Por la mañana había escampado, y la vastedad azul del cielo era tan pálida que casi resultaba blanca. John Glass estaba sentado en el porche de atrás con el café y el tabaco, y miraba cómo la luz del sol espantaba segura las sombras de la noche aún prendidas en los árboles. No había dormido bien, despertó con el alba. Se sentó primero en el amplio cuarto de estar, en el centro de la casa, y trató de leer algo, pero el silencio del interior, donde dormían otras personas, le produjo incomodidad, así que salió al porche. El aire, cargado de salitre, aún era frío. Los pájaros descendían ágiles al césped, en busca de alguna lombriz tempranera, y levantaban el vuelo de inmediato.
Estaba preguntándose a qué hora se pondría a trabajar el capitán Ambrose. Tenía la necesidad acuciante de hablar con el policía; había ciertas preguntas que tenía forzosamente que hacerle. Se había equivocado en lo referente a Dylan Riley, se había equivocado por completo. Tenía la sensación de que ardía en su interior un enojo sin apagar del todo, aún en ascuas, que en cualquier momento podría prender de nuevo en llamaradas.
Más tarde, estaba desayunando en silencio con Louise, en la gran cocina que inundaba la luz del sol, cuando llegó David de la ciudad. Su madre se levantó y lo saludó con un beso, y acto seguido lo mantuvo un momento a un metro de sí, escrutando su rostro y tocándolo muy levemente con las yemas de los dedos, como si tratase de localizar algún daño, algún rastro de deterioro. Le preocupaban los lugares que frecuentaba David, los clubes de Chelsea, los antros en los que pasaba muchas de las noches. «Es muy poco lo que sé de su vida -decía alguna vez-. Nunca me cuenta nada». Glass no tuvo ningún comentario que hacer; ése no era un territorio en el que se adentrase nunca de buena gana.
– Oh-oh -dijo David en ese momento, a la vez que alzaba la cabeza y fingía olisquear el aire-. Este ambiente que percibo… ¿Es que habéis hecho los dos un largo viaje de día para adentraros en lo más profundo de la noche? Casi se oyen las bocinas que avisan de la niebla.
Llevaba una americana cruzada con botones dorados y un escudo en el bolsillo exterior, y unos pantalones blancos, de sport, con camisa de cuello abierto y una corbanda de Liberty. No le faltaba más que la gorra de patrón de yate. El joven tenía tantas personalidades como vestimentas. Y había visto demasiadas películas. Ese día era Tony Curtis en Con faldas y a lo loco, incluido el ceceo un tanto amanerado y sin que le faltasen las frases grandilocuentes. Cuando su madre le preguntó cómo se las había ingeniado para llegar tan pronto, dijo que había viajado en coche y que había salido a las seis de la mañana, una hora antes de que amaneciera.
– Dicen que la ciudad nunca duerme -comentó-, pero os aseguro que sí, de veras. No había ni un alma cuando me fui, ni siquiera una mendiga -se volvió de pronto hacia Glass-. ¿Qué, le han pegado un tiro a alguien más desde la última vez que nos vimos?
Apareció entonces el Gran Bill, sin afeitar, con un albornoz de felpa y zapatillas de terciopelo morado. Tenía un aspecto muy desmejorado. En la tez bronceada de las mejillas aún se le notaba la grisura de la noche anterior; en el mentón, los cañones de la barba le brillaban como si fueran granos de sal derramada en un mantel. Después de que la noche anterior su padre se retirase a descansar, Louise aún recriminó más a su marido que hubiera sacado a relucir el nombre de Charles Varriker y la dolorosa cuestión de su suicidio.
– ¿No te parece que se merece un poco de paz -le dijo ella- al cabo de todos estos años?
La paz, pensó Glass, no tenía nada que ver con la cuestión. No era la paz lo que estaba en juego.
– Buenos días, abuelo -dijo David Sinclair con exagerada deferencia.
El Gran Bill lo miró sin prestar atención apenas, a la vez que parpadeaba, y murmuró algo al tiempo que se sentaba a la mesa. Glass se preguntó cómo habría convencido Louise a su padre para que le permitiera dejar la dirección del Fondo de Inversiones Mulholland en manos de un joven que era todo lo contrario del viejo y en todos los aspectos concebibles. ¿Llegaría él a entenderlo, se preguntó, si llegase a tener una hija y su hija a su vez tuviera un hijo? Las sutilezas del amor en el seno de la familia, y de las lealtades concomitantes, siempre le desconcertaban: su padre había muerto cuando él era demasiado joven.
