12. La libra protestante

Nada más pudo facilitar Terri Taylor a John Glass, nada más allá del nombre de Charles Varriker, que aparecía una y otra vez, con interesante regularidad. Glass seguía sin saber por qué había acudido Terri a él. Era posible que, para ella, él fuese una de las piedras angulares de Dylan Riley, todas las cuales acaso se hubiera propuesto visitar antes de sentirse libre por completo para regresar a su casa, a Des Moines.

– Nueva York no es mi sitio -le había dicho, y había sonreído con pesar-. Tampoco creo que lo sea Des Moines, claro.

Parecía como si la muerte de Dylan Riley le hubiera causado más cansancio que tristeza. Era joven, la muerte resultaba algo aún excesivo para ella: algo demasiado extraordinario, demasiado desconcertante, demasiado irreal. Se la imaginó al cabo de diez años, casada con un ejecutivo de una compañía de seguros, viviendo con él y con un par de niños en una casita atildada, en una zona residencial de la periferia, donde comenzaban los campos de maíz y se extendían kilómetro tras kilómetro, formando olas relucientes, repasados por el viento, hasta llegar al horizonte de la llanura.

«Usted era uno de sus héroes», le había dicho refiriéndose a Riley. Y alguien le había pegado a Riley un balazo en el ojo.

Por la tarde fue caminando hasta el cruce de Lexington Avenue con la Quinta Avenida para tomar el Hampton Jitney. Una de las ventajas no por cierto menores de estar casado con una adinerada heredera consistía en que no tenía que hacer el equipaje cuando viajaba a la casa de Long Island, ya que en ella le estaba esperando todo cuanto pudiera necesitar, incluido el cepillo de dientes y el pijama y ropa limpia.

Aborrecía ese trayecto en autobús. Se le hacía largo, tedioso, ruidoso; llegaba apestando a humo del escape, y de mal humor. La primera vez que oyó hablar del Hampton Jitney se imaginó algo tomado de una de las disparatadas comedias de Frank Capra, un autobús destartalado, con el morro en forma de bulbo y el techo lleno de maletas de cartón, y una imitación de Marilyn sentada en primera fila y retocándose el carmín de los labios, procurando no hacerse una carrera en las medias con el muelle que sobresaliera del asiento. La realidad, inevitablemente, fue muy distinta. Había imaginado que dispondría de amplias panorámicas, de vistas al mar, teniendo en cuenta lo estrecha que era la isla incluso en su punto de máxima anchura, pero se encontró con una carretera llana, anodina, jalonada por las gasolineras y las pizzerías de turno, que pasaba cerca de alguna aldea sin el menor encanto. Supuso que Bridgehampton sí era un pueblo bastante hermoso, un remedo bastante logrado del estilo de los Padres Fundadores de la nación estadounidense, y Silver Barn era en efecto una casa espléndida, construida en lo alto de una loma baja y arbolada, con vistas a un pinar y un robledal, más allá de los cuales se veía, siempre rutilante, una fina línea de mar a lo lejos. El Gran Bill había construido la casa para su tercera esposa, para su actual esposa, según su percepción del matrimonio, la periodista Nancy Harrison, que no dejaba de recorrer el mundo y que seguramente nunca había pasado allí más de unas cuantas semanas. En los viejos tiempos, Glass se había tropezado alguna que otra vez con Nancy, en tal o cual rincón remoto del planeta, adonde ambos habían viajado para cubrir alguna guerra de poca monta, o bien una calamidad no provocada por el hombre, y se tomaban juntos una copa y se reían juntos del Gran Bill y sus manías. El armazón de la casa había sido originalmente un granero de construcción estilo amish que el Gran Bill había localizado en algún paraje de Pensilvania y había comprado y ordenado desmantelar y transportar madero a madero hasta Long Island, en donde se reconstruyó con abundantes añadidos y refinamientos de todo tipo. El maderamen de las paredes era del color de la madera de fresno, y estaba tan pulido como el mango de una azada.

Louise salió a recibirle al porche de estilo colonial en el momento en que bajaba del taxi. Vestía un atuendo que a él le pareció copia de Jean Seberg: playeras negras, camiseta a rayas blancas y negras, de estilo marinero, y un pañuelo rojo, de seda, anudado al cuello. Llevaba el cabello sujeto a la nuca, en una coleta, y no se había puesto maquillaje. Glass no creía que hubiese visto nunca a su mujer con una vestimenta inapropiada. Se la imaginaba perfectamente en la cubierta del Titanic con unas botas de agua de color verde y un impermeable Burberry y una pañoleta en la cabeza. En fin: la había amado en su día, y su elegancia y su serenidad no eran dos cualidades desdeñables entre todas aquellas por las que la había llegado a amar.

