6. ¡Todos a cubierta!

A John Glass no le gustaba el extenso e intrincado apartamento en que más o menos vivían su esposa y él. Más o menos, claro está, porque allí vivía Louise, mientras él meramente se reunía con ella a última hora de la tarde, pasaba allí la noche y se marchaba por la mañana. Así, al menos, era como él lo entendía. Para un observador imparcial -y la adinerada, elegante, llamativa señora Glass estaba siempre sujeta a observación-, los Glass podrían haber pasado por una típica pareja del Upper East Side. Louise se cercioraba de que así fuera. Ponía todo el cuidado en guardar las apariencias no sólo por miedo a su padre, por miedo a lo que podría hacer si ella permitiese que se desatara un escándalo. Era de sobra conocida la acritud con que condenaba William Mulholland el divorcio, tanto que se le había oído alguna vez acusar a su hija, y no precisamente en broma, de ser una bígama. Al Gran Bill nunca le cayó del todo bien Rubin Sinclair, el primer marido de Louise, aunque tal como ella misma contó a Glass más adelante, una noche con champagne en abundancia, cuando ya estaban juntos, aún le sentó peor que ella anunciase, a buen seguro que con un estremecimiento aterrado y un temblor en la voz, que su matrimonio se había ido al garete, que no tenía remedio, que iba a solicitar el divorcio.

Su padre no discutió con ella, le dijo Louise; no sin asombro comprendió que no le iba a gritar, a abroncar, a amenazar. La mansedumbre con que respondió a su declaración le resultó más tremebunda que cualquier manifestación de cólera.

– Tú hiciste unos votos, Lou -le dijo con gravedad-. Tú hiciste unos votos, y ahora los quebrantas.

Una vez obtenido el divorcio, Louise huyó a Irlanda con su hijo, que tenía entonces diez años, y se refugió en la gran mansión de estilo georgiano que tenía su padre en Connemara, donde se dedicó a curarse las heridas del alma y a pensar en la forma de rehacer su vida. En Irlanda había conocido a John Glass, y ella creyó que era la primera vez que lo veía, pues había olvidado aquella tarde ventosa de tantos años atrás, en la cercana casa de John Huston, y algo hubo en él, algo creyó ver en su actitud distante y soñadora, que le pareció el bálsamo perfecto para su maltrecho espíritu. John Glass era todo lo que no podía ser Rubin Sinclair. O eso pensó ella. Por su parte, John Glass estuvo seguro, pese a todo lo que ya sabía sobre el Destino y sus caprichos, de que el mero hecho de que aquella criatura exquisita hubiera aparecido por segunda vez en su órbita era una circunstancia de la que debía apoderarse y sacar partido sin más dilación. Se le declaró el mismo día en que, tres meses después, ella obtuvo el divorcio.

– Oh, Dios mío -dijo Louise a caballo entre una risa y un gemido-. ¿Qué dirá mi padre?

Una vez más, la respuesta del Gran Bill resultó de una mansedumbre inesperada. Al parecer, le había caído en gracia John Glass. Aún tenía amigos en el mundo de los servicios secretos, a los que indicó que examinasen su pasado -«Tú no te apures, hijo; es una vieja costumbre»-, y se dio por satisfecho con lo que se averiguó sobre él. Glass nunca se había casado con anterioridad, por lo cual no era un divorciado; gozaba de la admiración de sus colegas de oficio* parecía honrado, probablemente no era un cazadotes.

– Sólo una cosa -dijo el Gran Bill a su hija y al pretendiente de ésta, y lo dijo con una sonrisa que pareció sólo mansamente dolorida-. Esperad a casaros hasta que lleves al menos un año divorciada, Lou, para dejar a salvo los despojos de la destrozada reputación que a tu pobre familia puedan quedarle.

Y Louise le dio un beso. No era algo que el Gran Bill y su hija se dieran con frecuencia.

John Glass se estaba acordando de aquel beso cuando entró en el vestíbulo del edificio en que se hallaba el apartamento después de su entrevista con el capitán Ambrose. No acertó a recordar qué pensamientos tuvo cuando presenció aquel inusitado instante de intimidad y concordancia entre padre e hija, lo cual le inquietó. Claro que tal vez no hubiera pensado nada en particular. Los recuerdos que tenía de aquellos tiempos estaban todos desdibujados, desvaídos tras una bruma de felicidad, como si los contemplase a través de un cristal que alguien hubiera empañado de tanto reír.

Lincoln, el portero del inmueble, se llevó los dedos a la visera de la gorra y algo dijo a propósito del clima.

