Marisa Mallo miró hacia la araucaria y sintió, a su vez, el peso de su mirada. Aquella majestad, plantada en el pazo de su abuelo, se ñoreaba el valle y apuntaba al cielo con sus grandes peldaños vegetales.
Los perros le habían dado la bienvenida. Reconocían su olor, y se lo disputaban con una alegría fiera. Brincando a su alrededor, exhibían a la visitante con orgullo, como una conquista preciosa. Pero Marisa nunca había sentido esa otra sensación, la de ser espiada por la araucaria.
Así que regresas, ¿eh, jovencita?, le decía desde su altura.
Y a medida que avanzaba hacia el pazo, también se sintió escudriñada por los árboles de flor que orlaban el sendero de piedrecitas blan cas, como si los camelios se estuviesen dando codazos y las magnolias chinas bisbiseasen por lo bajo. De alguna forma, aquel mundo le pertenecía. Había sido campo de juegos y escondite. Allí había celebrado, por un especial empeño de su abuelo, su puesta de largo, una fiesta exótica en la tradición de Fronteira. Se rió con melancólica ironía sólo de recordarlo.
Allí estaba su abuelo, Benito Mallo, presidiendo con ella a su lado, bajo el emparrado, la larguísima mesa de banquete. Tan larga, en la memoria de Marisa, que el blanco de los manteles se fundía en los extremos con la fronda del jardín. Junto a su nieta, aquella muchacha rubia en la que ya brotaba una hermosa mujer, Benito Mallo sonreía con orgullo. Era la primera vez que conseguía reunir a todas las llamadas fuerzas vivas. Allí estaban, en lugar destacado, los que más lo despreciaban, el pedigrí del señorío pueblerino, riéndole las gracias con mansedumbre. Allí estaban el obispo y los curas, también el párroco que un día lo había señalado desde el púlpito como capitán de pecadores. Allí estaban los mandos de la guardia fronteriza, los mismos que un día, cuando era un don nadie lleno de osadía, habían jurado colgarlo del puente boca abajo para que las anguilas le quitasen los ojos. Pero algo había pasado con la realidad. Seguía siendo la misma. Los mismos valores, las mismas leyes, el mismo Dios. Sólo que Benito Mallo había atravesado la frontera. Se había hecho rico con el contrabando. Se hablaba del café, del aceite, del bacalao. Pero la imaginación popular sabía más. Las toneladas de cobre acumuladas por medio de un tendido eléctrico que terminaba en una manivela que giraba día y noche; las joyas que pasaban en el vientre del ganado; las sedas que llevaban una legión de mujeres falsamente preñadas; las armas que rendían honores a un muerto en su ataúd.
Benito Mallo se había enriquecido hasta ese nivel en que la gente deja de preguntarse cómo. Forjó una leyenda. El paleto que vestía trajes cortados en Coruña. Que compró un coche Ford de asientos forrados de cuero en los que las gallinas anidaban. Que tenía grifos de oro pero usaba el monte por retrete y se limpiaba con berzas. Que les regalaba a sus amantes billetes falsos.
Algo de eso cambió cuando Benito Mallo compró el pazo de la gran araucaria. Una regla no escrita decía que quien tenía la arauca ria tenía la alcaldía. Y uno de los abogados de confianza de Benito Mallo fue nombrado alcalde en los tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. No por eso dejó de gobernar el reino invisible de la frontera. Tejió un firme tapiz con la lanzadera de la noche y del día. Pisaba con seguridad en los salones alfombrados, hacía diligentes a los más soberbios funcionarios y jueces pero, a veces, de noche, se lo podía ver en un muelle del Miño, con un inconfundible sombrero de ala ancha, diciendo a quien quisiese verlo que aquí estoy yo, el rey del río. Y más tarde escupiendo en el suelo de una taberna, celebrando la descarga. Esos meses que falté estuve en Nueva York, ¿sabéis? Compré este traje y una gasolinería en la calle cuarenta y dos. Y sus hombres sabían que no podía ser un farol. Muy bien, jefe. Como Al Capone. Se reían de lo que él se reía. Tenía muy buen humor, pero discrecional. Cuando se irritaba, se le veía el fondo de los ojos, las llamaradas de un horno. Ese Al Capone es un delincuente, yo no. Por supuesto, don Benito. Discúlpeme la broma.
