Un día, el pintor fue a pintar a los locos del manicomio de Conxo. Quería retratar los paisajes que el dolor psíquico ara en los rostros, no por morbo sino por una fascinación abismal. La enfermedad mental, pensaba el pintor, despierta en nosotros una reacción expulsiva. El miedo ante el loco precede a la compasión, que a veces nunca llega. Quizá, creía él, porque intuimos que esa enfermedad forma parte de una especie de alma común y anda por ahí suelta, escogiendo uno u otro cuerpo según le cuadre. De ahí la tendencia a hacer invisible al enfermo. El pintor recordaba de niño una habitación siempre cerrada en una casa vecina. Un día escuchó alaridos y preguntó quién estaba allí. La dueña de la casa le dijo: Nadie.
El pintor quería retratar las heridas invisibles de la existencia.
El escenario del manicomio era estremecedor. No porque los enfermos se dirigiesen a él amenazantes, pues sólo unos pocos lo ha bían hecho, y de una forma que parecía ritual, como si intentasen abatir una alegoría. Lo que impresionó al pintor fue la mirada de los que no miraban.
Aquella renuncia a las latitudes, el absoluto deslugar por el que caminaban.
Con la mente en su mano, dejó de sentir miedo. El trazo seguía la línea de la angustia, del pasmo, del delirio. La mano paseaba en espiral enfebrecida entre los muros. El pintor volvió en sí por un instante y miró el reloj. Pasaba ya un tiempo de la hora acordada para su marcha. Caía la noche. Recogió el cuaderno y fue hacia la portería. El cerrojo estaba echado con un enorme candado. Y allí no había nadie. El pintor llamó al celador, primero en bajo, luego a voces. Escuchó los toques del reloj de la iglesia. Daban las nueve. Se había retrasado media hora, no era tanto tiempo. ¿Y si se habían olvidado de él? En el jardín, un loco permanecía abrazado al tronco de un boj. El pintor pensó que el boj tenía, por lo menos, doscientos años, y que aquel hombre buscaba algo firme.
Pasaron los minutos y el pintor se vio a sí mismo gritando con angustia, y el interno amarrado al boj lo miró con compasión solidaria.
Y entonces llegó un hombre sonriente, joven pero trajeado, que le preguntó qué le pasaba. Y el pintor le dijo que era pintor, que había ido allí con permiso para retratar a los enfermos y que se había despistado con la hora. Y aquel joven trajeado le dijo muy serio: Eso mismo me ha pasado a mí.
Añadió:
Y llevo aquí encerrado dos años.
El pintor pudo ver sus propios ojos. Un blanco de nieve con un lobo solitario en el horizonte.
¡Pero yo no estoy loco!
Eso mismo fue lo que yo dije.
Y como lo vio al borde del pánico, sonrió y se delató: Es una broma. Soy médico. Tranquilo, que ahora salimos.
Así había conocido el pintor al doctor Da Barca. Fue el comienzo de una gran amistad.
El guardia lo miró desde la penumbra, como tantas veces antes.
Yo también conocía muy bien al doctor Da Barca, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Muy bien. Nunca podría sospechar cuánto sabía yo de él. Durante una larga temporada, fui su sombra. Seguí sus huellas como un perro de caza. Era mi hombre.
Fue después de las elecciones de febrero de 1936, cuando ganó el Frente Popular. El sargento Landesa reunió en secreto a un grupo de hombres de su confianza y lo primero que les dijo fue que aquella reunión nunca había tenido lugar. Grábense bien esto en la cabeza. Lo que aquí se hable, nunca se ha hablado. No hay órdenes, no hay instrucciones, no hay jefes. No hay nada. Sólo existo yo, y yo soy el Espíritu Santo. No quiero cagadas. A partir de ahora, ustedes son sombras, y las sombras no cagan, o cagan blanco como las gaviotas. Quiero que me escriban una novela sobre cada uno de estos elementos. Quiero saberlo todo.
Cuando desplegó la lista con los objetivos que teníamos que marcar de cerca, nombres de personas públicas y otras desconocidas, el guardia Herbal notó una sensación picante en la lengua. Uno de los que figuraban era el doctor Da Barca. Yo podría encargarme de ese hombre, sargento. Tengo la pista. Pero ¿él lo conoce a usted? No, no sabe ni que existo.
