9. La odalisca

Habían pasado toda la tarde juntos en la cama, Glass y su amante, y al caer la noche estaba él recostado como un pacha, en calzoncillos, apoyado en los almohadones, mientras Alison se había sentado en su mesa de trabajo, desnuda, en una banqueta de piano de terciopelo rojo, frente a la reluciente y silenciosa pantalla de su portátil. Glass fumaba un cigarro. Era feliz, o al menos estaba contento. Había una suerte de dulcísima tristeza en el sexo por la tarde. Llovía fuera, y la luz nacarada que entraba a raudales por la gran ventana inclinada del estudio parecía casi irlandesa. Sólo llegaba a sentir nostalgia verdadera cuando llovía. Estaba pensando, sumido en una ausencia soñadora, lo mucho que le recordaba el sonido del teclado al modo en que le castañeteaban a su abuela las piezas bailonas de la dentadura postiza, mientras la espalda bien torneada de Alison le recordaba la fotografía de Man Ray en la que posa Kiki de Montparnasse como si fuera un violín.

– Joder -dijo de repente-. ¿Tú has visto este blog?

– ¿Ese qué?

– Por Dios, no te las des ahora de no saber lo que es un blog.

– ¿Es algo que hay en internet? -a él le divertía tomarle el pelo.

Ella se volvió a mirarle, y la luz de la lluvia le plateó los pechos.

– No quiero ni pensar cómo has llegado a ser periodista teniendo tan poca experiencia del mundo.

– Internet no es el mundo, corazón.

– Pues para que te enteres, corazón -dijo arrastrando las sílabas-, todo el mundo usa internet. Todo el mundo, menos tú.

El cabello oscuro le rozaba casi los hombros desnudos, formando un marco ovalado en torno a su pálido semblante, alargado por la barbilla puntiaguda. Desnuda, parecía menos una Madonna que una de aquellas odaliscas en tonos rosados y platino que pintó Modigliani. Había colocado una toalla bajo su trasero, para impedir que lo que de él aún quedara dentro de ella se derramase sobre el terciopelo rojo de la banqueta. Él se maravilló ante la exhaustividad con que se había desembarazado ella de todo rastro de la mojigatería irlandesa ante la perspectiva de ser quien iba a ser. Desde niño había contado él con que cualquier muchacha que se levantase de la cama se envolviera inmediatamente con cualquier tela, ajustándosela con destreza bajo las axilas, como hacían siempre las chicas en las películas.

– Es ese tal Cleaver -dijo ella-. El tipo que llamó preguntando por ti.

– ¿Cómo? -de súbito, había logrado ella reclamar toda su atención-. ¿A qué te refieres?

– Su blog. El cuchillo de Cleaver, así lo llama. Mira: «Todas las noticias por las que vale la pena jugársela», dice. Ha escrito y piensa escribir, por lo visto, sobre ese investigador que ibas a contratar, ¿Dylan Riley, se llamaba? El otro día me preguntaste por él -siguió leyendo en silencio-. Joder -dijo al cabo-. ¿Sabías que se lo han cargado?

– ¿A quién?

– Al tal Riley. Le han pegado un tiro. Alguien lo ha matado de un disparo -se volvió hacia él casi con enojo-. ¿Eso ya lo sabías?

El miró al techo.

– Ejem…

– ¿Y por qué no me has dicho nada? Anda, no me vengas ahora con una de tus respuestas inteligentes -lo estaba mirando con auténtico enfado-. Dijiste que había querido chantajearte. Por lo nuestro.

Él se incorporó y depositó la ceniza en el cenicero de plástico, con una imagen de Betty Boop, que había comprado un día de invierno en que fue con Alison a Coney Island.

– No dije yo que fuera por lo nuestro. Creí que podía tratarse de lo nuestro. Afirmó que sabía algo, que había averiguado algo, eso es todo -se encogió de hombros imitando a un artista, alzándolos y bajando las comisuras de los labios en una muestra de desvalimiento-. No quiso decirme de qué se trataba.

Alison siguió sentada sin mover un dedo, como si ni siquiera respirase, mirándolo fijamente. Había adoptado su actitud de inactividad, a la espera de lo que pudiese suceder. Bajo su impávido escrutinio él se sintió molesto, irritado, como siempre.

– Mira -le dijo-, yo de todo esto no sé más de lo que sabes tú. Hablé con Dylan Riley un par de veces, lo he visto sólo una. Y de pronto va y aparece muerto. Sabe Dios quién lo habrá asesinado. Era un metomentodo profesional, tenía enemigos a patadas.