Benito Mallo leía con dificultad. Yo no tuve escuela, decía. Y aquella declaración de ignorancia sonaba en sus labios como una advertencia, tanto más contundente cuanto más mejoraba su posición. Los únicos papeles a los que les concedía valor eran las escrituras de propiedad. Las leía muy despacio y en voz alta, casi deletreando, sin que le importase mostrar su torpeza, como si fuesen versículos de la Biblia. Y después firmaba con una especie de puñalada de tinta.
Para comprar el pazo de Fronteira, Benito Mallo había tenido que vencer las reticencias de los herederos del señorío. Afincados en Madrid, sólo lo habitaban en las vacaciones de verano y en Navidad. En esta última ocasión montaban un Belén viviente. Los niños pobres de la parroquia representaban las figuras del portal, excepto la Virgen y San José, que eran encarnados por los dos infantes de la familia. Eran ellos los que al final del acto repartían un aguinaldo de chocolate e higos pasos. En una ocasión también Benito Mallo había hecho de pastorcito, con su chaleco de pelliza y su zurrón. Llevaba una oveja en brazos y tenía que depositarla como ofrenda ante la Virgen, San José y el niño Jesús. Quien estaba en la cuna aquel año era el bebé de una criada, hijo de soltera. Las malas lenguas de Fronteira le atribuían la paternidad a Luis Felipe, el señor del pazo. Benito Mallo también era hijo ilegítimo, pero por aquel entonces ya sabía con seguridad quién había sido su padre: un cohetero valentón que murió acuchillado en una verbena. Años después, ya mozo, en los albores de su fama, Benito Mallo, a caballo, había irrumpido borracho en medio de la fiesta del patrón y había deshecho el baile disparando al aire. Todos recordaban su grito de resentida melancolía, antes de perderse por el embudo de la noche.
¡Verbenas aquellas como en la que murió mi padre!
En su papel de pastor, en el Belén de la capilla del pazo, tenía que cantar un breve villancico. La noche de víspera su madre le había enseñado una copla. Mucho se reía mientras se la decía. Después de dejar la oveja al pie de la cuna del niño Jesús, Benito Mallo se adelantó hacia el auditorio y soltó su canto con mucha seriedad:
Dénos el aguinaldo,
aunque sea poco:
un tocino entero
y la mitad de otro.
En un principio, el señorío del pazo y sus amistades enmudecieron con el pasmo. Luego les dio por reír. Una carcajada interminable. Be nito Mallo vio cómo algunos de ellos enjugaban las lágrimas. Lloraban de risa. A él le ardía el fondo de los ojos. Si fuese de noche, relucirían como los de un gato montés.
Los intermediarios que Benito Mallo enviaba a Madrid no tenían éxito. Era como golpear en hierro frío. Aquella familia venida a menos ponía nuevas condiciones cada vez que el trato parecía cerrado. Un día Benito Mallo mandó llamar a su chófer y le dijo que se preparase para un largo viaje. Cargaron en el maletero dos tabales, de los de embalar pescado ahumado. Traigo esto para los señores, dijo cuando se presentó en el piso de Madrid. Dígales que soy Benito Mallo. Lo hicieron pasar al salón y allí mismo, reunida la familia, sin más ceremonia, abrió el primer tabal. Los billetes estaban cuidadosamente apilados en círculos concéntricos, como finísimos arenques. Apetecibles. Fíjense cómo brillan y cómo huelen. Pueden probarlos. Masticarlos. Sabrosos peces de humo. Pero Benito Mallo dijo: Pueden contarlos, tómenlo con calma. Miró su reloj de cadena. Yo voy a por lotería. Y si están de acuerdo, vayan llamando a un notario de confianza. Pero cuando regresó, el señor tenía acentuado el tic de la risa sardónica. La mujer permanecía muda, respirando con el pecho agitado. Y los dos señoritos, chico y chica, flanqueaban a su padre. Estirados, con sus cuellos de grulla al acecho, como si asistiesen a una ofensa.
