras unidas con otras fibras, de manera imprevista, sin que estuviera planeado. Tal vez tu destino no sea conocer el contenido de este libro.
– Sí, Sabine, pero mi abuela, al morir, se preocupó de ponerme en el mismo camino de Judas. Se encargó de tejer las fibras de las que hablas para cambiar mi destino.
– Eso me suena a crítica hacia tu abuela.
– ¡Oh, no lo es! Aunque tal vez sí sea una recriminación por no haberme dado opción a elegir mi propio destino. Ella decidió por mí que debería ser yo la encargada de descifrar el significado del libro de Judas y su mensaje.
– Ésa puede ser tal vez tu misión hacia Judas. Puede que pases a la historia como la persona que hizo cambiar de opinión a millones de seres humanos sobre un personaje como Judas. ¿Quién sabe? -apuntó Sabine dirigiendo una gran sonrisa a Afdera.
– Puede que tengas razón, pero ¿cuándo podremos saber más detalles? Me gustaría conocer cuanto antes la traducción total del libro o, por lo menos, encontrar alguna pista de ese tal Eliezer.
– Danos un par de semanas y tendrás esas respuestas. Ahora conviene que seamos prudentes para poder trazar una línea histórica desde adelante hacia atrás, para esbozar un nuevo perfil de Judas. Primero debemos saber lo que dice el libro, para analizar a sus protagonistas, conocer quién lo escribió, saber de qué otro texto se copió o en cuál se basó su autor. Cuando tengamos todos estos datos, tal vez podrás saber algo más de tu misterioso Eliezer.
Después de la reunión y un almuerzo informal con el grupo de científicos y directivos de la fundación, Afdera visitó los laboratorios en donde se estaba llevando a cabo la restauración del libro. Escáneres, mesas de luz, potentes microscopios y productos químicos se alineaban ordenadamente en las estanterías y mesas. Fuera del laboratorio, la luz empezaba ya a apagarse sobre Berna.
Afdera miró su reloj tras despedirse de Sabine y del resto del equipo. Antes, la restauradora había llamado a seguridad para que acompañasen a la joven hasta el coche que la esperaba en la entrada para llevarla al restaurante en donde cenaría con Renard Aguilar. «¿Qué querrá proponerme Aguilar?», pensó Afdera mientras circulaba ya en dirección al centro.
Unos minutos más tarde, el Mercedes se adentraba en la parte antigua rumbo a la Schauplatzgasse. En el número 16 y entre grandes edificios se levantaba, desde 1892, uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Nada más entrar en el local, apareció Aguilar acompañado de un hombre con el típico uniforme de chef y su nombre bordado en el bolsillo: Michele Rugolo.
Rugolo era el hombre que había convertido aquel local en uno de los más concurridos por los gastrónomos europeos que visitaban la ciudad.
– Por favor, síganme y les acompañaré hasta su mesa -dijo Rugolo-. Primero les serviremos un aperitivo y después probarán nuestro famoso Bernerplatte, que incluye doce variedades de carne y embutido, patatas y sauerkraut. Espero que tengan apetito.
Cuando el chef se alejó, Aguilar se dirigió a Afdera.
– Es usted muy hermosa, señorita Brooks, si me permite decírselo.
– Muchas gracias, pero creo que este encuentro no era una cita, sino una reunión para hablar de negocios.
– ¡Oh, ustedes, las americanas, qué poco dadas son a recibir elogios por su belleza! -dijo Aguilar con el fin de suavizar la tensión que se había creado tras la brusca respuesta de la joven.
– Déjeme decirle que soy mitad americana y mitad italiana, o mejor dicho, veneciana, así que, efectivamente, somos poco dadas a saber recibir un halago de un hombre. Mi abuela decía que un halago de un latino eran palabras perdidas en el viento.
– Yo soy mitad venezolano, mitad suizo, o mejor dicho, ginebrino, así es que permítame indicarle que tengo más de suizo que de latino.
– Touché! -exclamó la joven.
Renard Aguilar era un personaje misterioso en el mundo del mercado de obras de arte y antigüedades. Su nombre había estado oscuramente relacionado a principios de la década de los años setenta con la compraventa de antigüedades de dudosa procedencia. Parece ser que, siendo director de una famosa galería en Estados Unidos, Aguilar habría comerciado con un espléndido busto de un faraón que posteriormente vendió por un millón doscientos mil dólares de la época. La pieza había sido sacada de Egipto ilegalmente y el gobierno de El Cairo, al descubrir la operación, exigió al Departamento de Estado su devolución. El FBI consiguió pruebas suficientes para demostrar que Renard Aguilar podría haber estado relacionado con el tráfico ilegal de piezas desde Egipto y Oriente Próximo para los grandes museos y coleccionistas de Estados Unidos.
