Está arriba, en la galería, escuchando a los mirlos.
Carlos Sousa, el periodista, dijo gracias cuando ella lo invitó a pasar con el gesto de una sonrisa. Sí, gracias, pensó mientras subía la escalera, a la puerta de cada casa debería haber dos ojos como ésos.
Sentado en una silla de mimbre, junto a una mesa camilla, con la mano posada en el libro abierto como quien hace suya y medita una página brillante, el doctor Da Barca miraba hacia el jardín, envuelto en un aura de luz invernal. La estampa sería apacible si no fuera por la mascarilla de oxígeno. El tubo que lo unía a la bombona pendía sobre las flores blancas de las plantas de azalea. A Sousa la escena le pareció de una inquietante y cómica melancolía.
Cuando se dio cuenta de la visita, alertado por el crujir de las tablas del suelo de la sala, el doctor Da Barca se levantó y se quitó la mascarilla con una sorprendente agilidad, como si fuese el mando de una consola infantil. Era alto y ancho de hombros, y mantenía alzados los brazos en arco. Parecía que su función más natural era la del abrazo.
Sousa se sintió perplejo. Iba con la idea de que se trataba de visitar a un agonizante. Afrontó incomodado el encargo de arrancarle sus últimas palabras a un anciano de vida agitada. Pensaba escuchar un hilo de voz incoherente, la lucha patética contra el mal de Alzheimer. Jamás habría podido imaginar una agonía tan luminosa, como si en realidad el paciente estuviese conectado a un generador. No era ésa su enfermedad, pero el doctor Da Barca tenía la belleza tísica de los tuberculosos. Los ojos agrandados como lámparas veladas de luz. Una palidez de loza, barnizada de rosa en las mejillas.
Aquí tienes al reportero, dijo ella sin dejar de sonreír. Fíjate qué jovencito.
No tan joven, dijo Sousa, mirándola con pudor. Ya fui más de lo que soy.
Siéntese, siéntese, dijo el doctor Da Barca. Estaba paladeando este oxígeno. ¿Le apetece un poco?
El reportero Sousa se sintió algo aliviado. Aquella bella anciana tras la llamada de la aldaba, que parecía escogida para un capricho por el cincel del tiempo. Aquel grave enfermo, hospitalizado hasta hacía dos días, animoso como un campeón ciclista. En el periódico le habían dicho: Hazle una entrevista. Es un viejo exiliado. Cuentan que hasta trató al Che Guevara en México.
¿Y eso hoy a quién podría importarle? Sólo a un jefe de información local que por las noches lee Le Monde Diplomatique. Sousa aborrecía la política. En realidad, aborrecía el periodismo. En los últimos tiempos había trabajado en la sección de sucesos. Estaba quemado. El mundo era un estercolero.
Los larguísimos dedos del doctor Da Barca aleteaban como teclas con vida propia, como prendidas al órgano por una vieja lealtad. El reportero Sousa sintió que esos dedos lo estaban explorando, percutiendo en su cuerpo. Tuvo la sospecha de que el doctor analizaba con las linternas de sus ojos el significado de sus ojeras, de aquellas prematuras bolsas en los párpados, como si él fuese un paciente.
Y podría serlo, pensó.
Marisa, corazón, ponnos algo de beber para que salga bien la necrológica.
¡Qué cosas tienes!, exclamó ella. No hagas esas bromas.
El reportero Sousa se iba a negar, pero se dio cuenta de que sería un error rechazar un trago. Hacía horas que se lo estaba pidiendo el cuerpo, un trago, un maldito trago, se lo estaba pidiendo desde que se había levantado, y en aquel momento supo que había dado con uno de esos hechiceros que leen en la mente de los demás.
¿No será usted un señor Hache-Dos-O?
No, dijo él siguiendo con la ironía, mi problema no es el agua, precisamente.
Magnífico. Tenemos un tequila mexicano que resucita a los muertos. Dos vasos, Marisa, por favor. Y luego miró para él, guiñándole un ojo. Los nietos no se olvidan del abuelo revolucionario.
