El doctor Da Barca estaba escribiendo una carta de amor. Por eso tachaba mucho. Pensó que para tal mester el lenguaje resultaba de una pobreza extrema y sintió no tener la desvergüenza de un poeta. Él la tenía cuando se trataba de otros presos. Parte de su terapia consistía en animarlos a recordar sus querencias y a enviar unas letras por correo. Y él prestaba su mano para escribir con buen humor alguna de aquellas cartas. Se llama Isolina, doctor. ¿Isolina? Isolina… Olor a verde limón y a naranja mandarina. ¿Qué te parece?
Le va a gustar, doctor. Ella es muy natural.
Pero cuando se trataba de él, sentía que, en efecto, todas las cartas de amor eran ridículas. A veces quedaba asombrado de lo que un enfermo podía decir sin artificio. Doctor, póngale que no se preocupe por mí. Que mientras ella viva, yo nunca moriré. Que cuando me falta el aire, respiro por su boca.
Y aquel otro: Ponga ahí que volveré. Que volveré para tapar todas las goteras del tejado.
Tachó de nuevo el encabezamiento. Ésta de hoy tenía que ser una carta especial. Por fin, escribió: Mujer. Fue entonces cuando oyó que llamaban a la puerta de su cuarto. Ya era tarde para los hábitos del sanatorio penal, pasadas las once de la noche. Quizá se tratase de una urgencia. Abrió, dispuesto a disimular la contrariedad. La madre Izarne. En otras ocasiones bromearía a cuenta de su hábito de mercedaria, ¡ah, pensé que se trataba de una migaja ectoplasmada! Pero esta vez notó una sensación de irrealidad que lo perturbó por la parte del pudor. La monja sonreía con una picardía de mujer. De repente, sin otro saludo, sacó de debajo de la falda una botella de coñac.
Para usted, doctor. ¡Para su noche de bodas!
Y se fue apresurada por el pasillo, como quien huye de una alegre osadía, dejando un aura de ojos iluminados.
Azul gris verde. Ojos algo rasgados, con un pliegue de piel en semiluna en los párpados.
Como los de Marisa. Dios no existía, pensó Da Barca, pero sí la Providencia.
Fue ella misma, la madre Izarne, quien al atardecer le había entregado, muy alegre, el telegrama que confirmaba la celebración de la ceremonia de su boda. Aquella mañana, Marisa había dicho el «Sí, quiero» en la iglesia de Fronteira. Sabía la hora. En Porta Coeli, a mil kilómetros de distancia, el doctor acompañaba a los enfermos en su paseo matutino. Llevaba camisa blanca y su viejo traje de fiesta. Entre pinos y olivos, cerró los ojos y dijo: Sí, quiero; claro que quiero.
¡Eh, compañeros! El doctor sueña despierto.
Amigos, tengo que daros una noticia. ¡Me acabo de casar!
Los otros algo sabían, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo, porque lo rodearon gritando: ¡Felicidades, Da Barca! Llevaban en los bolsillos puñados de flores de retama, que habían ido recogiendo por el camino, y lo cubrieron con aquel oro de la montaña. Se habían casado por poderes. ¿Sabes cómo es eso? El hermano de ella, Fernando, ocupaba en la iglesia el lugar del novio. El doctor había tenido que firmar un documento ante notario. En todo esto le ayudó mucho la superiora de las monjas, la madre Izarne, que incluso firmó como testigo. Se lo tomó con tanto interés como si fuese ella misma quien se fuese a casar.
¿Tenías celos, eh?, comentó sonriente Maria da Visitaçáo.
Era una monja guapísima, dijo Herbal. Y muy lista. Es cierto que se parecía a Marisa. Tenía un aire con ella. Pero, claro, era monja. A mí me odiaba. No sé por qué me odiaba tanto. Al fin y al cabo, yo era un vigilante y ella la superiora de las monjas que atendían el hospital penitenciario. Estábamos, eso pensaba yo, en el mismo bando.
