A la mañana siguiente, cuando Glass llegó a su despacho, se encontró con un mensaje en el contestador automático. Era de Terri Taylor, que quiso despedirse. Su padre había venido a recogerla desde Des Moines, e iba a regresar con él… de vuelta a la capital mundial de las aseguradoras, como dijo ella con una de sus risitas, o más bien resoplidos, con los que parecía pedir disculpas. En el contestador, su voz sonó hueca y distante, como si hablase ya desde aquellas lejanas llanuras. Descubrió no sin cierta sorpresa que le había conmovido el detalle que tuvo ella al llamarle, aunque luego reflexionó y se dijo que tal vez no tuviera en Nueva York nadie más de quien despedirse.
Se sentó ante la mesa. Se había hecho a la idea de que habría un mensaje de Alison O'Keeffe. Pensó en llamarla, y llegó a empuñar el teléfono, pero al final lo dejó con gran cuidado en su sitio. Y casi en el acto sonó el aparato.
– Aquí Wilson Cleaver. ¿Cómo va eso, hermano? -Cleaver parecía dicharachero y entretenido, igual que la otra vez, como si le produjera un disfrute inmenso aquella especie de chiste privado que se gastaba a expensas del mundo entero-. ¿Qué noticias tenemos, Sherlock? ¿Hemos pillado ya al indigno, al culpable que le metió una bala en el ojo a nuestro amiguito el fisgón?
– No. Pero creo que ya sé quién ha sido.
Se hizo el silencio en la línea. Cleaver respiró un rato, como si estuviera pensando.
– ¿Y no piensa soltar el nombre? -más silencio-. Pues no, por lo que se ve me temo que no.
– Quiero que hablemos. Que hablemos de Charles Varriker.
– ¡Ja, ja, ja! ¿Dónde habré oído yo ese nombre? Mmm, no sé de qué me suena.
Se encontraron en un pub irlandés, en Broadway. Fue sugerencia de Cleaver, otro detalle añadido al guión ya excesivo de su chiste particular. Muldoon era un local enorme, mal iluminado, que recordaba un granero, con banderas tricolor en las paredes y tréboles por todas partes, así como pergaminos enmarcados en los que se exponían versos irlandeses en la consabida caligrafía ornamental, y una musculosa camarera con un uniforme de terciopelo negro y puntillas blancas, que bien podría haber lucido una lechera galesa en los tiempos mitológicos; Cleaver apareció con vaqueros y chaqueta de cuero; calzaba unas deportivas desgastadas, atuendo con el cual casi lograba parecer un tipo corriente. Pidió una pinta de Guinness y Glass pidió un Jameson a pesar de que era temprano.
– Varriker -dijo-. ¿Qué es lo que ha sabido de él?
Cleaver puso aparatosamente los ojos como platos.
– Eh, oiga: usted es quien sabe todo lo que se puede saber, así que ya me dirá.
– Aquella tarde en que nos vimos en la taberna de Central Park usted ya sabía muchas cosas sobre él. Sabía incluso en qué día de la semana tuvo lugar su muerte. ¿Qué es lo que le interesó tanto de él? ¿Por qué resolvió averiguar como fuese todo lo que pudiera?
Cleaver le mostró las palmas sonrosadas de las manos.
– Ya se lo dije: me estaba informando en la medida de lo posible sobre el Gran Bill Mulholland. Y sobre la marcha fueron saliendo a relucir muchas más cosas. Ya sabe usted lo que suele suceder.
– ¿Cosas sin utilidad, o todo lo contrario?
Cleaver mojó un labio que parecía prensil en la espuma cremosa de su Guinness y sorbió una porción de líquido brillante, del color del ébano.
– Joder -dijo, y torció el gesto-, ¿cómo son ustedes capaces de beber este mejunje?
Glass señaló su vaso bajo.
– Yo no.
– ¿Usted no bebe Guinness? ¿Y qué clase de irlandés no bebe Guinness, hermano? Ahora que lo pienso, ni siquiera es pelirrojo.
La maciza camarera se acercó a ellos para captar en parte la conversación mientras fingía pasar un trapo por la barra.
– Escuche -dijo Glass-. Creo que Varriker es la clave de todo.
Cleaver lo miró exagerando el interés, haciéndose pasar aún por un Mister Bones de medio pelo.
Se le veían unas minúsculas estrías rojas en todo el blanco del ojo, ligeramente tintado de un tono amarillento.
– ¿Y cuando dice «todo» quiere decir lo que le pasó a Dylan Riley? ¿Cómo es posible?
– No lo sé.
Cleaver asimiló lo que acababa de oír, para lo cual asintió y torció el labio hacia un lado.
