16.

El reloj de la estación de tren de Coruña estaba siempre parado en las diez horas menos cinco minutos. El chaval vendedor de periódicos tenía a veces la impresión de que la aguja de los minutos, la más larga, temblaba levemente hasta rendirse de nuevo sin poder con su peso, como ala de gallina. El niño pensaba que, en el fondo, el reloj tenía razón y que aquella avería eterna era una determinación realista. También a él le gustaría quedarse parado, pero no en las diez menos cinco sino cuatro horas antes, justo cuando su padre lo despertaba en la casucha en que vivían en Eirís. Fuese invierno o verano, una nube de niebla se aposentaba en aquel lugar, una humedad compacta que parecía ir encogiendo la casa año tras año, combando el tejado, abriendo grietas en las paredes. El niño estaba seguro de que, por la noche, uno de sus tentáculos bajaba por la chimenea y se fijaba en el techo con sus grandes ventosas, dejando aquellas manchas circulares como imágenes de cráteres de un planeta gris. El primer paisaje del despertar. El niño tenía que atravesar la ciudad hasta la Porta Real, donde recogía los ejemplares de La Voz de Galicia. A veces, en invierno, corría para ahuyentarse el frío de los pies. Su padre le había hecho unas suelas con pedazos de neumático de coche. Cuando corría, el niño hacía runnn runnnn ruuuun para abrirse paso por entre la niebla.

Todos sabían que el expreso de Madrid llegaría con mucho retraso. El niño no entendía muy bien por qué lo llamaban retraso si el tren siempre llegaba puntual dos horas después. Pero allí estaban todos, los taxistas, los maleteros, el viejo Betún, diciendo: Parece que viene con retraso. Eran ellos, empeñados en su error, los que llegaban a destiempo. Si aceptasen la realidad, él podría dormir un poco más y no tendría que cortar la niebla con su bocina fantástica.

El viejo Betún le dijo:

Sí, claro. Pero ¿y si un día llega a tiempo? Te crees muy listo, ¿eh, cabezón?

A él le gustaría vender tabaco. Pero eso ya lo hacía el viejo Betún, que antes había sido limpiabotas. Vendía tabaco y vendía de todo. Su abrigo era un gran almacén con un surtido imprevisible. Por eso lo llevaba puesto también en verano. Pero el niño solamente vendía periódicos. Hoy podría ser un buen día si los comprasen algunos de aquellos hombres. Entre ellos y los del expreso despacharía el lote y no tendría que andar voceando por ahí. De regreso iría dando un paseo con las manos en los bolsillos y compraría un botellín de gaseosa.

Pero ninguno de aquellos hombres que caminaban en fila iba a comprar el periódico. Sólo uno, alto, con un traje viejo sin corbata y un maletín de cuero gastado por las esquinas, se paró un instante y miró la primera página. Un titular en grandes caracteres. «Hitler y Franco se entrevistan.» El hombre del traje sin corbata y maletín de cuero siguió leyendo a medida que se alejaba. La entradilla de la noticia en tipo destacado: «El Führer ha tenido hoy, con el jefe del Estado español, Generalísimo Franco, una entrevista en la frontera hispano-francesa. La entrevista ha tenido lugar en el ambiente de camaradería existente entre ambas naciones». Puesto que parecía interesarle la noticia, si aquel hombre comprase un periódico podría encontrar en el interior un comentario de la agencia oficial Efe en el que se señalaba que «la figura señera y soberana del Caudillo, en la ya histórica entrevista con el Führer, ha ratificado ante Europa y el mundo la voluntad imperial de nuestra Patria». Pero aquel hombre no podía abrir el periódico por la sencilla razón de que formaba parte de la fila, aunque casi era el último, y justamente llevaba detrás un guardia de tricornio y capote, armado de fusil, que no se detuvo ante el chaval vendedor de periódicos sino que siguió marcando el paso.