– De aquí a nada apretará el calor, señor Glass, y ya verá usted cómo echamos de menos este fresco -el viejo Lincoln siempre había tenido un punto de poeta.

Glass subió en el ascensor pequeño. Era un artefacto venerable y un tanto desvencijado; nunca se había sentido del todo cómodo en él, sino más bien constreñido y vagamente en peligro. Se negaba a tomarlo por una metáfora de la vida en general. Era un hombre libre por más que le apretaran las circunstancias de un tiempo a esta parte. Sí, era libre.

El ascensor se abría directamente a un rellano privado, desde el que se accedía sólo al apartamento. La primera vez que entró allí se sintió más impresionado, más intimidado, acobardado incluso, de lo que hubiera estado dispuesto a reconocer.

– ¡Todos a cubierta! -saludó en ese momento, como hacía siempre al llegar. No se acordaba del origen que pudiera tener aquella manera de anunciar que había llegado a casa. Desde el interior, a lo lejos, le llegó el apagado saludo de Louise. La encontró en la biblioteca, sentada ante su escritorio, un mueble del siglo XVIII, con un montón de tarjetones y sobres y su estilográfica en la mano. Llevaba el kimono de seda gris que le había regalado algún gerifalte japonés cuando visitó Kyoto en condición de embajadora especial de la ONU, delegada de Asuntos Culturales. Dedicó a su marido una sonrisa distraída, ausente.

– Ah, ya has llegado -le dijo, y volvió a afanarse con sus tarjetones.

Él se colocó tras ella. Le llegó su perfume intenso. ¿Cómo se llamaba?… Algalia. Un mismo perfume huele de modo distinto según la mujer que se lo ponga. O eso le habían dicho. Se sintió extrañamente desconcentrado, desorientado en cierto modo. Supuso que debía de ser un efecto secundario de su encuentro con el capitán Ambrose, de toda la adrenalina que había malgastado.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó.

– Redacto las invitaciones para el martes.

– ¿Para el martes?

– La fiesta en honor de Antonini.

– Ah. El pintor.

– Sí -dijo ella, e imitó su tono inexpresivo-. El pintor.

– Creo que le produces… no sé, flojera.

Ella no se volvió, ni tampoco levantó la cabeza.

– No me digas…

– O, mejor dicho, seguramente se la pones dura.

– No seas grosero, por favor.

– Ése soy yo: más grosero que una alcachofa.

Admiró su manera de escribir, con trazos firmes, ágiles, con una seguridad absoluta. Él no había usado una estilográfica desde que era adolescente.

¿Por qué no le preguntaba nada a cuenta de la llamada del capitán Ambrose? ¿Acaso se le había olvidado?

Se alejó y fue a sentarse en el sofá blanco, donde quedó rodeado en tres de los lados por unas estanterías que llegaban hasta el techo. Le sorprendió que no hubiese tomado un solo volumen de aquellos anaqueles desde… ni siquiera atinó a acordarse desde cuándo no los tocaba. Allí estaban los libros, ordenados, clasificados, un batallón de reprensiones. Tampoco había escrito nunca el libro que siempre planeó escribir. El libro no escrito: otro tópico.

– Por cierto -dijo Louise, y siguió sin volverse-, ¿has hablado con ese policía?

– Sí.

– ¿De qué ha ido la cosa? ¿Han asesinado a alguien?

– Sí.

En ese momento sí se volvió, para lo cual apoyó un codo en el respaldo de la silla, y lo miró con una sonrisa inapreciable, interrogativa.

– ¿Alguien que conociéramos? -dijo a la ligera.

El recostó la cabeza en los cojines del respaldo y miró una esquina del techo, y luego otra.

– No.

Como no siguió ninguna aclaración, ella agitó la cabeza en una parodia de regia impaciencia.

– Y… ¿entonces? -dijo con una voz que pudo haber sido la de la reina Victoria. Él bajó la mirada y clavó la vista en ella. Le brillaban los ojos, y en el lustre satinado de los labios se le reflejaron las luces de la lámpara de araña, encendida sobre su cabeza, centelleantes. ¿Por qué estaba excitada? Tenía que ser, supuso él, la perspectiva del ardiente y seductor Antonini. Volvió a mirar al techo.

– Un joven llamado Dylan Riley -dijo-. Un genio de la informática. Y aspirante a espía -¿y qué más? Adelante, díselo-. Investigador.

– Y a ti la policía te ha llamado… ¿por qué te ha llamado?

