El pintor había conseguido un lápiz de carpintero. Lo llevaba apoyado en la oreja, como hacen los del oficio, listo para dibujar en cualquier momento. Ese lápiz había pertenecido a Antonio Vidal, un carpintero que había llamado a la huelga por las ocho horas y que con él escribía notas para El Corsario, y que a su vez se lo había regalado a Pepe Villaverde, un carpintero de ribera que tenía una hija que se llamaba Mariquiña y otra Fraternidad. Villaverde era, según sus propias palabras, libertario y humanista, y empezaba sus discursos obreros hablando de amor: «Se vive como comunista si se ama, y en proporción a cuánto se ama». Cuando se hizo listero del ferrocarril, Villaverde le regaló el lápiz a su amigo sindicalista y carpintero Marcial Villamor. Y antes de que lo matasen los paseadores que iban de caza a la Falcona, Marcial le regaló el lápiz al pintor, al ver que éste intentaba dibujar el Pórtico de la Gloria con un trozo de teja.
Y a medida que pasaban los días, con su estela de los peores presagios, más se concentraba él en su cuaderno. Mientras los otros char laban, él los retrataba sin descanso. Les buscaba el perfil, un gesto característico, el punto de la mirada, las zonas de sombra. Y cada vez con mayor dedicación, casi enfebrecido, como si atendiese un pedido de urgencia.
El pintor explicaba ahora quién era quién en el Pórtico de la Gloria.
Estaba allí, a unos metros de distancia, pero el guardia Herbal sólo había visitado la catedral en dos ocasiones. Una, de niño, cuan do sus padres habían ido desde la aldea a vender simiente de repollo y cebolla el día de Santiago. De aquella ocasión recordaba que lo habían llevado al Santo de los Croques y que colocó los dedos en el molde labrado de una mano, y que tuvo que golpear la frente contra la cabeza de piedra. Pero él había quedado cautivado por aquellos ojos de ciego que tenía el santo y fue el padre, riéndose con su boca desdentada, quien lo agarró por el cogote y le hizo ver las estrellas. Si no es por las buenas, dijo la madre, no le vendrán las luces. No tengas miedo, dijo el padre, no le vendrán de ninguna de las maneras. La segunda vez fue ya de uniformado, en una misa de la Ofrenda. Con la nave atestada de gente, sudaban latines interminables. Pero el botafumeiro lo había dejado extasiado. Eso sí que lo recordaba bien. El gran incensario envolvía en niebla el altar, como si todo aquello fuese un extraño cuento.
El pintor hablaba del Pórtico de la Gloria. Lo había dibujado con un lápiz gordo y rojo, que llevaba constantemente en la oreja, como un carpintero. Cada una de las figuras resultaba ser en el retrato uno de sus compañeros de la Falcona. Parecía satisfecho. Tú, Casal, le dijo al que había sido alcalde de Compostela, eres Moisés con las Tablas de la Ley. Y tú, Pasín, le dijo a uno que era del sindicato ferroviario, tú eres San Juan Evangelista, con los pies sobre el águila. Y San Pablo eres tú, mi capitán, le dijo al teniente Martínez, que había sido carabinero y se metió de concejal republicano. Y había también dos viejos encarcelados, Ferreiro de Zas y González de Cesures, y a ellos les dijo que eran los ancianos que estaban arriba, en el centro, con el organistrum, en la orquesta del Apocalipsis. Y a Dombodán, que era el más joven y algo inocente, le dijo que era un ángel que tocaba la trompeta. Y así a todos, que salieron tal cual, como luego se pudo ver en el papel. Y el pintor explicó que el zócalo del Pórtico de la Gloria estaba poblado de monstruos, con garras y picos de rapiñas, y cuando oyeron eso todos callaron, un silencio que los delató, porque Herbal bien que notaba todos los ojos clavados en su silueta de testigo mudo. Y por fin se decidió a. hablar del profeta Daniel. De él se dice que es el único que sonríe con descaro en el Pórtico de la Gloria, una maravilla del arte, un enigma para los expertos. Ése eres tú, Da Barca.