Aguilar fue condenado a tan sólo un año de cárcel que ni siquiera llegó a cumplir. Alguna poderosa mano consiguió, al ser su primer delito, que supliese la cárcel por trabajos comunitarios en colegios y centros de la tercera edad, impartiendo conferencias sobre arte. Después de aquello, y cuando parecía que la carrera de Aguilar estaba acabada, reapareció en la ciudad de Berna como director de la poderosa Fundación Helsing. Ahora, aquel suizo-venezolano, vestido con un elegante traje a medida, con la manicura hecha y con un Rolex de oro en su muñeca, se sentaba ante Afdera para proponerle un negocio que sería difícil rechazar.
Después de la cena y mientras servían café y licores en la mesa, el director tomó la palabra. Antes extrajo de su bolsillo un caramelo de menta Edelweiss y se lo introdujo en la boca con rapidez.
– Estoy dejando de fumar y estos dichosos caramelos de menta calman un poco mi adicción a la nicotina -se disculpó, colocando el papel del caramelo sobre su plato-. Y ahora, querida señorita Brooks, la he hecho venir aquí, a cenar conmigo, para hacerle una oferta.
– ¿De qué oferta se trata? -preguntó Afdera.
– Un coleccionista y mecenas muy importante de Estados Unidos, que ha entregado millones de dólares a nuestra fundación, desea que en su nombre le ofrezca ocho millones de dólares por su libro de Judas.
La joven lanzó un pequeño y largo silbido.
– Caray, ¿y quién es ese mecenas tan rico?
– Perdóneme que no se lo diga, pero me ha pedido que su nombre permanezca en el más absoluto anonimato. No desea que se conozca su nombre porque no es relevante para el destino del libro. El comprador…
– … el posible comprador -le corrigió Afdera.
– Sí… el posible comprador tan sólo pagará el libro para después donarlo a una gran universidad de Estados Unidos que aún no ha decidido cuál será.
– Si quisiera vender el libro, pondría mis propias condiciones para esa venta.
– Me imaginaba que así sería. ¿Cuáles son esas condiciones? Tal vez podríamos suavizarlas en cierta manera para conseguir contentar a las partes.
– Lo dudo, porque a la única parte que hay que contentar es a mí, que soy quien tiene el libro de Judas.
– ¿Aceptaría usted una cifra más alta por suavizar esas condiciones?
– No. No es cuestión de dinero. No lo necesito, ni mi hermana tampoco. Ella es propietaria del cincuenta por ciento del libro, así que ella deberá tomar la mitad de la decisión -precisó Afdera.
– ¿Cuáles serían esas condiciones?
– La primera es que libro debe ser entregado a una fundación, universidad o biblioteca para que pueda ser estudiado por los investigadores de todo el mundo. La segunda, que el libro deberá ceder un número de semanas al año a diversos museos, fundaciones y organizaciones culturales para su exposición en otros países. La tercera, que tanto mi hermana como yo podremos reclamar información sobre el libro en cualquier momento, en cualquier lugar. La cuarta, que la cantidad deberá ser abonada en su totalidad en un solo pago en una cuenta en Suiza. La quinta, que la operación de traspaso de la propiedad del libro no se llevará a cabo hasta que no se finalicen los trabajos de restauración y traducción. La sexta, que todas las copias de las páginas del libro serán donadas a la Fundación Helsing por parte del comprador. Si está de acuerdo con las seis condiciones anteriores, dé por hecho que tanto mi hermana como yo aceptaremos vender el libro a su mecenas misterioso. Si el comprador las acepta, mi abogado Sampson Hamilton se ocupará de los contratos.
– Vaya, veo que estaba usted preparada para esta cena.
– Así es. Lo estaba. Y ahora, si no le importa, es tarde y me gustaría que el chófer me llevase a mi hotel -pidió Afdera. Los dos se levantaron de la mesa y se dirigieron a la salida.
Mientras Aguilar abría la puerta del Mercedes, la joven se giró hacia su interlocutor.
– Esperaré su respuesta para hablar con mi hermana. No vale la pena que le adelante nada si su mecenas misterioso no desea cumplir alguna de mis condiciones. -Cuando el coche se disponía ya a arrancar, la joven hizo una señal al conductor para que no iniciase la marcha. Sacó la cabeza por la ventanilla y le preguntó a Aguilar-: Por cierto, señor Aguilar, ¿sabe si el señor Kronauer está en Berna?
– ¡Oh, Maximilian! No, hace tiempo que no sabemos nada de él en la fundación. Debe venir en estas próximas semanas a Berna a una conferencia o un proyecto que está preparando -respondió, al tiempo que extraía otro caramelo de menta de su bolsillo y se lo introducía en la boca.
– Muchas gracias por la información. Espero su respuesta a mis condiciones.
