Los de la partida, los paseadores que se hacían llamar la Brigada del Amanecer, se cabrearon mucho. Primero lo miraron con sorpresa, como diciendo qué burro, se le escapó el tiro, no se mata así. Pero luego, de regreso, rumiaban que les había jodido la fiesta con tanta diligencia. Habían pensado alguna maldad. Quizá cortarle los cojones en vivo y metérselos en la boca. O cercenarle las manos como hicieron con el pintor Francisco Miguel, o con el sastre Luis Huici. ¡Cose ahora, dandy!
No te asustes, mujer, se hacían cosas así, le dijo Herbal a Maria da Visitação. Sé de uno de esos que le fue a dar el pésame a una viuda y le dejó un dedo del marido en la mano. Supo que era de él por la alianza.
El director de la prisión, que era un hombre muy atormentado, dicen que antiguo amigo de algunos de los que estaban dentro, le había pedido aquella noche de asalto que los acompañase. Lo llamó aparte. Le temblaba el reloj de pulsera en la mano. Y le pidió muy por lo bajo: Que no sufra, Herbal. Aun así fue capaz de hacer el paripé. Acompañó a los paseadores a la celda. Pintor, dijo, puede salir en libertad. Acababan de escucharse los toques de las doce de la noche en la campana de la Berenguela. ¿En libertad a las doce de la noche?, preguntó el pintor, desconfiado. Venga, fuera, no me lo ponga difícil. Los falangistas se reían, ocultos todavía en el pasillo.
Y a Herbal la encomienda no le costó ningún trabajo. Porque él, a la hora de matar, se acordaba de su tío el trampero, el mismo que les ponía nombre a los animales. A las liebres las llamaba Josefina y al raposo, don Pedro. Y porque, a decir verdad, le había tomado aprecio a aquel señor. Porque el pintor era un señor hecho y derecho. En sus idas y venidas de la cárcel, trataba al carcelero como si éste fuese el acomodador de un cine.
El pintor no sabía nada del guardia, pero Herbal sabía algo de él. Se había comentado que su hijo, en compañía de otros, había tirado unas piedras contra la casa del alemán, uno que era de los de Hitler y daba clases de su idioma en Santiago. Le destrozaron los cristales. El alemán se había presentado en comisaría muy irritado, como si aquello fuese un complot internacional. Al poco, apareció el pintor con su hijo, un chaval muy menudo y nervioso, con los ojos más grandes que las manos, y al que denunció por ser uno de los autores de las pedradas. Hasta el comisario quedó pasmado. Le tomó declaración pero los mandó marcharse a ambos, padre e hijo.
Así de recto era el pintor, explicó Herbal a Maria da Visitação. Y fue de los primeros que apresamos. Es muy peligroso, había dicho el sargento Landesa. ¿Peligroso? Si ése no es capaz ni de pisar una hormiga. ¡Qué sabréis vosotros!, respondió enigmático. Es el cartelista, el que pinta las ideas.
Cuando lo del alzamiento, llevaron a los republicanos más significados a la cárcel. Y también a otros menos destacados, pero que siempre coincidían con los apuntados en la misteriosa lista negra del sargento Landesa. La cárcel de Santiago, conocida como A Falcona, estaba detrás del palacio de Raxoi, en la cuesta que desembocaba en la plaza del Obradoiro, justo enfrente de la catedral, de tal forma que si excavabas un túnel ibas a dar a la cripta del Apóstol. Allí empezaba lo que llamaban el Inferniño. Cada catedral medieval, el gran templo de Dios, tenía cerca un Inferniño, el lugar del pecado. Porque detrás de la prisión estaba el Pombal*, el barrio de las putas.
(*En gallego, palomar. (N. de la T.))
Las paredes de la cárcel eran de losas pintadas de musgo. Por suerte para ellos, si es que se puede hablar así, les tocó el verano como antesala de la muerte. En invierno, la cárcel era una nevera con olor a moho, y el aire tenía un peso de hojas mojadas. Pero allí nadie pensaba todavía en el invierno.