– ¿Qué es lo que sabe de la muerte de Varriker? -preguntó Glass-. ¿Dónde estaba cuando murió?
– En la parte alta, cerca de Harlem. Tenía allí una habitación en una casa de alquiler bastante deteriorada. Teniendo en cuenta mi suspicacia, yo diría que era una especie de nido de amor. No dejó ninguna nota, ni nada. Y en todo momento conservó el billete de avión en primera para viajar a París: le estaba esperando en una delegación de Amex, en Lexington Avenue. Desde luego, hay gente capaz de hacer la mayor de las locuras dejándose llevar por un impulso intempestivo, y hay gente capaz de volarse la tapa de los sesos sin ninguna premeditación.
Glass miraba el whisky en su vaso.
– ¿Sabe usted cómo fue el disparo? -preguntó.
Cleaver no dijo nada.
– En todo el ojo, con una Beretta. Igualito que Dylan Riley. Y eso, amigo mío, eso sí que es una hermosa coincidencia -dejó la cerveza, que no había vuelto a tocar, en la barra. Se puso en pie-. Y si no es una coincidencia, ya me dirá usted qué puede ser.
Cleaver lo siguió a la calle. Permanecieron juntos un momento, sin saber cómo despedirse. El día tenía una luz irreal, una parodia del tiempo habitual en abril, con el sol reflejado en los capós de los coches y en los escaparates. Una nube gruesa y malva, con los bordes como una llamarada de magnesio, avanzaba por la estrecha franja del cielo sobre la Quinta Avenida.
– ¿Sabe una cosa? -dijo Cleaver-. Eso del chantaje con Riley… No iba en serio. A él no le interesaba el dinero. Era usted quien le interesaba, o más bien lo que él creía que estaba haciendo usted con su reputación.
Glass no dijo nada. Sabía que era cierto, luego ¿qué iba a decir?
Cleaver sonrió.
– Tiene usted toda la pinta, si quiere que le diga lo que pienso -dijo-, de ser un hombre que está a punto de causar gravísimos problemas -por fin había descartado la parodia del juglar en blanco y negro-. ¿Será necesario que le aconseje que vaya con tiento, que tenga cuidado, que no se descuide?
Glass miraba con los ojos entornados el avance de la nube cargada de lluvia.
– Quiero que me haga un favor -dijo.
– Yo por un colega haría cualquier cosa.
– Si todo esto termina en nada, si no consigo llegar a ninguna parte, si me lo impiden, si no vuelve a tener noticias de todo esto, no se quede de brazos cruzados. Siga investigando, publique todo lo que descubra. No se preocupe por Mulholland, ni por lo que pueda hacer. Usted continúe.
Cleaver sonreía a medias, con las cejas enarca^ das y la cabeza ladeada.
– Eso es lo que hacemos, amigo mío. Siempre -dijo-. Hay que continuar hasta el final -le tendió una mano-. Buena suerte.
Media hora después, cuando Glass llegó al apartamento con vistas a Central Park, vio las sombras verticales como columnas transparentes en aquellas estancias de altos techos. La nube que envolvía el cielo de la ciudad había liberado su carga de lluvia y había seguido su rumbo, y el sol volvía a lucir en las calles, aunque en el interior de la casa persistía una penumbra melancólica, vaga como un recuerdo. Glass se internó en un silencio que parecía pegársele a la piel como si fuese de gasa.
– ¡Todos a cubierta! -murmuró como hacía siempre, pero sin que nadie le oyese.
En la biblioteca se encontró a su suegro, sentado en el centro del sofá blanco, con la espalda igual de recta que siempre, la cabeza erguida, en la pose de un anciano de la tribu, las grandes manos con manchas hepáticas apoyadas en ambas rodillas y los pies cómodamente calzados con unos zapatos hechos a mano, plantados uno junto al otro en el suelo de parqué abrillantado. Glass se dijo que ojalá pudiera darse la vuelta y largarse por donde había venido, para regresar a un tiempo anterior a la visita que el Lémur le hizo en su despacho, anterior a la llamada del capitán Ambrose, anterior a la tarde en que conoció a Cleaver, antes de que nadie hubiese muerto.
El anciano se sobresaltó y lo miró sin mover un ápice la cabeza, desplazando tan sólo los ojos.
– ¿Qué es lo que quieres? -le preguntó.
Glass se sentó frente a él en un delicado sillón de estilo Regencia, con una tapicería de seda, a franjas, y unas patas curvadas y rematadas en zarpas de león.
– Lo que quiero -dijo- es saber la verdad sobre Charles Varriker.
El anciano soltó una carcajada que derivó en una tos con flema.
