14.

Entre el penal y las primeras casas de la ciudad había unos peñascos. A veces, durante las horas de patio, se veían mujeres en lo alto que parecerían esculpidas si no fuese por la brisa del mar que les ondulaba las faldas y las melenas. En la esquina soleada del patio, algunos hombres hacían visera con la mano y miraban hacia ellas. No hacían ningún gesto. Solamente de vez en cuando ellas braceaban lentamente, como en un código de banderas que se agitaba más al ser reconocido.

Desde la garita, en una esquina del muro de la prisión, con el lápiz de carpintero en la oreja, Herbal atendía a lo que le decía el pintor.

Le decía que los seres y las cosas tienen una vestimenta de luz. Y que los propios Evangelios hablan de los hombres como «los hijos de la luz». Entre los prisioneros del patio y las mujeres de las rocas debía de haber hilos de luz que cruzaban tendidos por encima del muro, hilos invisibles que no obstante transmitían el color de las prendas y el ajuar de la memoria. Y más aún, una pasarela hecha de cordajes luminosos y sensoriales. El guardia imaginó que, en su quietud, los prisioneros y las mujeres de los peñascos estaban haciendo el amor y que era el vendaval de sus dedos el que agitaba las faldas y las melenas.

Un día la vio allí, entre las otras mujeres con vestidos pobres. Su largo pelo rojizo balanceado por la brisa, tendiendo hilos con el doctor en el patio de la cárcel. Hilos de seda, invisibles. No los podría rasgar ni un tirador de precisión.

Hoy no había mujeres. Un grupo de niños, con la cabeza muy rapada, lo que les daba aspecto de hombrecitos, jugaban a la guerra, haciendo que los palos eran espadas. Disputaban la cima de los peñascos como torres de una fortaleza. Se cansaron de la esgrima y entonces usaron los mismos palos como rifles. Se dejaban ir, rodando, como muertos, como extras de una película, y después se levantaban riendo y volvían a rodar por la ladera hasta cerca del muro de la prisión. Uno de ellos, después de la caída, alzó la vista y se encontró con la mirada del guardia. Y entonces cogió el palo, lo apoyó en el hombro, con un pie adelantado en posición de tirador, y le apuntó. Mocoso, dijo el guardia. Y decidió darle un susto. Cogió su fusil y apuntó a su vez a la cara del niño. Desde atrás, los otros lo llamaron asustados. ¡Pico! ¡Corre, Pico! El chaval bajó lentamente su arma de palo. Tenía pecas y una sonrisa desdentada y temeraria. De repente, en un movimiento vertiginoso, se llevó de nuevo el palo al hombro, disparó, ¡pum, pum!, y echó a correr monte arriba, arrastrándose por la ladera con su pantalón de remiendos. El guardia lo siguió a través del punto de mira de su fusil. Herbal sintió que le ardían las mejillas. Cuando el chaval desapareció detrás de los peñascos, él dejó el arma y respiró hondo. Le faltaba el aire. Sudaba a chorros. Escuchó el eco de una carcajada. El Hombre de Hierro había descabalgado al pintor. El Hombre de Hierro se estaba riendo de él.

¿Qué es eso que llevas en la oreja?

Un lápiz. Un lápiz de carpintero. Es un recuerdo de uno que maté.

¡Menudo botín de guerra!

El primero de abril de 1939, Franco firmó el parte de la victoria.

Hoy celebramos la victoria de Dios, dijo el capellán en la homilía de misa solemne celebrada en el patio. Y no lo dijo con especial altanería, sino como quien constata la ley de la gravedad. Ese día había guardias dispuestos entre las filas de reclusos. Habían acudido algunas autoridades y el director no quería sorpresas desagradables, amotinamientos de risa o de tos como ya había ocurrido cuando algún predicador echaba hiel en la herida, bendecía la guerra que llamaba cruzada y los instaba al arrepentimiento, ángeles caídos en el bando de Belcebú, y a pedir la protección divina para el caudillo Franco. Sin embargo, el del capellán era un fanatismo menos pedestre, de cierta armazón teológica, perfilada en discusiones con los presos, la mayoría de ellos fanáticos de los libros, de cualquiera, los que tuviesen a mano, ya fuese la Bibliotheca Sanctorum o Maravillas de la vida de los insectos. ¡Aquí querría ver él a la curia, batiéndose por la fe! Sabían latín, Dios mío, sabían griego. Como aquel doctor Da Barca que un día lo enredó en una telaraña de soma, psyque y pneûma.