Recuerde que esto no es una cuestión personal, sólo se requiere información.
No hay nada personal, sargento, mintió Herbal. Seré invisible. No se me dan las letras, pero le escribiré una novela sobre ese tipo.
Tengo entendido que es un buen predicador.
Como una mecha prendida, sargento.
Pues adelante.
De aquella reunión que nunca tuvo lugar, Herbal recordaría, pasado el tiempo, y de nuevo en su memoria aquel rumor de la fuente donde se lavaban las tripas, el instante en que alguien habló del pintor. No es pintor de brocha gorda, informó el sargento Landesa al agente finalmente encargado de su vigilancia. Éste pinta ideas. Vive en casa de la Tumbona. Y todos rieron. Todos menos Herbal, que no sabía el porqué, ni lo preguntó. Años después lo entendería por boca del propio difunto. Una tumbona era la puta vieja que les enseñaba el oficio a las jovencitas. Les enseñaba, sobre todo, cómo soportar durante el menor tiempo posible el peso del hombre sobre el cuerpo de una, y la regla de oro de cobrar antes del servicio. De vez en cuando, le contaría el difunto, aún llamaban a su puerta. Padres y madres que venían con una muchachita preguntando por la Tumbona. Mi mujer se mordía la lengua, les decía que allí ya no había ninguna tumbona. Y después lloraba. Lloraba por cada una de ellas. Y tenía razón. Muy cerca de allí, en la calle del Pombal, encontrarían la tumbona que buscaban.
Cuatro meses después de la reunión, a finales de junio, Herbal entregó el informe sobre el doctor Da Barca. El sargento lo valoró al peso. Pues sí que parece una novela. Era una carpeta con un montón de notas, escritas a mano con una grafía tortuosa. Los abundantes borrones de tinta, cicatrizados con papel secante, parecían vestigios de una fatigosa pelea. De no ser azules, se diría que eran gotas de sangre caídas de la frente del escribano. En un mismo párrafo, los palos de las letras altas tenían distinta inclinación, hacia la derecha o la izquierda, como ideogramas de una flota embestida por el viento.
El sargento Landesa empezó a leer una hoja al azar. ¿Qué dice aquí? ¡Lección de autonomía con un cadáver!, exclamó mordaz. Anatomía, Herbal, anatomía.
Ya le advertí que no se me daban las letras, atajó ofendido el guardia.
Otra nota: «Lección de agonía. Aplausos». ¿Y esto qué es?
Eso fue un catedrático, señor. El jefe de Da Barca. Se tumbó en una mesa e imitó cómo respiran los muertos antes de morir, que es en dos tiempos. Habló de una cosa que les da a algunos agónicos, una especie de alucinación que les ayuda a irse en sosiego. Dijo que el cuerpo era muy sabio. Y quedó muerto como en el teatro. Le aplaudieron mucho.
Habrá que ir a verlo, comentó con sarcasmo el sargento. Y luego preguntó con mucha extrañeza: ¿Y aquí qué pone? Leyó con dificultad: Doctor Da Barca. La belleza, la belleza… ¿La belleza física?
Déjeme ver, dijo Herbal, acercándose a él para leer por encima de su hombro. La voz le tembló al reconocer la frase que él mismo había escrito. La belleza tísica, señor.
Él, el doctor Da Barca, reconoció ante los estudiantes a una muchachita enferma, de las de la Beneficencia. Primero le hizo pregun tas. Que cómo se llamaba y de dónde era. Lucinda, de Valdemar. Y le decía qué nombre más bonito, y qué sitio más lindo. Después la cogió por el pulso y la miró a los ojos. Les dijo a los estudiantes que los ojos eran las ventanas del cerebro. Luego le hizo la cosa esa de ir percutiendo con los dedos.