A la mañana siguiente Afdera tenía previsto regresar a Venecia. Pasar unos días junto a su hermana Assal la ayudaría a relajarse del duro viaje a Egipto. Su rostro mostraba todavía las secuelas del intento de violación que había sufrido en Maghagha. Cuando llegase a la Ca' d'Oro debía llamar a Abdel Gabriel Sayed para pedirle ciertos datos del libro. También telefonearía a Rezek Badani, para saber si la policía había descubierto la identidad del hombre que los había atacado aquella noche antes de arrojarse por la ventana. En su bolso guardaba aún el extraño octógono de tela que llevaba aquel tipo en su bolsillo, igual al que encontraron en los cadáveres de Boutros Reyko, el antiguo socio de Badani, y de Liliana Ramson. ¿Qué significado tendría ese trozo de tela?
Cuando los primeros rayos de sol entraban por la ventana, un fuerte sonido interrumpió el sueño de Afdera. Medio dormida intentó alargar la mano para apagar un insistente despertador. Tardó unos segundos en reconocer el sordo zumbido del teléfono.
– ¿Dígame? -preguntó con voz somnolienta.
– Hola, preciosa -dijo la voz al otro lado de la línea.
– ¿Max? ¿Eres tú? -preguntó, dando un pequeño brinco en la cama.
– Sí, soy yo. ¿Qué tal estás?
– Muy enfadada contigo. Has estado desaparecido y no sé nada de ti desde que nos vimos en Venecia -atacó la joven con voz inocente, como la que ponía cuando hacía alguna maldad infantil en su casa y sus padres se disponían a castigarla. Aquella voz candorosa e ingenua le había dado resultado muchas veces.
– ¿Desde dónde me llamas? ¿En qué país estás?
– No muy lejos de ti -dijo Max.
– ¿Estás en Italia?
– No exactamente.
– ¿Entonces dónde estás? -preguntó ansiosa Afdera.
– Aquí, pocos metros más abajo de tu habitación. Estoy en la recepción de tu hotel.
– Pues te ordeno que no te muevas de ahí. No hables con nadie, no respires. Bajo ahora mismo… -dijo.
– Aquí te espero, pero vístete antes de bajar. Hay mucha gente elegante y podrían escandalizarse al ver a una mujer desnuda.
– Descuida. Me pondré al menos ropa interior.
Minutos después, Afdera bajaba casi corriendo por las escaleras alfombradas del hotel en dirección a la recepción.
– Gunther, ¿ha visto al señor que ha llamado a mi habitación hace unos minutos?
– El señor Kronauer la está esperando en el bar-respondió el jefe de recepción.
Afdera aligeró el paso, pero lo redujo antes de entrar para que no se diese cuenta de que estaba ansiosa por volver a verlo. Al entrar en el café, vio a Max en la última mesa, dando la espalda a la puerta y leyendo un ejemplar del Herald Tribune.
La joven se acercó a él en silencio y le tapó los ojos por detrás.
– ¿Quién soy?
– Ese fresco olor a colonia de Hermés, con esencias de mandarina, sólo puede ser de una señorita muy fea llamada Afdera -respondió Max entre risas.
– Todavía estoy muy enfadada contigo.
– ¿Y cómo podría resarcirte de ese enfado?
– ¿Pagando tú el desayuno? ¿Pasando el día conmigo? ¿Pasando la noche conmigo…?
– Empecemos primero por el desayuno.
Durante horas, Afdera relató a Max su viaje a Alejandría, Mag-hagha y El Cairo, su incidente con los dos violadores, el asesinato de Liliana Ramson, el intento de asesinato de Rezek Badani, el suicidio del asesino, el extraño octógono de tela que extrajo de un bolsillo del asesino, su viaje a Berna, su reunión con el equipo encargado de la restauración y traducción del evangelio de Judas, su cena con Renard Aguilar y su oferta millonada por el libro.
– Buf…, yo que tú se lo vendería. Ocho millones de dólares es mucho dinero. Podrías retirarte para toda tu vida.
– Ya puedo retirarme para toda la vida con el dinero que heredé de mis abuelos. No me hace falta el dinero de Aguilar -respondió Afdera.
– Entonces, quédate con el libro y no se lo vendas a ese tipo misterioso.
– No es una cuestión de dinero. He impuesto a Aguilar varias condiciones, y si son aceptadas, no tendría inconveniente en vender el evangelio. Si me quedo con el libro, sólo podrán estudiarlo unos pocos, pero si se lo vendo a ese mecenas, muchos investigadores podrán admirarlo y estudiarlo en una institución de Estados Unidos.
– ¿Ya sabes quién es el tipo que te ha hecho la oferta?