Pneûma tes aletheias. El Espíritu de la Verdad. ¿Sabe? Eso es lo que significa el Espíritu Santo. De la Verdad, padre.

Dios no le presenta batalla a determinados hombres por azar, dijo el capellán. Para Dios no hay criatura enemiga. Es el pecado, la manifestación de Satanás, lo que indigna a Dios. Además, ¿qué somos nosotros desde su altura? Cabezas de alfiler. Lo que hace Dios es guiar el agua de la historia, de la misma forma que el molinero dirige el curso del río. Dios combate el pecado, no el pecadillo, eso es cosa nuestra, por medio de la confesión, el arrepentimiento y el perdón. Existe el pecado original, el peccatum origínale, estigma que soportamos por el hecho de nacer. Y después están los pecadillos, ¡o los pecadazos!, de la persona per se, el peccatum personale, ese tropezón en el camino: Pero el peor de todos, el que nos sobrepasa y que ha poseído a una parte de España durante estos últimos años, traicionando su ser esencial, es el Pecado de la Historia, el Pecado con mayúscula. Esta clase horriblemente repugnante de pecado prende sobre todo en la vanidad del intelecto y en la ignorancia de los más simples, arrastrados por tentaciones en forma de revoluciones y disparatadas utopías sociales. Contra ese pecado de la historia sí que combate Dios. Y tal y como nos cuentan reiteradamente las Escrituras, existe la ira de Dios. Una ira que es justa e implacable. Y Dios, para su victoria, elige sus instrumentos. Los elegidos de Dios.

El capellán leyó el telegrama que el papa Pío XII acababa de enviarle a Franco el 31 de marzo: «Alzando nuestro corazón a Dios, damos sinceras gracias a Su Excelencia por la victoria de la católica España».

Fue entonces cuando se escucharon los primeros carraspeos.

Era el doctor Da Barca, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Lo sé porque yo estaba a su lado y lo miré duramente, llamándolo al orden. Teníamos instrucciones de atajar cualquier incidente. Pero aparte de mirarlo como a un bicho, cosa que ni le inmutó, yo no sabía muy bien qué hacer. La suya era una tos seca, fingida, como la de esa gente fina que va a los conciertos. Por eso para mí fue casi un alivio que la tos se extendiese como un contagio entre todos los reclusos. Sonaba como un gigantesco carillón que se desprende del campanario.

No sabíamos qué hacer. ¡No íbamos a zurrarles a todos en plena misa! Las autoridades se removían inquietas en sus asientos. En el fondo, todos deseábamos que el capellán, por lo demás hombre avisado, apagase el murmullo rebelde con un oportuno silencio. Pero él, como rueda dentada que se acopla con otra más grande, estaba enardecido por el engranaje del propio sermón.

¡Existe la ira de Dios! ¡Ha sido la victoria de Dios!

Y su voz fue ahogada por las toses, que ahora ya no eran refinados carraspeos de ópera sino una resaca de mar de fondo. Y el direc tor de la prisión, asaeteado por las miradas de las autoridades, tuvo el arranque de acercarse a él y susurrarle al oído que abreviase, que era el día de la Victoria y que como la cosa siguiese así iban a tener que celebrarlo con una carnicería.

El rostro enrojecido del capellán fue palideciendo, absorbido por aquella catarata de hombres tosiendo como silicóticos. Calló, re corrió las filas con ojos desconcertados, como si volviese en sí, y murmuró entre dientes un latín.

Lo que dijo el capellán, y que Herbal no podría recordar, fue: Ubi est mors stimulus tuus?

Al acabar la ceremonia, el director lanzó las consignas de rigor.

¡España! Y solamente se escucharon las voces de autoridades y guardias: ¡Una!

¡España! Los presos seguían en silencio.

Gritaron los mismos: ¡Grande!

¡España! Y entonces atronó toda la prisión: ¡Libre!

Con mucha antelación, Herbal ya se había enterado de la victoria por los vencidos. En contra de lo que la gente cree, la cárcel, le dijo a Maria da Visitaçáo, es un buen lugar para estar informado. Lo que sucede es que las noticias de los derrotados suelen ser las más fiables. Cayó Barcelona en enero, cayó Madrid en marzo. Cayó Toledo el primero de abril, aguas mil. Cada una de las caídas se leía en los rostros como una arruga, una corona de sombra en los ojos hundidos, en el andar lánguido, en el descuido personal. Bombardeados por las malas noticias, los presos arrastraban por los pasillos y por el patio el cansancio de una columna derrotada. Y volvieron con renovada fuerza, como virus al acecho en el miasma, enfermedades y epidemias.

