Daniel Da Barca recorrió con una rápida ojeada las filas de ventanas a la búsqueda del reflejo de paloma de una toca. Pero no lo encontró. Se había despedido de los enfermos presos uno por uno. A la salida, se juntó un coro de mercedarias. Ella no estaba. La madre Izarne reza en la capilla, le dijo la monja más vieja, como quien trae un recado. Él asintió. Lo miraban expectantes. La brisa les agitaba los hábitos en un blanco adiós. Debería decir unas palabras, pensó. O mejor nada. Les sonrió.
¡Mi bendición, madres! E hizo la señal de la cruz en el aire como un deán.
Ellas rieron como muchachitas.
¿Y tú qué dijiste?, le preguntó Maria da Visitaçáo a Herbal.
Yo no dije nada. ¡Qué iba a decir! Me fui como había llegado. Como su sombra.
Aquella escena debió de causar algún efecto en el sargento García. Son las ordenanzas, doctor, le dijo al ponerle las esposas, como si le molestase irrumpir con cadenas en aquella despedida. En la orden en que le comunicaron la custodia del preso, que haría en compañía del cabo Herbal, de regreso a su destino en Galicia, se le informaba de que se trataba de un «destacado elemento desafecto al régimen», condenado a cadena perpetua. Había subido, pues, hasta el sanatorio penal con ánimo alerta y molesto por una misión de traslado que le haría recorrer España todo a lo largo, en trenes que se arrastraban como penitentes con la cruz a cuestas. Lo había tranquilizado la visión del preso, con aquel ramillete de monjas cautivadas. Como le había oído decir a un viejo brigada, el intelectual es como el gitano, una vez que cae no se amotina. El que era un muerto, pensó cuando se acomodaron en el primer tren, de Valencia a Madrid, era el compañero que le había tocado de escolta. Un aburrido. Como un borracho sobrio por la mañana. Como un enterrador puntual. De aquí a Vigo le iba a salir una tela de araña en las pestañas.
Perdone que le interrumpa la lectura, doctor, pero quisiera hacerle una consulta. Es una cosa a la que hace tiempo que le vengo dando vueltas. Usted es médico, debe saber de eso. ¿Por qué los hombres siempre tenemos ganas? Ya me entiende.
¿Se refiere al sexo?
Eso es, dijo el sargento riendo. Frotó, frufrú, las manos en perpendicular: Me refiero al asunto. Los animales paran, ¿no? Quiero decir. Tienen el celo y luego paran. Pero los humanos no. ¡El palo de la bandera siempre tieso!
¿A usted le pasa eso?
Desde luego. Yo veo a una mujer y ya me viene la idea. Nos pasa a todos, ¿no? ¡No irá ahora a decirme que es una enfermedad!
No exactamente. Es un síntoma. Eso ocurre a menudo en los países donde se hace poco. Imitó al sargento en el gesto de fregar, frufrú, las manos: Ya me entiende.
Al sargento García le hizo gracia la observación. Soltó una carcajada y miró hacia Herbal. Un tipo fino, ¿eh, cabo?
Yo no me encontraba muy bien, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Había transcurrido más de un año desde el viaje de ida: Cambiaron de tren en Madrid para coger en la Estación del Norte un expreso con destino a Galicia. Iban a desandar el camino del tren perdido en la nieve. Era primavera y el sol ponía destellos en las esposas del doctor como si fuesen relojes de pulsera. Pero Herbal no se encontraba bien. Notó su propia palidez como si se reclinase en una almohada fría y húmeda.
¿Se encuentra bien, cabo?
Sí, sargento. El tren me da sueño.
Será de la tensión baja. ¿Cómo funciona eso de la tensión, doctor? ¿Es cierto que tiene que ver con el azúcar?
El sargento García era muy parlanchín. Cuando la conversación decaía y el doctor Da Barca regresaba al refugio del libro, él la em prendía con otro asunto como si quisiese imponerse al monótono traqueteo. Iban uno frente al otro, junto a la ventana, mientras Herbal dormitaba algo apartado con el fusil en el regazo. Solos en el departamento. En una de las paradas, cuando ya anochecía, Herbal despertó con el ruido de la puerta. Se asomó una mujer con un niño en el brazo y otro de la mano. Ella llevaba un pañuelo en la cabeza. Dijo por lo bajo: Sigue, hijo, aquí no.
