VI

El Cairo

Quiero hablar con la señora Sabine Hubert, por favor. Dígale que soy Afdera Brooks y que llamo desde El Cairo.

– Bien, señorita Brooks, espere un momento, por favor, mientras localizo a la señora Hubert -dijo la telefonista de la Fundación Hel sing.

Afdera, aún con la cara marcada por los golpes de la paliza que le habían propinado los dos árabes en Maghagha, se puso nerviosa con aquella estúpida música que se oía al otro lado de la línea.

– ¿Señorita Brooks? Le paso con la señora Hubert.

Al instante, Afdera pudo oír la amable voz de la restauradora de manuscritos antiguos.

– Afdera, ¿dónde estás?

– Te llamo desde El Cairo. Quiero saber cómo lleváis la restauración del evangelio.

– ¡Es fantástico!, ¡fantástico! -gritó Sabine al otro lado de la línea-. Es un documento muy importante. En una de las páginas restauradas aparece el nombre de Judas Iscariote. También el nombre de Judas cierra la última página del libro. Estoy segura de que es el evangelio de Judas Iscariote. Burt Herman, el experto en origen del cristianismo del que te hablé, de la Universidad de Chicago, dice que posiblemente sea el documento condenado por Irineo de Lyon. Ven a Berna en cuanto puedas. Tenemos ya bastante información sobre el libro.

– Tengo que ver a una persona relacionada con el libro aquí, en El Cairo. Después de entrevistarme con él, tomaré un avión directamente a Berna.

– Estamos trabajando contrarreloj para recuperar el libro y saber qué dicen sus páginas. Seguro que cuando llegues a Berna podremos darte muchos más datos sobre tu libro.

– De acuerdo. Perdona mis presiones, Sabine, pero es importante que sepa lo que dice ese libro y por qué mi abuela lo escondió durante tantos años.

– No te preocupes. Me has dado uno de los mejores regalos de mi carrera, poder restaurar las palabras de Judas Iscariote nada más y nada menos, así es que no puedo reprocharte nada. Ven a Berna en cuanto puedas.

– Un beso muy grande, Sabine, y cuídate.

– Cuídate tú también, Afdera.

Una pregunta rondaba en la cabeza de la joven desde que había sacado el libro de la caja de seguridad del First National Bank de Hicksville. ¿Por qué su abuela lo había escondido tantos años en un banco perdido de Nueva York? ¿Qué temía para tener que ocultarlo y no restaurarlo y traducirlo?

De repente miró su reloj y vio que se le echaba encima la hora de reunirse con el famoso Rezek Badani, el comerciante que había entregado el evangelio a Liliana para después vendérselo a su abuela. Cogió una chaqueta, salió del hotel y subió en un taxi rumbo al bullicioso mercado de Jan el-Jalili.

Los orígenes de este mercado o suq se remontaban al año 1382, cuando el emir Djaharks el-Jalili construyó un gran caravanserai, una especie de albergue para comerciantes y, por lo general, el punto de referencia para la actividad comercial en la ciudad. El gran bazar egipcio era uno de los mercados orientales más originales, junto con el de Estambul, Marraquech y Jerusalén. Sin duda, un gran laberinto donde perderse, entre el aire que olía a esencias de Al Fayum y a especias de Nubia.

Para Afdera, al igual que antes lo había sido para sus abuelos, aquel lugar se convertía en un placer para los cinco sentidos, casi en algo sensual. En sus estrechas callejuelas repletas de pequeñas tiendas exponían en sus escaparates magníficas joyas de oro y artículos de plata, madera, marfil, pieles, vestidos bordados, especias y toda la riqueza oriental de esencias y perfumes.

Por los talleres artesanos deambulaban turistas a la caza de recuerdos, regateando el precio de una alfombra o bisutería, adolescentes egipcios en busca de algún toqueteo accidental con alguna turista rubia, carteristas, policías sacados de una aventura de Tintín y los pícaros y comerciantes de supuestas antigüedades de dos mil años que en realidad no tenían más de uno. En pleno centro del bazar se encontraba el Café El Fishawy, abierto ininterrumpidamente día y noche desde 1773 y lugar de reunión de intelectuales. Allí debía encontrarse con Rezek Badani, con quien se había citado gracias a su relación con su abuela.

Antes de acudir a su cita, Afdera leyó en el diario la opinión de su abuela sobre Badani:

Bajo su custodia, el libro sufrió el mayor deterioro. Badani trasladaba el evangelio envuelto en papel de periódico como si de un bocadillo se tratase. Badani es un maestro de la mentira y el engaño. Estaba claro que había adquirido el libro a Abdel Gabriel Sayed o directamente al excavador Hany Jabet. Badani cuenta varias historias sobre cómo había encontrado el códice. Una de ellas, la menos creíble, era que había pasado durante generaciones de padres a hijos. Ni siquiera Rezek Badani sabía quién había sido el primer propietario de su familia. Esta teoría es bastante estúpida cuando muchos sabemos que el libro fue encontrado en Gebel Qarara hace pocos años, en 1955. Nadie se cree esta historia. A otros coleccionistas suizos, Badani les contó que cuando dos granjeros estaban arando un campo cerca de Maghagha, el suelo se hundió bajo sus pies y cayeron en una gruta. En el interior encontraron una tinaja con el libro. Los suizos no se lo creyeron, debido a que fue así como se encontraron los famosos códices de Nag Hammadi en 1945. Otra versión contada por Badani a un profesor italiano era que el libro apareció en una tumba, no en Gebel Qarara, sino en Heliópolis. Por supuesto, esto era también falso.

