3. El mordisco

Glass había pasado la semana en su despacho, haciendo todo lo posible por acostumbrarse a la pared de cristal y acero, al aire estancado y, muy en especial, al vértigo que le producía semejante elevación sobre la calle. Intentó llevar un horario de oficinista y llegaba a las nueve, aunque se escabullía con aire taciturno al cabo de cinco o seis horas. Un día, cuando se le ocurrió que no había nadie que pudiera impedírselo, se fumó un cigarro, para lo cual se permitió incluso el lujo de retreparse en el sillón con los pies encima de la mesa, un tobillo encima del otro. Ningún cigarro prohibido, ni siquiera los que le rateaba a su padre quitándoselos de uno en uno del bolsillo de la chaqueta, cuando tenía diez años, le había sabido tan rico: a osadía, a peligro, a excitación.

Poco menos que en el acto, sin embargo, se percató de los problemas que acababa de causarse él solo. ¿Cómo iba a lograr que desapareciera el olor a tabaco si las ventanas, en un piso tan elevado, estaban día y noche cerradas a cal y canto? Aquella peste delatora con toda probabilidad sería perceptible a lo largo de semanas debido al aire infinitamente reciclado de la estancia. Y aún más a corto plazo, ¿qué iba a hacer con la ceniza, o, ¡joder!, con la colilla? Al final, improvisó un cenicero con el papel de aluminio de una chocolatina Hershey que alguien había dejado en la papelera, y se sintió tan orgulloso de sus recursos y de su inventiva como Robinson Crusoe. Cuando terminó, dobló el papel de aluminio con la misma pulcritud que si lo hubiera hecho Louise y se lo guardó en el bolsillo -le sorprendió el intenso calor que aún desprendía la colilla apagada- y se escabulló con la cautela de un delincuente a los aseos, donde se encerró en un retrete y vació el contenido del envoltorio en la taza. Como era de suponer, la flotabilidad del filtro impidió que se lo llevara el agua de la cisterna -e incluso parte de la ceniza quedó en la superficie-, y al cabo repitió la operación varias veces, en vano, y tuvo que pescar aquel desecho mojado y envolverlo en un trozo de papel higiénico para llevárselo de nuevo al despacho y tirarlo allí a la papelera, donde, supuso con pesimismo, lo hallaría la mujer de la limpieza, o algún conserje con ganas de fisgar, para denunciarlo sin duda.

¿Y los auténticos adictos, se preguntó, los pobres infelices enganchados a la heroína, o al crack, o a la cocaína, o a esa droga nueva, la metil-no-sé-qué? ¿Era la vida en su caso una serie de frustraciones penosas y cómicas, de subterfugios e ineptitudes? Supuso que así debía de ser, aunque también supuso que los yonquis no suelen ver el lado gracioso de las cosas. Tampoco es que él se estuviera partiendo exactamente de risa.

El portátil que le había proporcionado el personal de Mulholland, elegante, reluciente, de un gris niquelado, como el de una pistola, se encontraba sobre la mesa y parecía desafiarle a que lo abriese. Hasta el momento se había abstenido de recoger el guante. Aún estaba muy lejos del instante en que por fin se sentiría listo para empezar a escribir; estaba lejísimos, a semanas vista, posiblemente a varios meses. Dedicaba las horas improductivas de su jornada laboral a repasar historias de la Oficina de Servicios Estratégicos, la OSS que antecedió a la CÍA, y de la CÍA misma, del FBI, la DST, la DGSE y la SDECE, el NKVD y el KGB y el GRU -los soviéticos tenían una veleidosa propensión a cambiar cada dos por tres los nombres de sus agencias de seguridad-, y el MI5 y el MI6, cómo no, aunque nunca llegó a tener muy clara cuál era la diferencia entre ambas agencias británicas. Avanzando a tientas en medio del follaje erizado de los acrónimos se sentía como el héroe deslucido y sin embargo honesto de un cuento popular con moraleja, que ha de abrirse camino por un laberinto de señales mágicas, de portentos indescifrables, hasta llegar a la guarida del gran hechicero.