El doctor Da Barca no dejó de afeitarse cada día. Se lavaba metódicamente en el aguamanil y se miraba en un pequeño espejo con el cristal hendido en una línea que le partía el rostro. Se peinaba a diario como para un festivo. Y limpiaba los gastados zapatos, que tenían siempre el brillo de una foto sepia. Cuidaba esos detalles como el jugador de ajedrez cuida sus peones. Le había pedido una foto a Marisa. Después se lo pensó mejor.

Llévatela, no ha sido una buena idea.

Ella pareció disgustarse. A nadie le gusta que le devuelvan una foto, y menos en la cárcel.

No quiero verte metida entre estas cuatro paredes. Dame algo tuyo. Algo para dormir.

Ella llevaba un pañuelo anudado al cuello. Se lo alcanzó. Siempre a un metro. Prohibido tocarse.

Herbal se interpuso. Lo inspeccionó con aparente indiferencia. De algodón con grecas rojas. ¡Quién le diese a aspirar el aroma! El rojo no está permitido, dijo. Y era cierto. Pero lo dejó caer en las manos de Marisa.

Me voy, le dijo el difunto a Herbal, poco después del final de la guerra. Voy a ver si encuentro a mi hijo. ¿Y tú, por casualidad, no sabrás algo de él?

Está vivo, no te he mentido, le dijo el guardia algo enojado. Cuando fuimos a por él, ya había huido. Más tarde nos enteramos de que se había disfrazado de ciego y que había cogido un coche de línea. Con gafas de ciego y todo, debió de ver los cadáveres en las cunetas. Le perdimos la pista aquí, en Coruña.

Pues voy a ver si lo encuentro. Le había prometido unas clases de pintura.

No creo que pinte gran cosa, dijo el guardia con rudeza. Vivirá como un topo.

Desde que el pintor se había marchado, y tal como temía, Herbal notaba de nuevo aquella desazón. Incapaz de enfrentarse a su cu ñado, dejó la casa de su hermana y pidió autorización para pernoctar en la cárcel. Por la mañana, al ponerse en pie, notaba un ligero mareo, como si la cabeza no quisiese levantarse con el cuerpo. Siempre con mala cara.

Aquel doctor Da Barca le irritaba los nervios. Su apostura. Su serenidad. La sonrisa de Daniel.

El Hombre de Hierro aprovechó la ausencia del pintor. Herbal le hizo caso.

Denunció al doctor Da Barca. Lo denunció por algo que ya hacía tiempo que sabía.

El doctor tenía un receptor de radio clandestino. Las piezas habían sido introducidas desde el exterior, ocultas en tarros de la enfermería. El somier metálico de una cama servía de antena. La organización de los reclusos había montado todo un turno de atenciones urgentes a los enfermos, para así disimular el ajetreo nocturno en la enfermería. Él había sorprendido al doctor con los auriculares. Le había dicho con mucha sorna que era un fonendo. Pero él no era idiota.

Y lo denunció también por otra cosa. Tenía sospechas muy serias. El doctor Da Barca administraba drogas a algunos enfermos.

Una noche, le explicó Herbal al director, llevamos a un preso a la enfermería aquejado de grandes dolores. Gritaba como si lo estuvie sen serrando. Y de hecho, entre alaridos, decía que le dolía mucho el pie derecho. Pero lo curioso es que el enfermo, un tal Biqueira, no tenía pie derecho. Ya hacía meses que se lo habían amputado por una gangrena. Era uno de los que intentaron huir, señor, si se acuerda, cuando pintaban la fachada. Yo mismo le metí un tiro en el tobillo. Se lo astillé todo. Será el otro pie, le dije, el izquierdo. Pero no, él decía que era el derecho y se agarraba con desesperación el muslo de ese lado, clavándose las uñas. Tenía una pata de palo, una pata de nogal, que le habían hecho en el taller. Será el palo, que no encaja en el muñón.Y le quité la pata, pero él decía: Es el pie, imbécil, es la bala en el tobillo. Así que lo llevamos a la enfermería, y el doctor Da Barca dijo muy serio que sí, que era el tobillo del pie derecho. Que le dolía la bala. A mí todo aquello ya me estaba pareciendo teatro. Y el médico, en mi presencia, le puso aquella inyección diciéndole que lo iba a curar. Tranquilo, Biqueira, es el sueño de Morfeo. Al poco, Biqueira quedó tranquilo, con expresión feliz, como si estuviese soñando despierto. Le pregunté al doctor por lo que había pasado pero ni me respondió. Es un hombre altanero. Le escuché decir a los otros que lo que tenía Biqueira era un dolor fantasma.