El Gran Bill se tomó a sorbos el café que Louise le había servido, y desmigó un trozo de pan entre los dedos, aunque no llegó a comérselo. Glass reparó en que le temblaba la mano. Había envejecido de manera visible en una sola noche.
– Necesito que alguien me lleve a St. Andrew -dijo. St. Andrew, en Sag Harbor, era la iglesia en la que oía misa los domingos cuando se encontraba en Silver Barn.
– Tú te puedes encargar, ¿verdad, cielo? -dijo Louise a su hijo.
– Pues claro que sí -repuso David con falso entusiasmo, y se volvió hacia su abuelo-. Yo también iré a misa. La verdad es que me embelesan esos ropajes tan sensacionales que lucen los curas.
Guiñó un ojo a Glass. El Gran Bill no dijo nada.
Al final, los cuatro terminaron por montar en el Mercedes dorado de David Sinclair, descapotable, de época, el viejo en el asiento del copiloto y Glass y Louise apretados en el asiento de atrás. 5egún se alejaban de la casa y bajaban por la pendiente hacia el mar, Glass cayó en la cuenta de que había olvidado llamar por teléfono al capitán Ambrose. ¿Acaso le amedrentaba lo que quizás tuviera que decirle el policía? ¿Acaso podría ser algo más de lo que sospechaba, algo más de lo que temía? Sin habérselo propuesto, en esos momentos sabía, y no tenía duda de ninguna especie, quién había asesinado a Dylan Riley. O en todo caso sabía quién había ordenado su asesinato.
Al llegar a la iglesia quedó clarísimo que el Gran Bill contaba con que todos ellos lo acompañasen al interior, si bien Glass dijo que él iba a dar un paseo a la orilla del mar, e insistió en que Louise fuese con él. El anciano refunfuñó y se dio la vuelta con toda la brusquedad que pudo para cruzar la calle e ir a la iglesia. David miró a su madre con una sonrisa de interrogación.
– Adelante -dijo ella-, ve con él. Le encantará.
No había demasiada gente en el puerto, pues la temporada propiamente dicha no había comenzado todavía. Caminaron por la dársena. El agua, cerca de los muelles, se mecía y se combaba, espesa como el aceite con la calma de la mañana. Al otro lado, los cerros bajos de Shelter Island, en donde aún parecía anclado el final del invierno, estaban de un verde hosco y oliváceo. El aire, frío y cortante, con olor a yodo y a salitre, les avivó a los dos el sentido del olfato.
– Háblame de Charles Varriker -dijo Glass.
Louise llevaba unas botas altas, hasta la rodilla, de cuero negro, y un echarpe de tweed por encima de un grueso jersey de lana de las islas Aran. Caminaba con los brazos cruzados, muy pegados al cuerpo, para protegerse del frío matinal. Estaba pálida, y en los ojos tenía una mirada levemente amedrentada. Él sospechó que también ella había pasado una mala noche, sin dormir apenas. Se preguntó en qué estaría pensando, pero siempre se preguntaba en qué estaría pensando ella.
– ¿Que te hable de qué? -dijo ella-. ¿De qué te puedo hablar, qué es lo que aún no te he dicho?
– ¿Por qué se quitó la vida?
– ¿Por qué lo hace quien lo hace? Eso no se sabe nunca.
– ¿No dejó una nota?
– Pues claro que no -ella se detuvo de pronto y se volvió hacia él-. ¿Se puede saber por qué te interesa ahora todo esto?
– Dylan Riley averiguó algo, algo que yo en un primer momento creí que tenía que ver conmigo, pero que ahora sé que era algo relacionado con Varriker. Ah, y no hace falta que me lo preguntes: te adelanto que no sé qué es lo que pudo averiguar.
Siguieron caminando.
– Ojalá -dijo Louise-, ojalá volvieras a ser periodista. Necesitas algo en lo que ocuparte.
– Eso es lo que nos decían los curas. La pereza es campo abonado para el diablo. Es buen título para un libro, ¿no te parece? El campo abonado para el diablo. Quién sabe: a lo mejor titulo así la biografía del Gran Bill.
– Eso no tiene ninguna gracia.
– Ah, yo pensé que sí.
– Te encanta pincharme, ¿verdad? Para ti es como un pasatiempo.
