Habían convenido encontrarse en el embarcadero de Central Park. Por teléfono, Glass escuchó con atención la voz de Wilson Cleaver, pero no sacó nada en claro. Le pareció que debía de ser negro por el tono musical con que le habló y por su modo de pronunciar algunas silbantes. También le pareció alguien que rezumaba confianza en sí mismo, un tipo dotado de una socarronería llana, casi lánguida. De haber sido amigo de Dylan Riley, no parecía desde luego afectado.
– Me alegro de que llame, señor Glass -le dijo con aire señorial, carcajeante-. Conozco sus artículos, naturalmente. He sido admirador suyo desde hace años -no dijo ni palabra sobre Riley o sobre su muerte. En todo momento fue al grano. El embarcadero, a mediodía-. Allí nos vemos, señor Glass. Lo estoy deseando.
A las doce en punto apareció caminando por la orilla del lago, sonriente, con una mano extendida desde metros antes de llegar a su altura.
– El señor Glass, supongo -dijo-. Soy Cleaver. ¿Qué tal estamos?
Era un hombre todavía joven, delgado, alto, con el rostro afilado y una sonrisa amplia, exagerada. Llevaba el cabello muy corto y gastaba una barba que eran tan sólo dos líneas negras, finas, que bajaban por delante de las orejas, hasta la mandíbula, para encontrarse bajo un mentón hendido. Llevaba una chaqueta de algodón, de rayas finísimas, perfectamente abotonada, y una corbata de lazo azul con lunares rojos. Glass reparó en sus zapatos, insólitamente largos y estrechos, de piel, con los cordones atados en dos ochos impecables. Algo tenía de actor profesional, aunque llegado de otro tiempo, tal vez un cómico de los años sesenta, e incluso uno de aquellos músicos de jazz con trajes holgados, con la trompeta en una mano y el porro de maría en la otra. Era puro movimiento, continua flexión de rodillas, constante estirarse los puños, retocarse la corbata, como si lo controlase un mecanismo de relojería interno, bien lubricado, intrincadísimo. Tras estrechar la mano de Glass se alisó las guías de su finísimo bigote, hacia abajo, con las yemas del índice y el pulgar.
– Vayamos a pasear -dijo.
El día tenía un tinte entre azulado y verdoso, en el que era evidente la inminencia de la primavera. Los árboles se estremecían y soplaban rachas de viento fresco entre las ramas a punto de retoñar; el agua del lago brillaba como la hoja de un cuchillo. A Glass le encantaba el parque, tan grandioso, tan generoso, tan inesperado. Ese día, como de costumbre, abundaban las personas que habían salido a correr, y había madres jóvenes de paseo con sus hijos, o quizás no fuesen las madres, sino las cuidadoras, además de los locos que habían salido a pasar el rato, y los que estaban sin blanca.
– ¿Qué tal marcha ese libro que tiene entre manos? -preguntó Cleaver.
– ¿Qué libro?
Cleaver tenía una manera de reír aguda, entrecortada.
– Vamos, no se ande con remilgos -graznó.
– ¿Usted de qué me conoce? -preguntó Glass con frialdad-. ¿Cómo es que tenía el número de teléfono de Alison O'Keeffe?
– Eh, hombre, que yo creía que ése era su número. El bueno de Dylan creía que era un hombre organizadísimo, pero a veces se le cruzaban los datos, ya lo ve.
– ¿Así que conocía a Dylan Riley?
– Pues sí, sí que lo conocía, pobre infeliz.
– ¿A qué se dedica usted, señor Cleaver?
– A lo mismo que usted, señor Glass.
– ¿Es usted periodista?
– Asalariado, sí, y sin trampa ni cartón.
Glass había comprendido desde el primer momento que el deje del sureste y el acento rústico eran simple impostura. Cleaver le estaba tomando el pelo.
– Ya sabrá que Riley ha muerto.
Cleaver hizo con el pulgar y el índice la imitación de una pistola, con la que se apuntó al ojo.
– No ha sido de extrañar. Y no podría él decir que no estaba avisado. Riley, le dije: como no te andes con cuidadito, cualquier día te van a dar para ir pasando, chaval. ¿Que si me hizo caso? Pues no, señor.
Avistaron la Fuente de Bethesda, rematada por el ángel dorado. Dos chiquillos se estaban peleando junto al reborde de la fuente, empeñados los dos en echar al agua al contrincante, mientras una mujer con aire de aburrimiento y una palidez propia de la Europa del Este los miraba con total apatía.