– Se supone que has de escribir la historia de mi vida, no la de Charlie Varriker.
– Tú le odiabas. Quiero saber por qué.
Se encogió de hombros.
– ¿Y qué más da, en el supuesto de que eso fuese cierto? Era un hombre bueno, pero lo malo es que era demasiado bueno. Ése debía ser mi papel; era yo el que tenía que resultar virtuoso, a pesar de todos los pesares. Pero Charlie era mejor. Charlie era un hombre verdaderamente virtuoso. De un modo antinatural. Y eso me jodía, cómo no.
– Y por lo tanto tuvo que morir.
El Gran Bill no le estaba escuchando. Miraba en derredor con evidente intranquilidad.
– ¿Crees que podrías prepararme una copa? -preguntó-. La verdad, creo que necesito una copa.
A lo lejos, más allá del vestíbulo, Glass oyó el susurro del ascensor, que acababa de arrancar; alguien lo había llamado, había cobrado vida propia. Entró en el comedor y sirvió un trago de Bushmills en un vaso con hielo para volver con él a la biblioteca y pasárselo a su suegro. El viejo sostuvo el vaso con ambas manos y bebió con avidez, con lo que tintinearon los cubos de hielo, y entonces se recostó en el sofá, secándose los labios con el dorso de los dedos.
– ¿Qué es lo que me acabas de decir sobre la muerte de Charlie? -preguntó-. Todo lo que sé es que fue pecado, fue delito, y yo no se lo perdono.
– ¿Lo mataste tú? -preguntó Glass.
Por un instante dio la impresión de que el Gran Bill no le hubiese oído. Entonces desplazó de nuevo los ojos fatigados y miró a su yerno durante largo rato, con total inexpresividad.
– ¿Se puede saber de qué estás hablando, idiota hijo de puta? -dijo al fin en voz comedida-. ¿Matarlo? ¿Por qué iba yo a matarlo?
– Eso no lo sé. Porque lo odiabas.
– Fue él quien se mató, por Dios. Él sólito. Se pegó un tiro en el ojo, y lo hizo con mi pistola. Maldita sea, ya te lo dije.
– Sí, ya lo sé. Pero es que de esa misma forma asesinaron a Dylan Riley. Con una Beretta. Un disparo en todo el ojo.
– ¿Cómo? -el anciano negaba con la cabeza-. No entiendo qué… ¿Qué es lo que pretendes decir?
El ascensor había vuelto a arrancar; se oyó el remoto traqueteo de su ascenso. Glass llevaba un rato preguntándose dónde podría estar Clara, la criada. Tal vez fuese ella, que regresaba de la tienda.
– Dylan Riley -dijo Glass-, el investigador que contraté para que trabajase conmigo. Le pegaron un tiro exactamente de la misma forma que a Varriker, en pleno ojo, y con una Beretta. Creo que eso tuvo que ser cosa tuya. Creo que tú mataste a Varriker, y creo que Riley a saber cómo lo descubrió, y que por eso tuviste que matarle a él también. O tal vez le encargaras a alguien el trabajito, a lo mejor tuviste que pedir un favor a uno de tus viejos amigos de la Compañía. ¿Es eso lo que sucedió?
Cuando llegaron a la estancia Louise y su hijo, Glass experimentó un momento de súbito retroceso a su adolescencia, un flash-back tan puro como incongruente, por revivir de pronto el instante en que él y su madre, en una tarde de la que no creía guardar recuerdo, entraron en una estancia exactamente de ese modo, con los paquetes de las compras, charlando, con el fresco aire vespertino aún pegado a la piel, con todas las fragancias primaverales de los árboles recién brotados, de la lluvia en las aceras, el aire delicado, empapado, el azul petróleo de abril. Cerró los ojos un instante. ¿Por qué no callarse en ese momento, por qué no sacar partido de lo que ya se había dicho, ahora que el Gran Bill parecía completamente extraviado en medio de su desconcierto, y dejar que todo aquello quedara como estaba, olvidar lo que creía saber, dejar que los muertos se las ingeniaran como buenamente pudiesen? Si siguiese adelante, no le iba a quedar más remedio que destruir el mundo que tanto habían trabajado Louise y él por mantener intacto a toda costa, hacer añicos el complicado joyero que era a la vez contenedor y adorno de su vida. ¿Era eso lo que en verdad deseaba?
El Gran Bill se puso en pie trabajosamente. La mitad del whisky se le derramó en la alfombra.
– Lou -dijo en voz alta, quejumbrosa, como si ella se hallara mucho más lejos de lo que en realidad estaba-, ¿tú sabes de qué me está acusando este individuo? -concentró una mirada de furia en su yerno-. ¡Anda, díselo si te atreves!