– Me había llamado por teléfono ese tal Riley.

– Te había llamado por teléfono.

– Sí. Esta mañana. Y por la tarde lo han asesinado. De un disparo. En todo el ojo.

– Dios mío… -lo dijo con más indignación que sobresalto-. Pero… ¿y por qué te llamó por teléfono esa persona? ¿Cómo has dicho que se llamaba?

– Riley. Dylan Riley. No parece un nombre verdadero, ¿a que no?, sobre todo cuando lo dices en voz alta.

Tomó un ejemplar del New Yorker que había sobre la mesa del café. Sempé. Central Park, los primeros retoños de la primavera, un perrillo.

– ¿Me piensas contar de qué va todo esto? -dijo Louise-. ¿Sí o no?

– No va de nada. Me puse en contacto con el tal Riley porque pensé que podría hacerme un trabajo de investigación para el libro. Él me devolvió la llamada. Parece ser que mi número era el último que se marcó desde su móvil. De ahí la llamada de la policía -ella seguía sentada en la silla, vuelta hacia él con la cintura en torsión, el brazo aún apoyado en el respaldo, la estilográfica entre los dedos-. Se te va a secar el tajo -le dijo-. Me acuerdo de cómo se secaba el tajo, y luego había que ir a lavarlo bajo el grifo y volrver a llenarlo en el tintero.

– ¿El tintero? -repuso ella-. Chico, pareces un personaje de Dickens.

– No es que lo parezca: es que soy un personaje de Dickens. Por eso te casaste conmigo. Bill Sikes, c'est moi.

Clara, la doncella, acudió para anunciar que la cena estaba lista. Era una persona diminuta. El color de su piel, negrísima, con matices que viraban al púrpura, siempre había fascinado a Glass: cada vez que la veía tenía el deseo de tocarla, sólo por conocer el tacto de su piel satinada. Con su pequeño uniforme blanco, con los zapatos blancos, de suela de goma gruesa, que Louise Je obligaba a calzar, parecía una enfermera en un hospital.

– No te olvides de felicitarla -susurró Louise en cuanto desapareció la criada-. Ha hecho un soufflé. Para ella, es un momento importante- Louise había enseñado a cocinar a Clara, y lo había hecho con un éxito considerable, lo cual no pudo ser más afortunado para la criada, ya que de lo contrario la habría echado sin contemplaciones. Louise no tenía ninguna tolerancia al fracaso.

En el comedor, las lámparas proyectaban una luz escasa, y había velas en la mesa; las llamas se reflejaban en infinidad de puntos resplandecientes, en la cubertería de plata y la cristalería fina. A Glass se le ocurrió que lo que había reconocido momentos antes era verdad: era un grosero por comparación con todo lo que Louise había dispuesto en la casa, la mesa con toda elegancia, las luces bajas, los buenos vinos, la comida exquisita, el mobiliario carísimo y sencillo, los dibujos de Balthus y la figurilla de Giacometti, los libros encuadernados en piel, la criada vestida de blanco, la cinta de Glenn Gould que sonaba suavemente como música de fondo, todos los elementos de una vida desahogada, matizada, de un gusto exquisito, que ella había reunido en beneficio de ambos. Sí, la verdad era que él no encajaba nada bien con todo aquello. Lo había intentado, pero no encajaba nada bien. Se preguntó por qué le habría tolerado ella durante tanto tiempo, por qué seguía tolerándolo. ¿Era solamente por miedo a otro divorcio, y a provocar la ira de su padre? Sin duda, tenía que ser eso. El Gran Bill era perfectamente capaz de desheredarla. Era muchísimo lo que tanto ella como David Sinclair tenían que perder en caso de quedarse sin todos aquellos millones, no sólo la casa de campo en Hampton, Long Island, y la suite en el ático del Georges V, en París, y la cuenta abierta en Asprey, el templo del sibaritismo en Londres, sino también, y de manera más crucial, el pleno control del Fondo de Inversiones Mulholland. Eso era lo que más valoraba Louise; ése era el futuro.

El soufflé de espinacas que había preparado Clara estaba excelente, y a Glass no se le pasó por alto elogiarla por ello. La criada volvió veloz a la cocina, presa de la confusión. Louise había dejado el tenedor sobre el plato y lo estaba mirando.

– A veces sí que sabes ser un verdadero encanto -le dijo.

– ¿Sólo a veces?

– Sí. Sólo a veces. Pero te lo agradezco.

– No hay de qué.

Seguía mirándolo, con el ceño fruncido a la vez que sonreía.