– Ya lo ve -dijo Cleaver como si así continuase un asunto anteriormente abordado-: Escribí algunas cosillas sobre su señor Mulholland para Slash… -calló-. ¿Conoce usted esa revista, eso de Slash? ¿No? Pues es buena, se lo aseguro. No muy conocida, desde luego, pero es penetrante, como su propio nombre indica. La cuchillada. En fin. La verdad es que las pasé canutas por aquellas cosas que escribí. Canutas, se lo digo yo.
Un ave grande, oscura, descendió volando desde los árboles, por su derecha, y rozó el camino con las alas extendidas.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Glass.
– Vamos, no me venga con ésas. Un silencio repentino en todas partes, en sitios por lo general ruidosos de verdad. Encargos que se cancelan sin aducir motivo. Llamadas de teléfono a las cuatro de la mañana sin que nadie diga nada, limitándose a respirar. ¿Me sigue o no me sigue?
– ¿Y piensa usted que el señor Mulholland estuvo detrás de todo eso?
– Pues no me parece que sea un disparate pensar tal cosa.
– No, no creo que lo sea.
A Cleaver le hizo gracia, y soltó una carcajada como un rebuzno.
– La cosa es que tenía pensado escribir un libro sobre él -dijo-. No me diga que no es una bonita coincidencia, usted y yo embarcados en la misma historia. Claro que mi libro habría sido muy distinto del suyo. Me juego cualquier cosa.
– ¿Iba a escribir usted una biografía del señor Mulholland?
– No, no exactamente. Más bien una denuncia, podríamos decir. Es un sujeto que me ha interesado mucho desde hace mucho tiempo. Igual que Charles Varriker, su hombre de confianza, que murió hace bastantes años. Dylan Riley me estaba echando una mano. Lo había contratado, igualito que usted -en tal caso, pensó Glass, así se entendía que Riley se supiera al dedillo tantas cosas sobre el Gran Bill-. Pues sí, estuvo una temporada conmigo, dedicado de lleno a esto, pero al final renunció debido a la presión a que le sometieron personas… personas desconocidas. Y ahora ha muerto. Otra bonita coincidencia.
Llegaron al puente y lo cruzaron rumbo al paseo.
– ¿Qué es lo que le interesa de Charles Varriker?-preguntó Glass.
– Bueno, es el hombre principal en la historia de la recuperación financiera que llevó a cabo el Gran Bill hace ya mucho tiempo, en los complicados años ochenta. ¿No es cierto? Fue a él a quien recurrió el Gran Bill para salvar Mulholland Cable cuando la señora Bancarrota comenzó a hacerle señas. Varriker, por lo que sé de él, no era uno de esos hombres que se dejaran abatir hasta el extremo de que no le quedara más remedio que comerse una pistola.
– ¿Piensa acaso que su muerte no fue un suicidio?
– ¿Y qué piensa usted?
Llegaron al centro del puente cuando Cleaver hizo un alto y se volvió a mirar a uno y otro lado, hacia el lago.
– Es el sitio más bello que hay en todo Manhattan -dijo-. ¿Sabía que este puente lo construyó la misma empresa que hizo la cúpula del Capitolio, en Washington, D. C? Ésas son las cosas que yo sé. Hay que ver. Información inservible, que un buen día resulta, de pronto, de enorme utilidad. Es como saber, por ejemplo, que el día anterior a la muerte de Charles Varriker, que fue el 17 de mayo de 1984, un jueves, por si acaso le interesa, compró un billete de ida y vuelta a París, en primera clase. Lo cual no deja de ser raro en un hombre que estuviera pensando en quitarse la vida. ¿No le parece, señor Glass?
Continuaron caminando. Se había levantado un viento constante, los árboles se mecían y susurraban. Un frente nuboso se hinchaba por encima de los pináculos de la Quinta Avenida.
– ¿Por qué Bill Mulholland? -preguntó Glass.
– ¿Cómo dice?
– Que por qué le interesó tanto ese hombre. ¿Ha tenido ocasión de conocerlo e,n persona?
– No, nunca he tenido el placer.
– En tal caso probablemente pensara que no es lo que usted cree.
– ¿Y qué es, entonces?
Doblaron hacia el sur, caminando bajo los árboles agitados. Menguaba la luz del sol, y había refrescado.
– ¿Usted sospecha -preguntó Glass- que el señor Mulholland ha tenido algo que ver en el asesinato de Dylan Riley?
Cleaver adoptó un aire de sorpresa y alzó ambas manos sacudiéndolas.
– Dios santo, señor Glass -dijo, sobreactuando con total desvergüenza-. ¡Qué cosas pregunta usted! ¡Y yo que me creía un malpensado!