Cuando volvió a dormirse, Herbal escuchó al doctor Da Barca hablando con la monja aquella, la madre Izarne. Le decía: Los recuerdos son engramas. ¿Y eso qué es? Son como cicatrices en la cabeza. Y entonces vio una fila de personas con escoplo de carpintero haciéndole cicatrices en la cabeza. Y a la mayoría les decía que no, que no le hiciesen cicatrices en la cabeza. Hasta que apareció Marisa, la niña Marisa, y él le dijo: Sí, hazme una cicatriz en la cabeza. Y Nan. Su cabeza era un pedazo de aliso. Nan le hizo un corte suave y acercó la nariz para oler. Y luego llegó su tío, el trampero, y se quedó con el cuchillo en alto, diciendo: Cuánto lo siento, Herbal. Y él dijo: Si hay que darle, dale, tío. Pero después su cabeza aparecía enfangada, entre hollín de carbón, en Asturias, y una mujer gritaba, y el oficial decía: ¡Disparen, hostia, me cago en diola! Y él decía: No, no me hagáis esa cicatriz.
Y luego se vio en un monte, al borde de una carretera, una noche de luna en agosto. Tenía ante sí un muchacho uniformado, con cara de trampero, e iba a decirle por qué. ¿Por qué me haces esta cicatriz? Recordó el lápiz. El lápiz de carpintero. La mujer del pañuelo en la cabeza le dijo: Sigue, hijo, aquí no. Y despertó bañado en sudor, rebuscando en el saco del equipaje.
¡Eh, cabo! Estamos en su tierra. ¿No ve que está lloviendo? ¡Me debe tres imaginarias!
Y añadió en voz baja: ¡Carajo con el vigía! Dormiría hasta en un bombardeo.
Al fondo del saco encontró el lápiz.
¡Hola, Herbal!, le dijo el pintor. Ya estamos en Monforte. Aquí el tren se divide. Yo para el norte, para Coruña, y tú para el sur. ¡Cuida de este hombre!
¿Y qué puedo hacer?, murmuró Herbal. Se me ha acabado la parentela. No me dejan en San Simón. Me mandan a otro destino.
Mira, dijo el pintor. ¡Fíjate en ella!
Allí estaba. Su pelo rojo, el arco iris de sus ojos, iban apartando la niebla del andén. El doctor, esposado, golpeó en el cristal con los nudillos.
¡Marisa!
El sargento García, tan hablador, quedó mudo como si la ventana fuese una pantalla de cine.
¡Adiós, Herbal! Me voy a ver cómo está mi hijo.
¡Es mi mujer!, dijo el doctor sacudiendo al sargento con las manos esposadas, excitado como si estuviese anunciando la llegada de una reina.
Y lo era, o más bien una reina costurera. Con aquello sí que no contaba el sargento García, le dijo Herbal a Maria da Visitaçáo. Ni yo. Cuando se asomó al departamento, no sabíamos si disparar una salva o ponernos de rodillas. Yo hice como quien no quiere la cosa.
Marisa traía un cesto como para ir de merienda y un traje estampado de flores que se le ceñía al cuerpo, con los brazos desnudos. Era como si en una celda entrase toda una huerta en primavera, con abejas y todo. El abrazo inicial fue inevitable. El cesto de mimbre crepitó entre los dos cuerpos como el esqueleto del aire.
Aquel abrazo me sobrecogió, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. La cadena de las esposas le resbaló por la espalda y se quedó atravesada en la cintura, al comienzo de las nalgas.
Con el tren en marcha; el sargento García consideró que era hora de imponerse a los acontecimientos. Su gesto simpático se volvió cortante como tijera de acero. Se separaron.
Es mi mujer, sargento, dijo el doctor Da Barca como si le pusiese nombre al agua.
Llevamos mil años en el mismo tren y no me dijo nada de que lo esperaba su mujer. Y exclamó señalando a la gente del andén: ¡Podría haberme ahorrado este circo!
Él no sabía nada, dijo Marisa.
El sargento la miró perturbado como si le estuviese hablando en francés y cogió el telegrama que ella le tendía. Firmaba la madre Izarne desde el sanatorio penal Porta Coeli y la informaba del horario de trenes del traslado.
