Se abrazaron en la estación, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Ninguno de los dos se movió. No sabíamos muy bien qué hacer. Así que fue el teniente y los separó. Los apartó uno del otro, como hace el podador con las gavillas de las plantas.
Yo los había visto así en otra ocasión, sin que nadie pudiese separarlos.
Fue el día que descubrí que estaban enamorados. Nunca antes los había visto juntos, ni podía imaginar que Marisa Mallo y Daniel Da Barca fuesen a formar pareja. Eso estaría bien para una novela, pero no para la realidad de aquel tiempo. Era como echar pólvora en el incensario.
Lo cierto es que me los encontré por casualidad, paseando juntos al atardecer por la Rosaleda de Santiago, y decidí seguirlos. Era al final del otoño. Hablaban muy animados, sin cogerse, pero se acercaban más el uno al otro cuando las ráfagas de viento levantaban bandadas de hojas secas. En la Alameda se hicieron una foto, una de esas que van enmarcadas en un corazón. El fotógrafo tenía un cubo de agua en el que bañaba las fotos. Se puso a llover, y todos corrieron para el palco de música, pero yo me resguardé en los retretes públicos que había allí. Me los imaginé riendo, rozándose los cuerpos, mientras la brisa iba secando la foto. Y cuando escampó, ya anochecido, volví a seguirlos por las calles de la ciudad vieja. Fue un paseo interminable, sin arrimos ni carantoñas, y empecé a hartarme. Además, se puso a llover otra vez. Esa lluvia de Santiago que se te mete en los bronquios y vas como un anfibio. Hasta los caballos de piedra echan agua por la boca.
¿Y qué pasó?, preguntó con ansia Maria da Visitaçáo, desinteresada de los caballos que echan agua por la boca.
Lloviendo y todo, se pararon en medio de la Quintana dos Mortos. Debían de estar empapados, porque yo estaba chorreando, y eso que iba por los soportales. Están locos, pensé, van a coger una pulmonía. ¡Carajo con el médico! Pero entonces ocurrió aquello. Lo de la Berenguela.
¿Quién es la Berenguela?
Una campana. La Berenguela es una campana de la catedral, que da a la Quintana. A la primera campanada, ellos se abrazaron. Y fue como si no se fuesen a soltar nunca, porque daban las doce. Y la Berenguela va tan despacio que dicen que es buena para darle un punto al vino de los barriles, pero no sé cómo no vuelve locos a todos los relojes.
¿Cómo se abrazaban, Herbal?, le preguntó la chica del club de alterne.
He visto a un hombre y una mujer hacerse de todo, pero aquellos dos se bebían uno al otro. Se lamían el agua con los labios y con la lengua. Sorbían en las orejas, en el hueco de los ojos, cuello arriba desde los pechos. Estaban tan empapados que se debían de sentir desnudos. Se besaban como dos peces.
De repente, Herbal dibujó con el lápiz dos líneas paralelas en la servilleta de papel blanco. Y luego las cruzó con otras más gruesas y cortas. Las traviesas.
El tren, el tren perdido en la nieve.
Maria da Visitaçáo se fijó en el blanco de los ojos de Herbal. Un blanco algo amarillento, como de unto ahumado. Sobre ese fondo, el iris avivaba en los silencios como un tizón. Si lo dejase crecer, quizá el blanco del pelo tendría ya un tono venerable, pero aparecía en gris oscurecido por un drástico corte de recluta. Era un hombre ya mayor, por no decir viejo. Pero su constitución era flaca y tensa, de madera nudosa y enrojecida. Maria da Visitaçáo empezaba a pensar en la edad porque ya había cumplido veinte años el mes de octubre. Conocía gente mayor que parecía mucho más joven de lo que era por una especie de pacto alegre y despreocupado con el tiempo. Otras personas, como era el caso de Manila, la dueña del local, tenían una relación casi patética con la edad, intentando disimular sus huellas, en un empeño vano pues sus paramentos, los trajes demasiado ceñidos y el exceso de alhajas no hacían más que acentuar el contraste. Pero sólo conocía a una persona, y ésa era Herbal, que se mantenía más joven por fatalidad. No se sabía muy bien si sus ahogos eran por querer respirar o por no querer. Esa rabia contra el lento pasar del tiempo salía a relucir en los momentos difíciles de la noche. Bastaba con que desde el fondo de la barra apuntase con el fusil de su mirada para que el cliente más fanfarrón apoquinase el dinero sin rechistar.