Herbal miró por la ventana ya abierta, como buscando la luz lejana y parpadeante del recuerdo. Ya había oscurecido y se podían dis tinguir los faros de los coches por la carretera de Fronteira.
Un día me pilló abriendo la correspondencia de los presos. Me interesaban sobre todo las cartas dirigidas al doctor Da Barca, claro. Las leía con mucha atención.
¿Para denunciar?, le preguntó Maria da Visitaçáo.
Si veía alguna cosa rara, sí. Tenía que dar parte. Me había llamado mucho la atención la correspondencia que mantenía con un amigo, un tal Souto, en la que sólo hablaba de fútbol. Su ídolo era Chacho, un jugador del Deportivo coruñés. Me resultaba extraña aquella pasión por el fútbol en el doctor Da Barca, a quien nunca le había oído emocionarse con el balón. Pero en sus cartas, porque yo también las leía pues el control era de ida y vuelta, decía cosas tan atinadas como que había que pasar el balón colgado de un hilo, o que lo que tenía que correr era el balón, que para eso era redondo, y no el jugador. A mí también me gustaba Chacho, así que las dejé pasar sin darles más vueltas. Pero, en realidad, las que más me interesaban eran las de Marisa. Las comentaba con el difunto pintor. Le gustó mucho una en la que había un poema de amor que hablaba de los mirlos. La retuve durante una semana. La llevaba en el bolsillo, para releerla. A mí no me escribía nadie.
El caso fue que un día esta madre Izarne entró en la oficina de la portería y me pilló muy confiado, con un montón de sobres abiertos ex tendidos encima de la mesa. Yo seguí como si nada. Di por supuesto que ella estaba al tanto de que se controlaba la correspondencia. Pero se indignó toda. Yo le dije un poco nervioso: Tranquila, madre, es un trámite oficial. Y no grite tanto, que le va a oír tododiós. Y ella dijo aún más indignada: ¡Quite sus sucias manos de esa carta! Y me la arrancó, con tan mala suerte que la rompió en dos.
Miró el encabezamiento. Era de Marisa Mallo para el doctor Da Barca, la del poema de amor que hablaba de los mirlos.
A ella le temblaban los trozos en la mano. Pero siguió leyendo.
Yo le dije:
No tiene interés, madre. No habla de política.
Ella me dijo:
Cerdo.
Cerdo con tricornio.
Desde que llegamos, yo me encontraba bien. Comparado con el clima de Galicia, el de Porta Coeli era una larga primavera. Pero en aquel inesperado problema con la monja, sentí de nuevo aquel condenado burbujeo del pecho, el ahogo que llegaba.
Ella me debió de notar en los ojos la llegada del espanto. Cada una de aquellas monjas valía por una mutua de seguros. Dijo:
Usted está enfermo.
Por lo que más quiera, madre, no diga eso. Son sólo los nervios. Los nervios que se me meten en la cabeza.
Eso también es una enfermedad, dijo ella. Se cura rezando.
Ya rezo. Pero no se me arregla.
¡Pues váyase al infierno!
Era muy lista. Tenía mucho genio. Se fue con la carta partida en dos.
Le comenté lo sucedido a un inspector de policía, un tal Arias, que subía de vez en cuando desde Valencia, sin referirme, por supuesto, al asunto de mi salud. Nunca te cruces en el camino de una monja, soltó riendo, o ten por seguro que acabarás en el infierno.
El inspector Arias, con su bigotito recortado, tenía mucha teórica. Dijo:
En España no habrá nunca una dictadura perfecta, al estilo de la de Hitler, que funciona como un reloj. ¿Y sabes por qué, cabo? Por culpa de las mujeres. Las mujeres. En España, la mitad de las mujeres son putas y la otra mitad monjas. Lo siento por ti. A mí me ha tocado la primera mitad.
Ha, ha, ha.
Un viejo chiste cuartelero.
Yo sé cuentos, pero para los chistes soy muy malo, le dije.
Había un perro que se llamaba Chiste. Murió el perro y se acabó el chiste.