Los comentarios aparecían ilustrados por una fotografía en la que aparecía el propio Badani con su abuela y Liliana Ransom junto a uno de los espejos del Café El Fishawy.

Mientras daba un pequeño sorbo a su café, Afdera levantó la vista al ver a un hombre acercarse a ella.

– ¿Señorita Afdera Brooks? – preguntó el extraño-. Soy Rezek Badani.

– Es un placer conocerle. He oído hablar mucho de usted.

– No dé crédito a todo lo que oiga. Mucho de lo que se dice en este negocio no es del todo cierto -le advirtió Badani, acercándose al oído de la joven como para que el comentario quedase en una confidencia. A Afdera le molestó que el hombre apoyase su gorda y sudorosa mano sobre su muslo, dejando la punta de sus dedos bajo el dobladillo de su falda. Retiró la pierna instintivamente.

– ¿Qué le ha pasado en la cara? -preguntó.

– ¡Oh, no es nada! Me caí por una escalera -contestó, poniéndose de nuevo las gafas de sol.

– Dígame, ¿qué le trae por El Cairo?

– El diario de mi abuela, a quien creo que usted conocía.

– Sí, así es. Era una mujer fascinante a la que todo el mundo respetaba en este negocio, algo que no siempre resulta fácil. La verdad es que su abuela sabía cómo tratar con un ministro o con un traficante, con un policía o con un millonario coleccionista. No sé cómo lo hacía, pero se le daba muy bien, y por eso se ganó el respeto de todo este negocio. Era una gran mujer.

– Sí que lo era.

Rezek Badani era gordo, bajito y sudaba profusamente. El sudor incluso manchaba el traje gris mal cortado y poco elegante que llevaba. Sus dedos gordos aparecían amarillentos, indicaban que era fumador compulsivo. Afdera observaba cómo el comerciante fumaba un cigarrillo tras otro, de la marca Cleopatra, mientras sus dedos jugaban con un tasbih, una especie de rosario musulmán, de treinta y tres cuentas. Los musulmanes daban tres vueltas al rosario para citar los noventa y nueve nombres de Alá. Los egipcios no musulmanes solían llevarlos colgando entre sus dedos, más como un juguete antiestrés que como un objeto religioso.

Badani era un copto devoto que asistía a la iglesia asiduamente junto a su familia. También era un «joyero» famoso, lo que en el idioma del Jan el-Jalili significa la capacidad de alguien para comprar cualquier objeto de cierto valor. Era el contacto de muchos campesinos como Abdel Gabriel Sayed o Hany Jabet para poner en circulación muchas de las piezas que encontraban en las excavaciones clandestinas.

– ¿Y en qué puedo ayudarla?

– Deseo saber cómo llegó el libro de Judas a sus manos y por qué mi abuela decidió esconderlo durante décadas.

– Pues, sinceramente, he de decirle que el libro llegó a mis manos después de una tragedia.

– ¿Qué tragedia? ¿A qué se refiere?

– Yo no tuve contacto directo con Sayed, sino con un antiguo socio mío llamado Boutros Reyko, un intermediario dé Sandafa el-Far, muy cerca de Maghagha. Él fue quien hizo de intermediario entre Sayed y yo.

– ¿A qué tragedia se refiere? -volvió a preguntar Afdera.

– Boutros tenía una boca muy grande y fue diciendo por ahí que tenía un libro muy valioso sobre un personaje bíblico. Al parecer, el libro estaba escrito en copto, y aunque él casi no sabía ni leer ni escribir, se las arregló para llevarlo al monasterio de Deir el-Abiad, el Convento Blanco. Allí, al parecer, algún padre experto en escritura y textos coptos antiguos consiguió leer algo que no debía.

– ¿Por qué? ¿Qué leyó?

– Algo sobre un discípulo de Jesucristo o sobre un discípulo de Judas, pero yo no indagué más, o por lo menos preferí no buscar una respuesta sabiendo lo que le pasó a Boutros y al religioso.

– ¿Qué les pasó?

– A Boutros lo encontraron muerto en su cama. Alguien le había cortado el cuello -dijo Badani haciendo un movimiento con el dedo de lado a lado de su garganta-. El religioso fue asaltado y crucificado en el monasterio.

– ¿Usted cree que sus muertes están relacionadas con el libro de Judas?

– La policía se negó siempre a relacionar las dos muertes. Decían que tanto uno como otro habían sido asesinados por delincuentes comunes, gentuza que intentaba robar algo de valor en el monasterio y en casa de Reyko, pero yo no lo creo.

– ¿Y por qué no lo cree?

– Un amigo en la policía de El Cairo me dijo que a ambos les habían colocado una extraña tela en el interior de la boca y eso me parece demasiada casualidad, aunque la policía de mi país no lo creyera así.

– ¿Tenía alguna característica esa tela? Quizá se tratase de un trozo de tela de la mordaza que se quedó en sus bocas cuando fueron asesinados.

