El doctor Da Barca tenía novia. Y esa novia era la mujer más hermosa del mundo. Del mundo que Herbal había visto y, con seguridad, del que no había visto. Marisa Mallo. Él era hijo de labradores pobres. En su casa de la aldea había muy pocas cosas bonitas. La recordaba sin nostalgia, llena de humo o moscas. Como una cañería a través del tiempo, la memoria apestaba a estiércol y a gas de carburo. Todo tenía, empezando por las paredes, una pátina como de tocino rancio, un color de amarillo ennegrecido que se metía en los ojos. Por la mañana, cuando salía con las vacas, lo veía todo con esas gafas de amarillo ennegrecido. Hasta los verdes prados los veía así. Pero había dos cosas en aquella casa que él miraba como si fuesen tesoros. Una era su hermana pequeña, Beatriz, una rubita de mirar azul, siempre acatarrada y con mocos verdes. La otra era una vieja lata de membrillo en la que la madre guardaba sus joyas. Unos pendientes de azabache, un rosario, una medalla de oro venezolano tan blanda como el chocolate, un duro de plata del rey Alfonso XII que había heredado de su padre, y unos broches plateados de sujetar el pelo. Y también había un frasco con dos aspirinas y su primer diente.
Ponía el diente en la palma de la mano y le parecía un grano de centeno roído por un ratón. Pero lo realmente bonito era la vieja caja de hojalata, oxidada por las juntas. Tenía en la tapa la imagen de una moza con una fruta en la mano, con una peineta en el pelo y un vestido rojo estampado de flores blancas y con volantes en las mangas. La primera vez que vio a Marisa Mallo fue como si hubiese salido de la caja de membrillo para pasear por la feria grande de Fronteira. Habían ido a vender un cerdo y patatas tempranas. De la aldea al pueblo había que andar tres kilómetros por senderos de lama. El padre iba delante, con su sombrero de fieltro y la pequeña en los brazos, detrás la madre con el pesado cesto en la cabeza y él en el medio, tirando del puerco que iba atado con un cordel a la pata. Para su desesperación, el animal intentaba constantemente hozar en el lodo y cuando llegaron a Fronteira parecía un enorme topo. Su padre le dio una bofetada. ¿Quién va a comprar este bicho? Y allí estaba él, en la feria, limpiando la costra con un manojo de paja, cuando alzó la cabeza y la vio pasar. Destacaba como una dueña entre el ramillete de las otras chicas, que parecían acompañarla sólo para que la señalasen con el dedo y dijesen ésa es la reina. Iban y venían como bandada de mariposas, y él las seguía con la mirada, mientras su padre blasfemaba porque nadie iba a comprar aquel cerdo tan sucio, y todo por su culpa. Y él soñaba que el marrano era un cordero, y que ella se acercaba y le peinaba los rizos con sus dedos. Habría que venderte a ti, y no al cerdo, murmuraba su padre. Si es que alguien te quisiera.
Mi padre era así. Si empezaba el día maldiciendo, ya no tenía marcha atrás, como quien cava y cava un pozo de mierda bajo los pies. Y yo pensaba que sí, que ojalá viniese alguien a comprarme y me llevase atado de un cordel por la pata.
Finalmente, vendieron el puerco y las patatas tempranas. Y la madre pudo comprar una lata de aceite que tenía la imagen de una mujer que también se parecía a Marisa Mallo. Y volvieron otras muchas veces a la feria grande de Fronteira. Ya no le importaba el humor de su padre. Para él eran días de fiesta, los únicos que tenían sentido durante todo el año. Pastoreando las vacas, anhelaba que llegase el día primero de mes. Y así fue como pudo ir viendo crecer y hacerse mujer a Marisa Mallo, de las familias pudientes de la comarca, la ahijada del alcalde, la hija del notario, la hermana pequeña del señor cura párroco de Fronteira. Y, sobre todo, la nieta de don Benito Mallo. Y él nunca tuvo un cordero para ver si ella se acercaba a peinarle los rizos de lana.