Y es que algo de hechicero tenía en efecto el Gran Bill Mulholland. Había sido, o afirmaba haber sido, el pájaro más raro en medio de un bullicioso aviario plagado de rarezas: había sido eso que se llama un agente con la conciencia recta. Había personas a las que Glass, que tanto aborrecía los tópicos y las frases hechas, se dijo que más le valía no denominar jamás «los más altos mandos del escalafón» de los servicios secretos de Occidente, y eran personas que juraban por la probidad del Gran Bill; había otros que también maldecían al oír hablar de tal cosa. A Alien Dulies en persona, cuando era director de la CÍA, se le había oído en cierta ocasión referirse al Gran Bill, en un lapsus nada característico, en un descuido de su habitual urbanidad, llamándolo «ese maldito hijo de puta que es un santurrón con corbata». Y es que William Mulholland, cuyo segundo nombre de pila era, con pavoroso acierto, Pius, estuvo de por vida poseído por la convicción de que también los servicios secretos, o tal vez de manera muy especial, tenían el deber de ser tan francos y abiertos con el público como en efecto permitieran las medidas de seguridad. «De lo contrario -según decía él con toda sencillez-, ¿por qué insistimos en afirmar que somos una democracia?». Y esta doctrina, como recordaba Glass a menudo, se había dictado en los años cincuenta o, mejor dicho, a comienzos de los años cincuenta, nada menos, cuando Joe McCarthy y sus secuaces eran los amos del cotarro del antirrojerío más furibundo. El Gran Bill atribuía su honestidad compulsiva a la influencia de su amada madre, Margaret Mary Mulholland, de dichosa recordación. Probablemente mereciera Margaret Mary, cómo no, un capítulo entero en la biografía de su hijo, y John Glass tuvo que reconocerlo con cierto desánimo. Se iba a ganar a pulso ese millón de dólares.

Cuando sonó el teléfono dio un respingo. En secreto aborrecía los teléfonos, pues le daban miedo. Según el siniestro reloj que lo miraba ceñudo desde la pared frontera, eran ya las diez cuarenta y siete de la mañana. El día era luminoso, con bastante viento, y desde su llegada había intentado por todos los medios no reparar en que todo el edificio temblaba casi de forma voluptuosa sacudido por las rachas más potentes.

– Hola, qué hay -dijo la voz, y aunque Glass se había pasado toda la semana esperando esa llamada, por un instante no la reconoció. Le llegó una risa apagada-. Aquí Riley. El sabueso que has contratado, nada menos -a Glass se le ocurrió que tal vez el tipo no parodiase su acento, y que la dicción marcadamente pija que le gustaba adoptar al fin y al cabo pudiera tener por objeto remedar a Sherlock Holmes, o a Lord Peter Wimsey.

– Me estaba preguntando adonde habrás llegado -dijo Glass.

– Pues resulta que he llegado a un montón de sitios, tanto virtuales como reales. Y he encontrado cantidad de cosas.

Glass imaginó un pájaro desgarbado, bajo un matorral, picoteando las hojas caídas, un amasijo en descomposición.

– No me digas…

– Pues sí, ya te digo -repuso Riley, y esta vez a Glass no cupo la menor duda de que imitaba su forma de hablar-. Es lo que te estoy diciendo -se hizo el silencio.

Glass no supo qué decir, qué pie darle para que continuara. Un tenue, muy tenue fastidio, una sombra de intranquilidad, acababa de instalarse en la región de su diafragma.

– Escucha -dijo Riley, y Glass tuvo la muy precisa impresión de que el joven se había arrellanado en un sillón y se rascaba distraído la espaciosa entrepierna de los vaqueros-. Para empezar, ya sé cuánto te paga el Gran Bill por escribir la vistosa historia de su vida.

Glass se oyó tragar saliva. Había pensado que su suegro, su esposa y él eran los únicos que sabían esa cifra. ¿Cómo podía haberse enterado el Lémur? El Gran Bill, con toda certeza, habría sido el último en descubrir semejante pastel. ¿Acaso se había ido Louise de la lengua? No hubiera sido propio de ella, desde luego.

– Estoy seguro -dijo Glass con comedimiento- de que te habrá llegado el soplo de que es una cantidad exorbitante.

El Lémur no se tomó la molestia de insistir.

– De mis honorarios no hemos hablado -dijo.

– Te pregunté si querías que se te hiciera un contrato tipo, no sé si lo recuerdas.

– Lo que cuenta es que éste no está siendo un trabajo tipo.

Glass aguardó a que siguiera, pero el joven no tenía ninguna prisa. Era evidente, incluso por teléfono, que una vez más se lo estaba pasando en grande.

– Vamos -dijo Glass, e intentó no dar síntomas de preocupación-, dime qué es lo que has averiguado.