Ha, ha, ha. ¡Qué tontería, gallego!
El infierno. Nunca te cruces en el camino de una monja. Herbal aprovechó la ocasión para decirle al inspector que sería mejor que dejase lo de la correspondencia.
No se preocupe, dijo el otro. Haremos que nos la pasen por comisaría.
¿Tú crees que a ella le gustaba?, preguntó Maria da Visitaçáo, yendo a lo que le interesaba.
Él tenía algo, ya te lo he dicho. Para las mujeres era como un gaitero.
Nadie sabía muy bien cuándo dormía el doctor Da Barca. Sus vigilias eran siempre de libro en mano. A veces caía rendido en el pabellón de los enfermos, o tumbado fuera, el pecho abrigado por el libro abierto. Ella empezó a prestarle obras que luego comentaban. Las conversaciones se prolongaban con el buen tiempo, por la noche, cuando los enfermos salían afuera a tomar el fresco.
Bajo la luna, andaban y reandaban el camino del monte de pinos.
Lo que no sabía Herbal era que en una ocasión la monja Izarne también había mandado al infierno al doctor Da Barca. Fue du rante la primavera siguiente a la llegada de él a Porta Coeli y por causa de Santa Teresa.
Ella dijo:
Me ha decepcionado, doctor. Sabía que no era religioso, pero pensé que era usted un hombre sensible.
Él dijo:
¿Sensible? En el Libro de la vida ella dice: Me dolía el corazón. Y era cierto, le dolía el corazón, le dolía esa víscera. Tenía angina de pe cho y sufrió un infarto. El doctor Nóvoa Santos, el maestro patólogo, fue a Alba, donde se guarda el relicario, e inspeccionó el corazón de la santa. Era un hombre honesto, créame. Pues llega a la conclusión de que lo que se tiene por llaga, por huella del dardo angélico, no es otra cosa que el sulcus atrioauricular, el surco que separa las aurículas del atrio. Pero también encuentra una cicatriz, propia de una placa de esclerosis, que indica un infarto. El ojo clínico, como el maestro Nóvoa subraya, no puede explicar un poema, pero un poema puede muy bien explicar lo que el ojo clínico ignora. Y ese poema: Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero. ¡Muero porque no muero! Ese poema…
¡Es una maravilla!
Sí. Y también un diagnóstico médico.
Eso es una grosería, doctor. Estamos hablando de poesía, de unos versos sublimes, y usted, usted me habla de vísceras como un forense.
Disculpe, yo soy patólogo.
Eso. ¡Un pato loco!
Escuche, Izarne. Madre Izarne. Esos versos son excepcionales. Ningún patólogo podría describir así una enfermedad. Ella transforma esa debilidad, la muerte transitoria que le causa el ángor, en una expresión de cultura o, si prefiere, del espíritu. Un suspiro hecho poema.
Para usted, muero porque no muero ¿no es más que un suspiro?
Sí. Un suspiro digamos muy cualificado.
¡Virgen Santísima! Es usted tan frío, tan cínico, tan…
¿Tan qué?
Tan soberbio. No reconoce a Dios por pura soberbia.
Al contrario. Por pura modestia. Si realmente Santa Teresa y los místicos se dirigen a Dios es con una arrogancia tal que cae en el campo de la patología. ¡Ver a Dios mi prisionero! Con sinceridad, prefiero el Dios del Antiguo Testamento. Alto en su altura, dirigiendo los astros como quien dirige una película de Hollywood. Prefiero pensar que el Dios de Santa Teresa tiene una encarnación real, un ser humano despistado que ni estaba al tanto de las ansias de la santa. ¡Qué vida tan amarga donde no se goza al Señor! ¿Por qué no pensar que estaba enamorada de un amor imposible? Además, ella era hija y nieta de conversos judíos. Tenía que disimular más. Por eso habla de la cárcel y de los hierros del alma. Expresa el ángor, su debilidad física, pero también una imposibilidad de amor real. Algunos de sus confesores eran inteligentes, muy atractivos.