A veces, cuando despierto con el ahogo tengo la sensación de que todavía estamos allí, parados en una vía nevada en la provincia de León. Y hay un lobo que nos mira, que mira el convoy, y yo bajo la media ventana y apunto con el fusil apoyado en el vidrio y el pintor me dice: Pero ¿qué haces? ¿No lo ves?, le digo yo, voy a matar a ese lobo. No deshagas la pintura, dice él. Me ha dado mucho trabajo.
El lobo da media vuelta y nos deja solos, en vía muerta.
Otro, señor, le dice un guardia al teniente. En el vagón nueve.
El teniente que blasfema como se hace ante un enemigo invisible. Tratándose de muertos, no le gustaba el número tres. Un muerto es un muerto. El segundo, una compañía para el primero. Había quedado impasible. Pero a partir de ahí ya era un montón de muertos. Un caso. Era aún un hombre joven. Maldijo aquella misión sin la más mínima gloria. Comandar un tren olvidado, cargado de derrota y tisis, y aun por encima atrancado por los obuses locos, absurdos de la naturaleza. Un harapo descosido de la guerra. Apartó de la cabeza una hipótesis estremecedora: No puedo llegar a Madrid con una funeraria a la espalda.
Tres muertos ya. ¿Qué carajo está pasando?
Se ahogan en sangre. Les da un ataque de tos y se ahogan en su propia sangre.
Mirada fulminante: Ya sé cómo es. No hace falta que me lo explique. ¿Y el médico? ¿Qué hace el médico?
No para, señor. De un vagón a otro. Me manda a decirle que hay que desalojar el último vagón y destinarlo a los cadáveres.
Pues háganlo. Éste, dijo por Herbal, y yo vamos a ir andando hasta esa jodida estación. Y avisen al maquinista. Vamos a mover este tren aunque sea a tiros.
El teniente miró con inquietud hacia el exterior. A un lado la llanura, blanca como la nada. Al otro, una arqueología helada de con voyes varados y cobertizos que parecían panteones de esqueletos ferroviarios.
¡Esto es peor que la guerra!
En aquel tren habían reunido a los presos tuberculosos, con la enfermedad avanzada, de los penales del norte de Galicia. En la mise ria de la posguerra, el mal del pecho se extendía como una peste, agravado por la humedad de la costa atlántica. El destino final era un sanatorio penitenciario en la sierra de Valencia. Pero antes había que llegar hasta Madrid. En aquel tiempo, un tren de viajeros podía tardar dieciocho horas entre A Coruña y la Estación del Norte en la capital.
El nuestro se denominaba Tren de Transporte Especial, le dijo Herbal a Maria da Visitaçáo. ¡Y tan especial!
Cuando subieron los presos a los vagones, muchos de ellos ya se habían comido las provisiones alimenticias: una lata de sardinas. Como ropa de abrigo se les dio un cobertor. La nieve apareció ya por los altos de Betanzos y no los dejó hasta Madrid. El Tren de Transporte Especial tardó por lo menos siete horas en llegar a Monforte, el nudo ferroviario que enlazaba Galicia con la meseta. Pero faltaba lo peor. Atravesar las montañas de Zamora y León. Cuando se detuvo en Monforte, ya anochecía. Los presos tiritaban de frío y fiebre a un tiempo.
Yo también estaba aterido, contó Herbal. Nosotros, los del destacamento de guardia, íbamos en un vagón de viajeros, con asientos y ventanas, detrás de la locomotora. Era una máquina de vapor que tiraba malamente, como si también tuviese el mal del pecho.
Sí, yo iba voluntario. Me presenté nada más conocer la noticia de aquel tren que llevaba a los tuberculosos a un sanatorio penitenciario en Levante. Yo estaba convencido de tener aquel mismo mal, pero disimulaba todo el tiempo, eludía los reconocimientos médicos, cosa que me resultaba muy fácil. Pensaba que me darían de baja, con una paga miserable, y que quedaría fuera de juego para siempre. No quería volver a la aldea paterna, ni a casa de mi hermana. La última vez que había hablado con mi padre fue al volver de Asturias. Discutimos mucho. Me negué a trabajar, le dije que estaba de permiso y que él era un animal. Y entonces mi padre, con una serenidad desconocida, respondió: Yo no he matado a nadie. Cuando éramos jóvenes y nos reclutaron para Marruecos, nos echamos al monte. Sí, soy un animal, pero no he matado a nadie. ¡Date por satisfecho si cuando seas viejo puedes decir lo mismo! Ésa fue la última vez que hablé con mi padre.