Herbal calló por un instante, con la mirada perdida. Estaba recreando de nuevo aquella escena que lo había perturbado y maravilla do a la vez. La muchacha con aquel camisón tan fino. Aquella sensación como de haberla visto antes, peinándose ante una ventana. El doctor colocando con delicadeza dos dedos de la mano izquierda y repicando con el corazón derecho. Que no se mueva el codo. Apreciad la pureza del sonido. Así. Mate. Mate. Hummm. Ni mate ni timpánico. Y después con aquel aparato, el de los oídos, con el mismo recorrido. En los pulmones. Hummm. Gracias, Lucinda, ya te puedes ir a vestir. Hace algo de frío. Todo irá bien, ya verás. Y una vez que ella se fue, él les dice a los estudiantes: Es el sonido de una olla cascada. Pero, en realidad, no haría falta nada de esto. El rostro delgado y pálido, ligeramente teñido en las mejillas. El barniz del sudor en esta aula fría. La melancolía de la mirada. Esa belleza tísica.
¡La tuberculosis, doctor!, exclama un estudiante de la primera fila.
Exacto. Y añadió, con un deje de amargura: El bacilo de Koch sembrando tubérculos en el jardín rosado.
Herbal sintió el tentáculo frío del fonendo en su pecho. Una voz exclamaba: ¡Es el sonido de una olla cascada!
La belleza tísica. Me llamó la atención esa frase, sargento. Por eso la apunté.
¿No fue una imprudencia ir a la Facultad?
Me mezclé con un grupo de estudiantes portugueses que venían de visita. Quería saber si adoctrinaba en clase.
El sargento ya no volvió a levantar la mirada de aquellos papeles hasta completar la lectura. Parecía hechizado por lo que allí se contaba y de vez en cuando murmuraba sobre la marcha. ¿Así que es cubano? Sí, señor, hijo de emigrantes retornados. Viste elegante, ¿eh? De galán. Pero sólo debe de tener un traje, sargento, y dos pajaritas. Y nunca lleva gabán ni sombrero. ¿Sólo tiene veinticuatro años? Aparenta más, señor. A veces deja crecer la barba. Aquí dice que los mancos levantan el muñón como un puño. Debe de hablar bien el tipo este. Mejor que un cura, señor. Parece interesante esta señorita Marisa Mallo. Herbal calló.
¿Está buena o no?
Es muy guapa, sí, pero ella no tiene nada que ver.
¿Con qué?
Con las cosas de él, señor.
El sargento hojeó unos recortes de papel de prensa incorporados por Herbal al informe. «El substrátum del alma y la realidad inteligente.» «Los ataúdes infantiles en los tiempos de Charles Dickens.» «La pintura de Millet, las manos de las lavanderas y la invisibilidad de la mujer.» «El infierno en Dante, el cuadro de La loca Kate y el manicomio de Conxo.» «El problema del Estado, la confianza básica y el poema A xustiza pola man de Rosalía de Castro.» «El engrama del paisaje y el sentimiento de morriña.» «El horror que viene: la biología genética, el deseo de estar sanos y el concepto de vidas lastre.» El sargento miró circunspecto la misma firma en todos los artículos. D. Barkowsky.
Así que Barkowsky, ¿eh? Por lo visto, dijo, tu hombre no para. Médico en la Beneficencia Municipal. Auxiliar en la Facultad de Medicina. Y además panfletista, conferenciante, mitinero. Va del Hospital al Centro Republicano y aún tiene tiempo de llevar a la novia al cinematógrafo del Teatro Principal. Es íntimo del pintor, ese galleguista, el de los carteles. Anda con republicanos, anarquistas, socialistas, comunistas, pero ¿qué carajo es este tipo?
Creo que un poco de todo, mi sargento.
Anarquistas y comunistas se llevan a matar. El otro día, en la Fábrica de Tabacos de Coruña, casi llegan a las manos. ¡Un bicho raro, este Da Barca!
Parece que va por libre. Como un enlace.
Pues no le quites el ojo de encima. ¡Menudo pájaro!
Allí estaba, descrito con una torpeza artesanal que lo hacía más útil y fiable, todo cuanto había que saber sobre un hombre. Sus amistades, sus itinerarios habituales, los periódicos que leía, la marca de tabaco que fumaba.