– Lo dudo mucho. Los trozos de tela representaban un octógono con una frase escrita en su interior, referida al tormento en el nombre de Dios o algo parecido. El octógono que se sacó de la boca de Boutros Reyko era exacto al extraído de la boca del religioso.

– El. asesinato de Reyko se produciría después de que él le traspasase o le vendiese a usted el libro, me imagino.

– Sí. Justo una semana después de que el libro cayese en mis manos. Yo lo tuve poco tiempo. Enseguida se lo entregué a Liliana Ransom, que en paz descanse, y yo tan sólo recibí mi dinero cuando Ransom se lo vendió a su abuela -precisó Rezek Badani.

– Perdone -lo interrumpió Afdera, intentando asimilar las palabras que le acababa de decir Badani-, ¿ha dicho Liliana Ransom, que en paz descanse?

– Sí. Está muerta -respondió el egipcio-. ¿No lo sabe? Su amante, un jovencito que le hacía ciertos trabajitos como chófer, mayordomo y semental decidió estrangularla una noche. La policía dice que el tipo la violó, sodomizándola con un obelisco de esos que se utilizan en decoración.

– Hace menos de una semana que estuve con ella en su casa de Alejandría. Conocí a Hamid y parecía muy enamorado de ella y no me lo imagino matándola o estrangulándola para violarla. No le hacía ninguna falta. Liliana se entregaba a él con sumo gusto y placer.

– ¿Sabe una cosa, señorita Brooks? Lo más curioso de todo es que sobre su cadáver atado, la policía de Alejandría encontró un octógono de tela, pero como estamos en Egipto, nadie se preocupa por investigar. Ya tienen un culpable y eso es suficiente para ellos. A ese tipo lo meterán en una celda, tirarán la llave o sencillamente aparecerá muerto en la cárcel o colgado de una viga. Aquí la justicia es ciega, pero si el cadáver es occidental, eso es otra cosa. A nuestro gobierno no le interesa que esa noticia salga a la luz porque podría asustar al turismo. La veo algo consternada…

– Sí, lo estoy. Si sobre Liliana apareció un octógono de tela, igual que los que encontraron en la boca de su amigo Boutros y en la del padre copto, lo más seguro es que las tres muertes estén relacionadas. Necesito que me cuente todo lo que recuerde del libro -pidió Afdera al comerciante.

– Lo mejor es que sigamos esta conversación en mi casa. Venga esta noche. Ésta es mi dirección. Podremos hablar sin temor a que alguien pueda vigilarnos o escucharnos.

Nada más decir esto, Badani se levantó de la mesita a la que habían estado sentados y salió del local mirando en todas direcciones, como si estuviera asustado.

Afdera intentó ordenar sus ideas, así como las palabras pronunciadas por Badani. En su mano derecha sujetaba el papel húmedo de sudor con la dirección del comerciante. Necesitaba hablar con alguien, pero ¿con quién? No podía llamar a su hermana Assal, tampoco a su abogado, Sampson Hamilton. Decidida, sacó el pequeño posavasos del bar del Hotel Bellevue Palace de Berna. Le dio la vuelta y miró el número de teléfono que Max Kronauer le había apuntado el día que estuvieron juntos antes de su encuentro en Venecia.

La joven salió del café y se dirigió hacia un locutorio cercano. Afdera esperó hasta que una de las cabinas quedó vacía.

– Es su turno -le dijo el encargado-, pero debe darme el número para marcarlo desde aquí. Le pasaré la llamada a la cabina seis.

El calor era sofocante, así que trabó la puerta con el pie para permitir que entrase algo de aire en el interior. Tras unos minutos en la cabina pudo oír el tono de marcado y cómo alguien levantaba el auricular.

– ¿Max? -preguntó Afdera rápidamente, pero sus deseos se vinieron abajo cuando la joven oyó con más atención: «Éste es el contestador automático de Maximilian Kronauer. Deje, por favor, su mensaje y número de teléfono. Le llamaré cuanto antes», y a continuación sonó un molesto pitido-. Max, soy Afdera. Sólo quería hablar contigo. Estoy en El Cairo y seguramente regrese a Europa mañana o pasado mañana. Tengo que ir a Berna de nuevo. Espero poder verte allí. Me gustaría mucho. Estaré alojada en el Bellevue Palace. Adiós. Espero verte pronto.

Algo triste, colgó el auricular, pagó al encargado del locutorio y salió a la calle, en donde volvió a perderse en el bullicio del Jan el-Jalili.

La tarde estaba ya cayendo sobre El Cairo, dejando una tenue luz a la puesta del sol. Crescentia Brooks aseguraba que se debía al telón casi invisible que se formaba en la capital egipcia por el polvo levantado en el desierto y que quedaba suspendido en el aire.

Tras realizar algunas compras, detuvo un taxi y entregó al chófer el papel con la dirección que le había dado Badani.

Sumergido entre el tráfico y los cruces, cuyos semáforos habían dejado de funcionar hacía décadas, el taxista se dirigió al elegante barrio de Heliópolis, en la zona noreste de la ciudad.