– Dígame: ¿lo sospecha, sí o no?
Cleaver entornó los ojos al mirar el cielo, cada vez más nublado.
– Bueno, caramba… Veamos. Yo publiqué ciertas opiniones no por cierto muy favorables a su señor Mulholland, y en particular adversas para el aclamado Fondo de Inversiones Mulholland, y en ese momento comenzó a caerme mierda a toneladas en mi vida profesional. Entonces aparece usted y propone a mi difunto y llorado colega, Dylan Riley, que fisgue un poco aquí y allá, en la interesantísima y muy vistosa vida de su señor suegro, y sin tiempo material para decir «trapos sucios» va y se encuentra con un balazo en el ojo. Yo diría que es sospechoso, señor Glass, sí, sin duda tendría que decirlo.
Glass de pronto tuvo frío, y se abotonó la chaqueta y metió las manos en los bolsillos. A su lado, Cleaver tarareaba una melodía de forma casi inaudible, chasqueando la lengua a cada tanto.
– Dylan Riley me llamó por teléfono -dijo Glass- el día en que lo asesinaron. Había averiguado algo. No quiso decir el qué. Intentó chantajearme.
Cleaver miró al cielo y soltó una risotada.
– ¡Caramba con Riley! -dijo encantado-. Era un bromista de tomo y lomo. ¿Y cuánto dice que quiso sacarle?
– Medio millón de dólares.
– ¡Anda ya! No se le podrá echar en cara que le faltara osadía, ¿eh? ¡Medio millón de pavos! Lo que hubiese descubierto debía de ser la bomba. ¿Y no le dio ninguna pista, no sabe qué puede ser?
– No -Glass hizo una pausa-. Pensé que usted sí lo sabría.
– ¿Yo? -Cleaver lo miró con los ojos como platos, con sorpresa que pareció auténtica-. ¿Cómo iba yo a saberlo? Dylan y yo no teníamos tanta proximidad como parece pensar usted. Era bastante rácano a la hora de compartir la información.
Cayeron unas gotas de lluvia y volvieron hacia el puente.
– No sé qué pudo haber encontrado, pero tal vez no tuviera nada que ver con Bill Mulholland -dijo Glass con cuidado.
– ¿No?
– No. Tal vez fuese algo relacionado conmigo.
Cleaver se atusó de nuevo el bigote, bajándose las guías y frunciendo las comisuras de los labios.
– Bueno -dijo-, ya se sabe que no hay nadie que no guarde algún que otro secreto. Y a Dylan se le daba muy bien eso de desenterrar los secretos ajenos. ¿Qué le dijo usted cuando intentó chantajearle? -No le dije nada. No tengo medio millón de dólares, y si los tuviera tampoco se los daría.
– Pero seguro que se quedó inquieto.
– ¿No lo estaría usted si Dylan Riley supiera algo que pudiera utilizar en su contra?
Cleaver rió por lo bajo.
– Y tanto -dijo-. Nuestro difunto amigo era un hombre resuelto, un hombre implacable. Pero yo nunca diría que fuese un chantajista.
Pasaron otra vez por delante de la fuente y atajaron por el parque. Se había cubierto del todo el cielo, y aunque aún no llovía apenas sin duda iba a llover pronto. Apretaron el paso.
– ¿Le gusta el clima de la ciudad, señor Glass? -preguntó Cleaver-. ¿Le recuerda el de la Isla Esmeralda? -llegaron a Tavern on the Green-. Tengo entendido -dijo Cleaver- que aquí se puede tomar una simple copa por unos treinta o cuarenta pavos. ¿Le apetece que probemos?
Subieron y tomaron asiento en una mesa baja, donde una camarera rubia y guapa les atendió y les preguntó con voz cantarina qué deseaban tomar.
Cleaver pidió una clara y Glass dijo que él tomaría lo mismo.
– ¿Sabe qué era en otros tiempos este sitio? -dijo Cleaver, y miró la sala con techos de madera oscura-. Un redil. Lo digo totalmente en serio. En Central Park hubo un rebaño de ovejas hasta mediados de los años treinta, y éste era el cobijo donde se guardaban los lanudos animales, hasta que el viejo Moses, es decir, Robert Moses, el gran constructor y urbanista, ordenó que evacuasen el rebaño a Prospect Park. Había un pastor y todo. Qué ciudad, tío; qué ciudad…
Llegaron las copas y Cleaver alzó la suya.
– Por los amigos que ya no están entre nosotros -dijo.