¿Cómo se encuentra?, preguntó Sousa. De alguna forma tenía que empezar.
Ya ve, dijo el doctor abriendo los brazos con jovialidad, muriéndome. ¿De verdad cree que tiene algún interés entrevistarme?
El reportero Sousa recordó lo que le habían dicho en la tertulia del Café Oeste. Que el doctor Da Barca era un viejo rojo irreductible. Que había estado condenado a muerte en 1936 y que salvó el pellejo de milagro. De milagro, repitió uno de los informantes. Y que, después del presidio, había vivido exiliado en México, de donde no quiso regresar hasta la muerte de Franco. Seguía con sus ideas. O con la Idea, como él decía. Un hombre de otros tiempos, concluyó el informante.
Yo ya soy un ectoplasma, le dijo el doctor. O, si lo prefiere, un extraterrestre. Por eso tengo problemas con la respiración.
El jefe de información local le había dado un recorte de prensa con una foto y una breve nota en la que se informaba de un homenaje popular al doctor. Le agradecían la atención, siempre gratuita, a la gente más humilde. "Desde que volvió del exilio", contaba una vecina, "nunca le echó la llave a la puerta". Sousa explicó que sentía no haberlo visitado con anterioridad. Que la entrevista estaba pensada para antes de que lo internaran en el hospital.
Usted, Sousa, dijo el doctor, despreocupándose de sí mismo, ¿no es de aquí, verdad?
Dijo que no, que era de más al norte. Llevaba allí pocos años, y lo que más le gustaba era la bonanza del tiempo, un trópico en Galicia. De vez en cuando iba a Portugal, a tomar bacalao a la Gomes de Sáa.
Disculpe la curiosidad, ¿vive usted solo?
El reportero Sousa buscó la presencia de la mujer, pero se había ido suavemente, sin decir nada, tras dejar las copas y la botella de tequila. Era una situación extraña, la del entrevistador entrevistado. Iba a decir que sí, que vivía muy solo, demasiado solo, pero respondió riendo. Está la patrona de la pensión, se preocupa mucho porque estoy delgado. Es portuguesa, casada con un gallego. Cuando se enfadan, ella le llama portugués y él le dice que parece una gallega. Le ahorro los adjetivos, claro. Son de grueso calibre.
El doctor Da Barca sonrió pensativo. Lo único bueno que tienen las fronteras son los pasos clandestinos. Es tremendo lo que puede hacer una línea imaginaria trazada un día en su lecho por un rey chocho o dibujada en la mesa por los poderosos como quien juega un póker. Recuerdo una cosa terrible que me dijo un hombre. Mi abuelo fue lo peor que se puede ser en la vida. ¿Qué hizo entonces, mató?, le pregunté. No, no. Mi abuelo por parte de padre fue sirviente de un portugués. Estaba borracho de bilis histórica. Pues yo, le dije para fastidiarlo, si pudiese escoger pasaporte, sería portugués. Pero por suerte esa frontera se irá difuminando en su propio absurdo. Las fronteras de verdad son aquellas que mantienen a los pobres apartados del pastel.
El doctor Da Barca mojó los labios en la copa y luego la alzó como en un brindis. ¿Sabe? Yo soy un revolucionario, dijo de repente, un internacionalista. De los de antes. De los de la Primera Internacional, si me apura. ¿A que le suena raro?
A mí no me interesa la política, respondió Sousa como en un reflejo instintivo. Me interesa la persona.
La persona, claro, murmuró Da Barca. ¿Ha oído usted hablar del doctor Nóvoa Santos*?
(* Brillante patólogo e intelectual gallego, formó parte de la Agrupación al Servicio de la República junto con Ortega y Gasset. Fue diputado en las Constituyentes de 1931. (N. de la T.))
No.
Era una persona muy interesante. Expuso la teoría de la realidad inteligente.
Siento no conocerlo.
