Glass había conocido a Alison O'Keeffe el invierno anterior, en la puerta de un bar del Village. Era realmente la fantasía hecha carne de cualquier fumador masculino de mediana edad. Él estaba pegado a la entrada del bar, fumando un cigarro mientras los copos de nieve que caían arremolinados se le enredaban en los tobillos, cuando salió ella y la vio fruncir el ceño al mirar el cielo cárdeno y encender un Gauloise, ¡nada menos que un Gauloise! Él dio por sentado que era francesa, pero cuanto más la miraba -y la estuvo mirando tanto tiempo y con tal intensidad que luego le sorprendió que no llamara ella a un policía para espantar al moscón- más se convencía, basándose poco más que en el instinto de la tribu, de que casi con total seguridad debía de ser irlandesa. Era de mediana estatura, esbelta, de cabello muy oscuro y piel muy clara. No pudo abstenerse de aplicar a sus rasgos faciales la palabra «cincelados», aunque distaban mucho de resultar duros. Eran de un mármol color crema, de una configuración deliciosa. Tenía unos ojos extraordinariamente azures, que, tal como tendría ocasión de comprobar, se le oscurecían incluso más en los momentos de pasión arrebatada. Fumaba con ese aire de leve impaciencia, de leve resentimiento, con que fuman las mujeres cuando se ven obligadas a fumar a la intemperie, con un brazo rígidamente dispuesto sobre el pecho, el codo sujeto con firmeza en la palma de la otra mano, enredando con los dedos el cigarro entre una calada y otra, como si fuese una tiza con la cual escribieran complejas fórmulas en una pizarra invisible. Vestía un jersey negro, de cuello alto, y pantalones de cuero negro; los pantalones a él le parecieron un error, aunque fuese un error que a la vista del conjunto se pudiera perdonar.
Más adelante él iba a insistir en que estuvo enamorado ya de ella antes incluso de que cruzaran las primeras palabras.
Ella no le prestó atención; no parecía siquiera haber reparado en su presencia, aun cuando eran ellos dos los únicos parias que se hallaban en el vestíbulo de fumadores a las cinco de la tarde, una oscura tarde de diciembre. Él había ido al bar a reunirse con el director de una revista nueva, radical, que pretendía que le escribiese para el primer número de la publicación un artículo de opinión sobre los acuerdos de paz firmados en Irlanda del Norte. El director era un joven musculoso, de rostro lozano y sonrisa incansable, recién licenciado por Yale; en sólo dos minutos de charla, Glass supo que no iba a escribir nada para su revista. Esa clase de sinceridad, si bien pensó que también él debió de estar en su día lleno a rebosar de la misma franqueza, lleno hasta los topes, allá por los albores de la historia, ahora sólo le producía fatiga. Por eso no hubiera estado deseoso de regresar al interior del bar ni siquiera si esa chica pálida y preciosa no hubiera estado fuera con él, si bien lo estaba, y lo estaba con toda certeza y de una manera excitante. Bueno, tal vez no era que estuviese exactamente con él, pero al menos estaba allí, cosa que por el momento a él le resultaba más que suficiente. Se preguntó cómo podría seguir teniendo garantías de que ella se fijara en él. Era extraño lo peligroso que podía resultar en esa ciudad el mero hecho de hacer un comentario amistoso a un desconocido. Una vez dijo alguna banalidad sobre el clima a una muchacha, en un ascensor, y ella se refugió en un rincón, a la defensiva, a la vez que le informó de que llevaba en el bolso un bote de spray para defensa personal. Esa otra desconocida, fumando con evidente irritación a su lado, con sus brillantes pantalones de cuero, daba la impresión de que no se iba a mostrar tan antagónica, si bien su independencia y su reserva resultaban intimidantes, desde luego. Sin embargo, era Navidad, la época del año que, para él, más trufada estuvo siempre de posibilidades eróticas, y tuvo un ataque de pánico al pensar que en cuestión de segundos aquella posibilidad en particular iba a apagar el cigarro para volver al interior del bar, en el que no cabía un alfiler, con lo que nunca más volvería a verla, así que al final se armó de valor y acertó a decir algo.
– He hecho una apuesta contra mí mismo -dijo de improviso.
La joven le miró y no pareció impresionarle lo que viese en él.
– Perdona, ¿cómo has dicho?
– Me juego cualquier cosa a que eres irlandesa -sonrió. Desde el lado de la sonrisa en que se hallaba, le pareció más bien una mirada de lascivia.