– No. Aguilar me dijo que el mecenas no quería que supiese su nombre. La idea es que la adquisición sea negociada por el mismísimo Aguilar. Cuando yo tenga en mi poder la traducción completa del evangelio, decidiré si se lo vendo a ese tipo, aunque no sepa quién es. Y ahora, ¿vas a decirme dónde has estado todas estas semanas?
– He estado visitando a un tío mío en Italia. Después estuve en Londres dando una conferencia en el Aula de Cultura del Museo Británico. De Londres viajé a Alemania para ver un texto escrito en arameo que la Universidad de Berlín quiere que traduzca. De Alemania a Berna para ver a una gran amiga llamada Afdera… -respondió Kronauer.
En ese momento, Afdera miró su reloj y comprobó la hora.
– Oh, me queda poco tiempo. Tengo que hacer el equipaje. Debo coger el avión a Venecia. ¿Quieres subir un rato a mi habitación y ayudarme?
– Oh, muchas gracias, pero no puedo. He de hacer varias llamadas antes. Después, si quieres, te vengo a buscar y te acompaño al aeropuerto.
– Bueno, en otra ocasión será. No hace falta que me acompañes. Ya soy mayorcita y puedo ir sola. No te molestes.
– No es ninguna molestia. Me gusta estar contigo.
– Pues no lo parece, Max. Siempre que intento llegar a algo más, dar un paso más, siento cómo tú te pones en guardia para impedírmelo.
– Algún día entenderás el porqué de mi reacción, pero hasta entonces es mejor que siga siendo así.
– ¿Es que estás casado?
– En cierta forma sí, pero no como tú te imaginas. No hay otra mujer, si es a eso a lo que te refieres. Por ahora no puedo explicarte más. Sólo quiero que confíes en mí -dijo Kronauer, rodeando con sus brazos el pequeño cuerpo de Afdera.
– Me tengo que ir -anunció la joven, intentando romper el embarazoso silencio que se había levantado entre ellos.
Antes de separarse, Afdera se puso de puntillas y besó levemente a Kronauer en los labios, casi de forma inocente. Le habría gustado que Max subiera a su habitación, aunque, por otro lado, tampoco quería acelerar las cosas. «Todo a su tiempo -solía decirle su abuela-, todo a su tiempo». Lo único que Afdera sabía era, sencillamente, que no sabía cuándo volvería a ver a Max y aquello la intranquilizó.
Unas horas después estaba ya a bordo de un avión de Swissair rumbo a Venecia, a su querida ciudad, a la seguridad de su hogar, junto a su hermana Assal. Tenía muchas cosas que contarle.
Ciudad del Vaticano
– Secretaría de Estado, dígame -respondió la voz de un funcionario vaticano.
– Deseo hablar, por favor, con monseñor Mahoney, secretario del cardenal Lienart -pidió Aguilar.
Unos minutos más tarde, que al director de la Fundación Helsing se le hicieron interminables, escuchó a través de la línea un claro tono de llamada.
– Monseñor Mahoney al habla. Dígame, señor Aguilar.
– He pedido comunicación con usted, pero realmente con quien deseo hablar directamente es con su eminencia el cardenal Lienart.
– Su eminencia me ha ordenado que me ocupe de este tema personalmente, así que, señor Aguilar, no le queda más remedio que hablar conmigo y sólo conmigo. Ya sé que no le caigo a usted bien, pero es recíproco. No puedo aguantar a un hombre como usted, que es capaz de poner precio a la fe en Dios nuestro Señor. Para mí, usted, señor Aguilar, es sencillamente escoria hereje, pero ante todo tengo órdenes que cumplir y pienso acatarlas aunque tenga que acompañarle a usted al mismísimo infierno…
– Pero… -intentó decir Aguilar.
– No me interrumpa porque aún no he terminado -cortó el obispo Mahoney en seco-. Lo único que quiero expresarle son dos cosas que deben quedar muy claras antes de comenzar nuestra negociación. La primera es que si intenta usted, o el señor Delmer Wu, jugárnosla a mí, a su eminencia, a Su Santidad, o a la Santa Sede, nos veremos obligados a tomar medidas contra todos ustedes y le aseguro que el largo brazo de Dios es invisible, pero contundente. La segunda es que si descubro que usted se ha quedado con parte del dinero depositado en la cuenta suiza por Delmer Wu, me veré personalmente obligado a buscarle para pedirle explicaciones, y le aseguro que yo no me presentaré con un crucifijo entre las manos… -le advirtió el religioso.
– No puedo responder por Wu, monseñor, pero yo sería incapaz de engañarles a ustedes o al Sumo Pontífice. Soy católico y un fiel servidor de su eminencia el cardenal August Lienart. Nunca se me ocurriría intentar engañarles. Sé que el brazo de Dios es largo y contundente, pero mucho más largo es el de su eminencia -replicó el director de la Fundación Helsing.