No quiero ser descortés, doctor, dijo el sargento García, pero ¿cómo sé que son marido y mujer? No me sirve su palabra. Necesito papeles.
En aquel momento fui un cobarde, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. No sé lo que me pasó. Quería decir: Lo son, yo lo sé. Pero se me barrió la voz.
Yo tengo los papeles, dijo muy digna Marisa. Y los sacó de aquel cesto de merienda.
La actitud del sargento García cambió desde ese momento. Estaba impresionado y no me extraña, dijo Herbal. Aquella mujer con vertía la noche en día, o vivecersa, que diría el Gengis Khan. Miró alrededor, como en un trámite, y le quitó las esposas al doctor.
Se pueden sentar juntos, dijo señalando la ventana. Y él se quedó con el cesto. Era de buen diente.
El doctor Da Barca cogió a Marisa de las manos, dijo Herbal antes de que Maria da Visitaçáo le preguntase qué hacían. Le contaba los dedos por si le faltaba alguno. Ella lloraba, como si le hiciese daño verlo.
De repente, él se levantó y dijo: Sargento, ¿no le apetece echar un pitillo?
Salieron al pasillo del tren y no fumaron un pitillo sino media docena. El tren corría por la orilla del Miño, teñida de verdes y lilas, y el sargento y el doctor charlaban animados como si estuviesen en la barra de la última taberna.
Desde mi rincón de dormilón, dijo Herbal, yo la miraba con lástima, con ganas de tirar el fusil por la ventana y abrazarla. Ella lloraba sin entender nada. Yo tampoco. Faltaban unos minutos para que llegásemos a la estación. Después, nada. Años y años de cárcel sin poder tocar a aquella reina costurera. Pero él, habla que te habla con el sargento, como dos feriantes. Y así hasta que llegamos a la estación de Vigo.
A mí me extrañó que no le pusiese las esposas. El sargento me llamó aparte: Discreción absoluta con lo que vamos a hacer. Si algún día se va de la lengua, lo buscaré aunque sea en el infierno para meterle un tiro en la boca. ¿Entendido?
No se preocupe, sargento.
Pues coja su parte. ¡Disimule, coño!
Herbal notó el tacto de los billetes en la mano y los guardó en el bolsillo del pantalón sin mirar.
Estamos los dos de acuerdo, ¿no?
Lo miró en silencio. No sabía de qué le estaba hablando.
Bien. Entonces vamos a hacerle un favor a esta pareja. Al fin y al cabo, están casados.
Herbal pensó que el sargento García había perdido el juicio, enajenado por la labia y la mirada hipnótica del doctor Da Barca. Debería haberlo previsto. Aparte del dinero que le había dado, que no podía ser mucho, ¿qué demonio le había contado para hechizarlo así?
Este Daniel es un fenómeno, le dijo el pintor al oído.
¿Pero tú no te habías ido?, dijo Herbal sorprendido.
Lo he pensado mejor. ¡No me podía perder este viaje!
¿Qué hacemos entonces, cabo?, preguntó el sargento. Él me dijo que usted sabría. Que conoce bien Vigo.
El pintor le pegó con el puño en la sien: Ha llegado la hora de la verdad, Herbal. ¡Pórtate!
Podemos llevarlos a un hotel que hay aquí cerca, señor. Y que pasen por fin su noche de bodas.
Por el andén, ajena a todo aquel enredo, Marisa apuró el paso. Lloraba en silencio. A Herbal le pareció hermosísima, como las camelias a punto de caer. Por fin, Da Barca se le acercó cariñoso, pero ella lo rechazó enojada. ¿Quién eres tú? Tú no eres Daniel. Tú no eres el hombre que yo esperaba. Hasta que él la agarró con energía por los hombros, la miró de frente, la abrazó y le habló al oído.
Escucha. No hagas preguntas. Déjate llevar.
Marisa se transformó a medida que fue entendiendo. Se le puso cara de novia, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Caminaron se renos hasta la calle del Príncipe, mientras se encendían las primeras luces del anochecer, fingiendo interesarse de vez en cuando por los escaparates. Hasta que llegamos a un pequeño hotel que había por allí. El doctor Da Barca miró para el sargento. Éste asintió, Y la pareja entró delante con aire decidido.