Me voy. Me da asco lo que está diciendo.
¿Por qué? Yo creo en el alma, madre Izarne.
¿Cree en el alma? Pues habla de ella como si fuese una secreción.
No exactamente. Podríamos aventurar que el sustrato material del alma son las enzimas celulares.
Usted es un monstruo, un monstruo que se tiene por simpático.
Santa Teresa compara el alma con un castillo medieval, todo de un diamante tallado por el vidriero divino. ¿Por qué diamante? Si yo fuese poeta, y quién me diese serlo, hablaría de un copo de nieve. No hay dos iguales. Y se van desvaneciendo en su existencia, al brillo del sol, como si dijesen: ¡Qué aburrimiento, la inmortalidad! Cuerpo y alma están trabados. Como la música al instrumento. La injusticia que causa los sufrimientos sociales es, en el fondo, la más terrible maquinaria de destrucción de las almas.
¿Por qué cree usted que estoy aquí? No soy una mística. Lucho contra el sufrimiento, el sufrimiento que ustedes, los héroes de uno y otro lado, causan en la gente corriente.
Se equivoca de nuevo. Yo no contaré. No figuraré en ningún santoral. Como dicen los médicos nazis, pertenezco al campo de las vidas lastre, de las vidas que no merecen ser vividas. Ni siquiera tendré el alivio de saberme sentado, como usted, a la mano derecha de Dios. Pero le diré una cosa, madre Izarne, si Dios existe, es un ser esquizoide, una especie de Doctor Jekyll y Mister Hyde. Y usted pertenece a su lado bueno.
¿Por qué me toma el pelo?
Ni siquiera sé de qué color es.
La madre Izarne se quitó la blanca toca y meneó la cabeza para que los rojos mechones cayesen libremente.
Dijo ella:
Ahora ya lo sabe. ¡Y váyase al infierno!
Y él dijo:
No me importaría encontrar allí una estrella.
¿Tú crees que hay seres en otros planetas?, le preguntó de repente Herbal a Maria da Visitaçáo.
No lo sé, dijo ella con una sonrisa irónica. Yo no soy de aquí. No tengo documentación.
La monja y el doctor Da Barca, contó Herbal, hablaban mucho del cielo. No del cielo de los santos, sino del cielo de las estrellas. Después de la cena, cuando los enfermos se recostaban al aire libre, ellos dos competían por distinguir las estrellas. Por lo visto, hacía muchos años que habían quemado a un sabio por decir que había vida en otros planetas. Antes no se andaban con remilgos. Ellos dos creían que sí, que había gente allá arriba. En eso coincidían. Pensaban que sería una gran cosa para el mundo. Yo creo que no. Más gente entre la que repartir las heredades. Para tener estudios, estaban un poco majaras. Pero me hacía gracia escucharlos. La verdad es que cuando te quedas mucho tiempo mirando, el cielo se va poblando de más y más estrellas. Dicen que hay algunas que las vemos pero que ya no existen. Que tarda tanto en llegar la luz que, cuando llega a ti, ya están apagadas. Manda carajo. Ver lo que ya no existe.
A lo mejor todo es así.
¿Pero qué más pasó?, le preguntó impaciente Maria da Visitaçáo.
Que a él lo pillaron y allá se fue lo del hospital. A mí me jodió. Aquel clima me iba bien, y allí no se vivía mal. Yo era un vigía que no vigilaba. Nadie se iba a fugar. ¿Para qué? España toda era una cárcel. Ésa era la verdad. Hitler había invadido Europa y ganaba todas las batallas. Los rojos no tenían adónde ir. ¿Quién se iba a mover? Sólo algunos locos. Como el doctor Da Barca.
Llevábamos poco más de un año en el hospital. Un día llegó el inspector Arias con otros policías. Venían muy serios. Me dijeron: Trái ganos a ese médico por las orejas. Sabía, claro, de quién hablaban. Me hice el tonto: ¿Qué médico? Venga, cabo, tráiganos a ese tal Daniel Da Barca.