Cuando lo del tren, acudí de nuevo al sargento Landesa, que para entonces ya había ascendido. Un favor, señor. Arrégleme las co sas para que pueda quedar allí, en la guardia del sanatorio. Quiero cambiar un poco de clima. Y va el médico ese, el doctor Da Barca, ¿recuerda? Creo que sigue en contacto con la resistencia. Lo mantendré informado, por supuesto.
El teniente, Herbal y el maquinista se acercan a la estación leonesa. La nieve les cubre las botas. La sacuden en el andén. El teniente echa chispas. Va a discutir con el jefe de estación, lo va a poner firme. Pero del despacho sale un comandante. El teniente, sorprendido, tarda en cuadrarse. El comandante, antes de hablar, lo mira con severidad y espera el gesto de acatamiento jerárquico. El teniente taconea, se cuadra y saluda con una precisión mecánica. A sus órdenes, mi comandante. Hace mucho frío pero él tiene la frente cubierta de sudor. Vengo al mando del Tren Especial y…
¿El Tren Especial? ¿De qué tren me habla, teniente?
Al teniente le tiembla la voz. No sabe por dónde empezar.
El tren, el tren de los tuberculosos, señor. Tenemos ya tres muertos.
¿El tren de los tuberculosos? ¿Tres muertos? ¿Qué me está contando, teniente?
El maquinista va a hablar: Puedo explicárselo, señor. Pero el comandante, con un gesto enérgico, lo manda callar.
Señor, hace ya cuarenta y ocho horas que hemos salido de Coruña. Se trata de un tren especial. Llevamos presos, presos enfermos. Tuberculosos. Tendríamos que estar ya en Madrid. Pero ha debido de haber una confusión. En León nos dieron paso pero con desvío hacia el norte. Varias horas, señor. Cuando nos dimos cuenta, retrocedimos. Pero no fue fácil, comandante. Desde entonces, estamos en vía muerta. Nos dijeron que había otros trenes especiales.
Los hay, teniente. Usted debería saberlo, dijo el comandante con sorna. Se está reforzando la costa noroeste. ¿O es que no ha oído hablar de la Segunda Guerra Mundial?
Llamó al factor de circulación.
¿Qué hay de un tren de tuberculosos?
¿Un tren de tuberculosos? Le dimos paso ayer, señor.
Ha habido una confusión, iba a explicar de nuevo el teniente. Pero reparó en que la mirada del comandante se dirigía desorbitada hacia las vías.
Balanceándose, con andar torpe y arrastrado por la nieve, se aproximaba una comitiva con un hombre en unas parihuelas. Ya antes de que su mente le hubiese confirmado aquella visión, él intuyó lo que estaba pasando. Al frente marchaba aquel maldito doctor, escoltado por dos de los guardias. Mientras se acercaban, el teniente Goyanes empalmó aquella secuencia lenta con otras imágenes recientes. El abrazo entregado en la estación, que él había cortado con las tenazas de sus manos, perturbado por aquel beso interminable que alteraba los cimientos de la realidad como un seísmo. La conversación posterior en el tren, una maniobra errónea de aproximación. Había intentado justificarse con un toque humorístico, sin que sonase a disculpa:
Alguien tenía que separarlos. Si por usted fuese, claro, se nos echaría la noche encima. He, he. ¿Era su mujer? Es usted un hombre con suerte.
Se dio cuenta de que todo lo que estaba diciendo tenía un hiriente doble sentido. El doctor Da Barca no le respondió, como si sólo escuchase el chasquido del tren que lo separaba del abrazo cálido y reciente de la hembra. El teniente le había mandado tomar asiento en su vagón. Al fin y al cabo, también él estaba a cargo de la expedición. Tenían cosas de que hablar.