Ella entornó los ojos y apretó el maxilar a la vez que lo sopesaba.
– ¿Cómo lo has sabido? -dijo.
Al comprobar que había dado en el clavo, fue tal su desconcierto que se quedó por unos momentos sin respiración. Rió de buena gana.
– No lo sé. ¿Eres irlandesa de Irlanda, o es que tu abuela era irlandesa?
Ella seguía mirándole como si le estuviera tomando la medida.
– Soy irlandesa de Irlanda -dijo-. Y resulta que mi abuela era de Nueva York.
Entonces sí apagó el cigarro y abrió la puerta del bar, que le quedaba a la espalda, para lanzarle una sonrisa fría, rápida, y desaparecer.
En ese momento, en un abril húmedo y ventoso, Glass iba de camino a otro bar, también en el Village, con una marcada sensación de anticipación y de alarma, aunque por motivos bien distintos, y sin embargo pareja de la que tuvo cuando la siguió a aquel antro de Houston Street, una tarde en que nevaba, en la semana misma de Navidad, resuelto a lograr que ella no desapareciera de su vida. Se encontraba de pie en la barra, con un codo apoyado, en la mano un vaso alto y lleno de un líquido carmesí.
– ^¿Qué pasa? -le dijo ella-. Estás más blanco que un papel.
Ella era pintora, y llevaba un blusón holgado, de pintora, pero aunque había estado trabajando y había llegado directamente desde su estudio en Bleecker Street no tenía una sola mancha de pintura en toda su persona: no era esa clase de pintora. Llevaba además unos leggings a franjas blancas y grises, horizontales, que a él le hicieron pensar con total incongruencia en la catedral de Siena.
Pidió un dry martini y Alison enarcó una ceja.
– ¿No es un poco pronto para eso? -dijo-. ¿Qué pasa, si se puede saber? ¿Te ha desheredado tu suegro al redactar su testamento?
La relación que tenía Glass con los Mulholland era desde el punto de vista de Alison campo abonado para las pullas y los comentarios jocosos. Era una chica con auténtico sentido del humor, con una caprichosa manera de apreciar las disposiciones más ridículas de la vida misma. Él desconocía qué pensaba realmente de su matrimonio con Louise, pues nunca se lo había dicho, lo cual para él era perfecto. Pintaba cuadros abstractos de gran formato, en tonos chillones, con pintura acrílica, que él no consideraba demasiado buenos. Alison sabía qué opinión tenía él de sus obras, y no le importaba; era esa clase de pintora.
Él le preguntó qué estaba bebiendo, y miró con reticencia aquel líquido sanguinolento que tenía en el vaso. Ella dijo que era un Virgin Mary. Él dio un sorbo de martini. Ella seguía a la espera de que él le contase, qué era lo que le había llevado a hablarle con tanto apremio, y de manera tan críptica, cuando la llamó por teléfono. La paciencia era una de las cualidades más notables que tenía ella, además de ser una manera peculiar, y a veces para él también inquietante, de adoptar una repentina, sobrecogedora calma, como si esperase con toda tranquilidad a que sucediera algo que ya tenía previsto.
– Mucho me temo -dijo él- que me he metido en un buen aprieto.
– ¿Otra vez? -repuso ella tras una carcajada.
Él dio otro trago. Intentaba en ese momento recordar cuándo se le había ocurrido que sería buena idea contratar a un investigador para que le ayudase a escribir la vida de William Pius Mulholland. Le había parecido algo sencillísimo, algo de lo más inocente.
– ¿Te ha llamado alguien? -le preguntó.
– ¿Que si me ha llamado alguien? -ella fingió que se paraba a pensar-. Me llamó mi madre el otro día y me preguntó cómo estoy y que si ya te he abandonado, cosa que continuamente me insiste en que haga cuanto antes. El marchante de la Calle 74 también llamó, pero le interesa menos exponer mis cuadros en su galería que acostarse conmigo. Y también hablé con el fontanero por la gotera que hay en el…
– Quiero decir -dijo Glass- si te ha llamado alguien a quien no conozcas. Alguien con ganas de hacer preguntas.
– ¿Qué clase de preguntas?
– Bueno, pues preguntas… sobre nosotros.
– ¿Nosotros? -ella volvió a soltar una carcajada más fuerte que la anterior-. ¿Quién tiene noticia en esta ciudad de que existamos nosotros?