A esa hora no estaba prevista la salida de ningún tren, pero esta mañana había estacionado un convoy en una de las vías principales. Era un convoy de vagones cerrados con madera, de los usados para transporte de mercancías y ganado. Los hombres formaron en el andén y dejaron en el suelo los mínimos atados de ropa que llevaban. Un guardia los fue contando diciendo en voz alta sus respectivos números. El niño pensó que de llamarse por un número le gustaría ser el 10, que era el que le correspondía a Chacho, su futbolista preferido, aquel que decía: ¡Hay que pasar la bola colgada de un hilo! Pero apareció de nuevo otro guardia, distinto del de antes, y los contó de nuevo. Y uno de los factores de la estación también pasó cantando los números, éste mucho más rápido, como si compitiese con los anteriores. Quizá les faltaba uno, pensó el niño, y miró alrededor y debajo de los vagones. Pero a quien encontró fue al viejo Betún que le dijo:

Son presos, cabezón. Presos que están enfermos. Tuberculosos.

Y escupió en el suelo un salivazo y luego lo pisó como se hace con los bichos, que se pisan adrede.

Desde donde estaba, en línea con la puerta principal y con la sala de taquillas por el medio, el chaval vendedor de periódicos podía controlar quién entraba en la estación. Normal, pues, que viese a las dos mujeres en cuanto bajaron de un taxi. Una era mayor, sin ser vieja, y la otra más joven, pero vestían de forma parecida, como si compartiesen la ropa y la barra de labios. Bien, pensó el chaval vendedor de periódicos, estas dos tienen toda la pinta de comprar el periódico. Porque adivinaba quién compraba o no el periódico nada más verlos aunque, claro está, a veces se equivocaba e incluso se llevaba sorpresas. Una vez, por ejemplo, le compró el periódico un ciego. Y, además de los viajeros, tenía unos clientes fijos muy especiales, sus asiduos: la vendedora de flores descalza, la pescantina y el castañero. Seguramente, muchos periodistas desconocen la gran utilidad que tienen los periódicos. El castañero, por ejemplo, hacía unos cartuchos cónicos tan perfectos como las flores de cala que vendía la florista de los pies descalzos.

Estas dos señoritas de cara lavada, pensó ahora el chaval de los periódicos, seguro que me compran un periódico. Pero se equivocó. Quizá fue por su culpa. Porque la más joven, al principio, atendió a su llamada, e incluso quedó clavada ante la primera página con la histórica foto del Führer y Franco. Pero luego desvió la mirada hacia el andén y a él se le ocurrió decir:

Son presos, señorita. Presos enfermos.Tuberculosos.

Y dudó si escupir al suelo como había hecho el viejo Betún, pero no lo hizo por falta de confianza y porque, además, la mujer lo miró con ojos repentinamente llorosos, como si le hubiese entrado una arena, y se echó a correr hacia el andén como empujada por un resorte. Y sus zapatos de medio tacón llenaron de eco toda la estación, e incluso parecía que sacudían de su somnolencia la aguja de los minutos.

El chaval de los periódicos vio cómo la mujer joven recorría con angustia la fila de presos, sin contar números, y cómo al fin se abra zaba al hombre del traje viejo sin corbata. Ahora, en la estación, todo quedaba detenido, más detenido aún de lo normal, pues cuando pasaba el alboroto propio de las llegadas o salidas, la estación adquiría un aire de callejón sin salida. Todo fuera del tiempo, en el reloj parado, menos aquellos dos abrazándose. Hasta que un teniente salió de su propia estatua, se dirigió hacia ellos y los separó como hace el podador con las gavillas de las plantas.

Y por último, pasó un guardia que contaba muy despacito, como si no le importase que pensasen que no sabía contar, y que al hacerlo apuntaba a los presos con la batuta de un lápiz grueso y encarnado.

Como el que usa mi abuelo, pensó el chaval vendedor de periódicos. Un lápiz de carpintero.

Загрузка...