Louise se había quedado inmóvil en el centro del salón. Llevaba un abrigo verde, corto, sujeto a la cintura, y su sombrero de Philip Treacy, con unas hilachas como el algodón de azúcar. Se había puesto blanca como el papel. Miró rápidamente a su padre, miró a Glass y repitió la operación, estudiándolos a fondo, valorando la situación, calculando. David Sinclair, que ese día tenía toda la pinta de un sacerdote joven, muy atildado, con un traje negro, de seda, y un polo blanco, tomó de sus manos las bolsas de las compras y las dejó junto con las suyas en una mesa baja, cerca de la chimenea, para regresar en el acto con una sonrisa ansiosa, ávido de todo lo que pudiera suceder a continuación.
– Dylan Riley me llamó por teléfono el mismo día en que fue asesinado -dijo Glass sin mirar a ninguno de los tres, aunque muy consciente de que no le quitaban la vista de encima. Se oyó respirar, sss-sss, sss-sss-. En realidad, me llamó dos veces. Sólo me localizó en una de sus llamadas, al despacho. La segunda llamada la hizo aquí -era lo que recordaba haber oído decir al capitán Ambrose, que en el teléfono de Riley estaban registradas dos llamadas que le había hecho a él; lo que Ambrose optó por callar hasta que Glass lo llamó por teléfono el día anterior, desde Bridgehampton, era que las dos llamadas se habían hecho a números distintos, una al despacho de la Torre Mulholland, la otra al apartamento-. Lo que me pregunto ahora es quién pudo contestar a la segunda llamada.
Mulholland dio un paso hacia delante con manifiesta dificultad, hasta encontrarse frente a su yerno, y por encima de él. Los nudillos de la mano con que sujetaba el vaso de whisky se le habían puesto blancos por debajo de la piel bronceada.
– ¿Qué es lo que pretendes hacer aquí? -preguntó con voz casi llorosa-. ¿Qué clase de maldad es la que pretendes llevar a cabo?
Glass encendió un cigarro con mano temblorosa.
– Está diciendo -dijo David Sinclair sin que se le desdibujase la sonrisa, los ojos muy brillantes- que hay una persona en esta sala que disparó contra Dylan Riley, sólo que se ha equivocado de persona.
– ¡David! -exclamó Louise, y fue como si algo saliera propulsado de su interior, un fragmento tangible de congoja-. David -volvió a decir con voz más pausada-. Te pido por favor que no sigas.
Su hijo no hizo caso. Miró a Glass y su sonrisa resultó casi una muestra de ternura.
– Pero es verdad, ¿no lo es, Monsieur Poirot? -estaba de pie, con las manos ligeramente metidas en los bolsillos de la chaqueta, los pulgares enganchados en el borde, con una pose propia de un miembro de la familia real inglesa. Un nervio en tensión le causaba un temblor en una de las comisuras. El Gran Bill emitió una especie de gemido, torció los labios como si acabara de percibir un sabor espantoso y dejó el vaso haciendo ruido en la mesita en la que estaban apiladas las bolsas.
– Esto es una locura -dijo-. No lo entiendo -se volvió bruscamente y se marchó a trancas y barrancas, meneando la cabeza y murmurando para el cuello de su camisa. Louise lo llamó por su nombre, pero él se limitó a agitar la mano y seguir su camino, desoyendo su llamamiento con colérico desprecio. En la puerta se detuvo un momento, aún de espaldas a la sala, cabizbajo, hasta que la abrió sin hacer ruido y salió, cerrando la puerta con el mismo sigilo.
– Bien, bien -dijo David Sinclair rompiendo el silencio que había provocado la marcha de su abuelo-, pues entonces sólo quedaron tres, como dice el cuento.
Louise, como si de súbito saliera de un trance, se llevó una mano a la frente y cerró los ojos un momento.
– Esto -dijo-… Esto es… -y no pudo terminar. Abrió los ojos y miró a su marido-. ¿Por qué estás haciendo esto? No tienes ninguna necesidad, no es preciso que tú…
– ¿Necesidad? -dijo Glass-. ¿Qué tiene que ver la necesidad con todo esto?
– Él no lo entiende -dijo David a su madre como si quisiera calmarla-. No es más que un viejo reportero que ya no se entera de nada, y que no ha entendido ni palabra de esta historia -sonrió mirando a Glass-. ¿No es así? Porque, tendrás que darte cuenta, papá… esto es igualito que Asesinato en el Orient Express. Lo hemos hecho todos nosotros, lo hemos hecho entre todos. Incluido tú.