A Rezek Badani, originario de El-Minya, al igual que Abdel Gabriel Sayed, no le habían ido nada mal las cosas. Gracias a su habilidad negociadora, precios altos y mucha paciencia, había conseguido hacer una pequeña fortuna que le permitió acceder a la clase dirigente cairota. Se decía incluso que Badani estaba protegido por uno de los hijos del presidente Anuar el Sadat. Lo cierto es que, a pesar de sus orígenes humildes, había logrado casarse con la joven y bella hija de un comerciante copto de telas. Badani le llevaba casi quince años cuando contrajeron matrimonio. En poco tiempo, el comerciante la había llenado de hijos a los que cuidar.

En la calle Ramsis se levantaba un bloque de viviendas algo ruinoso, propiedad de Badani, en uno de cuyos pisos vivía junto a su numerosa familia.

Afdera tocó la campanilla de bronce junto a la puerta y esperó. Al otro lado podía oírse a varias personas corriendo de un lado a otro.

La puerta se abrió y ante Afdera apareció una atractiva jovencita de no más de veinte años, vestida con un uniforme de criada muy ceñido, mientras intentaba peinarse y arreglarse la ropa al mismo tiempo. Estaba claro que aquella joven era amante de Badani.

– El señor Badani la está esperando -anunció la criada.

El piso, de unos trescientos metros, no era nada ostentoso y tampoco elegante. El salón, aunque espacioso, estaba mal iluminado. Dos sofás con fundas de plástico, una mesa de cristal y varios ceniceros llenos de colillas de cigarrillos Cleopatra, la marca que fumaba Badani, y otra mesa baja eran el único mobiliario. Curiosamente, poca gente podría saber que en tres cajas fuertes repartidas por la casa se escondían valiosas joyas, reliquias arqueológicas, fragmentos de papiros y manuscritos, monedas antiguas de época romana y mucho dinero en efectivo: libras inglesas, dólares americanos, pesetas españolas y liras italianas.

La casa de Badani solía estar casi siempre llena de gente; en ocasiones, varios parientes suyos recalaban allí para tomar un café o un té con menta en la cocina. Sin embargo, esta vez el marchante estaba únicamente acompañado por la joven criada y una cocinera.

– El señor Badani me ha indicado que va a quedarse a cenar -dijo la criada.

– Perfecto, muchas gracias. Acepto la invitación.

Ella, al igual que su abuela antes, sabía que para los egipcios la comida era el paso previo a los negocios, y lo que la había llevado hasta allí bien podría calificarse como un negocio. Afdera se puso a leer el diario de su abuela mientras esperaba a Badani. En ese momento apareció ante ella el comerciante, despidiendo un fuerte aroma a perfume egipcio barato.

Rezek Badani se había puesto un traje marrón a rayas y unos zapatos de charol negros. La criada miraba con recelo a Afdera, tal vez porque pensaba que la joven podría convertirse en una rival, mientras colocaba en la mesa baja un mantel de hilo fino.

– Perdone, señor Badani, pero quería preguntarle.

La pregunta de Afdera quedó interrumpida por la mano alzada de Rezek Badani.

– Antes de hablar, cenemos. Después, si usted quiere, puede preguntarme lo que desee.

La criada y otra mujer, que posiblemente había estado en la cocina hasta ese momento, comenzaron a poner diversos platos sobre la mesa con melojia, una típica sopa egipcia de verduras con arroz, pichones con dátiles y pasta de garbanzos con aceite de oliva. Como postre, había varios tipos de dulces árabes.

– Pueden retirarse -indicó Badani a las mujeres.

Tras la cena, Afdera volvió al ataque.

– ¿Podemos hablar ahora?

– Tal vez no desee hablar de ese libro sin recibir algún dinero por la información. ¿De cuánto dinero dispone? -quiso saber Badani.

Afdera observó un tablero de trik-trak.

– ¿Sabe usted jugar al trik-trak? -preguntó.

– Soy el mejor jugador de El Cairo.

– Le propongo lo siguiente: juguemos; si le gano, responderá a todas mis preguntas. Sin omisiones.

– ¿Y si pierde?

– ¿Qué desearía recibir?, ¿dinero?

– Nada de eso. Si me desafía a jugar al trik-trak, subamos la apuesta.

– ¿Y qué propone? -preguntó Afdera.

– Si usted pierde, se quedará a dormir aquí conmigo.

– Olvídelo -dijo bruscamente Afdera haciendo ademán de levantarse para dirigirse hacia la puerta-. Se ha equivocado de persona. Lo último que se me pasaría por la cabeza sería acostarme con un tipo como usted.

– No me malinterprete. Sólo le estoy proponiendo que si pierde, dormirá usted aquí, completamente desnuda. Sólo me dejará observarla. No la tocaré, se lo prometo. Sólo deseo verla desnuda y poder oler su ropa.

– ¿Y si gano me dirá usted todo, absolutamente todo lo que sabe?

– Sí, lo haré -respondió Badani.

– Bien, acepto -contestó Afdera.

Una hora y media después, Rezek Badani veía cómo iba perdiendo una partida tras otra, casi ofendido porque le ganase una mujer y frustrado en su deseo de ver a aquella joven desnuda. Lo que el comerciante no sabía era que siendo niña, ella y su hermana Assal pasaban horas y horas escuchando ópera junto a su abuela y jugando al back-gammon durante los veranos en la Ca' d'Oro.

– Ahora es mi turno -dijo tras ganar la cuarta partida a Badani.

– Bien, soy todo suyo -respondió el comerciante humillado-. Estoy dispuesto a responder a sus preguntas.