¿Y qué más?, frunció el ceño el director.

La historia se ha repetido, señor. He descubierto que sustraen morfina del armario blindado del doctor Soláns.

No tengo ninguna noticia de que ese armario haya sido forzado.

A Herbal esta observación del director le pareció de una rara ingenuidad. Dijo: En esta cárcel, señor, hay una docena de mangantes que pueden abrir ese armario en un santiamén con un mondadientes. Tenga la seguridad de que le hacen más caso al doctor Da Barca que a usted o a mí. Y luego, con parsimonia, puso sobre la mesa un paquete de papel de estraza. Son ampollas abiertas, señor. Rescatadas de los desechos de la enfermería. Me he preocupado de saber que contenían morfina.

El director miró con atención a aquel justiciero vocacional que se le había presentado en el despacho, como si de repente hubiese descubierto que estaba a su servicio. Pensó en un perro que arrastra una ristra de latas atadas al rabo, causando un estruendo sin control.

No hay ninguna queja por parte del doctor Soláns.

Él sabrá el porqué, dijo Herbal sosteniéndole la mirada.

Tomo nota de su profesionalidad, agente. Se puso en pie. Daba por terminada la conversación. El asunto queda en mis manos.

Herbal permaneció atento a los acontecimientos. El doctor Da Barca pasó un período de castigo, en régimen especial, incomunicado, por el asunto de la radio incautada. El doctor Soláns estuvo de baja una larga temporada. En cuanto a él, un día recibió la notificación de su ascenso a cabo.

Cada vez se encontraba peor. Descargaba su ira en los presos y empezó a ser especialmente odiado. Hacía maldades adrede. Un día le dijo a Ventura, un muchacho que era pescador: Esta tarde vete a la torre de vigilancia. Te dejaré ver el patio de las mujeres. Ha ingresado una putita joven que tiene dos tetas como quesos de Arzúa. Si le haces señales, te lo enseña todo. Pero nos está prohibido subir ahí, dijo el preso. Haré la vista gorda, dijo Herbal.

Cuando el golpe militar, Ventura había estado tocando día y noche una bocina de caracola en la bahía de Coruña hasta que lo calla ron de un tiro. La bala le había atravesado el antebrazo, como si le apuntasen a propósito al tatuaje que allí tenía de una opulenta sirena, ahora deformada por la cicatriz.

A la hora acordada, Ventura subió a la torre. En el patio, había sólo una muchachita, apoyada contra la pared en cuclillas. El joven preso silbó e hizo una señal con el brazo. La muchacha se irguió trabajosamente y caminó con torpeza hacia el medio del patio, como si fuese en zancos. Vestía un gastado gabán beige con pelliza y calzaba unas catiuscas azules. Alzó la vista y Ventura pensó que tenía la mirada más triste que nunca había visto. Era rubia y pálida, de cara chupada y unas profundas ojeras de color carey en el arco de los ojos. De repente, abrió el gabán. Debajo iba desnuda. Lo abrió y lo cerró, como en una sesión de caseta de feria. La muchacha tenía dos tetas magras, pelo en el pecho y un pene. ¿Qué haces aquí?, preguntó Herbal, ¿no sabes que está prohibido?

Eres un cabrón.

Ha, ha, ha.

Todos los días se acercaba a la celda de castigo en la que estaba el doctor Da Barca y escupía por el ventanuco de la puerta. Una noche se despertó ahogándose. El corazón le golpeaba angustiado en el arca del pecho. Estaba tan asustado que la vigilia lo llevó hacia la celda de castigo en la que dormía Da Barca, se apoyó jadeante junto a la puerta y estuvo a punto de pedir ayuda. Pero finalmente salió al fresco del patio y se puso a respirar hondo.

Fue entonces cuando notó el acomodo del difunto en la oreja. Un milagroso alivio.

¿Eres tú? ¿Dónde carajo te habías metido?, preguntó disimulando la alegría. ¿Has encontrado a tu hijo?

No, no lo he encontrado. Pero le oí decir a mi familia que estaba a salvo.

Ya te lo había dicho yo. Deberías fiarte de mí. ¿Tú crees?, respondió con ironía el difunto.

Oye, pintor, dime una cosa. ¿Tú sabes lo que es el dolor fantasma?

Algo de eso sé. Me lo explicó Daniel Da Barca. Él había hecho un estudio en la Beneficencia. Dicen que es el peor de los dolores. Un dolor que llega a ser insoportable. La memoria del dolor. ¿Por qué lo preguntas?

Por nada.

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