– Muy bien, señor Aguilar. Ahora que hemos dejado todo en su sitio, quiero conocer con precisión cómo van las negociaciones con la señorita Brooks para poder informar esta misma tarde de sus avances al cardenal Lienart.
– Ayer por la noche le planteé la oferta que usted me dijo. Diez millones de dólares en efectivo. Ella ha puesto seis condiciones que deben ustedes aceptar o rechazar.
– ¿Cuáles son? -preguntó el obispo.
– Uno: el libro debe ser entregado a una fundación para que pueda ser estudiado por los investigadores de todo el mundo. Dos: el libro deberá ser cedido a un número de museos y fundaciones para su exposición. Tres: la señorita Brooks y su hermana reclaman saber del libro en cualquier momento. Cuatro: la cantidad de diez millones de dólares deberá ser abonada en su totalidad en un solo pago en una cuenta en Suiza que la señorita Brooks indicará. Cinco: la venta no se llevará a cabo hasta que no finalicen los trabajos de restauración y traducción. Seis: todas las copias de las páginas del libro que han sido realizadas durante la restauración así como la información anexa de la propia restauración serán donadas a la Fundación Helsing. Si están ustedes de acuerdo con las seis condiciones anteriores, la señorita Brooks ha mostrado su total conformidad en vender el libro de Judas. En tal caso, podría ponerme en contacto directo con su abogado. Un tal Sampson Hamilton.
– ¿Nada más? -preguntó Mahoney.
– Nada más.
– Esta misma tarde le llamaré para darle una respuesta cuando comente todas las condiciones con su eminencia. Espere mi llamada antes de hacer cualquier movimiento. No haga nada hasta que le llame, ¿me ha entendido?
– Sí, le he entendido, monseñor. Alto y claro.
– Buenas tardes, señor Aguilar.
– Buenas tardes, monseñor.
Cuando Renard Aguilar comprobó que la comunicación estaba ya cortada, dijo:
– Valiente hijo de puta. Algún día, estoy seguro, podré vengarme de usted, querido monseñor. Y espero que ese día no tarde mucho en llegar.
Nada más cortar la comunicación con Aguilar, Mahoney levantó el teléfono interno y llamó a sor Ernestina, la asistente de Lienart.
– Sor Ernestina, soy monseñor Mahoney.
– Dígame, monseñor, ¿qué puedo hacer por usted?
– Necesito hablar urgentemente con el cardenal Lienart. Cuanto antes.
– Está muy ocupado redactando un borrador de una carta pastoral que debe ratificar Su Santidad antes de una semana. Después tiene que preparar la entrevista entre el primer ministro de Canadá con Su Santidad y la agenda de la visita. No sé si podrá recibirle esta tarde.
– Sor Ernestina, dígale a su eminencia que es el asunto de Berna. Él lo entenderá.
– Bien, monseñor, así se lo comunicaré.
Treinta minutos después, el sonido del teléfono interno perturbaba el silencio del despacho de monseñor Mahoney.
– ¿Dígame? Monseñor Mahoney al aparato.
– Soy sor Ernestina, monseñor. Su eminencia ha dado órdenes explícitas para que se presente usted en su despacho en quince minutos con la información del asunto de Berna.
– Muchas gracias, sor Ernestina.
Emery Mahoney intentó hacer un balance mental de la conversación que había mantenido con Aguilar. Al cardenal Lienart no le gustaban las indecisiones o las dudas, así que debía prepararse para cualquier pregunta o reacción de su eminencia. Mientras recorría los largos pasillos del Palacio Apostólico hasta llegar a las dependencias de la Secretaría de Estado, el obispo iba intentando memorizar toda su conversación con el responsable de la Fundación Helsing. Al llegar a la puerta, dos miembros de la Guardia Suiza se pusieron en posición de firmes al distinguir los colores episcopales de Mahoney. «Éste es un privilegio más de ser obispo en el Vaticano», pensó el secretario de Lienart.
Al entrar en la antesala, llegaron a sus oídos los compases del preludio de Carmen de Bizet. Por la música que oía el cardenal Lienart, Mahoney podía adivinar, antes de entrar en el despacho, si su poderoso jefe se encontraba o no de buen humor.
– Pase, pase, mi fiel secretario -ordenó Lienart desde el otro lado de su mesa.
Mahoney entró en la estancia y se dirigió hacia la zona en donde se encontraban dos confortables sofás al lado de un ventanal con vistas a la plaza de San Pedro. Lienart estaba dando los últimos retoques a una carta pastoral que debía aprobar el Santo Padre antes de su publicación.
– Espero que este campesino del Este sepa apreciar mi fe y mi vocación en este texto, aunque viendo sus orígenes no creo que se dé cuenta de ello -dijo el cardenal antes de sentarse junto a su secretario-. Por cierto, monseñor Mahoney, los símbolos episcopales le serán impuestos por Su Santidad en persona, según me ha indicado el propio Santo Padre.