El Lémur volvió a reírse de un modo casi insonoro.

– Tal como entiendo yo las cosas, somos socios en este proyecto. Nos ha unido el azar y la palabra de quien te recomendase que contactaras conmigo, pero somos socios pese a todo. ¿De acuerdo?

– No. Yo te he contratado. Soy tu jefe. Tú eres mi empleado.

– … y teniendo en cuenta que estamos juntos en este negocio, me parece de justicia que me trates como a un socio en pie de igualdad.

– Con lo cual quieres decir…

– Quiero decir que me corresponde medio millón de dólares. El cincuenta por ciento de los honorarios que percibirás por escribir este libro implacable y del todo imparcial. A partes iguales. ¿De acuerdo, John?

A Glass se le había cubierto de sudor el bigote. Se quedó provisionalmente en blanco.

– Dime -dijo, y a sus oídos le pareció que graznaba-, dime qué es lo que has averiguado.

De nuevo, por el hilo del teléfono le llegó esa sensación de estiramiento lánguido, perezoso, y el placentero acto de rascarse.

– No -dijo Dylan Riley-, todavía no.

– ¿Por qué?

Hubo una pausa, como si se parase a pensar.

– No lo sé. Sospecho que es deformación profesional. Me entero de un secreto y lo que me apetece es guardarlo un rato, disfrutarlo, ¿sabes?, paladearlo como un buen vino. ¿No te parece que tiene su lógica, tío?

Un destello de luz del exterior, de una luminosidad extraordinaria, reventó en las retinas de Glass, obligándole a apartar el rostro. ¿Se las habría ingeniado alguien en alguno de los rascacielos vecinos para abrir una ventana? Escrutó el exterior, pero no discernió movimiento, un brazo levantado, un cristal oblicuo. Se quedó alelado, sin saber qué decir. ¿Cómo se había torcido la cosa tan deprisa, y de manera tan completa? En un momento, su mayor problema había sido librarse de un cigarro apagado; al siguiente, estaba sudando de manera copiosa, mientras el cabeza de alcornoque que había cometido la estupidez de contratar pretendía chantajearlo por medio millón de dólares. ¿Dónde estaba el eslabón, la cuerda floja que conectase aquel entonces con este ahora? Se llevó la mano a la frente; se oyó respirar pegado al teléfono, sss-sss, sss-sss.

– Mira, Riley. Vamos a ver -empezó, pero el otro no le permitió continuar, y a él no le importó, puesto que no sabía qué iba a decir.

– No, mira tú -dijo el Lémur, y lo dijo con una voz novedosa, cortante, repentinamente ajena al tono adolescente de costumbre-. Tú has sido lo más auténtico, Glass. Muchos de nosotros hemos creído en ti, hemos seguido tu ejemplo. Ahora, en cambio, habría que verte -soltó un resoplido de asco-. Mira que ir a venderte a tu suegro, a semejante espía… Y encima para contarle al mundo entero que es un tipo fenomenal, que fue la conciencia moral de Occidente sin que nadie lo reconociera durante toda la guerra fría, el hombre que insistió en entablar negociaciones con Castro y en garantizar un salvoconducto a Allende, para que viajase a Rusia, como si el pobre gilipollas hubiese querido irse a Rusia. Adelante, escribe su testamento y malvende tu alma por un montón de dólares. Pero has de saber que yo sé algo que os hará pedazos a todos, y creo que deberías pagarme; mejor dicho, creo que me vas a pagar lo que toque, con tal de que los trapos sucios no salgan de casa.

Glass quiso decir algo, pero volvió a callarse a su pesar.

– ¿Y quieres que te diga una cosa más? Creo que tú sabes lo que yo sé. Creo que sabes perfectamente de qué estoy hablando, de lo único que es realmente tan la bomba que haría volar por los aires el civilizado y confortable arreglo que tenéis concertado entre todos vosotros. ¿Me equivoco?

– Te juro -dijo Glass, aunque esta vez fue más un jadeo que un graznido-, te juro que no tengo ni idea de qué has podido averiguar.

– Ya -en ese momento estaría asintiendo vigorosamente, moviendo la cabeza enana. Glass lo vio en su imaginación con toda claridad, los labios fruncidos, la perilla rubia y rala, los ojos veloces y enfurecidos, relucientes-. Ya. La próxima llamada que recibas por este asunto no te la haré yo.

Se cortó la comunicación.