– ¿Quién le dijo a usted que el libro podía tener algún valor?

– Charles Eolande, un experto en papirología del Instituto Oriental de Chicago. Había trabajado durante algunos años en Alemania hasta que se trasladó a Estados Unidos. Varios comerciantes de antigüedades de El Cairo adoptamos de cierta forma a Eolande como asesor. Cada seis meses venía a Egipto para adquirir piezas para él, para universidades y para, digámoslo así, otras instituciones.

– ¿Qué tipo de instituciones? -interrumpió Afdera.

– El Vaticano. Tal vez los Museos Vaticanos, pero no lo sé seguro. Lo que sí sé es que Eolande estaba muy bien relacionado con algún alto miembro de la curia vaticana. No sé con quién, pero le aseguro que ganaba mucho dinero asesorándole. Eolande compraba muchas piezas y manejaba mucho dinero en efectivo. Hizo una verdadera fortuna durante la década de los sesenta, cuando el mercado de papiros era casi inexistente, pero en los años setenta ese mercado cayó en picado. Creo que porque muy poca gente entendía de ellos.

– ¿Qué tipo de piezas interesaban a Eolande?

– Es curioso, pero estaba muy interesado en especial en los fragmentos de papiro que se encontraban dentro de los cartonajes, el ataúd interno y más ligero hecho de papiro que envuelve a las momias. Le interesaban los cartonajes romanos y de la época ptolemaica. Tal vez estuviese buscando algo. Realmente nunca lo supe.

– ¿Cree que sabía que podía existir el libro de Judas?

– No lo creo, aunque con Eolande y su socio nunca se puede saber. Lo cierto es que él era el mayor experto en textos escritos en papiro. A lo mejor alguien le había dado alguna información sobre el libro, pero esas pistas debían de ser bastante dispersas.

– ¿Quién era ese otro socio del que habla? -preguntó Afdera.

– Déjeme recordar. Creo que se llamaba algo así como Coloiani, o Colaiani. Ahora recuerdo. Su nombre era Leonardo Colaiani, un experto en historia de las cruzadas de la Universidad de Florencia.

– ¿Cuál era el papel de Colaiani en todo esto?

– Yo creo que tanto Colaiani como Eolande estaban buscando algo más importante que ese libro de Judas -contestó Badani, bajando la voz, como si se tratase de un comentario confidencial.

– ¿Por qué cree eso?

– Colaiani y Eolande eran asesores de un tipo muy peligroso al que llaman el Griego y del que es mejor alejarse. No le recomendaría ni siquiera que se acercara a él -advirtió el comerciante.

– ¿Cuál es su nombre?

– Su nombre real es Vasilis Kalamatiano, el marchante más importante de antigüedades desde hace más de treinta años. Dicen que comenzó su carrera durante la Segunda Guerra Mundial, comprando primero a bajo precio propiedades incautadas a los judíos ricos de Europa y después obras de arte y antigüedades a precio de saldo a antiguos dirigentes nazis que intentaban conseguir dinero en efectivo de forma rápida para poder huir de la justicia aliada una vez acabada la guerra.

– ¿Dónde podría encontrar a ese griego?

– Tiene varios negocios en Ginebra y Berna, aunque no cuenta con una sede concreta donde se le pueda localizar.

– Así que Eolande y Colaiani eran sólo ojeadores de Kalamatiano.

– Así es.

– ¿Y quién maneja a Vasilis Kalamatiano?

– Quien tenga dinero suficiente para adquirir las obras de arte y antigüedades que ofrece. Sus clientes son millonarios, fundaciones, jefes del crimen organizado que desean blanquear el dinero conseguido con las drogas o la prostitución en actividades lícitas como el arte, el Papa…

– ¿Ha dicho el Papa? -preguntó Afdera.

– Sí, el Papa…, o eso creo. El Vaticano, la Secretaría de Estado, los Museos Vaticanos han tenido siempre una estrecha relación con Kalamatiano, y no creo que eso haya cambiado. Las mejores piezas siempre se ofrecían primero a la Santa Sede, y si éstos no se mostraban interesados, entonces Kalamatiano se las ofrecía a fundaciones o millonarios coleccionistas. Además, cuenta con una gran influencia entre los gobiernos y autoridades de Egipto y las instituciones que organizan las grandes ferias internacionales.

– Lo que todavía no entiendo es la relación de Eolande con ese otro tipo, Colaiani. ¿Qué tiene que ver un especialista en papiros con un experto en la historia de las cruzadas?

– No lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es de que ambos trabajaban a las órdenes de Kalamatiano y éste, a su vez, tal vez para el Vaticano.

– ¿Debería hablar con los tres?

– Yo no le recomendaría acercarse a Kalamatiano. Inténtelo con el italiano. Tal vez él, al ver a una mujer bonita, acepte como yo hablar con usted.

– Déjeme hacerle una última pregunta -dijo Afdera, ya de pie cerca de la puerta-: ¿por qué nadie contactó con usted sabiendo que tenía el evangelio de Judas Iscariote?

– Querida, este negocio es muy pequeño y todos sabemos las piezas que tiene la competencia o las que dice tener y sabemos que no tiene. Yo tuve el libro tan poco tiempo que ni siquiera pude estudiar su contenido, y todos lo sabían. También supieron cuándo me des hice de él y cuándo se lo traspasé a Liliana Ransom.