Bebieron tras un brindis de dudoso gusto y Cleaver se recostó en su asiento, contemplando a Glass con un brillo de satisfacción en los ojos.
– La verdad es que se llevó una verdadera decepción con usted -dijo con una sonrisa juguetona, medio entristecida-. Nuestro amiguito Riley. Creía que se había vendido usted al enemigo, al acceder a escribir las aventuras de su suegro.
– Eso dijo. Pero no sabía nada acerca de mí.
– En eso se equivoca usted, amigo mío. Sabía muchísimo acerca de usted. Ése era su oficio.
– Los hechos no pasan de ser más que eso, simples hechos. Es algo que sabe usted igual de bien que yo.
– Desde luego, hermano, eso no hay quien lo niegue. Que un hecho es un hecho es un hecho, ya lo dijo el poeta, o algo por el estilo. A no ser que se trate de un hecho que alguien quiere impedir que los demás sepamos. No sé si me explico…
A Glass le llegaba el débil susurro de la lluvia en el exterior. Imaginó una antigua pradera en la que pacían las ovejas; podría haber sido una escena pintada por Winslow Homer. Casi con toda seguridad Cleaver se había inventado lo del pastor con su rebaño en Central Park. No terminaba de saber cómo debía tomarse a aquel hombre, con su sonrisa resplandeciente, su barba testimonial y su atuendo de juglar en blanco y negro. Tuvo la nítida e inquietante sensación de que aquella conversación aparentemente desmadejada, en la cual se había ido enredando cada vez más a fondo, iba a versar acerca de cualquier cosa, salvo acerca de lo que Cleaver en verdad deseaba decir, de lo que deseaba averiguar, fuera lo que fuese.
– ¿Qué fue lo que escribió sobre el señor Mulholland? -le preguntó.
– ¿En Slash? Pues no fue nada del otro mundo. Sus proezas al estilo de James Bond, los millones de Mulholland, cómo amasó la fortuna, a qué se dedica con todo ese dinero. Esas cosas.
– ¿Y qué escribió sobre el Fondo de Inversiones Mulholland?
Cleaver vaciló antes de contestar, y se golpeó con una uña en uno de los grandes incisivos.
– Sé que aquí tiene usted un interés particular, señor Glass, teniendo en cuenta que la señora Glass es la mandamás del Fondo en cuestión. Y ahora lo es su hijo, el señor Jovenzuelo Sinclair, que es quien va a tomar el mando, según tengo entendido -se rió por lo bajo-.Amigo mío -dijo con su marcado acento del sureste-, le va a resultar muy difícil escribir sobre todo eso con un tono debidamente desapasionado. ¿Me equivoco?
Terminó la copa; Glass apenas había tocado la suya.
– Dígame una cosa -dijo Glass-. Dígame quién cree que acabó con Dylan Riley.
Cleaver se volvió a mirarle con falso sobrecogimiento, con los ojos saltones.
– Hombre, si lo supiera iría derecho a ver al capitán Ambrose, a la comisaría de policía, a decírselo a él. No le quepa duda.
– ¿Usted cree que mi suegro ha tenido algo que ver?
– ¿Por qué iba a pensar tal cosa?
– No lo sé. Tal vez piense que lo que Riley averiguó era algo acerca de él.
– Quizás lo fuera. Usted es quien habló con Riley. ¿No le dio ningún indicio sobre el tipo de secreto que había descubierto?
Glass negó en silencio.
– Ya se lo he dicho. Al principio pensé que era algo relacionado conmigo, pero ahora no estoy tan seguro.
– ¿Guarda usted algún secreto por el que valga la pena matar a alguien, señor Glass? -Cleaver sonrió en broma, enseñándole una lengua de punta muy rosada-. A mí no me parece que sea usted un individuo violento.
Glass apartó su copa y se puso en pie.
– Tengo que marcharme. Ha sido muy interesante charlar con usted, señor Cleaver.
Le tendió la mano, pero Cleaver no se la estrechó, y cruzó las piernas arrellanándose en el asiento, a la vez que meneaba uno de sus elegantísimos zapatos, sonriendo ampliamente con la cabeza vuelta a un lado.
– Es usted un cliente con verdadera sangre fría, Glass -le dijo-. El tipo le llama para apretarle las tuercas, dice usted, y al cabo de unas horas le meten un balazo en el ojo. ¿Ha comentado con la policía que Dylan quiso chantajearle? Lo digo porque estoy seguro de que al bueno del capitán Ambrose le interesaría mucho saberlo. ¿No le parece?
– Adiós, Cleaver -dijo Glass.