Pasado el gran túnel que borraba el horizonte urbano, el tren se había adentrado en la acuarela verde y azul de la ría del Burgo. El doctor Da Barca parpadeó como si aquella belleza le doliese en los ojos. Desde sus barcas, con largos raños*, los mariscadores arañaban el fondo marino. Uno de ellos dejó de faenar y miró hacia el tren, con la mano de visera, erguido sobre el balanceo del mar. El doctor Da Barca se acordó de su amigo el pintor. Le gustaba pintar escenas de trabajo en el campo y en el mar, pero no con ese tipismo folklórico que las embellecía como estampas bucólicas. En los lienzos de su amigo el pintor, la gente aparecía mimetizada con la tierra y el mar. Los rostros parecían surcados por el mismo arado que hendía la tierra. Los pescadores eran cautivos de las mismas redes que capturaban los peces. Llegó un momento en que los cuerpos se fragmentaron. Brazos hoz. Ojos de mar. Piedras de rostro. El doctor Da Barca sintió simpatía por el mariscador erguido en su barca contemplando el tren. Quizá se preguntaba adónde iba y qué llevaba. La distancia y el chasquido de la máquina no le dejarían oír la estremecedora letanía de toses que repicaban en la sordidez de los vagones de ganado como panderos de cuero empapados en sangre. El paisaje le sugirió una fábula: El cormorán que sobrevolaba al mariscador estaba transmitiendo telegráficamente con su graznido la verdad del tren. Recordó la amargura de su amigo el pintor cuando dejó de recibir las revistas de arte de vanguardia que le enviaban desde Alemania: La peor enfermedad que podemos contraer es la de la suspensión de las conciencias. El doctor Da Barca abrió su maletín y sacó un opúsculo de tapas gastadas, Las raíces biológicas del sentimiento estético, por el doctor Nóvoa Santos.
(*Instrumento de marisqueo, parecido a un larguísimo rastrillo, que se arrastra sobre la arena para levantar berberechos o almejas, que quedan depositados en una especie de red metálica. (N. de la T.))
El teniente Goyanes se sentó frente a él. Miró de reojo la cubierta del librito. Este doctor Da Barca, calculó, sería un poco mayor que él, pero no mucho más. Tras el incidente de la partida, cuando le informaron de que era el médico, había adoptado una actitud de camaradería, pero con la superioridad de un guía de excursionismo. Ahora, sin importarle interrumpir la lectura del otro, le contaba que él también había sido universitario, que había estudiado algunos cursos de Filosofía antes de incorporarse al ejército de Franco como alférez provisional. Después había decidido seguir la carrera militar. ¡La filosofía!, exclamó con tono irónico. También yo me sentí atraído por Marx y todos esos profetas de la redención social. Como el duce Mussolini. Fue socialista, ¿sabe? Sí, claro que lo sabe. Hasta aquel bendito día en que apareció el filósofo guerrero. El enterrador del presente. Él me liberó de la grey de los esclavos.
El doctor Da Barca seguía leyendo, ignorándolo adrede, pero él conocía la manera de hacerlo hablar.
Pasé entonces de preocuparme por los monos a interesarme por los dioses.
Había acertado. El doctor dejó finalmente el libro y lo miró de frente:
Pues nadie lo diría, teniente.
Él lanzó una carcajada y le dio una palmada en las rodillas.
Así me gusta, dijo poniéndose en pie, un rojo con cojones. Siga preocupándose por los monos.
Ya no tendría ocasión de bromear más. Las cosas comenzaron a enredarse como si el convoy fuese conducido por el diablo. En Mon forte no llegó el previsto repuesto de comida para los presos. Luego vino aquel calvario en las montañas de nieve. El médico iba sin descanso de vagón en vagón. La última vez que yo lo había visto fue arrodillado, a la luz de un candil, limpiando la sangre oscura cuajada entre las púas de la barba del primer muerto.
El doctor traía ahora el pelo blanqueado de copos. Uno de los guardias se adelantó a dar explicaciones: Nos dijo que era un caso de vida o muerte, señor, que usted lo había autorizado. Ante el comandante, en la estación azotada por la ventisca, el teniente Goyanes pensó que era obligado dar una muestra de autoridad. Cogió repentinamente el fusil del guardia y derribó de un culatazo a Da Barca.
¡No tenía usted mi permiso!
En el suelo, el doctor pasa el dorso de la mano por la mejilla. Sangra por el lugar del golpe. Con calma, coge un puñado de nieve y se lo aplica como un bálsamo. Óleo de sangre y nieve, dice el pintor en la cabeza de Herbal. La pomada de la historia. ¿Por qué no le ayudas a levantarse?
Estás loco, murmura el guardia.
Ayúdale, ¿no ves que está haciendo todo esto para sacarnos de este maldito atasco?
El cabo Herbal duda. De repente, se adelanta y le extiende una mano al herido para que pueda ponerse en pie.
Reaccionó con mucha sorpresa, le contó a Maria da Visitaçáo. Quizá se acordaba del día de la detención, cuando le di aquella pali za. Pero después le devolvió el golpe al teniente con el filo de su mirada. En eso era superior. Dejaba al otro achicado.
La tos. El factor de la estación se volvió hacia el enfermo de las parihuelas como si hubiese sonado el timbre del teléfono de manubrio.
