Por dos veces el doctor Da Barca venció a la muerte. Y por dos veces pareció que la muerte lo vencía, que lo arrinconaba y lo arrojaba a la colchoneta de la celda.
Fue a causa de los fusilamientos de Dombodán y Pepe Sánchez.
Siempre andaba animoso, pero se derrumbó en dos momentos, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Cuando murieron O'Ne no y el cantante. Entonces permaneció varios días tirado en la colchoneta, en un largo sueño, como si se hubiese metido un tonel de valeriana en el cuerpo.
En la última ocasión, Gengis Khan permaneció en vigilia a su lado.
Cuando despertó, le dijo: ¿Qué haces aquí, patatita?
Quitarle los piojos, doctor. Y apartar las ratas.
¿Tanto he dormido?
Tres días y tres noches.
Gracias, Gengis. Te voy a invitar a comer.
Y es que tenía, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo, el poder de la mirada.
A la hora del almuerzo, en el comedor, el doctor Da Barca y Gengis Khan se sentaron frente a frente y todos los presos fueron asombrados testigos de aquel banquete.
De entrante vas a tomar un cóctel de marisco.
Langosta con salsa rosa sobre un cogollo de lechuga del valle de Barcia.
¿Y para beber?, preguntó Gengis Khan con incredulidad.
Para beber, dijo muy serio el doctor Da Barca, un blanco del Rosal.
Lo miraba fijamente, atrapándolo en la claraboya de los ojos, y algo estaba pasando porque Gengis Khan dejó de reír, vaciló por un instante, como si estuviese en un alto y le diese vértigo, y después quedó pasmado. El doctor Da Barca se levantó, rodeó la mesa y le cerró suavemente los párpados, como si fuesen cortinas de encaje.
¿Está bueno el cóctel?
Gengis Khan asintió con la boca llena.
¿Y el vino?
En el pun, en el punto, balbuceó en éxtasis.
Pues ve despacio.
Más tarde, cuando el doctor Da Barca le sirvió de segundo un redondo de ternera con puré de manzana, regado con un tinto de Amandi, a Gengis Khan le fue cambiando el color. Aquel gigante pálido y magro tenía ahora el brillo colorado de un abad goloso. Sonreía en él una abundancia campesina y mensajera, una dulce revancha contra el tiempo que contagió a todos los presentes. Había en aquel comedor un silencio de lengua en el paladar y ojos de fábula, que silenció el revolver de las cucharas en el rancho, una sopa indescifrable a la que llamaban agua de lavar carne.
Ahora, Gengis, dijo solemne el doctor Da Barca, el postre prometido.
¡Un tocinillo de cielo!, gritó con ansia irreprimible un espontáneo.
¡Milhojas!
¡Tarta de Santiago!
Una nube de azúcar en polvo atravesó el oscuro comedor. De la corriente fría de las puertas salía nata a borbotones. La miel escurría por las paredes desconchadas.
El doctor pidió silencio con un gesto de sus manos.
¡Las castañas, Gengis!, dijo por fin. Y siguió un murmullo de desconcierto porque aquél era un postre de pobres.
Mira, Gengis, castañas del Caurel, del país de los bosques, hervidas en nébeda y anís. Eres niño, Gengis, los perros del viento aúllan, la noche temblequea en el candil y los mayores andan encorvados por el peso del invierno. Pero aparece tu madre, Gengis, y posa en 'el centro de la mesa la fuente de las castañas hervidas, criaturas envueltas en trapos calientes, una vaharada animal que reblandece los huesos. Es el incienso de la tierra, Gengis, ¿a que lo notas?
Pues claro que lo notaba. El vaho del hechizo prendió en sus sentidos como hiedra, le picó en los ojos y le hizo llorar.
Y ahora, Gengis, dijo el doctor Da Barca cambiando de tono como un comediante, vamos a bañar esas castañas con crema de chocolate. A la usanza francesa, sí, señor.
Todo el mundo aprobó esa delicadeza.
En el parte de incidencias del comedor, el director de la prisión leyó: «Los internos rechazaron tomar la comida del día, sin manifestar ningún signo de protesta ni explicar los motivos de esta actitud. La retirada del comedor tuvo lugar sin incidentes que reseñar».
¿A que tiene cara de mejor salud?, dijo el doctor Da Barca. Es cierto eso que dice el refranero, que de ilusión también se vive. Es la ilusión, que le hace subir la glucosa.
Gengis Khan salió de la hipnosis despertado por su propio eructo de placer.