– Algo te traes entre manos -dijo ella-. No me digas que no, se te nota en los ojos.

– ¿Algo? ¿A qué te refieres?

Su rostro, iluminado por las velas, se reflejaba en la ventana junto a la cual se había sentado. Fuera, en la oscuridad, las copas de los árboles apiñados en Central Parle emitían un resplandor fantasmagórico, argentino.

– Eso no lo sé -dijo ella-. ¿No será algo relacionado con ese joven al que se han cargado?

– ¿Cómo? -dijo Glass-. ¿Estás pensando que lo he matado yo?

– Pues claro que no. ¿Por qué ibas a matarlo?

Se hizo entonces un silencio repentino, tenso, como si a los dos les hubiera amedrentado algo que hubieran entrevisto más adelante, en el próximo recodo del camino. Cenaron callados. Glass sirvió el vino.

– La verdad -dijo él al cabo-, no sé si podré escribir este libro.

Ella no levantó los ojos del plato.

– No me digas… ¿Y por qué no?

– Pues porque, de entrada, acabo de acordarme de que soy periodista, o más bien lo he sido, pero ni soy ni he sido biógrafo.

– Los periodistas escriben biografías.

– Pero no las de sus suegros, eso sí que no.

– Billones te dio su palabra de que no se entrometería.

Billones era el apodo del Gran Bill en la familia. A Glass le daba dentera, y más aún cuando era su mujer quien lo llamaba así. Dio un sorbo de vino y mirólas copas de los árboles. Qué calma reinaba en aquella noche de abril.

– ¿Por qué crees que me propuso a mí escribirla? Es decir, ¿por qué yo?

– Te lo dijo él mismo: confía en ti.

– Me pregunto si eso querrá decir algo más, aparte de que cree que me tiene dominado por medio de ti…

– ¿Que lo cree? -ella sonrió y frunció los labios-. ¿No me digas que no te tiene de verdad dominado por medio de mí?

La miró sin inmutarse a la luz de las velas. No terminaba de entender por qué le mostraba ella tanta ternura precisamente esa noche. Tenía un aire de languidez casi felina. Le hizo recordar que durante su luna de miel, que tan lejana le parecía ya, se sentaba frente a él en la mesa de la terraza, en el Edén Roe de Cap d'Antibes, después de haber pasado la mañana haciendo el amor, y le sonreía de esa misma forma, como si su sonrisa fuera una caricia traviesa, y se quitaba las sandalias bajo la mesa para arrimarle los pies fríos a los tobillos. Qué tiempos aquéllos, qué días, y qué noches. En instantes como ése, a la luz furtiva de las velas, la tristeza que sentía ante la desaparición del amor que por ella tuvo se tornaba desoladora. Carraspeó.

– Háblame de Charles Varriker -le dijo.

Algo destelló en los ojos de ella, un brillo lejano, repentino.

– ¿De Charles? -repuso-. ¿Por qué?

– Pues no lo sé. Es una figura en el paisaje. En el paisaje de tu padre, se entiende.

Se había modificado su estado de ánimo: parecía impaciente, casi enojada.

– Lleva muerto desde hace veinte años, o más.

– ¿Tú llegaste a conocerle bien? ¿También fue una figura en tu paisaje?

Ella de nuevo dejó el tenedor; bajó los ojos y volvió la cabeza a un lado. Era un gesto que hacía cuando estaba pensativa o cuando estaba molesta.

– ¿Así van a ser las cosas si escribes ese libro? -le preguntó con una voz extraña, apenas audible, temblorosa-. ¿Habrá interrogatorios a la hora de la cena? ¿Noche tras noche me vas a pedir que picotee en el pasado para beneficio tuyo? Pues qué pena que a tu investigador le hayan pegado un tiro, porque me habría ahorrado mucho trabajo -bruscamente se puso en pie sin mirarle. Se le cayó la servilleta al suelo y la pisó sin querer-. ¡Maldita sea! -exclamó con ese mismo tono de cólera soterrada, y dio una patada a la servilleta para apartarla de su camino, alejándose, con el susurro de la seda del kimono acariciándole las piernas. Glass pensó en llamarla, pero no lo hizo. El silencio parecía emitir una tenue vibración, como si algo se hubiera hecho añicos.

¿Qué habría descubierto Dylan Riley, y por qué le habían pegado un tiro? ¿Qué conexión existía entre una cosa y la otra? Glass estaba ya seguro de que había sin duda una relación directa. Volvió a mirar a la ventana, pero esta vez sólo vio su rostro reflejado en el cristal


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