2.

Herbal no hablaba casi nunca.

Le pasaba un paño a las mesas, meticuloso, como quien abrillanta con gamuza un instrumento. Vaciaba los ceniceros. Barría el local, lentamente, dándole tiempo a la escoba a hurgar en las esquinas. Esparcía en círculo un espray de aroma a pino canadiense, eso decía el bote, y era él quien encendía el neón que daba a la carretera, con letras rojas y una figura de valquiria que parecía levantar las pesas de sus tetas con unos forzudos bíceps. Conectaba el equipo de música y ponía aquel disco largo, Ciao, amore, que se repetía como una letanía carnal toda la noche. Manila daba unas palmadas, se acicalaba el pelo como si fuese a debutar en un cabaret y era Herbal quien descorría el cerrojo de la puerta.

Manila decía:

Venga, niñas, que hoy vienen los de los zapatos blancos.

Atún blanco. Harina de pescado. Cocaína. Los de los zapatos blancos habían invadido el territorio de los viejos contrabandistas de Fronteira.

Herbal permanecía acodado al fondo de la barra, como un guardia en su garita. Ellas sabían que él estaba allí, filmando cada movimiento, espiando a los tipos que tenían, como decía él, cara de plata y lengua de navaja. Sólo de vez en cuando salía de su puesto de vigía para ayudar a Manila a servir copas, en los escasos momentos de apuro, y lo hacía a la manera de un cantinero en plena guerra, como si echara el licor directamente en el hígado del cliente.

Maria da Visitação había llegado hacía poco de una isla del Atlántico africano. Sin papeles. Como quien dice, se la habían vendido a Manila. De su nuevo país poco más conocía que la carretera que iba hacia Fronteira. La contemplaba desde la ventana del piso, en el mismo edificio del club, apartado, sin vecindario. En el alféizar de la ventana había un geranio. Si la viésemos desde fuera, mientras ella acechaba inmóvil por la ventana, pensaríamos que se le habían posado mariposas rojas en el hermoso tótem de su cara.

Al otro lado de la carretera había un soto con mimosas. Aquel primer invierno la habían ayudado mucho. Florecían en la orilla como candelas en una ofrenda a las ánimas, y esa visión le quitaba el frío. Eso y el canto de los mirlos, con su melancólico silbido de almas negras. Tras el soto, había un cementerio de coches. A veces se veía gente rebuscando piezas entre la chatarra. Pero el único habitante fijo era un perro encadenado a un coche sin ruedas que le servía de caseta. Se subía al techo y ladraba todo el día. Eso le daba frío. Ella pensaba que estaba muy al norte. Que para arriba de Fronteira empezaba un mundo de nieblas, vendavales y nieve. Los hombres que llegaban de allí tenían faros en los ojos, se restregaban las manos al entrar en el club y bebían licores fuertes.

Excepto algunos, hablaban muy poco.

Como Herbal.

Herbal le caía bien. Nunca la había amenazado, ni le había levantado la mano para pegarle, como había oído decir que hacían con las chicas en otros clubes de la carretera. Tampoco le había pegado Manila, aunque ésta tenía días en que su boca parecía el cañón de una recortada. Maria da Visitação se había dado cuenta de que el humor de Manila dependía de la comida. Cuando disfrutaba en la mesa, las trataba como a hijas. Pero los días en que se descubría gorda, disparaba blasfemias como si quisiese vomitar las grasas. Ninguna de las chicas sabía muy bien qué tipo de relación existía entre Herbal y Manila. Dormían juntos. Cuando menos, dormían en la misma habitación. En el club actuaban como propietaria y empleado, pero sin dar ni recibir órdenes. Ella no blasfemaba nunca al dirigirse a él.

El club abría al anochecer y ellas dormían durante el día. A primera hora de la tarde, Maria da Visitação bajó al local. Había despertado con resaca, la boca de ceniza, el sexo dolorido por las cargas robustas de los contrabandistas, y le apeteció mezclar un zumo de limón con cerveza fría. Con las contraventanas cerradas, sentado ante una mesa y bajo una lámpara que abría un pozo de luz en la penumbra, estaba Herbal.

Dibujaba en servilletas de papel con un lápiz de carpintero.

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