El comandante que aparta al teniente:
¿Pero qué carajo está pasando?
Este hombre va camino de una hemoptisis dramática, le dice el doctor Da Barca. En cualquier momento se ahogará en su propia sangre. Ya se nos han ido tres.
¿Y qué pretende trayéndolo aquí? Sé lo que es la tuberculosis. Si está para morir, tendrá que morir. El hospital más próximo queda en el quinto infierno.
Sólo hay una cosa que se puede hacer. Sin perder más tiempo. Necesito una habitación con buena iluminación, una mesa y agua hervida.
La mesa del factor tenía un cristal sobre la madera. El cristal cubría un mapa de los ferrocarriles de España. Echaron por encima una colcha y acostaron al enfermo. En el cazo del hornillo empezó a hervir el agua con la aguja de la jeringa. El son del burbujeo era semejante al de la respiración del enfermo. Mientras asistía a los preparativos de aquella operación a lo bravo, Herbal trató de escuchar su propio pecho. Las cosquillas del mar en la esponja de arena. Amasó la saliva contra el paladar por ver si notaba el sabor dulce de la sangre. Sólo el pintor conocía su angustia, el secreto de la enfermedad oculta. Espiaba los síntomas de los otros. Aparentando indiferencia, registraba todo comentario médico referido al mal del pecho. Aprendía en cada signo de su cuerpo.
¡La Generación Doliente! Los mejores artistas gallegos murieron muy jóvenes, le había dicho el pintor. La guadaña es muy artística en Galicia, Herbal. Si lo tienes, el tuyo es un mal célebre.
Y eran muy atractivos, con la belleza de la melancolía. Las mujeres enloquecían por ellos.
¡Hombre, gracias!, dijo el guardia. Es un consuelo.
Eso no va por ti, Herbal.
Ahora se fijó en el enfermo, acostado sobre la mesa del factor de la estación. Era un muchacho muy joven, casi imberbe. Pero en la expresión de sus ojos había un liquen antiguo. Conocía su historia. Se llamaba Sean. Desertor. Había vagado durante tres años huido por el monte Pindo, viviendo como un animal roqueño. Docenas de hombres topo por aquellas cuevas. En sus batidas, la Guardia Civil nunca los encontraba. Hasta que descubrieron el código de señales. Las lavanderas eran sus cómplices, escribiendo mensajes en los matorrales con los colores de sus trapos.
¿Qué le va a hacer?, preguntó el comandante.
Un pneumotórax, dijo el doctor Da Barca, un pneumotórax a lo bravo. Se trata de que entre aire en el pecho para que comprima los pulmones y detenga la hemorragia.
Y a continuación armó la jeringa, miró con serenidad a Sean y le guiñó un ojo en señal de ánimo.
Vamos a salir de ésta, ¿eh, compañero? Sólo es una picadura entre las costillas.
Así. Sólo una picadura. Una picadura de abeja en el pecho de lobo.
Pero después el médico calla. Tan absorto, parece que con los ojos radiografía el pecho, que la linterna de la mirada guía el curso perforador de la aguja. Herbal es uno de los que sujetan al enfermo. Éste cierra los puños, clava las uñas en su propia palma. El médico queda inmóvil, la aguja espetada, atento al fuelle del pecho. Sobre la mesa del factor, en las cuevas de aquel hombre, un sonido de manantiales, el órgano del viento.
El tren arrancó aquella misma tarde, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Pasó de inmediato por todas las estaciones. El tren perdido en la nieve era ahora un tren fantasma. Nadie se acercaba en las breves paradas. Algunos de nosotros salíamos por víveres. Volvíamos con las manos vacías. Todas las estaciones olían a hambre, dijo Herbal mirando su spray ambientador encima de la mesa. A pesar de todo eso, aún recuerdo un detalle. En Medina del Campo un hombre tocó en la ventana y saludó a Da Barca. Luego desapareció y, cuando el tren ya arrancaba, volvió con un saco de castañas. Lo pillé casi por el aire, desde la puerta del vagón. Gritó: ¡Son para el doctor! Era un hombre grandón, con aire entrecortado. Gengis Khan. Entre las castañas, un billetero. Lo ha debido de mangar aquí mismo, en la estación, pensé. Iba a quedarme con él. Al final, cogí la mitad de los billetes y le di el saco al doctor.
¿Y qué fue de aquel muchacho, el desertor?, preguntó con ansia Maria da Visitaçáo.
Murió en Porta Coeli. Sí, murió en aquel sanatorio al que llamaban la Puerta del Cielo.