Aquel día, treinta años antes, en que Glass y Louise se conocieron en casa de John Huston, en St. Clerans, Connemara, el director quiso dar con él un paseo después del almuerzo. Para entonces, el Gran Bill y su hija ya se habían marchado -el viento del Atlántico aún prendido de su melena, a Glass le llegó su frescura cuando pasó por delante de él al salir-, y también Glass estaba deseoso de marchar, pues tenía que cumplir el plazo de entrega acordado. Pero Huston insistió en que salieran a dar lo que llamó «un garbeo». Se fue y volvió a la media hora; Glass pasó el rato escuchando el material que había grabado. Apareció con unos pantalones bombachos, de tweed, una chaqueta también de tweed con un frunce a la espalda, por la cintura, calcetines de lana, de rombos, botas de monte y una gorra blanda, puntiaguda, que a Glass le recordó una bosta de vaca. Daba la impresión de que le hubiera indicado la indumentaria un borracho que estuviera al frente del atrezo y vestuario, para interpretar un papel destacado en Brigadoon. Se percató de la mirada de incredulidad que le lanzó Glass y esbozó una amplia sonrisa, enseñando los dientes grandes, amarillentos, como lápidas.

– ¿Y tú qué crees? ¿Podría pasar por lugareño? -dijo, y Glass no supo si debía o no reírse.

Echaron a caminar por una trocha y bajaron al valle. El sol y la sombra de las nubes barrían las laderas verde oscuro, y las aves trinaban enloquecidas entre las zarzas, y llegaba hasta ellos el rumor del agua que no alcanzaban a ver, los arroyos que corrían bajo los brezales, y los tojos estaban ya en llamas. Huston había terminado poco antes el rodaje de El hombre que pudo reinar, y estaba de ánimo reflexivo.

– Quién hubiera dicho -dijo- que un chico de Missouri pudiera terminar aquí, siendo además dueño de un pedacito del país más hermoso que ha hecho Dios. Me encanta este sitio. Tengo la nacionalidad irlandesa desde el 64. Quiero que mis huesos descansen aquí cuando llegue la hora -llegaron a una cancela; Huston se detuvo y apoyó un codo en el último travesaño de madera y se volvió a Glass-. He estado pendiente de ti, hijo. Te llegas a concentrar tanto cuando haces tus preguntas que olvidas incluso que te están viendo los demás. Eres ambicioso. Eso está bien, me gusta. Eres un poco despiadado, y eso también me parece bien. Sólo triunfan los despiadados. Pero hay algo en ti que me inquieta un poco. Es decir, es algo que me preocuparía si de veras fueras mi hijo. Miedo me daría pensar en ti cuanto estés ahí fuera, sin ayuda de nadie, en el ancho mundo. Tal vez sea que esperas demasiado de los demás -abrió el pasador de la cancela y siguieron caminando por una senda, hacia un denso pinar de altos árboles, en donde la luz se tornó de un azul teñido de ocre y el aire era más fresco que en el descampado. Huston rodeó con el brazo a Glass, por los hombros, y le dio un achuchón como hubiera hecho un tío carnal suyo-. Una vez conocí a un tipo -dijo-, un gánster, uno de los hombres de Meyer Lansky, un corredor de apuestas de lotería. Era un tipo gracioso, quiero decir ingenioso, entiéndeme. Nunca se me ha olvidado una cosa que me dijo. «Si no sabes quién es el cabeza de turco cuando estás con más tíos en una sala, es que eres tú» -Huston soltó una risa enfisemática, y la flema resonó con fuerza en su pecho, dejándole una carraspera-. Esa fue la perla de sabiduría que me obsequió Joey Cohen. «Si no sabes a quién le va a tocar la china, es que te toca a ti» -el director volvió a cerrar una mano grande, bien formada, sobre el hombro de Glass-. Conviene que no lo olvides, chaval. Joey sabía muy bien de qué estaba hablando.

En esos momentos, en su despacho, en las alturas de la Calle 44, Glass sostenía el teléfono en una mano que se negaba a permanecer firme, inmóvil, y que marcó un número. Le respondió una voz vivaz, neoyorquina, con la cantinela de siempre: «¿Sí? ¿En qué puedo servirle?».

– Con Alison O'Keeffe -dijo Glass-. ¿Está ahí? Dígale que soy John, ella sabe quién.

Tamborileó con los dedos sobre la mesa y escuchó la oquedad de la nada. ¿Podrá existir, estaba pensando, un rehén en manos de la fortuna más costoso que una amante?


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