Siempre que se encontraban, su belleza le atacaba físicamente del mismo modo que la primera vez, aunque también le consternaba. ¿Cómo lo sobrellevaría si la perdiera? Y tenía claro que tarde o temprano la había de perder. Le costaba trabajo creer que, de entrada, la hubiera conquistado. La siguió al interior del bar aquella tarde de diciembre, en que nevaba, y tras buscarla la encontró tomando unos tequilas con un par de amigas suyas, unas tías bien curtidas, ¡y qué manera de mirarle!, y la engatusó con un pretexto tan falso como transparente, diciéndole que quería entrevistarla para un presunto artículo sobre los irlandeses llegados recientemente a Manhattan. Ella lo miró de hito en hito, con la solemnidad y el descaro de quien intenta por todos los medios no echarse a reír, y aceptó su tarjeta de visita, que sujetó entre el índice y el pulgar como si se dispusiera a lanzarla a la otra punta de la barra. En cambio, la conservó, y con gran sorpresa por su parte lo llamó a la mañana siguiente y concertó una cita en Washington Square a las doce del mediodía. Tal como había supuesto, ella era dublinesa, como él. Su padre había muerto, su madre estaba preocupadísima por ella, su hermano era banquero además de ser un cabronazo, ella llevaba sólo un año en Nueva York, vivía en un apartamento en el que pasaba un frío terrible, encima del estudio de Bleecker Street que le había dejado en herencia su padre, un ricachón… ah, y no hacía mucho que había roto con su novio, un escayolista rumano que no tenía tarjeta de residente, cuyo principal interés por ella, según descubrió, se debía a que ella sí era dueña de un pasaporte norteamericano gracias a su padre, nacido en Brooklyn.
Todo esto se lo contó mientras paseaban por el parquecito con la gélida neblina del invierno. Cuando quiso él contarle algo acerca de sí, ella le respondió de plano:
– Ah, pero yo ya sé quién eres; llevo años leyéndote -él sospechó que se había puesto colorado.
Ahora, cuatro meses después, su historia de amor iba de capa caída, sin que él acertase a saber por qué. A su manera la amaba, y creía que ella le amaba a él, aunque por alguna razón que a ambos escapaba no era ninguno de los dos capaz de aferrar al otro con fuerza suficiente. Era posible que, para él y para ella, fuese una manera que no llegaba a ser suficientemente directa, y por eso era como si ambos se esquivasen mutuamente dando bruscos volantazos. Por otra parte, a ella le producía resentimiento el secretismo que Glass había impuesto en su relación -ésa era la palabra que él empleó una vez para describir lo que sucedía entre ellos, un secreto, y ella no lo había olvidado nunca, ni se lo había perdonado-, pues a él le daba pánico lo que sucedería si su mujer, o, peor aún, su suegro, llegasen a tener conocimiento de la aventura. No es que fuese la primera vez que había sido infiel a Louise, ni tampoco era Louise un dechado de fidelidad. Los Glass tenían un tácito acuerdo entre ellos, ante todo civilizado, y Glass deseaba que siguiera estando plenamente vigente. Había ciertas normas de obligado cumplimiento, la primera de las cuales consistía en observar una discreción absoluta. Louise no deseaba tener noticia de sus aventuras y, menos aún, de manera enfática, deseaba saber nada de ninguna aventura que entrañase algo que semejara, dejando a un lado todas las dudas y reservas, el amor, la cosa en sí, caso de que realmente existiera.
– Adelante, sigue -le dijo Alison, y se dispuso a reír de nuevo-. Me podrías contar qué es lo que hay, digo yo…
Su presunta desventura ante las dificultades que presentara el mundo era una de las cosas que ella había afirmado amar más en él. Esto a él siempre le causó perplejidad, y aunque nunca llegara a decirlo también le irritó, al menos un poco, ya que siempre se había considerado un tío competente, o más incluso que competente. Ahora, al terminar de hablarle de Dylan Riley, de contarle al menos por encima una parte de lo ocurrido, ella se echó a reír y sacudió la cabeza.
– ¿Por qué lo llamas el Lémur? -le preguntó-. Ah, por cierto: el Lémur no es un roedor.
– ¿Cómo lo sabes?
– Cuando era estudiante, me gustaba mucho la zoología. El nombre proviene del latín, de la palabra «lémures», que significa fantasmas, espectros.
– De todos modos, es esa clase de tipo: alto, desgalichado, con el cuello largo, los ojos negros y relucientes, iguales que los de mi querido hijo adoptivo.
– Se te olvida -dijo Alison de plano- que no he tenido la oportunidad de saber cómo tiene los ojos tu querido hijo adoptivo, así como desconozco cualquier otra parte de su anatomía. No tengo ni idea de la pinta que tiene.