– Me alegra mucho esa decisión, pero no me hubiera importado que fuese usted el encargado de semejante cometido.
– ¿Y quién soy yo ante Su Santidad? La humildad pura que usted muestra, querido Mahoney, se da muy raramente, y habitualmente es hipocresía. Yo le agradezco esa falsa humildad, pero estará de acuerdo en que será mejor que sea Su Santidad quien le imponga los símbolos episcopales. Ese campesino del Este aprecia mucho más que yo ese tipo de ceremonias. Yo tengo que seguir engrasando la maquinaria mientras él se dedica a orar.
– Pero, eminencia, el Santo Padre…
– Ese campesino llegó al Trono de Pedro gracias a mí y tan sólo he recibido este cargo, sin más reconocimiento, mientras que otros miembros de la curia menos valiosos han alcanzado los máximos honores. Querido Mahoney, como dijo un día San Agustín, etsi homines falles, deum tamen fallere non poteris, aunque engañes a los hombres, a Dios no podrás engañarle.
– Me han dicho que el Santo Padre no goza últimamente de buena salud.
– ¿De dónde salen esos rumores?
– Al parecer, el doctor Niccolló Caporello ha visitado recientemente a Su Santidad, quien no parece encontrarse muy bien -respondió el obispo.
– ¿Quién ha dicho eso?
– Coribantes -aseguró monseñor Mahoney, refiriéndose al padre Eugenio Benigni, un agente del SP, el contraespionaje papal, infiltrado en la Congregación para la Doctrina de la Fe.
– Las informaciones de mi fiel Coribantes se aproximan en la mayor parte de las ocasiones casi al cien por cien de realidad. Tal vez deberíamos esperar a ver qué sucede en los próximos meses, incluso tal vez deberíamos pensar en dar un pequeño empujón al destino. El cambio no sólo se produce tratando de obligarse a cambiar, sino tomando conciencia de lo que no funciona ¿Quién sería capaz de predecir que en poco tiempo tengamos que reunirnos en un nuevo cónclave? -dijo Lienart, sonriendo y lanzando un guiño al obispo Mahoney, al tiempo que encendía un cigarro habano.
– ¿Está insinuando que la salud del Sumo Pontífice es preocupante?
– ¡Quién sabe, querido Mahoney, quién sabe! Nisi credideritis, non intelligetis, a menos que creas, no entenderás. Como digo, tal vez deberíamos pensar en ayudar un poco al destino y dar paso a alguien que pueda regir los destinos de la Iglesia con mano de hierro y no con manos de campesino. Y ahora, dígame qué sabemos de nuestro asunto de Berna.
– He hablado con Renard Aguilar. Ya ha hecho la oferta a la señorita Brooks, pero ésta ha puesto varias condiciones para aceptar la suma de diez millones de dólares por el libro -explicó Mahoney.
– ¿Cuáles son esas condiciones?
El obispo expuso a Lienart las seis condiciones impuestas por Afdera.
– Le diremos a la señorita Brooks que las aceptamos. La primera de ellas se cumplirá. El libro será entregado al Vaticano, pero para su posterior destrucción, no para su exposición. Tanto la señorita Brooks como su hermana jamás sabrán nada más del libro hereje del traidor Judas. Todo el material recopilado durante la restauración deberá ser también entregado junto al libro por el señor Aguilar para ser destruido. La única condición que estoy dispuesto a aceptar es la del pago en una cuenta suiza. Me parece muy bien por parte de esa señorita Brooks. Roma locuta, causa finita, Roma ha hablado, caso terminado.
Cuando Mahoney se disponía a abandonar el despacho, Lienart lo detuvo.
– Por cierto, monseñor Mahoney, creo que alguien del Círculo debería mostrar alguna señal a esa gente que intenta sacar a la luz las palabras de ese traidor de Judas. Si están dispuestos a arriesgarse a revelar al mundo las palabras de un traidor, también lo estarán para ponerse en manos de Nuestro Señor en cualquier momento.
– ¿Quién desea que lleve a cabo la misión?
– Tal vez los padres Cornelius y Alvarado. Dejo a su parecer el nombre del objetivo. Ahora, si me disculpa, debo continuar con esta carta pastoral que debe aprobar el Santo Padre.
– De acuerdo, eminencia, buenas tardes.
– Buenas tardes, querido Mahoney, y no olvide tenerme al tanto del asunto de Berna.
– Así lo haré, eminencia.
Lienart comenzó a idear en lo más recóndito de su mente un siniestro plan que podría llevarle hasta la mismísima cúpula de poder de la Iglesia católica si sabía cómo manejar las piezas del ajedrez, y en eso era un verdadero experto. Antes de acabar su jornada, Su Eminencia August Lienart tenía listo el plan, y cuanta menos gente lo supiese, mucho mejor. Para ello iba a necesitar a su siempre fiel ayudante, el agente Coribantes.