Durante aquellos primeros días, todos aparentaban normalidad, presos y guardias, como viajeros sorprendidos por una avería en la cuesta de la vida y a la espera de que un oportuno golpe de manivela propulsara de nuevo el motor y se reanudase el viaje. Incluso el director permitía la visita de los familiares, y que les llevasen la comida hecha de casa. Y ellos, los detenidos, hacían tertulia durante las horas del patio con aparente despreocupación, sentados en el suelo y recostados en los muros, con la jovialidad con que algunos lo hacían tan sólo unos días antes, en sus respectivas sillas, en torno a los veladores con tacitas humeantes, en el Café Español, con las paredes decoradas por los murales del pintor. O como los obreros en la pausa del trabajo, después de la reverencia irónica de la visera al patrón sol y de escupir para sellar la zanja, yendo a buscar una sombra de agua y pan para echar unas risas de sobremesa. Detenidos en traje o camiseta, la larga espera, el polvo del calendario, los iban igualando a todos en el patio, como hace el sepia en un retrato de grupo. Parecemos segadores. Parecemos vagabundos. Parecemos gitanos. No, dijo el pintor, parecemos presos. Estamos empezando a coger color de presos.
Durante las horas de guardia, Herbal podía escucharlos de cerca. Lo entretenían como una radio. El dial del palique, yendo y viniendo. Se acercaba de lado, como quien no quiere la cosa, y echaba un pitillo apostado en el quicio de la puerta que daba al patio. Cuando los había dejado, hablaban de política. En cuanto salgamos de ésta, decía Xerardo, un maestro de Porto do Son, la República tendrá que zafar, como hacen los marineros tras un golpe de mar. La República federal.
Ahora hablaban del eslabón perdido entre el mono y el hombre.
En cierta forma, decía el doctor Da Barca, el humano no es fruto de la perfección, sino de una enfermedad. El mutante del que procedemos tuvo que ponerse en pie por algún problema patológico. Se encontraba en clara inferioridad frente a sus predecesores cuadrúpedos. No hablemos ya de la pérdida del rabo y del pelo. Desde el punto de vista biológico, era una calamidad. Yo creo que la risa la inventó el chimpancé la primera vez que se encontró en aquel escenario con el Homo erectus. Imaginaos. Un tipo erguido, sin rabo y medio pelado. Patético. Para morir de risa.
Yo prefiero la literatura de la Biblia a la de la evolución de las especies, dijo el pintor. La Biblia es el mejor guión que se hizo, por ahora, de la película del mundo.
No. El mejor guión es aquello que ignoramos. ¡El poema secreto de la célula, señores!
¿Es cierto eso que leí en la hoja episcopal, Da Barca?, intervino con ironía Casal*. Que dijiste en una conferencia que el hombre tenía nostalgia del rabo.
(*Activo republicano galleguista, promovió algunas de las editoriales más emblemáticas de los años veinte, como Nós, en la que se publicarían los Seis poemas galegos de Federico García Lorca. Detenido por los golpistas siendo alcalde de Santiago, sería asesinado la misma noche que el poeta granadino. (N. de la T.))
Todos rieron, empezando por el interpelado, que le siguió la corriente: Sí. ¡Y también dije que el alma está en la glándula tiroides! Pero ya que estamos en esto, os voy a decir algo. En las clínicas atendemos casos de mareo y vértigo que se producen cuando el humano se pone en pie de repente, vestigios del desarreglo funcional que supuso adaptarse a la verticalidad. Lo que sí tiene el humano es nostalgia de lo horizontal. En cuanto al rabo, digamos que es una rareza, una deficiencia biológica, que el hombre no lo tenga, o lo tenga digamos que cortado. Esa ausencia de rabo no debe de ser un factor despreciable para explicar el origen del lenguaje oral.
Lo que no comprendo, dijo el pintor divertido, es cómo tú, siendo tan materialista, puedes creer en la Santa Compaña.