Glass no respondió a esta observación: ¿en qué circunstancias podía ella imaginar que algún día le sería posible presentarle a David Sinclair? De pie, ante la barra, junto a ellos, había un par de corredores de bolsa que parecían la viva caricatura del tipo asiduo en Wall Street; hablaban ruidosamente de fondos de inversión garantizados. Uno de los dos gastaba tirantes rojos -¿es que los corredores de bolsa aún llevaban tirantes rojos?- y tenía la cabeza grande, cuadrada, como una pieza de carne de ternera.
– Yo de todos modos tengo la impresión -dijo Glass- de que el Lémur sí ha averiguado esto y sabe de nuestra existencia. ¿Estás segura de que no llamó?
– Oye, ¿de veras crees que lo habría olvidado?
Él miró el interior de su vaso.
– Tal vez prefirieses no decírmelo. Es decir -añadió deprisa-, a lo mejor habrías preferido ahorrármelo.
– ¿Ahorrártelo? -ella rió con incredulidad-. Bueno, pues te aseguro que no llamó. Y te aseguro que no es eso lo que yo quisiera. Ahorrártelo, claro está -dicho lo cual se terminó la copa. El corredor de bolsa de la cabeza carnosa la miraba especulativamente-. Ahora -añadió-, si no te importa, me vuelvo al trabajo.
Él cogió un taxi para subir a la parte alta de la ciudad, e hizo el trayecto mirando por la ventanilla sin ver nada, a medida que los edificios empapados iban quedando atrás. Tenía hambre, pues en el bar no se había tomado nada más que dos martinis, el famoso almuerzo líquido de los neoyorquinos. Pensó en hacer un alto en el Caballo Sangrante, pero decidió que no tenía ganas de verse con el gentío, ni de encontrarse con la mueca del maître dispuesto a aceptar un soborno.
Aunque jamás lo hubiese reconocido, a Glass le atemorizaba su suegro. El suyo era un miedo en clave menor, un miedo difuso, de la variedad que se suele presentar a las cuatro de la madrugada, siempre al acecho, como el miedo a la muerte, una luz piloto que destellara sin cesar en su interior. El Gran Bill propagaba opiniones notoriamente contundentes sobre la santidad de los votos matrimoniales. Se las ingenió en su día para lograr que el Vaticano procediera a la anulación de su breve y estelar unión matrimonial basándose en motivos puramente técnicos, mientras su segunda esposa, la amazona conocida como señora Claire, se dio oportunamente un castañazo fatal, y aunque Nancy Harrison lo había abandonado veinte años antes él seguía considerándose casado con ella. ¿Qué no llegaría a hacer el Gran Bill si se enterase de la más reciente de las faltas de su yerno? En el pasado habían tenido algunos roces que Glass logró suavizar, gracias en parte a la aquiescencia de su esposa, siempre con los labios apretados en tales tesituras, pero Alison O'Keeffe, estaba seguro de ello, llegado el día habría de ser harina de otro costal. ¿Qué podía hacer?
Cuando salió del ascensor en la planta 39 oyó que el teléfono sonaba en su despacho. Manipuló la llave con torpeza, la introdujo en la cerradura y se abalanzó sobre la mesa para coger a tiempo la llamada. ¿Qué será, se dijo, lo que resulta tan irresistible e imperativo en un teléfono que suena?
– Por Dios -le dijo Louise-, ¿dónde te habías metido? -él murmuró la consabida excusa del almuerzo, y en el acto, como si fuese su merecido, un regusto ácido, a ginebra, le ardió en la garganta-. Te han estado llamando. Al menos un par de veces.
– ¿Quién?
– Un tal capitán Ambrose.
Desconcertado, Glass frunció el ceño y miró la pared transparente del despacho y los profundos cañones que formaban los edificios. ¿Por qué iba a llamarle un oficial del ejército? Entonces cayó en la cuenta: joder, debe de ser un policía. Ay, ay, ay.
– ¿Y qué quería?
– Al parecer, han asesinado a alguien.
A lo lejos, un helicóptero del tamaño de una mota de polvo flotaba revoloteando como un mosquito sobre un solar en construcción, con un cable o algo así que lo unía, tenso y recto, como una probóscide, al tejado de un rascacielos.
– ¿Asesinado? -dijo con un hilo de voz.
– Sí. Asesinado. ¿Se puede saber en qué demonios te has metido?