Thun, veinticinco kilómetros al sur de Berna
Como cada noche, tras abandonar los laboratorios de la Fundación Helsing en Freiburgstrasse, Werner Hoffman, el experto en papiro, recogía su BMW y tomaba la autopista 6 en dirección sur. Desde hacía meses realizaba el mismo recorrido, pero aquella noche de invierno iba a ser diferente.
La noche era muy fría y el hombre de la radio hablaba de un empeoramiento del tiempo. Los padres Cornelius y Alvarado mantenían su coche en marcha para aprovechar la calefacción mientras vigilaban el acceso a los laboratorios.
A las nueve de la noche, los asesinos del Octogonus vieron salir a Hoffman con un chaquetón de piel y un sombrero bávaro. Alvarado intentaba en plena oscuridad y a cierta distancia calcular el peso aproximado de su objetivo.
– Debe de pesar unos cien kilos -dijo el religioso, extrayendo de su maletín negro un pequeño frasco de cristal. A continuación, se lo introdujo en un bolsillo de su abrigo junto a una jeringa desechable.
Werner Hoffman subió a su vehículo y emprendió la marcha hacia la autopista 6, dirección sur en el sentido habitual, seguido de cerca por otro vehículo. El padre Cornelius llevaba varios días vigilando a su objetivo, un trabajo bastante sencillo puesto que Hoffman no tomaba ninguna medida de seguridad. Casado desde hacía años con una famosa concertista de piano y padre de tres hijos, el científico visitaba cada día a su amante en la ciudad de Thun, a veinticinco kilómetros al sur de Berna.
Abandonaba la autopista por la salida 4 y se dirigía a una gasolinera situada en el pequeño pueblo de Vehweid. Allí repostaba, se tomaba una taza de caldo caliente, compraba una botella de champán y reiniciaba la marcha nuevamente hasta Thun. Cornelius llevaba todo el recorrido apuntado en una pequeña libreta de color negro.
– Podría seguir a ese tipo incluso con los ojos cerrados.
– Cuando se detenga en la estación de servicio, aparque al lado de su vehículo. Yo le desinflaré dos neumáticos, lo suficiente para que se vea obligado a detenerse en el trayecto. Cuando lo haga, pararemos y le ofreceremos nuestra ayuda. Ése será el momento de actuar -ordenó Alvarado.
– ¿Quiere que me baje y le distraiga?
– No. Lo más seguro es que la gasolinera tenga cámaras de vigilancia y no nos podemos arriesgar a que nos grabe alguna de ellas.
– Descuide, no lo harán -afirmó Cornelius.
– ¿Cómo está tan seguro?
– Son falsas. Sólo tienen una luz verde, pero observé que ninguna de ellas tiene ningún cable que salga del interior de la cámara. El dueño debe de ahorrarse bastante dinero en seguridad. Las cámaras están conectadas casi siempre con un servicio privado de seguridad y eso suele ser bastante caro. He comprobado que son falsas. Las han colocado más para prevenir el delito que para evitarlo.
– La suerte favorece sólo a la mente preparada, querido Cornelius.
Justo unos metros antes de alcanzar la salida 4, el coche de Hoffman comenzó a indicar mediante el intermitente que iba a salir de la autopista. Tal y como había predicho el padre Cornelius, el BMW de Hoffman giró a la derecha por Viehweidstrasse en dirección a Viehweid. El vehículo entró en el pequeño pueblo y aminoró su marcha para dirigirse el aparcamiento de la estación de servicio.
Con los faros apagados, el coche de los asesinos se situó a cierta distancia para evitar ser detectado por el científico. Cuando vieron que Hoffman entraba en la tienda, Cornelius aparcó en paralelo al BMW. Alvarado, amparado por la oscuridad, se acercó al lado derecho del vehículo y con un punzón apretó las válvulas de aire para quitar presión a los neumáticos.
– No suele emplear más de cinco minutos en toda la operación -aseguró el padre Cornelius.
Los dos hombres aguardaban la salida de su objetivo sin dejarse ver fuera del coche. Cinco minutos más tarde, vieron salir a Werner Hoffman con varios paquetes entre sus manos, introducirse en su vehículo y continuar la marcha.
El BMW volvió a coger la autopista 6 rumbo al sur, pero a la altura de Stockeren, el científico comenzó a notar que perdía el control del vehículo.
– ¡Maldita sea! Creo que he pinchado.
Inmediatamente conectó las luces de alerta y se detuvo a un lado de la autopista. Maldiciendo entre dientes, se bajó del coche, lo rodeó y observó el lado derecho. Los dos neumáticos estaban desinflados.