¡Un momento! Yo no soy materialista. Sería una vulgaridad por mi parte, un desaire a la materia que tanto hace por salir de sí para no aburrirse. Yo creo en una realidad inteligente, en un ambiente, por así decirlo, sobrenatural. A ras de tierra, el mutante erecto le devolvió la risotada al chimpancé. Reconoció el escarnio. Se sabía defectuoso, anormal. Y por eso también tenía el instinto de la muerte. Era a la vez animal y planta. Tenía y no tenía raíces. De ese trastorno, de esa rareza, surgió el gran ovillo. Una segunda naturaleza. Otra realidad. Eso que el doctor Nóvoa Santos llamaba la realidad inteligente.
Yo conocí a Nóvoa Santos, dijo Casal. Le edité algún escrito y puedo decir que éramos buenos amigos. Ese hombre era un portento. Demasiado excepcional para este país tan ingrato.
El alcalde de Santiago, que dedicaba su escaso pecunio a la edición de libros, hizo una pausa y, entristecido, evocó. Los pobres le llamaban Novo Santo*. Pero la caverna del clero y de la universidad lo odiaba. Un día entró en el casino y tiró los muebles por la ventana. Se había suicidado un muchacho por las deudas de juego. El ideario de Nóvoa valía tanto como una constitución: Ser algo bueno y algo rebelde. Cuando consiguió la cátedra de Madrid, con su lección magistral, el anfiteatro entero, dos mil personas, se puso en pie. Le aplaudieron como a un artista, como si fuese Caruso. ¡Y eso que había hablado de los reflejos corporales!
(*En gallego, "Nuevo Santo". (N. de la T.))
Siendo estudiante, tuve la suerte de acudir a una de sus consultas, dijo Da Barca. Lo acompañamos a visitar a un viejo moribundo. Era un caso raro. Nadie acertaba con la enfermedad. En el Hospital de la Caridad había una humedad tal que a las palabras les salía moho por el aire. Y don Roberto, nada más verlo, sin tocarlo siquiera, dijo: Lo que este hombre tiene es hambre y frío. Denle caldo caliente hasta que se harte y pónganle dos mantas.
Y usted, doctor, ¿de verdad cree en la Santa Compaña?, preguntó Dombodán con ingenuidad.
Da Barca recorrió el círculo de amigos con una penetrante mirada teatral.
Creo en la Santa Compaña porque la vi. No por tipismo. Siendo estudiante, una noche, fui a rebuscar en el osario que hay junto al cementerio de Boisaca. Tenía un examen y necesitaba un esfenoides, un hueso de la cabeza dificilísimo de estudiar. ¡Qué maravilla, el esfenoides, con esa forma de murciélago con alas! Oí algo que no era ruido, como si el silencio cantase gregoriano. Y allí estaba, ante mis ojos, una hilera de candiles. Allí estaban, y disculpadme la pedantería, las migajas ectoplasmadas de los difuntos.
La disculpa era innecesaria, porque todos entendían lo que quería decir. Escuchaban con mucha atención, aunque la expresión de las miradas iba de la entrega a la incredulidad.
¿Y qué?
Nada. Puse a mano el tabaco, por si me lo pedían. Pero pasaron de largo como motoristas silenciosos.
¿Hacia dónde iban?, preguntó Dombodán con inquietud.
Esta vez, el doctor Da Barca lo miró con seriedad, como si ante él quisiese disipar cualquier sombra de cinismo.
Hacia la Eterna Indiferencia, amigo.
Pero luego, notando el desasosiego de Dombodán, rectificó con una sonrisa: En realidad, creo que iban para San Andrés de Teixido, donde va de muerto quien no fue de vivo. Sí, creo que iban en esa dirección.
Os voy a contar una historia. El silencio fue roto por el tipógrafo Maroño, un socialista al que los amigos llamaban O'Bo*. No es un cuento. Es un sucedido.
(*En gallego, "El Bueno". (N. de la T.))
¿Y dónde sucedió?
En Galicia, dijo O'Bo desafiante. ¿Dónde, si no, iba a suceder?
Ya.
Pues bien. En un lugar llamado Mandouro vivían dos hermanas. Vivían solas, en una casa de labranza que les habían dejado sus padres. Desde la casa se veía el mar y muchos navíos que allí cambiaban el rumbo de Europa hacia los mares del Sur. Una hermana se llamaba Vida y la otra Muerte. Eran dos buenas mozas, robustas y alegres.