– Así que, según usted, Kalamatiano podría saber que el libro estaba en poder de mi abuela.

– Sin duda alguna, querida. Sin duda alguna. El Griego lo sabe todo.

– ¿Podría tener el suficiente poder como para ordenar asesinatos de personas relacionadas con el libro?

– No creo que Kalamatiano llegase hasta ese punto, pero quién sabe si los hombres que le pagan estarían dispuestos a matar con tal de conseguir ese libro.

– ¿Cree usted que el Vaticano podría ordenar esos asesinatos? No me lo puedo imaginar siquiera.

– Pues a mí no me extrañaría. Déjeme relatarle algo que muy pocos saben. En el mundo de las antigüedades se cuenta que hace unos años mucha gente relacionada con un extraño y antiguo libro que no había conseguido ser descifrado fueron muriendo uno a uno. Se rumoreó que el Vaticano, o alguien del Vaticano, podrían estar detrás de aquellas muertes, pero misteriosamente nadie llegó a investigar lo suficiente. Incluso se sabe que el libro estaba en la biblioteca de una universidad de Estados Unidos y que poco después desapareció sin dejar el menor rastro. La universidad en cuestión nunca llegó a investigar el tema. Lo más curioso de toda esta historia es que los muertos fueron encontrados con un octógono de tela sobre ellos, iguales a los que encontraron sobre Liliana Ransom y en la boca de mi antiguo socio, Boutros Reyko, pero no se altere. Tal vez sólo sean leyendas. Simples leyendas.

– Yo no creo en leyendas, señor Badani, a no ser que estén documentadas. Soy arqueóloga e historiadora. Si no lo leo, no lo creo. Muchas gracias por todo, señor Badani, pero debo irme. Buenas noches.

– Buenas noches, señorita Brooks. Llámeme cuando quiera y recuerde mi proposición -dijo el marchante acompañando a Afdera hasta la puerta sin dejar de admirar por detrás las formas de la joven.

Eran las dos de la mañana cuando Afdera salió del ruinoso edificio y se encaminó hacia el paseo del Nilo para intentar conseguir un taxi que la llevara al Mena House, en Giza. Siguió caminando hacia el puente el-Sahel, en donde decenas de jóvenes cairotas se reunían a esa hora. Tres muchachos se acercaron a ella con intención de entablar conversación, pero Afdera, con una sonrisa, declinó la invitación de uno de ellos.

– Sólo necesito un taxi -dijo.

Uno de los tres jóvenes dio un fuerte silbido, levantando la mano para atraer la atención de un taxi que en ese momento giraba en dirección contraria a la que estaban ellos.

– Su taxi, señorita -dijeron los tres a coro abriéndole la puerta del vehículo, sin perder ninguno de ellos la esperanza de conseguir una cita con aquella bella occidental.

En ese mismo momento, vestido completamente de negro, el padre Lauretta entraba en el edificio donde residía Badani. El asesino del Octogonus permaneció en absoluto silencio bajo la oscuridad de la escalera hasta no detectar movimiento alguno.

– Hermano Lauretta, éste es el momento para su iniciación en nuestro Círculo. Su hora ha llegado. Debe acabar con la vida de ese falso cristiano que adora más el dinero que a Dios -le había dicho el padre Reyes.

Lauretta apretó el botón del ascensor de hierro, que comenzó a bajar con un fuerte chirrido, casi como si fuera a caer desde lo alto. Al entrar, cerró las puertas y pulsó el número cinco.

Mientras regresaba en taxi a su hotel en Giza, Afdera Brooks se dio cuenta de que se le había olvidado el diario de su abuela en casa de Rezek Badani. Nerviosa, dio instrucciones al taxista para que diese la vuelta y la llevase nuevamente al punto de partida. Tenía que recuperarlo a toda costa.

– Necesito que me deje usted en un edificio de la calle Ramsis. Se lo pagaré, y le pagaré también si me espera unos minutos para llevarme otra vez a Giza -propuso Afdera.

– No se preocupe. La esperaré -respondió el conductor dando un volantazo para cambiar de sentido.

El padre Lauretta se encontraba ya ante la puerta de Rezek Badani. Antes de tocar la campanilla extrajo del doble forro de su manga una fina daga de misericordia. Seguidamente llamó. El asesino escuchó unos pasos acercándose al otro lado de la puerta, unas cerraduras que se abrían y una voz que exclamaba:

– Vaya, ¿ha cambiado de opi…? -estaba preguntando Badani cuando el padre Lauretta dio un fuerte empujón a la puerta, golpeando al marchante en mitad del pecho. Badani corrió en la oscuridad hacia la cocina con la intención de coger un cuchillo con el que defenderse de su atacante, pero éste era más rápido.

El intruso estaba ya cerca de él blandiendo la daga cuando Badani le arrojó una pequeña cacerola con agua hirviendo para el té. Durante un momento, el asesino perdió la daga en el resbaladizo suelo de la cocina, pero continuó atacando como si fuese un autómata programado. Tenía que acabar con el objetivo.

Con la misma cacerola en la mano, el comerciante volvió a golpear en la cabeza a su atacante, pero Lauretta no pensaba darse por vencido consiguió nuevamente hacerse con la daga. Era su primera misión para el Círculo Octogonus y no estaba dispuesto a fallar. Se levantó de un salto y se colocó en posición de combate con el arma escondida en su mano derecha.