¿Y bien?
Estimamos su interés, dijo Luis Felipe, pero nos parece todo muy precipitado. No se trata sólo de dinero, señor Mallo. Hay cosas que no tienen precio, de un fuerte valor sentimental.
La biblioteca, papá, apostilló la hija.
Sí. Por ejemplo, la biblioteca. Es una biblioteca extraordinaria. De lo mejor de Galicia. Su valor es incalculable.
Entiendo. Couto, le dijo Benito Mallo al chófer, suba otro tabal de pescado.
Pasarían años hasta que Benito Mallo volviese a reparar en aquella biblioteca que emparedaba el escritorio, el salón y un largo pasillo del pazo. De vez en cuando, algún visitante hacía algún comentario de admiración, después de hojear alguno de aquellos viejos volúmenes.
Esto que tiene aquí es una maravilla, un tesoro.
Lo sé, asentía Benito Mallo con orgullo. Tiene un valor incalculable.
En el fondo del escritorio que tenía por despacho había una enciclopedia ilustrada. Eran volúmenes sólidos y simétricos que parecían encuadernados en mármol y que le daban a la estancia una gravedad de mausoleo. Pero cada vez que se levantaba de su silla y bordeaba la mesa por la derecha, el viejo contrabandista se encontraba a la altura de la vista con un inquietante anaquel de libros desiguales, algunos desencuadernados, bajo un epígrafe de letras labradas en madera:
Poesía
Un día se levantó y se volvió a sentar. Tenía en sus manos un libro titulado Las cien mejores poesías castellanas de Marcelino Menéndez Pelayo. Desde entonces destinaba todos los días un rato de ocio a la lectura de aquel libro. A veces lo dejaba abierto en su regazo y quedaba abstraído mirando la película que proyectaba el cielo en la galería de la sala o cerraba los ojos en un soñar despierto. Instruyó a la servidumbre para que nadie lo interrumpiese, y ellos incorporaron una nueva expresión, como si se tratase de una inveterada costumbre: El señor está con el libro.
Las manías del abuelo eran sagradas y nadie se preocupó demasiado por aquella repentina afición, que atribuían al reblandecimiento del seso propio de la edad. Pero un día dio un paso adelante y recitó ante la familia, en el comedor, la primera estrofa de las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. El efecto que causó, la emoción de la abuela Leonor y la expresión atónita del resto, le hizo descubrir una dimensión del triunfo humano que hasta entonces no había conocido. Su sentido práctico era tan acentuado que lo llevaba a confundir sus conclusiones, incluso las que eran falsas, con el orden natural de la vida.
El día de la puesta de largo de Marisa, a los postres del banquete, el abuelo se puso en pie y golpeó con la cucharilla en un vaso a modo de campana que reclama silencio. Se había pasado la víspera encerrado en su escritorio y lo habían oído hablando solo y declamando en distintos registros. Él era un hombre que despreciaba los discursos. Palabras que lleva el viento. Pero hoy, dijo, quiero decir algo que me sale del corazón, como agua que brota del manantial del alma. Y qué mejor oportunidad que esta que nos brinda una fiesta en la que celebramos, no sin nostalgia, la primavera de la vida, el despertar de la flor, el tránsito de la inocencia a las dulces flechas de Cupido.
Se escucharon unos carraspeos y Benito Mallo los apagó mirando de reojo con severidad.
Sé que a muchos de vosotros os extrañarán estas palabras, y que ni siquiera yo estoy libre de la burla que en estos tiempos provocan los sentimientos más sentimentales. Pero, amigos, hay ocasiones en que el hombre hace un alto en su vida y echa cuentas.
Como si habla y ojos discurriesen por senderos separados hasta converger en un punto, mirada y voz se endurecieron. Yo no tengo pelos en la lengua. Comer o ser comidos. Ésa es la cuestión. Siempre he defendido ese principio y, modestamente, puedo decir que a los míos les dejaré algo más de fortuna de lo que el malhadado destino me reservó en la cuna. Pero no sólo de pan vive el hombre. También hay que cultivar el espíritu.