Ella le puso las yemas de los dedos en el hombro y le besó con ligereza de pluma en la mejilla.

– ¿Qué tal el viaje?

– Un asco, como de costumbre.

– Billones vino en helicóptero, podrías haber venido con él.

– ¡Por Dios, Louise! ¡En helicóptero!

Louise dio un paso atrás y lo miró con los labios comprimidos, en una callada muestra de reproche, como una madre que repara en su hijo, un bribonzuelo indomeñable.

– No todos podemos permitirnos el lujo de prescindir de las convenciones -le dijo-. No todos somos -él se dio cuenta de que ella quiso callar, y de que no pudo-… unos ases del periodismo.

– Lou, Lou -dijo él con fatiga-, te pido por favor que no empecemos.

La primavera que acababa de adueñarse de la ciudad no parecía haber llegado aún tan al este, y el cielo era una cúpula de un gris lechoso y sin mácula. Percibió por el olfato que se avecinaba lluvia.

– Íbamos a tomar una copa -dijo Louise-. Supongo que una no te sentará mal, ¿verdad?

Glass la siguió al interior. Aunque la casa era nominalmente de ellos dos, de Louise y suya -su padre se la había cedido por motivos fiscales-, Glass siempre se sentía como si estuviera de visita. Y, sin embargo, por fuerza tenía cariño a aquel lugar, aunque fuese de un modo más bien distante. El ambiente de sosiego que reinaba en el interior de las paredes cálidamente bruñidas era un legado de aquellas personas de vida sencilla que talaron y desbastaron y pulieron aquellas maderas un siglo antes, o tal vez más.

Llegaron hasta el porche de la parte posterior, donde había un par de balancines con mullidos cojines del color del trigo y una mesa alargada y baja, llena de cercos y cicatrices dejadas por los muchos vasos cubiertos por las gotas de la condensación que en ella se habían depositado a lo largo de los años, otra formación de los círculos que delatan la edad de la madera. Allí estaba el Gran Bill, reclinado en uno de los balancines, con los pies sobre la mesa y un tobillo encima del otro, leyendo el Wall Street Journal. A Glass siempre le fascinaba que los ricos realmente leyesen el Wall Street Journal, pues, ¿qué podían encontrar en sus páginas que no supieran con antelación, y seguro que con detalles más intrincados y más sucios que los que se publicaran en la prensa? El viejo llevaba unos pantalones de pinzas y un jersey de cachemir, y unos mocasines sin calcetines. Tenía bronceados incluso los tobillos.

– ¡John! -dijo, y dobló el periódico-. ¿Qué tal el viaje?

– John aborrece el Jitney -aclaró Louise.

– Qué lástima. ¿Has tomado el nuevo, el que tiene esos espaciosos asientos de cuero?

– Ése lo odio aún más que el antiguo -dijo Glass.

Su suegro rió.

– Eres igualito que todos los irlandeses -dijo-. A todos nos encanta sufrir.

Manuela, la criada filipina, apareció con una jarra de limonada recién hecha y tres vasos altos. Depositó la bandeja sobre la mesa y retrocedió unos pasos, alisándose con ambas manos el delantal, con los ojos clavados en el suelo a la vez que sonreía. Una de las bromas habituales en la familia era que Manuela estaba incurable y desesperadamente enamorada de John Glass, quien siempre la confundía en su fuero interno con Clara, la criada que tenía Louise en Manhattan. Le pidió que le llevase un gin-tonic y ella asintió sin decir palabra antes de marcharse veloz. Louise sirvió limonada para su padre y para ella. Glass fue a apoyarse contra la balaustrada de madera y encendió un cigarro. Bajo el porche, el césped se extendía perfectamente recortado hasta los primeros robles, en la linde de la parcela. Desde más allá de los árboles, y desde lo alto, llegaban ecos de charlas y risas breves, e incluso llegaba, muy tenue, el tintineo de las copas. Winner, el agente literario, era el dueño de la siguiente casa según ascendía la loma, y Winner tenía fama por las fiestas que celebraba. Volvió Manuela con la copa de Glass y de nuevo se marchó como si huyera.

– Aquí dice -dijo el Gran Bill, y puso la mano encima del periódico, doblado a su lado en el asiento- que el Ulster es el sitio del que ahora hay que estar pendientes. Tiene un enorme potencial económico y está a la espera de recibir el impulso indicado para despegar con verdadera fuerza.

Se agachó de lado, con la cabeza vuelta, para leer una frase impresa en el periódico.