Colérica, ella se apartó un mechón de cabello de la mejilla.

– ¿Quieres decir que se lo había ganado a pulso?

– No, no es eso lo que quiero decir. ¿Qué quieres que te diga?

– ¿Que qué quiero que me digas? Mira, a veces me da la impresión de que vives en una obra de teatro, soltando a todas horas tópicos que haya escrito otro para que los digas tú. Lo que quiero es que me digas lo que sabes. Quiero que me digas la verdad.

Él se levantó del colchón ancho y bajo -la cama era un mero bastidor de madera apoyado en las cuatro esquinas sobre ladrillos apilados- y se encaminó al cuarto de baño. El espacio era muy reducido, poco mayor que un armario; el techo, abuhardillado, y el olor a humedad irreprimible. Cerró la puerta y se sentó sobre la tapa del retrete, sujetándose la cara entre las manos. Se sentía hostigado, casi cómicamente impedido, como un payaso al que se le pega algo en la suela del enorme zapato y no logra desprenderlo.

Oyó las pisadas de Alison, impaciente, y descalza, acercarse a la puerta.

– Anda -le dijo a través de la puerta-, no te escondas ahí.

– No me he escondido -se puso en pie y se vio reflejado en el espejo, encima del lavabo. Tenía un aire quejumbroso, desesperado, como el del preso que se ha dado a la fuga y que acaba de oír los primeros ladridos de los sabuesos aún a lo lejos. Se puso los dedos bajo los ojos y se estiró los párpados inferiores, poniendo cara de lagarto. Sacó la lengua; la tenía revestida de un gris desagradable. Por un instante pareció ver superpuesto en su semblante el rostro del capitán Arabrose, moreno, con su aura de santidad, sonriéndole con lastimosa compasión.

– ¿Qué quieres que te diga?-gritó por encima del hombro.

Alison golpeó la puerta con los nudillos y él volvió a percibir su enfado.

– Deja de decir eso, ¿quieres hacerme el favor?

– ¡Si no sé qué pretendes que te diga…! -abrió la puerta de un tirón. La encontró apoyada contra la jamba, desnuda aún, con los brazos cruzados bajo los pechos. Tenía el vello del pubis brillante y muy rizado. Qué deliciosa es, pensó con una punzada de pena; qué adorable.

Ella habló en voz baja, llana, demostrándole que estaba haciendo un gran esfuerzo por ser paciente, tolerante, razonable.

– De entrada -le dijo-, podrías decirme de qué te habló ese tal Cleaver.

– Me preguntó si había hablado con la policía.

– ¿Es negro?

– Como el carbón.

– Más te valdría que aquí no te oigan hablar de ese modo.

– Me montó un numerito típico de negro bonachón, dicharachero, todo gachas de tapioca y ritmos de la naturaleza y acento del sureste. Y me pareció que se divertía que no veas.

Ella no le escuchaba; había fruncido el ceño con evidente preocupación, y él se dio perfecta cuenta; no supo qué hacer para remediarlo.

– ¿Y tú… qué?-preguntó.

– ¿Que yo qué… de qué?

– Que si has hablado con la policía.

– Ellos hablaron conmigo. Un policía habló conmigo, mejor dicho. El capitán Ambrose. Un tipo melancólico. Quería que le hablara de los hermanos Menéndez.

– ¿Los hermanos qué?

– Da igual. Había leído un artículo que publiqué en su día.

Pasó por delante de ella y regresó a la amplitud del estudio. Empezaba a hacer frío al tiempo que se adensaba la luz del crepúsculo y las sombras voluminosas, grises como la tinta aguada, se acumulaban bajo el techo inclinado. Siempre que estaba allí tenía la sensación de que debería agacharse bajo todas aquellas inclinaciones, todos aquellos ángulos, el gran ventanal de cristales hollinosos que le producía la impresión de una caída constante, hacia atrás, muy lenta. Alison le siguió.

– ¿No tienes frío? -preguntó él. Ojalá, se dijo, se vistiera. Necesitaba pensar con suma precisión, decidir qué debía decirle y, mucho más importante, qué era lo que no debía decirle de ninguna manera, y su desnudez era una fuente de distracción. Cuando aún era un adolescente en Dublín sólo de ver un pezón se le ponían las gónadas como los tambores giratorios de una máquina tragaperras-. ¿Qué ha dicho Cleaver de todo esto en ese blog que tiene? -le preguntó.

Alison fue a situarse ante la mesa y apretó una tecla del portátil.