Es decir, la cultura.
Al tiempo que peroraba, la mirada del más implacable Benito Mallo recorrió en lenta panorámica a sus convidados, transformando en atento rendibú las expresiones más irónicas y regocijadas.
¡La cultura, señores! Y dentro de ella, la más sublime de las artes. La poesía.
Con discreción y humildad, a ella le he dedicado parte de mis más íntimos desvelos en los últimos tiempos. He sembrado unos campos que tenía en barbecho. Bien sé que todos llevamos dentro una bestia, unos más que otros. Pero el hombre curtido se emociona al escuchar las cuerdas de su alma, como el niño, en el desván, una caja de música.
El orador paladeó un sorbo de agua, visiblemente satisfecho por bordar en público esa imagen de la bestia y el niño en la que tanto había cavilado durante toda la noche. Por otra parte, el público de invitados se mantenía en un silencio de pasmo, intimidado por el fulgor de las miradas de Benito Mallo, pero también no menos intrigado por saber finalmente si por su boca hablaba el sarcasmo o el trastorno.
Todos estos prolegómenos vienen a cuento porque no quería pillaros totalmente por sorpresa. Me ha costado mucho dar este paso, pero he pensado que la ocasión bien merecía el atrevimiento. Y he aquí el resultado. Confío estos mis poemas a vuestra benevolencia, consciente de que el entusiasmo del novato no puede remediar la carencia de oficio.
En primer lugar, un poema por mí compuesto en honor de nuestros mayores y nuestros antepasados.
Benito Mallo pareció dudar por un instante, como afectado por la emoción, pero enseguida recuperó su natural porte de retaco apuesto y comenzó a declamar con brío de vate.
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar,
que es el morir…
La broma toca a su fin, pensaron algunos. Y aplaudieron las coplas de Jorge Manrique echándose a reír con una complicidad que no encontró respuesta. Por el contrario, Benito Mallo los fulminó con la mirada y se fueron encogiendo hasta que dio por terminada la copla.
Y ahora, dijo con la voz intimidatoria de un Nerón, una composición que me dio mucho trabajo. Empleé una tarde entera en escribirla, por lo menos, porque el primer cuarteto se me resistía como diamante en bruto.
Un soneto me manda hacer Violante,
en mi vida me he visto en tal aprieto…
Ya no había risas. Ni por Lope de vega. Solamente algunos murmullos que él disolvió con un acerado aviso de ojos. Al cabo, le aplaudieron no de cualquier manera sino con el aire marcial de los conciertos de etiqueta.
Y por último, un poema que le dedico a la juventud. Muy especialmente a mi nieta Marisa que es, en definitiva, quien nos reúne aquí. ¿Qué no daríamos por volver a ser jóvenes? A veces los amonestamos por ser rebeldes, pero eso es lo natural a su edad, el espíritu romántico. Pensando en vosotros, en los más jóvenes, he imaginado un personaje que encarnase la libertad, y me ha salido esta canción de pirata.
Con diez cañones por banda,
viento en popa a toda vela,
no corta el mar sino vuela
un velero bergantín…
Hubo una ovación con vivas a don Benito, poeta. Ya no le importó si eran con tono burlesco. Brindó por el futuro. Bebió de un trago una copa de coñac. Dijo: ¡Y ahora a divertirse! Y se adentró solitario en el pazo para no ser visto en todo el resto del día.
Por la noche, Marisa, aún azorada, le pidió explicaciones. Pero se dio cuenta de que estaba traspuesto. Se había emborrachado en solitario. La botella de licor de hierbas vacía sobre la mesa. Un poso de muérdago dorado en la copa y en la voz.
¿Has visto, niña? ¡El poder!