– «La libra protestante, resuelta a dar su merecido al euro.» Vaya, me gusta… ¡La libra protestante!

– Dando caña al crédito de los católicos -dijo Glass.

El Gran Bill asintió de manera apenas perceptible y esbozó una sonrisa constreñida, tolerante.

– Pero antes tendrán que partir peras con los británicos -dijo.

Louise, sentada con el vaso en la mano al otro extremo del balancín, rió con ligereza.

– Pero eso sin duda ya lo habrán intentado…

Su padre negó con un gesto.

– Las leyes del fisco en el Reino Unido estrangulan la libre empresa. Eso es lo que vosotros, en la República -se dirigía a Glass-, entendisteis a la primera, la necesidad de acabar con cualquier impuesto sobre la actividad empresarial. Ahora que me acuerdo…

Glass dio un trago y contempló la densa pared de árboles a punto de retoñar que cerraba la parcela por aquel extremo. Una especie de zarcillo vegetal se abría camino muy despacio en su mente: por poco alcanzó a percibir el crujir de los engranajes. Por encima de cualquier otro estado de ánimo, el aburrimiento era el que más temor le inspiraba cuando se veía a punto de entrar en él. Su suegro se disponía en ese momento a relatar una historia mil veces contada, sobre cómo, veinticinco años antes, una vez convocó una reunión secreta de los dirigentes de Irlanda del Norte, en la Isla de Man, con la intención de darles un buen meneo y hacerles entrar en razón acerca del futuro que esperaba a su infortunado y minúsculo Estado. Glass decidió interrumpirle.

– ¿Te acompañó Charles Varriker en aquella histórica ocasión?

Fue Louise, y no su padre, quien dio mayor muestra de sorpresa. Se quedó mirando a su marido, y durante un instante pareció que le temblase el labio inferior.

– Hombre, John -murmuró tal como si él acabase de proferir una obscenidad. Su padre miró a Glass y la miró a ella y volvió a empezar, sin saber dónde se hallaba, como un jinete al que su montura acaba de tirar e intenta por todos los medios volver a encaramarse. En sus ojos apareció de pronto el desconcierto y la vejez.

– ¿Charlie? -farfulló-. No, no. Charlie ya estaba muerto para entonces. ¿Por qué preguntas ahora por él? -se volvió de nuevo a su hija con aire quejumbroso-. ¿Por qué pregunta por Charlie?

Louise había recobrado el aplomo. No hizo caso a la pregunta de su padre, y depositó el vaso de limonada con firmeza sobre la mesa antes de ponerse en pie.

– Debo ir a hablar con Manuela, es por la cena -dijo, y entró en la casa despacio, adrede, con la espalda muy recta, como si le costara cierto esfuerzo no echar a correr.

Al verse a solas, los dos callaron durante un rato. El Gran Bill miraba al suelo, a uno y otro lado de sus pies, como si vagamente buscara algo que se le hubiera caído en un descuido. Glass encendió un cigarro con la colilla del que acababa de fumarse casi hasta el filtro. Estaba casi mareado, como si se hallase en alta mar y rumbo a la negrura, sabedor solamente de lo poco que sabía.

– Charlie Varriker -dijo el Gran Bill en un tono a un tiempo taciturno y defensivo- era uno de los mejores hombres que he tenido el privilegio de conocer. Era grande porque era bueno -miró de golpe a Glass, y en su semblante apareció una luz afiebrada y agresiva-. ¿Entiendes qué es lo que quiero decir con eso? ¿Tienes alguna idea de qué es lo que quiero decir? La bondad no es una cualidad que se valore mucho hoy en día. Empieza a ser algo pasado de moda. Pues bien: Charlie era así, Charlie era un tipo chapado a la antigua. Creía en el honor, en la decencia, en la lealtad a sus amigos. Cuando estaban a punto de despellejarme vivo apareció él para salvarme el pellejo financieramente, entendámonos, y nunca me exigió siquiera que le diese las gracias. Charlie era así. Era bueno, era grande, yo le quise -se puso en pie y torció el gesto como si algo le doliera, una punzada en su interior, y miró a la parcela, hacia los pinos, con ojos de los que había desaparecido la luz, ojos que parecían de pronto vítreos, opacos, como dos vidrios de una ventana en la que ha empezado a formarse el vaho-. Sí -dijo-.Yo le quise.

Se dio la vuelta y entró en la casa, siguiendo el mismo camino que había tomado su hija. Glass, apoyado aún en la barandilla, se dedicó a fumar el resto del cigarro, y luego lanzó la colilla a la hierba, abajo. Había percibido un sonido tenuísimo, y al levantar la mirada descubrió que había empezado a caer una lluvia fina y mansa.