Buenas noches. Soy el comandante Da Barca, se presentó él con voz severa en la recepción. Dos habitaciones, una para mí y mi mujer, y otra para la escolta. Bien. Nosotros vamos subiendo. El sargento les dará los detalles.
A sus órdenes, comandante. Buenas noches, señora. Que descansen.
Buenas noches, comandante Da Barca, dijo Herbal cuadrándose muy formal. Inclinó ligeramente la cabeza: Buenas noches, señora.
El sargento García enseñó su documentación. Le dijo al recepcionista: No quiero que molesten al comandante bajo ningún concepto. Pásenme a mí cualquier aviso.
Fue una noche muy larga, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Por lo menos para nosotros. Supongo que para ellos fue muy corta.
No creo que los tortolitos se escapen, dijo el sargento al llegar a la habitación. Pero no vamos a correr riesgos.
Así que pasaron la noche escuchando por turno detrás de la puerta. Me presento voluntario para la primera imaginaria, había di cho el sargento García guiñándole teatral un ojo a Herbal. ¡Tres veces!, exclamó cuando volvió. Lástima de un agujero en la pared.
Si hubiese un agujero en la pared, verían los dos cuerpos desnudos sobre el lecho, ella vestida sólo con el pañuelo anudado al cuello que un día le había dado en la cárcel a Daniel.
A mí me pareció que alguien lloraba, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Era una noche de viento, de mucho acordeón en el mar.
Después yo también oí chirriar el somier.
Muy temprano, al alba, el sargento llamó a la puerta para avisarlos. Con tan larga vigilia empezó a sentirse inseguro por el paso dado. Se movió con inquietud alrededor de la cama.
¿De verdad que usted estaba de acuerdo con él?
Algo sabía, mintió Herbal.
No se lo cuente ni a su mujer, dijo el sargento, repentinamente muy serio.
No tengo mujer, dijo Herbal.
Mejor. ¡Andando!
Todavía guardando las formas, salieron del hotel como un grupo de furtivos. Si los hubiese seguido tras cruzar la puerta, el recepcionista vería cómo el comandante Da Barca pasaba a ser un prisionero con las manos esposadas. Por las calles vagaba una luz de resaca, una melancolía de basura pobre, tras una noche de acordeones en la ría.
En el muelle, un fotógrafo de emigrantes se ofreció despistado a hacerles una foto. El sargento lo disuadió con un gesto brusco: ¿No ves que es un preso?
¿Lo llevan a San Simón?
A ti qué te importa.
Casi nadie vuelve. Déjeme que les haga una foto.
¿Que nadie vuelve?, dijo el doctor de repente con una sonrisa audaz. ¡Una cuna romántica, señores! ¡De allí salió el mejor poema de la humanidad!*
(*Se refiere al único poema conservado del juglar gallego medieval conocido como Mendiño, que comienza Sedia m'eu na ermida de San Simon e cercaron mi as ondas que grandes son. Se trata de una hermosísima composición en que el poeta canta los sentimientos amorosos de una mujer que, cercada por las olas en la isla, aguarda la llegada del amado. (N. de la T.))
Pues ahora es un catafalco, murmuró el fotógrafo.
¡Venga!, ordenó el sargento. ¿A qué espera? Haga esa foto, ¡pero que no salgan las cadenas!
Él la abrazó por detrás y ella le cubrió los brazos para que no se viesen las esposas. Enfundados el uno en el otro, con el mar al fondo. Ojeras de noche de bodas. Sin mucha convicción, como de trámite, el fotógrafo les pidió que sonriesen.
La última vez que la vi, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo, fue desde el fondeadero. Nosotros subidos a la barca. Ella allí, en lo alto del embarcadero, solitaria, junto al noray, los largos mechones rojos peinados por el viento.
Él iba erguido en la barca, sin dejar de mirar para la mujer del noray. Yo, encogido, en la popa. Debo de ser el único gallego que no ha nacido para andar por el mar.
Al llegar a San Simón, el doctor saltó al embarcadero con aire resuelto. El sargento firmó un papel y se lo entregó a los guardias.
Antes de marcharse, el doctor Da Barca se volvió hacia mí. Nos miramos de frente.
Me dijo:
Lo tuyo no es tuberculosis. Es del corazón.
Aquéllas de la orilla, dijo el barquero al regreso, no son lavanderas. Son las mujeres de los presos. Les mandan alimentos por el mar en serones de bebé.