Cuando llegó la República, él se hizo republicano. Le duró sólo unos meses. Enseguida, su héroe pasó a ser el contrabandista, banquero y conspirador Juan March, entonces conocido como el último pirata del Mediterráneo. Con regocijo, contaba de él una anécdota que le parecía una de las más brillantes expresiones de agudeza que habían conocido los tiempos modernos. Igual que él, don Juan leía y escribía mal, pero era un prodigio haciendo cuentas numéricas. A Primo de Rivera le maravillaba esa habilidad. En una reunión en la que estaban presentes los ministros, se dirigió a March y le dijo: A ver, don Juan, ¿cuánto es siete por siete por siete por siete más siete? Y March respondió en un santiamén, sin tiempo a pensarlo: Dos mil cuatrocientos ocho, mi general. Y el dictador le dijo al titular de Hacienda: ¡Aprenda usted, señor ministro!
En 1933, Benito Mallo le había mandado marisco a Juan March a la cárcel, de la que huiría en compañía del mismísimo director del presidio. Tenían el mismo lema en el blasón: Diners o dinars. Dinero o comida. Pensaban que todo se podía comprar con esas armas.
Ahora los perros le mordían en los pulsos, con un cariño salvaje, como de reproche. Marisa saludó con una alegría de ensalmo al jardinero portugués.
¡Eh, Alírio! ¿Cómo estás?
Envuelto en la niebla de una ceniza de hojarasca, el jardinero alzó el brazo en un gesto lento, vegetal. Y después retornó, ensimismado, a alimentar el incensario del bosque. Ella sabía lo que contaba el rumor, la radiofonía secreta de Fronteira. Que Alírio era hijo de un antiguo amo del abuelo, de cuando éste se echó a ganarse la vida por los caminos, y que Benito Mallo no había parado hasta que consiguió poner a alguien de la estirpe a su servicio, no tanto por gratitud sino por un enrevesado desquite con la historia. En las leyes no escritas de Fronteira no había peor estigma que el haber sido criado de los del otro lado del río. Fuese como fuese, en aquel universo amurallado Alirio parecía ser el más libre. Vivía aparte de la gente y se movía por la finca como la silueta de un reloj de sol. De niña, Marisa pensaba que las estaciones eran en parte una creación de aquel jardinero tan callado que parecía mudo. Apagaba y encendía colores, como si en el jardín tuviese una mecha invisible bajo tierra que uniese bulbos, árboles y plantas. El amarillo nunca se apagaba. El decreto del invierno extinguía las últimas luces doradas del rosal chino. Pero era entonces, en aquella atmósfera fúnebre, cuando maduraban los limones y surgían las ánimas con miles de candelas entre la fronda de las mimosas. Y al tiempo que florecía en chispas la flor del bravo tojo de los montes y la retama, prendían los ramos de la forsitia. Y después brotaban ya en el suelo las lámparas de los primeros lirios y narcisos. Hasta que en la primavera reventaba el esplendor de la Lluvia de Oro. Era Alírio quien cuidaba de la iluminación con su encendedor.
Cuando Benito Mallo les enseñaba a las visitas distinguidas la magnífica botánica del pazo, entre la que sobresalían cual blasón las variedades de camelias, Alírio los seguía un poco apartado, con las manos entrelazadas tras la espalda, como el custodio de las llaves de aquella catedral. Le apuntaba al señor el nombre de las especies cuando éste se lo preguntaba y le hacía con mucha finura las imprescindibles correcciones.
Alirio, ¿cuántos años tendrá esta buganvilla?
Esta glicinia, señor, debe de tener la edad de la casa.
A Marisa le maravillaba el diagnóstico sentimental con que resumía el estado de los árboles, cosa que sólo hacía en momentos imprevistos, como si escribiese una receta en el aire. ¡Esas hojas pálidas! El limonero tiene melancolía. El rododendro está simpático. El castaño tiene la respiración claudicante. Aquel castaño fue para Marisa un hogar clandestino, el hueco de un camarote en el tronco centenario con su ojo de buey desde el que vigilar el mundo sin ser vista. Ella y el castaño compartían al menos un secreto. El del chófer y la tía Engracia. Ssssh.