No se preocupe. Casi nadie lo recuerda, empezando por la mayoría de los médicos. La realidad inteligente, sí, señor. Todos soltamos un hilo, como los gusanos de seda. Roemos y nos disputamos las hojas de morera pero ese hilo, si se entrecruza con otros, si se entrelaza, puede hacer un hermoso tapiz, una tela inolvidable.
Atardecía. En la huerta, un mirlo se echó a volar cual pentagrama negro, como si de repente se hubiese acordado de una cita olvidada, al otro lado de la frontera. La hermosa señora se acercaba de nuevo a la galería con el andar suave de un reloj de agua.
Marisa, dijo él repentinamente, ¿cómo era aquel poema del mirlo, el del pobre Faustino*?
(*Se refiere a Faustino Rey Romero, sacerdote y poeta. Crítico con el franquismo y la Iglesia oficial, acabó sus días exiliado en América (N. de la T.))
Tanta paixón e tanta melodia
tiñas nas túas veas apreixada,
que unha paixón a outra paixón sumada,
no breve corpo teu xa non cabía.*
(*Tanta pasión y tanta melodía / tenías en tus venas apresada / que una pasión a otra pasión sumada / ya en tu breve cuerpo no cabía. (N. de la T.))
Lo recitó sin hacerse de rogar y sin forzar la entonación, como atendiendo a una petición natural. Fue su mirada, un resplandor de vitrales en el crepúsculo, lo que conmovió al reportero Sousa. Bebió un largo trago de tequila para ver cuánto quemaba.
¿Qué le parece?
Hermosísimo, dijo Sousa. ¿De quién es?
De un cura poeta al que le gustaban mucho las mujeres. Y sonrió: un caso de realidad inteligente.
Y ustedes, ¿cómo se conocieron?, preguntó el reportero, por fin dispuesto a tomar notas.
Yo ya me había fijado en él paseando por la Alameda. Pero lo escuché hablar por primera vez en un teatro, explicó Marisa mirando para el doctor Da Barca. Me habían llevado unas amigas. Era un acto republicano en el que se debatía si las mujeres debían o no tener derecho a voto. Hoy nos parece raro, pero en aquellos tiempos era algo muy controvertido, incluso entre las mujeres, ¿verdad? Y entonces Daniel se levantó y contó aquella historia de la reina de las abejas. ¿Te acuerdas, Daniel?
¿Cómo es esa historia de la reina de las abejas?, preguntó intrigado Sousa.
En la Antigüedad no se sabía cómo nacían las abejas. Los sabios, como Aristóteles, inventaron teorías disparatadas. Se decía, por ejemplo, que las abejas venían del vientre de los bueyes muertos. Y así durante siglos y siglos. Y todo esto, ¿sabe por qué? Porque no eran capaces de ver que el rey era una reina. ¿Cómo sustentar la libertad sobre una mentira semejante?
Le aplaudieron mucho, añadió ella.
Bah. No fue una ovación indescriptible, comentó el doctor con humor. Pero hubo aplausos.
Y dijo Marisa:
Él ya me gustaba. Pero fue después de oírlo aquel día cuando me pareció verdaderamente atractivo. Y más aún cuando mi familia me advirtió: a ese hombre, ni te acerques. Enseguida se informaron de quién era.
Yo pensaba que ella era costurera.
Marisa rió:
Sí, le mentí. Fui a hacerme un vestido a un taller de costura que había frente a la casa de su madre. Yo salía de probar, y él venía de visitar a sus enfermos. Me miró, seguí adelante y de repente se dio la vuelta: ¿Trabajas aquí? Yo asentí. Y él dijo: ¡Pues qué costurera más bonita! Debes de coser con seda.
El doctor Da Barca la miraba con sus viejos ojos tatuados de deseo.
Entre las ruinas arqueológicas de Santiago, aún debe de haber un revólver herrumbroso. El que nos llevó ella a la cárcel para que intentáramos salvarnos.