Hoffman se dispuso a cambiar uno de ellos, pero sin duda iba a necesitar llamar al servicio de asistencia en carretera para que le llevasen un neumático nuevo.
Soltando imprecaciones, se disponía a levantar el coche con el gato cuando oyó a su espalda que se detenía otro vehículo.
– ¿Necesita ayuda? -preguntó el copiloto.
– La verdad es que sí -contestó Hoffman-. He pinchado dos neumáticos y sólo llevo uno de repuesto.
– Su modelo de BMW es muy parecido al nuestro. Si quiere, le podemos prestar el neumático de repuesto y dirigirnos a un taller cerca de Thun. Allí podrá comprar uno nuevo y devolvernos el nuestro.
– ¿Harían eso por mí?
– Sí, claro. Además vamos en la misma dirección y Thun no está lejos.
Los dos hombres aparcaron el coche justo detrás del BMW de Hoffman. Cornelius ayudó al científico a cambiar el neumático delantero mientras Alvarado extraía del maletero el segundo neumático. Luego se quedó mirando cómo Cornelius y Hoffman hablaban de forma amistosa dándole la espalda. Cuando Alvarado comprobó que habían cambiado el segundo neumático, se dirigió hacia Hoffman por detrás y con un rápido movimiento le clavó en el cuello una aguja.
Werner Hoffman lo miró sorprendido, sin entender nada. Rápidamente, los dos sacerdotes colocaron el pesado cuerpo en el asiento del copiloto y le ajustaron el cinturón de seguridad.
El potente relajante muscular recorría ya el flujo sanguíneo de Hoffman.
– Le he puesto la dosis justa para que no sea detectado en su hígado -afirmó Alvarado-. Y ahora, vayámonos de aquí antes de que alguien llame a la policía.
Los dos vehículos reiniciaron su marcha hacia la carretera de Schaufel, en cuyos alrededores había un lago que en esas fechas estaba cubierto por una fina capa de hielo. Alvarado conducía el BMW, con Hoffman a su lado. Su rostro se mostraba embotado, posiblemente por el efecto del relajante muscular, aunque sus ojos intentaban hacer al conductor una sencilla pregunta: ¿por qué?
Media hora más tarde, los coches se detuvieron en un pequeño bosque al norte del lago. Antes, el padre Alvarado se acercó a la orilla y tocó el hielo con la punta de su bota.
– Estoy seguro de que no aguantará el peso del BMW. Aquí no lo encontrará nadie-sentenció Alvarado.
Los dos asesinos del Octogonus sacaron a Werner Hoffman del asiento del copiloto y lo colocaron en el del conductor. Su cuerpo era como un saco de arena sin forma. Ni siquiera era capaz de articular palabra alguna, pero Alvarado supo que aún vivía debido a las pequeñas lágrimas que corrían por sus mejillas. Hoffman sabía cuál iba a ser su destino. Uno de los asesinos extrajo un octógono de tela y lo arrojó en el asiento trasero del BMW mientras pronunciaba las palabras fructum pro fructo, silentium pro silentio.
El padre Alvarado situó el BMW en línea recta hacia el lago, abrió la puerta del conductor, colocó la palanca en la posición «D» y soltó el freno de mano. Poco a poco, el coche fue entrando en el agua, rompiendo la capa de hielo con su peso. En apenas unos minutos sólo era visible la matrícula trasera.
Werner Hoffman, aún bajo los efectos del relajante muscular, podía notar cómo el agua fría le llegaba por las rodillas, por la cintura, por el pecho, por la barbilla. Segundos después y con la cabeza ya bajo el agua helada, pereció ahogado.
Los dos asesinos se mantuvieron a distancia para comprobar que el científico no salía a la superficie. A continuación, subieron a su coche y abandonaron el lugar en dirección a Berna. Antes se detuvieron en una cabina telefónica y Alvarado se dispuso a realizar una llamada a larga distancia.
– Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio -respondió monseñor Mahoney.
– La misión ha sido cumplida.
El viaje de regreso a Berna se desarrolló en silencio hasta que el padre Cornelius decidió preguntar al padre Alvarado:
– ¿Cree usted que sufrió?
– No lo creo. El relajante muscular le habrá impedido aguantar mucho tiempo bajo el agua.
– ¿Cree que sabía que iba a morir?
– Querido hermano Cornelius, a una persona naturalmente confiada y creyente le lleva bastante tiempo reconciliarse, curiosamente, con la idea de que, después de todo, Dios no lo ayudará. Ése ha sido el caso del señor Hoffman -afirmó el padre Alvarado con una gélida sonrisa en los labios.
– Palmam qui meruit ferat, la gloria sea para quien lo merezca -sentenció el padre Cornelius casi en un murmullo.