Badani había conseguido armarse con dos cuchillos y estaba decidido a matar a aquel hijo de perra que intentaba asesinarle.

– No sabes con quién te has metido. Yo corría descalzo por la calle robando comida cuando tú todavía saltabas de un testículo a otro de tu padre. Vas a morir y va a ser muy doloroso -dijo Badani, blandiendo una de las hojas ante los ojos del padre Lauretta.

– Inténtalo, cerdo infiel -le retó el asesino del Octogonus.

Con un ágil movimiento para esquivar el ataque de Badani, Marcus Lauretta hizo un rápido giro con su cuerpo golpeando con el codo la cara de su adversario. El impacto fue tan grande que Badani se tambaleó, golpeándose la cabeza en el horno de hierro.

Lauretta se sentó sobre la espalda de Badani, le levantó la cabeza con la mano izquierda y, cuando ya blandía la daga de misericordia para introducírsela por la nuca, sintió que alguien entraba en la cocina a su espalda. Antes de que pudiese darse cuenta, Afdera le asestó un fuerte golpe en la cabeza con una gran sartén de hierro.

– Vamos, vamos, señor Badani, levántese -le apremió, intentando levantar el peso muerto del egipcio-. Necesito que se levante. No puedo con usted y si no lo hace, este tipo va a despertarse y no va a dejarnos con vida ni a usted ni a mí. Necesito que haga un esfuerzo.

Badani, con la cara manchada de sangre, intentaba abrir los ojos.

– ¿Qué ha pasado? ¿Es que ha cambiado de opinión? -dijo, sonriendo tratando de ponerse en pie.

– No se haga ilusiones. Ha tenido suerte de que me olvidase el diario de mi abuela en su casa. Si no, no habría regresado y usted estaría muerto -aclaró Afdera.

– ¿Cómo ha entrado? -preguntó Badani aún medio aturdido.

– La puerta estaba abierta. He oído el ruido. La verdad es que pensé que estaría entretenido con su criada y no debajo de un tipo a punto de apuñalarle en la nuca.

– Necesito lavarme y ponerme algo de ropa.

– De acuerdo, pero mientras tanto ayúdeme a atar a este tipo. No sé si lo he matado o si lo he dejado inconsciente.

– Déjeme asegurarme -pidió el egipcio, propinando un fuerte puntapié en los riñones del padre Lauretta. Al escuchar un leve gemido, Afdera exclamó aliviada:

– ¡Está vivo! Menos mal, nunca he matado a nadie.

– ¡Yo sí, y no me importaría que este pedazo de mierda fuese el próximo! -exclamó el egipcio.

Badani volvió a la cocina con un cordón de cortina. Con rapidez, sujetó las manos de su atacante por la espalda y se las ató.

– Regístrele mientras me lavo un poco y me pongo algo de ropa. Voy a llamar a un primo mío de la policía de El Cairo para que se haga cargo de este tipo. Cuando pase una noche en una celda de la prisión central de El Cairo, se le van a quitar las ganas de matar a alguien o de ir al baño.

Afdera comenzó a registrar los bolsillos del hombre. Nada. Ninguna identificación, ninguna pista de su identidad.

Mientras revisaba los bolsillos interiores de la chaqueta, tocó una especie de pequeña tela con la punta de los dedos. Con sumo cuidado, la extrajo y la abrió sobre la palma de su mano. Era un octógono con una frase escrita en el centro: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios.

Cuando Badani volvió a entrar en la cocina, el asesino comenzaba a recuperar la consciencia.

– Ayúdeme a sentarlo en una silla en el salón. Hay que vigilarlo hasta que llegue mi primo. Él se hará cargo de todo.

Entre los dos cogieron al padre Lauretta por debajo de los brazos y lo arrastraron hasta el salón.

– Tráigame un té, por favor. Necesito tranquilizarme para saber qué haré con este tipo -pidió Badani mientras le quitaba los zapatos y los calcetines.

Mientras Afdera se encontraba en la cocina, aún con rastros de sangre en el mobiliario y el suelo, pudo oír cómo el comerciante egipcio golpeaba varias veces al asesino del octógono en la planta de los pies con una especie de fusta para caballos.

– Habla, cerdo. ¿Quién te envía?

Incertu exitu victoriae, indivisa manent, siendo incierto el resultado de la victoria, unidos permanecemos -repetía una vez tras otra mientras Badani volvía a golpearle en las plantas de los pies con la fusta-. Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal -pronunció el asesino.

La entrada de Afdera en el salón provocó una interrupción en e interrogatorio, pero cuando la joven se disponía a entregar la taza de té a Rezek Badani, el asesino se puso en pie y tras pronunciar la frase Etsi ¡tomines falles deum tamen fallere non poteris, aunque engañes a los hombres, a Dios no podrás engañar, se lanzó contra el cristal de la ventana.

Rezek Badani y Afdera se asomaron y vieron el cuerpo del asesino del octógono cinco pisos más abajo, rodeado por un gran charco de sangre.

– Ahora ya no necesito a mi primo, sino a un enterrador -sentenció el marchante de antigüedades, observando el cadáver de aquel desdichado.