Cuando le contó a Da Barca eso que Alirio había dicho del castaño, el novio médico quedó estupefacto. ¡Ese jardinero es un catedrático! ¡Un sabio! Y luego Daniel dijo pensativo: Los árboles son sus ventanas. Te está hablando de él.
Alirio se desvanece ahora entre la bruma de la ceniza.
El abuelo aparece en lo alto de la escalinata para recibirla. Los brazos le cuelgan rígidos de los hombros caídos y las bocamangas de la chaqueta casi le ocultan las manos, sólo visibles las garras contraídas en un bastón. Metálica empuñadura en cabeza de mastín. Sigue vivo el halcón de los ojos, el sello inconfundible de Benito Mallo, pero hay en él ese resentimiento con el que la mente lúcida se enfrenta a la esclerosis. Y por eso desciende la escalinata.
¿Quiere que le ayude?
No soy un difunto.
Y le dice que mejor hablan dando un paseo hacia la rosaleda, que hay que aprovechar el sol de invierno, que le va bien para combatir lo que él llama maldito reuma.
Estás muy guapa, dijo. Como siempre.
Marisa pensó en la última vez que se habían visto. Ella desangrándose, con las venas abiertas en el baño. Tuvieron que echar la puerta abajo. El abuelo decidió que aquello no había sucedido nunca.
Vengo a pedirle un favor.
Eso está bien. Es mi especialidad.
Hace ya un año y ocho meses que ha acabado la guerra. Dicen que habrá indultos para Navidad.
Benito Mallo se detuvo y tomó aire. El sol de invierno parpadeaba en la majestuosa vidriera de la araucaria. La respiración claudicante, pensó Marisa, buscando con la mirada la humareda del jardinero.
No te voy a engañar, Marisa. Hice todo lo posible para que lo matasen. Ahora, el mayor favor que os puedo hacer es no hacer nada.
Puedes más de lo que dices.
Se volvió hacia ella y la miró de frente, pero sin desafío, con la curiosidad de quien descubre un rostro ajeno reflejado en el río. Si re mueves el agua, el rostro se te escurre entre las manos, inasible, y se recompone como una segunda realidad.
¿Estás segura? Tú has podido conmigo.
Le iba a decir: ¿Cuándo te darás cuenta de que existe eso que llaman amor? Y recordarle, para picarlo, aquel delirio que le había dado con la poesía. El episodio de su único recital había quedado como astracanada imborrable en los anales de Fronteira. Benito Mallo le había regalado a un gitano que iba camino de Coimbra los libros de aquel anaquel del hechizo y mandó poner en su lugar los tomos del Código Civil. Pero Marisa calló. El amor, abuelo, existe.
El amor, musitó él como si tuviese en la boca arenas de sal. Y luego dijo con voz ronca, arrancada de la garganta: No voy a hacer nada más. Sigue tu camino. Ése es mi favor.
Marisa no protestó, pues era lo que esperaba conseguir. Según las leyes de Fronteira, puja diez para ganar uno. Además, la palabra del abuelo comprometía a todo el clan, empezando por sus padres, sumisos como corderos ante el albedrío de Benito Mallo. Un salvoconducto familiar. No más maniobras, no más pretendientes para Penélope. Sigue tu camino: Me casaré con mi amor encarcelado.
Voy a casarme con él, dijo.
Benito Mallo calló. Echó una última ojeada a la vidriera vegetal de la araucaria y se volvió hacia el pazo. Daba el paseo por acabado.
Se escuchó el silbato de los perros. Couto, el chófer que le hacía las veces de guardián, se acercó con discreción.
Dispense, señor. Está ahí la mujer del de Rosal. El huido ya está en Lisboa. Y ella quiere darle las gracias.
¿Las gracias? ¡Que pague lo acordado y que se vaya!
Marisa sabía a qué se referían. El abuelo era de los vencedores. En Fronteira, la represión había sido especialmente cruel. Un osario de calaveras con agujero de bala. Demasiado para el sentido práctico. Y él era un hombre práctico.
Pasado mañana, dijo volviéndose de nuevo hacia Marisa, sale un tren de Coruña. Un tren especial. Y tu doctor va en él.