Louise y él cenaron solos, servidos con atención gatuna por la callada Manuela. Cenaron en la Sala India. En las paredes había originales de Edward Curtis; en un aparador hecho de encargo descansaban piezas de cerámica de los indios hopi. La lluvia susurraba en la ventana emplomada, al lado de ambos, y una luz verdosa envolvía la mitad más externa de la sala. El padre de Louise se había retirado a descansar, le dijo ella.

– Ojalá no hubieras mencionado a Charles Varriker. Le altera tener que recordar todo aquello.

– Sí, se le notó a la legua.

Louise cortaba en ese momento un espárrago triguero hecho al vapor en cuatro pedazos de idéntica longitud.

– ¿Qué te dijo acerca de él? ¿Qué te dijo de Charlie, quiero decir?

– Que le quiso.

A ella se le escapó una risa breve y rara.

– ¿Que le quiso? -dijo-. Le odió. Y se siente culpable por ello, cómo no.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué el qué?

– Por qué le odió y por qué se siente culpable.

Ella hizo un alto con el cuchillo y el tenedor en suspenso, y lo miró.

– Ah, entiendo -dijo-.Con tu habitual mentalidad de sucio periodista, estarás pensando que Billones tiene algo de lo que debe en efecto sentirse culpable.

– Te juro por Dios que no sabes cuánto me gustaría que dejaras de llamar a tu padre por ese ridículo apelativo.

Ella entornó los ojos con una ira cada vez más reconcentrada, pero él no le dio tiempo a reaccionar, y rápidamente siguió con lo que iba a decir.

– Has dicho que se siente culpable. ¿Por qué, si no es culpable? Eso es lo que me pregunto.

– Eres irlandés -dijo ella-. No me irás a decir que no es posible que alguien se sienta culpable por más que sea inocente del todo.

– Nadie es inocente del todo. Nunca.

– Anda, ¡no me vengas con esas paparruchas! -dijo ella, con un desprecio tan raudo como una bofetada en toda la cara-. Lo sabes hacer mejor, no te rebajes a eso.

– Pues entonces dime por qué se siente culpable. Alguna razón tiene que haber.

– Se siente culpable porque odiaba a Charlie Varriker, y porque le quiso, es verdad, y porque Charlie salvó Mulholland Cable de un desastre absoluto, y porque Charlie se suicidó. ¿O es que tú no sabes nada de los seres humanos?

Permanecieron un instante, un largo instante, mirándose a los ojos, y luego siguieron cada cual con su plato. Terminaba el día y el tinte verde de la luz se iba intensificando. Apareció Manuela y prendió las dos altas velas que si hallaban cada una en un extremo de la mesa, antes de desaparecer tal como había llegado.

– Dime qué fue lo que pasó -dijo Glass a su esposa-. Dime qué pasó entre Varriker y tu padre.

– No pasó nada. Eran socios, o al menos Charlie creyó que lo eran. Mi padre no es una persona capaz de asociarse con nadie, como sin duda tú ya sabes. Dirigía Mulholland Cable como si fuese un departamento de la CÍA, es decir -esbozó la fracción de una sonrisa-, sobre la base de que cada cual supiera lo que tenía que saber, y nada más. O sea, que nadie sabía nada más allá de su reducida esfera, con la excepción de Billones, naturalmente, que era quien lo sabía todo. Ahí estuvo el problema, en ese secretismo, en esa… arrogancia. Mi padre trataba a sus hombres como si fueran agentes, soldados, combatientes, o asesinos, supongo, pero los negocios no son lo mismo que la guerra, ni siquiera son lo mismo que el espionaje, al margen de lo que digan por ahí. Cuando las cosas empezaron a torcerse, él no supo cómo arreglar los destrozos. Por eso recurrió a Charlie Varriker. Porque Charlie era el encanto en persona, oh, ya lo creo, era puro encanto. Y Charlie arregló el desaguisado, resolvió los problemas, lo puso todo en orden. Y entonces…

Calló y miró por la ventana la lluvia, el anochecer.

– Y entonces -dijo Glass- se mató.

– Sí -dijo su suegro desde la puerta de la sala, adonde había llegado sin que ninguno de los dos se diera cuenta-. Eso es lo que hizo -se adentró hacia la zona iluminada por las velas, la zona envuelta en la luz verdosa que aún entraba por la ventana. Tenía mala cara, demacrada, grisácea-. El muy idiota me cogió la Beretta y se pegó un tiro -alzó el dedo índice y señaló-: Exactamente aquí, en todo el ojo.


Загрузка...