Él acababa de pasar revista a los enfermos en el pabellón grande. Comentaba las novedades con las monjas enfermeras, la madre Izarne entre ellas.
Doctor Da Barca, tiene que acompañarme. Preguntan por usted.
La blanca comitiva cruzó miradas en silencio.
¿Quiénes son?, dijo él con irónica sospecha. ¿Los del carbón?
No, dije yo. Los de la leña.
Era la primera vez que me salía un chiste de dentro. El doctor pareció agradecérmelo. Por su parte, era la primera vez que se dirigía a mí sin poner cara de un gasto inútil. Pero la madre Izarne me miró con espanto.
Hola, Chacho, dijo el inspector Arias cuando lo tuvo delante. ¿Cómo va esa zurda?
El doctor mantuvo el tipo. Respondió también con retranca: Esta temporada estoy fuera de juego.
El inspector tiró el cigarro aún mediado y lo aplastó lentamente en el suelo como si fuese el rabo suelto de un lagarto.
Ya veremos en la comisaría. Tenemos buenos traumatólogos.
Cogió al doctor Da Barca del brazo. No hizo falta que lo empujase. Él se dejó llevar hacia el coche.
Creo que alguien debería explicarme lo que está pasando, dijo la madre Izarne, encarándose con el inspector.
Es un cabecilla, madre. Un director de orquesta.
¡Este hombre es mío!, exclamó ella con los ojos encendidos. Pertenece al sanatorio. ¡Está aquí internado!
Usted atienda su reino, madre, dijo con frialdad y sin detenerse el inspector Arias. El infierno es cosa nuestra.
Se oyó aún el comentario en voz baja de una de los policías acompañantes:
¡Carajo con la monja! Tiene carácter.
Más que el Papa, dijo el inspector con voz enojada. ¡Arranca de una puta vez!
Yo nunca había visto antes llorar a una monja, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Es una sensación muy extraña. Como cuando llora una imagen hecha de nogal.
¡Tranquila, madre! El doctor Da Barca siempre cae de pie.
La verdad es que yo no era precisamente un experto en consolar a la gente. Me mandó al infierno por segunda vez.
Lo trajeron a los tres días, suficientes como para volver más delgado. Al parecer, le contó a Herbal uno de los guardias que lo ha bían escoltado, la policía llevaba tiempo detrás del tal Chacho sin imaginar que cantaba desde la jaula. Era una leyenda entre la resistencia. Las combinaciones de jugadores que sugería en sus cartas, los comentarios de tácticas futbolísticas, eran en realidad informaciones cifradas para la organización clandestina. Desde sus tiempos de dirigente republicano y la estancia en prisión, Da Barca era un archivo viviente. Lo tenía todo en la cabeza. Sus textos, con testimonios de la represión, se publicaban en la prensa inglesa y en la americana. Le iban a abrir un nuevo proceso.
¡Pero si ya tiene cadena perpetua!
Pues le meterán otra. Por si resucita.
Supongo que le habrían sacudido duro, le dijo Herbal a Maria da Visitaçáo, pero el doctor no comentó nada de su paso por comisaría, ni siquiera cuando la madre Izarne se acercó a él y escudriñó su rostro buscando las huellas de la tortura. Tenía un negrón en el cuello, bajo la oreja. La madre se lo acarició con la yema de los dedos, pero enseguida retiró la mano como si le hubiese dado un chispazo.
Gracias por su interés, madre. Me mandan a otro hotel más húmedo que éste. A Galicia. A la isla de San Simón.
Ella desvió la mirada hacia una ventana. Se veía el sendero del monte, el fondo dorado de la retama. Pero luego reaccionó con una sonrisa de novicia.
¿Ve usted? Dios cierra una puerta y abre otra. Así podrá estar cerca de ella.
Sí. Eso es lo bueno.
Cuando pueda, déle un abrazo fuerte de mi parte. No olvide que yo también los casé.
Se lo daré. Muy fuerte.