– Sí, estoy de acuerdo -murmuró Afdera.

– Vuelva a su hotel mientras yo espero a la policía. No se preocupe por nada, yo sé cómo encargarme de este asunto.

– Pero no puedo dejarle solo.

– Usted me ha salvado la vida. Si no llega a entrar, ese tipo me hubiera matado. Mis hijos, mi esposa, mi familia le deben mi vida, y yo le devuelvo el favor. Por favor, regrese a su hotel. Yo me ocuparé del cadáver. Si necesita cualquier cosa, no dude en llamarme. Estoy en deuda eterna con usted.

– Pero ¿qué va a hacer?

– No se preocupe. Como buen copto, tengo una numerosa familia aquí en El Cairo. Tengo decenas de primos que pueden acogerme en su casa. Ahora, váyase antes de que llegue la policía. Llámeme desde Europa para decirle si consigo organizarle un encuentro con Colaiani.

Antes de salir, con el diario de su abuela en la mano, Afdera besó en la mejilla a Badani, mientras éste le guiñaba un ojo.


***

Ciudad del Vaticano

– Eminencia, tengo que hablar con usted, es urgente -pidió monseñor Mahoney.

– ¿De qué se trata? -respondió el cardenal Lienart, intentando mirar el reloj que tenía en la mesa justo al lado del teléfono blanco, con línea directa con el Sumo Pontífice.

– He recibido una llamada de nuestro hermano, el padre Reyes…

El cardenal Lienart interrumpió la conversación bruscamente y ordenó a su secretario que se presentase ante él en su despacho del Palacio Apostólico.

– Eminencia, así lo haré -balbuceó el secretario.

Una hora después, el cardenal secretario de Estado August Lienart apareció en su despacho en pijama con una bata de seda roja. En el lado izquierdo podía verse bordado el dragón alado, símbolo de la familia Lienart.

– ¿Por qué hará siempre tanto frío en esta zona del Palacio Apostólico? -se quejó Lienart mientras se subía el cuello de la bata-. Dígame, monseñor Mahoney, ¿qué ha sucedido que es tan urgente?

Fructum pro fructo.

Silentium pro silentio.

– El padre Reyes ha llamado para informar desde Egipto. Hemos sufrido una baja.

– ¿Quién ha sido? ¿De quién se trata?

– Del padre Lauretta. Tenía la misión de acabar con un comerciante de antigüedades que había tenido contacto con el libro de Judas.

– ¿Cómo sabemos que el hermano Lauretta está muerto?

– El padre Reyes lo vio saltar desde una ventana de un quinto piso.

– ¿Y por qué no estaba el padre Reyes con el padre Lauretta? Ordené expresamente que los miembros más experimentados del Círculo debían cuidar de los nuevos miembros hasta que éstos pudiesen arreglárselas solos. ¿Qué es lo que ha fallado? Quiero saberlo de inmediato -ordenó Lienart con rostro serio mientras encendía un cigarro habano y observaba la plaza de San Pedro aún en penumbras.

– Al parecer, la misión era sencilla y por eso el padre Reyes dejó que el padre Lauretta asumiese la ejecución de ese copto infiel. El objetivo era un tipo obeso. Según parece, en el último momento intervino esa joven llamada Afdera Brooks. El padre Reyes pensó…

– Vaya, vaya con la jovencita. Tiene más agallas de lo que pensaba -dijo Lienart mientras hacía un gesto con la mano para interrumpir la explicación del padre Mahoney-. Déjeme decirle, fiel Mahoney, que los miembros del Círculo no deben pensar, sólo acatar órdenes en nombre de Su Santidad y en defensa de la fe. Yo sólo soy su mensajero y ustedes la mano ejecutora de Dios aquí en la tierra. El padre Reyes no debía haber pensado nada. Debía haber protegido al padre Lauretta. Roma locuta, causa finita, Roma ha hablado, caso terminado.

En ese momento el secretario del cardenal bajó la mirada en señal e respeto.

– ¿Cuáles son sus órdenes, eminencia?

– Ordene al padre Reyes que regrese a Venecia y que se recluya en el Casino degli Spiriti hasta nueva orden. Debe orar y hablar con Dios Nuestro Señor. Es hora de llamar al padre Alvarado. Se ocupará él solo de seguir el rastro de la joven Brooks. Los padres Pontius y Cordelius seguirán a esa joven a Berna.

– Pero ¿qué hacemos con ese copto? -preguntó Mahoney.

– Ahora estará en guardia. Debemos ser pacientes. Tendremos una nueva oportunidad. De duobus malis minus est semper eligendum, siempre es mejor escoger el menor de dos males. Asegúrese de que no hay más fallos, monseñor Mahoney. De la misma forma que Dios premia, Dios castiga. No lo olvide nunca.

– No lo olvidaré, eminencia -aseguró el secretario aún cabizbajo.

– Ahora puede retirarse -ordenó mientras continuaba fumando su habano y observaba atentamente a un solitario barrendero que adecentaba la plaza de San Pedro. «Yo soy como ese barrendero. Mi misión es limpiar la porquería que interfiere en la verdadera fe. Soy como ese humilde hombre de ahí abajo, cuya labor es retirar y eliminar la basura que entorpece el verdadero mensaje de Dios», pensó Lienart, exhalando el espeso humo de su cigarro.

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