– ¿Qué había llegado a saber Dylan Riley? -leyó-. ¿Por qué tuvo alguien la imperiosa necesidad de meterle un balazo en pierio ojo? Riley, un conocido investigador privado, apareció en su taller, en Vandam Street, el pasado martes, muerto y tirado de bruces encima de su MacBook Pro…

– No estaba tirado de bruces encima de nada -dijo Glass.

– … con la mitad de los sesos desparramados sobre la pantalla, lo cual a tenor de las circunstancias sin duda tiene que ser símbolo de algo. Como de costumbre, lo mejorcito de Nueva York se está rascando el cogote, o devanándose los sesos que les queden, tratando de dar con un quién y un porqué. La novia de Riley, Terri (con «i» latina) Taylor, dijo a la policía que bla, bla, bla. El Cuchillo de Cleaver ha recabado información fidedigna (esto es, los polis nos lo han dicho) y ha sabido que la última llamada telefónica que hizo Riley fue para ponerse en contacto con el señor John Glass, renombrado periodista de fama internacional y defensor de causas perdidas, quien, según ha querido un desdichado azar, actualmente se encuentra trabajando en una biografía o, mejor dicho, en la biografía de su señor suegro, magnate de la electrónica y antiguamente espía en nómina de la Compañía, el señor William Mulholland, «el Gran Bill». El Cuchillo de Cleaver por fuerza tiene que preguntarse si aquí no habremos entrado por pura inadvertencia en un laberinto de espejos… -dio la espalda a la pantalla. Glass estaba de pie junto a la cama, abotonándose la camisa. Ella se dirigió al lateral de la cama que ocupaba cuando estaban juntos y tomó del armario una prenda de seda para ponérsela, estudiando en todo momento a Glass con los ojos entornados-. ¿Qué fue lo que te dijo Cleaver cuando estuviste con él?

Él se agachó para ponerse los pantalones, y encogió un hombro a la defensiva.

– Poca cosa. Más bien quiso sondearme, sonsacarme información, seguramente para armar un reportajillo de ese tipo.

– ¿Y sabía algo de todo esto? -hizo una mueca sardónica-. De lo nuestro, claro está.

– Es probable. Te llamó a ti por pensar que tu número de teléfono era el mío. Lo obtuvo de Riley, cuyos archivos parece ser que dejaban mucho que desear en cuanto al orden.

– Entonces Riley sí sabía lo nuestro.

– Es obvio.

Ella rió un instante.

– ¿A ti te parece que hay algo obvio en. todo esto?

Él suspiró. Se sentía fatigado. Ojalá, se dijo, no hubiera oído nunca ese nombre, el de Dylan Riley, y en silencio maldijo a sus contactos, a quienes se lo habían recomendado. Iba a encender otro cigarro, pero Alison le pidió que se abstuviera.

– ¿Te importaría no fumar más? Esto ya apesta a tabaco.

Ella nunca fumaba en el estudio.

Devolvió el cigarro al interior del paquete con parsimonia, con resentimiento.

– Vámonos a comer algo -dijo él.

– Aún es pronto.

– Tengo hambre.

– No seas borde.

– No lo soy.

– Sí lo eres.

Así eran a menudo los diálogos entre ambos, al menos últimamente: la repentina arremetida, el latigazo de irritación, seguidos de un silencio del que salían chispas. Respiró hondo.

– ¿Adónde quieres que vayamos?

– ¿Adónde vamos siempre? -ella se apretó con la mano la frente-. Ve tú a encontrar una mesa. Me visto y te sigo ahora mismo.

Él se volvió.

– Alison…

– ¿Sí? -respondió mirándole.

– Lo lamento.

Ella apartó la mirada. Una especie de vergüenza, un azoramiento casi embarazoso se apropió del espacio que mediaba entre los dos.

– Lo del asesinato de ese tío… -dijo ella-. ¿Tú crees que ha tenido algo que ver con tu suegro?

– La verdad es que no lo sé -necesitaba fumar con urgencia-. Espero que no.

– ¿Has hablado… has hablado con Louise de este asunto?

– Pues no, lo cierto es que no. A Louise no le suele interesar esta clase de cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– Que alguien a quien no conoce de nada resulte asesinado. Sus preocupaciones e intereses se mueven en una esfera limitada. Su cartera de activos. Conseguir la mejor mesa que exista en Masa. La calidad de la nieve que se espera este año en Klosters -no pudo parar-. El Fondo de Inversiones Mulholland. El futuro de su hijo. Que yo me lleve mi merecido.