¿La que se llamaba Muerte también era guapa?, preguntó preocupado Dombodán.
Sí. Bien. Era guapa, pero algo caballuna. El caso es que las dos hermanas se llevaban muy bien. Como tenían muchos pretendientes, habían hecho un juramento: podían flirtear, incluso tener aventuras con hombres, pero nunca separarse la una de la otra. Y lo cumplían lealmente. Los días de fiesta bajaban juntas al baile, a un lugar llamado Donaire, adonde acudía todo el mocerío de la parroquia. Para llegar allí, tenían que atravesar unas tierras de marisma, con muchos lamedales, conocidas como Fronteira. Las dos hermanas iban con los zuecos puestos y llevaban en la mano los zapatos. Los de Muerte eran blancos y los de Vida, negros.
¿No sería al revés?
Pues no. Eran tal como os digo. En realidad, esto que hacían las dos hermanas era lo que hacían todas las muchachas. Iban con zuecos y con los zapatos en la mano para tenerlos limpios a la hora de danzar. Así que se juntaban en la puerta del baile hasta un ciento de zuecos, como barquichuelas en un arenal. Los muchachos, no. Los muchachos iban a caballo. Y corcoveaban en sus cabalgaduras, sobre todo al llegar, para impresionar a las chicas. Y así iba pasando el tiempo. Las dos hermanas acudían al baile, tenían sus quereres, pero siempre, tarde o temprano, volvían a casa.
Una noche, una noche de invernada, hubo un naufragio. Porque, como sabéis, éste era y es un país de muchos naufragios. Pero aquél fue un naufragio muy especial. El barco se llamaba Palermo e iba cargado de acordeones. Mil acordeones embalados en madera. La tempestad hundió el barco y arrastró el cargamento hacia la costa. El mar, con sus brazos de estibador enloquecido, destrozó las cajas y fue llevando los acordeones hacia las playas. Los acordeones sonaron toda la noche, con melodías, claro, más bien tristes. Era una música que entraba por las ventanas, empujada por el vendaval. Como todas las gentes de la comarca, las dos hermanas despertaron y la escucharon también, sobrecogidas. Por la mañana, los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres de instrumentos ahogados. Todos quedaron inservibles. Todos, menos uno. Lo encontró un joven pescador en una gruta. Le pareció una suerte tal que aprendió a tocarlo. Ya era un muchacho alegre, con mucha chispa, pero aquel acordeón cayó en sus manos como una gracia. Vida, una de las hermanas, se enamoró tanto de él en el baile que decidió que aquel amor valía más que todo el vínculo con su hermana. Y huyeron juntos, porque Vida sabía que Muerte tenía un genio endemoniado y que podía ser muy vengativa. Y vaya si lo era. Nunca se lo ha perdonado. Por eso va y viene por los caminos, sobre todo en las noches de tormenta, se detiene en las casas en las que hay zuecos a la puerta, y a quien encuentra le pregunta: ¿Sabes de un joven acordeonista y de esa puta de Vida? Y a quien le pregunta, por no saber, se lo lleva por delante.
Cuando el tipógrafo Maroño acabó su relato, el pintor musitó: Esa historia es muy buena.
La escuché en una taberna. Hay tascas que son universidades.
¡Nos van a matar a todos! ¿No os dais cuenta? ¡Nos van a matar a todos!
Quien gritaba era un preso que había permanecido en una esquina, algo apartado del grupo, como ensimismado en su cavilar.
Estáis ahí dale que dale, con cuentos de viejas.Y no os dais cuenta de que nos van a matar a todos. ¡Nos van a matar a todos! ¡A todos!
Se miraron sobrecogidos, sin saber qué hacer, como si, sobre ellos, el cielo azul y caluroso de agosto se fragmentase en pedazos de hielo.
El doctor Da Barca se acercó a él y lo agarró por el pulso.
Tranquilo, Baldomir, tranquilo. Hablar es un esconjuro.