El guardia Herbal conocía muy bien al doctor Da Barca, aunque éste no se lo podía ni imaginar. Le venía siguiendo las huellas desde hacía tiempo no porque se lo hubiesen mandado, sino porque le salía de dentro. Podría decirse que iba tras de él como un perro, olfateándole los pasos. Él odiaba al doctor Da Barca. No hacía mucho que se había licenciado, y ya tenía fama de ser un gran talento médico. Tanta como de revolucionario. En los mítines de los pueblos hablaba gallego con acento de Cuba, donde había nacido de familia emigrante, y tenía aquella prédica especial, con el don de la mecha prendida, que ponía en pie a los tullidos y hasta los mancos levantaban el puño. Decía que había que luchar contra el mal de aire.
Mucha gente no entendía las doctrinas de los políticos, pero aquello, lo del mal de aire, sí que lo entendían. A él mismo, a Herbal, de niño, lo había cogido un aire. Se quedó de color verde, de un verde feo como de romaza, y crecía sólo a lo ancho. Llegó un momento en que andaba como un pato. Lo llevaron de curandero en curandero, hasta que uno de ellos le dijo a su padre que lo ahogase en agua de tabaco. Y así lo hizo. Él estaba convencido, por algunos precedentes que no vienen al caso, de que su padre era en verdad capaz de ahogarlo. Se reviró y le mordió en la mano. Y entonces su padre se enojó más. ¡El coño que te parió!, maldijo, y lo metió entero en el barril de mejunje. Lo tuvo allí sumergido justo hasta el momento en que vio que ya no braceaba.
Y nada más salir me cogió este color de tabaco y me puse a crecer a lo largo, todo pellejo, así como me ves.
Sí, él entendía muy bien lo que se decía en aquellos mítines del Frente Popular. Lo que se dice salir de la aldea de verdad, lo había he cho por vez primera cuando el servicio militar. Para él aquello había sido un respiro. Fuera de algunos breves permisos, sólo regresó para enterrar a sus padres. En el servicio había formado parte de las tropas que dirigía el general Franco cuando sofocó, ésta es la palabra que todos empleaban, la revolución de los mineros de Asturias en 1934. Una mujer, arrodillada ante su marido muerto, le había gritado con los ojos enrojecidos: ¡Soldado, tú también eres pueblo! Sí, pensó, es cierto. Maldito pueblo, maldita miseria. En lo sucesivo trataría de cobrar un salario por sus servicios. Se metió guardia.
El doctor Da Barca estaba en lo cierto. Enseguida le iba a llegar el mal de aire. Él fue uno de los que lo detuvieron, de hecho, quien lo redujo de un culatazo en la nuca. Daniel Da Barca era alto y de pecho bravo. Todo en él era echado para delante. La frente, la nariz judía, la boca de labios muy carnosos. Cuando se explicaba, desplegaba los brazos como alas y los dedos parecían hablar para los mudos.
Los primeros días del alzamiento anduvo huido. Sólo había que esperar a que se confiase, a que pensase que la caza amainaba. Cuando por fin se acercó a casa de su madre, se le echaron encima los cinco que formaban la patrulla y él se resistió como un jabalí. La madre gritaba como loca desde la ventana. Pero lo que más les cabreó fue cuando salieron las costureras de un taller que había enfrente. Los maldecían, les escupían, y alguna de aquellas costureritas hasta se atrevió a tirarles de la guerrera y arañarles en el cuello. El doctor Da Barca sangraba por la nariz, por la boca, por las orejas, pero no se rendía. Hasta que él, el guardia Herbal, le acertó un culatazo en la cabeza y cayó de bruces contra el suelo.
Y entonces me volví hacia las costureras y les apunté a la barriga. Y de no ser por el sargento Landesa, no sé lo que haría, porque si algo me sublevaba eran aquellas muchachas gritando por él como un coro de viudas. Lo de su madre lo entendía, pero lo de ellas me quitaba de mis casillas. Y entonces solté lo que me roía por dentro. ¿Qué carajo le veis a este cabrón? ¿Qué os da? ¡Putas, que sois todas unas putas! Y el sargento Landesa tiró de mí y me dijo: Venga, Herbal, que aún tenemos mucho trabajo.