Ella tensó los labios.

– Anda, ve a buscar una mesa -dijo.

Cenaron en el pequeño bistró a la vuelta de la esquina, adonde iban casi todas las veladas en que estaban juntos, que no eran demasiadas, y que" cada vez eran menos. No supo por qué Alison le aguantaba, porque él mismo no se hubiese aguantado. Supuso que se sentía sola, igual que él: dos exiliados procedentes de un pequeño lugar y embarrancados allí, en medio de una enormidad. La imagen que se había formado él de Estados Unidos era la de un búfalo que baja la testuz y se dispone a embestir, con la cornamenta de frente a la vieja Europa, y él un mero microbio encaramado en precario al formidable hocico del animal. Tal vez debiera en efecto volverse a su sitio, a Irlanda; tal vez debieran marcharse juntos los dos, o tal vez por separado, pero en todo caso marcharse.

Después de la cena pasearon hasta Washington Square. Había dejado de llover y la noche despedía una fragancia fresca y limpia. Glass recordó el encuentro que tuvieron allí mismo, un mediodía en pleno invierno, poco antes de Navidad, paseando envueltos en el aire cristalino de aquel rectángulo despoblado, bajo unos árboles espectrales, sin prisa y sin descanso. El tiempo transcurrido desde entonces parecía que fuera mucho más dilatado que los cuatro meses anteriores.

– Fue precisamente aquí, en la librería de Washington Square, en 1920 -le dijo-, donde el jefe de la Sociedad para la Prevención del Vicio, un fulano llamado Sumner, me parece, compró un ejemplar de Little Revino, en la cual se había publicado el episodio de Gerty MacDowell, del Ulises, y el tipo elevó una denuncia ante la policía, con lo cual desencadenó el juicio del libro por delito de obscenidad. Me juego cualquier cosa a que eso no lo sabías.

– Eres un pozo sin fondo de información -dijo Alison como si nada.

El aire se había suavizado con la caída de la noche. A Glass le encantaba la ciudad de noche, los destellos y relumbres que despedía, el sólido zumbido de la vida que seguía su curso por doquier, impasible, sin dejarse intimidar ante nada.

– ¿Qué piensas hacer -preguntó Alison- si descubres que ese asesinato tiene alguna relación con Mulholland?

– No pienso descubrir semejante cosa -dijo casi con un gruñido, extrañado de su ira. Respiró hondo-. Ya te lo dije: tiene que haber docenas de personas que se habrán alegrado de ver desaparecer a Dylan Riley. ¿Por qué piensas automáticamente que mi suegro tiene que estar implicado?

– Eh, ¿por qué te pones tan a la defensiva?

Él suspiró.

– No estoy a la defensiva. Lo que pasa es que estoy harto de verme sometido a un interrogatorio.

– Cuando viniste a verme después de que Riley te llamase por teléfono tenías verdadero pánico, ¿o es que ya se te ha olvidado? Estabas aterrado sólo de pensar en qué podía haber descubierto sobre lo nuestro. ¿De qué otra cosa estabas tan atemorizado, si no era de que pudiese irle con el cuento al Gran Bill Mulholland, y decirle que se la estás dando con queso a su hija? -lo tomó del brazo no con afecto, sino acercándosele como una asesina sigilosa, pensó él de repente, situándose de modo que pudiera clavarle la daga hasta la empuñadura-. Siempre le has tenido miedo -dijo-. Miedo de lo que podría hacerte, miedo de lo que podría quitarte. Eso te aterra.

Él hizo un alto, obligándola a detenerse a la vez. El cuadrado de cielo, por encima de ambos, despedía una luminiscencia anaranjada, enfermiza. Él respiraba con dificultad: un hombre acorralado.

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que podría quitarme?

Ella no respondió en el acto. Siguió mirándole con media sonrisa, sardónica a su pesar, moviendo la cabeza despacio, de un lado a otro.

– Mírate bien -dijo-. Tú mira en qué te has convertido. Mira qué es lo que han hecho de ti.

Se soltó de su brazo con un gesto entristecido, aunque renunciando a él sin la menor flaqueza, y echó a caminar hacia Bleecker Street. Él la vio marcharse. Dos o tres sirenas de la policía ululaban a no demasiada distancia. Se dio cuenta de que debería seguirla, las sirenas a su espalda parecían un frenético apremio, y sin embargo no supo animarse a dar el primer paso. Al igual que tantas otras cosas, fine como si ella se alejase de él y descendiera una larga pendiente que se perdiese en la negrura.


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