Un velero blanco, con las dos velas desplegadas y el motor fuera borda en marcha, se acercaba zigzagueando entre los muchos yates de los millonarios, y abría una limpia hendidura como un surco en el agua que, desde cerca, despedía una brillantez lechosa, como el interior de la concha de una ostra. En proa se encontraba un tipo bigotudo, con gorra de marinero y pantalones de sarga azul, desteñidos, subidos hasta las rodillas, con un pie descalzo en la amura. A Glass le hacía gracia que allí todo el mundo se vistiera a la perfección, hasta él último detalle, para interpretar su papel, como los extras esperanzados cuando aguardan que haga acto de presencia el equipo de rodaje.
Llegaron a un pequeño restaurante adornado con sogas anudadas y salvavidas rojos y blancos y festones hechos de redes de pesca. Ocuparon una mesa en la terraza, desde donde vieron aún al viejo lobo de mar amarrar su embarcación a un noray de tosca madera sin desbastar. Apareció una camarera de pechos abundantes y una sonrisa llena de dientes a preguntarles qué deseaban tomar. Louise se arrellanó en la silla, con las manos unidas por debajo del echarpe y las piernas extendidas, con las botas cruzadas a la altura de los tobillos.
– No quiero hablar contigo de Charlie Varriker -dijo.
– Entonces ya se lo preguntaré a tu padre -quedó a la espera, pero ella no dijo nada-. Aquí hay algo que no termina de ser como debiera, Lou. Y es algo relacionado con Varriker, de eso no me cabe ninguna duda. No me preguntes cómo, no lo sé, pero estoy seguro.
– ¿Y desde cuándo -preguntó ella con una mirada asesina- te han vuelto a importar a ti las cosas que no son como debieran? -aún lo fulminó con la mirada durante unos segundos más, y al cabo volvió la cabeza con los labios apretados y los ojos entornados-. Charlie era un hombre bueno -dijo-. No merecía morir. Eso es lo que no fue como debiera.
– Dylan Riley tampoco merecía morir.
– Vaya, no me digas -dijo con una sonrisa sardónica-. Y tú te has propuesto vengar su muerte, ¿es eso?
– Quiero saber con toda certeza quién lo mató. Quién sabe: a lo mejor he resuelto volver a ser periodista, tú misma acabas de decir que es lo que más me convendría -esperó antes de seguir-. ¿Qué es lo que pasó con Charlie Varriker? Quiero que me lo digas, Lou.
El viejo marinero, en cuclillas, estaba haciendo un complicado nudo en la boza del barco. Llevaba un cigarro colgado de la comisura de los labios, del cual una columna de humo ascendía derecha a su ojo izquierdo. Era consciente, Glass se dio cuenta, de que Louise lo estaba observando; la vanidad masculina nunca envejece.
La camarera les sirvió el café.
– Charlie era el mejor recluta que tuvo nunca Billones -dijo Louise.
– ¿En la CÍA?
Ella hizo caso omiso de la pregunta, como si fuese tan obvia que no precisara de respuesta.
– Billones estaba muy orgulloso de él. Sabe Dios qué cosas pudo ordenarle que hiciera; hubo una «operación» en Vietnam, como les gustaba decir a ellos, de la que Charlie nunca quiso decir ni palabra. Había sido un gran éxito, justo antes de la Ofensiva de Tet. Los dos se emborrachaban juntos y brindaban por Ho Chi Minh y por el general Giap. Eran como dos chiquillos, o como un maestro y su discípulo más bien -calló.
Louise dio un sorbo de café e hizo una mueca.
– Quema -dijo-, ten cuidado -el viejo marinero había desaparecido. Pasó de largo una familia, gordos los cinco, con lo que crujieron los tablones del muelle a su paso. Los tres chiquillos gordinflones llevaban unas camisetas idénticas, recién estrenadas, con un rótulo de Sag Harbor. Uno de ellos, la niña, tenía una cara de exquisita belleza, aunque revestida por un balón de grasa. Louise volvió a adoptar su postura distendida, o desanimada, introduciendo las manos en las mangas del jersey.Y nada -dijo-. Billones introdujo a Charlie en la empresa para que remediara aquello que se hubiese ido al garete, o estuviera a punto, en Mulholland Cable. Y Charlie cumplió, lo remedió. Era capaz de arreglar lo que se propusiera, tenía una manera infalible de hacer las cosas. Y entonces fue cuando se suicidó.
Estaba mirando las insulsas colinas del otro lado de la bahía, los ojos de nuevo entornados, haciendo mínimos movimientos con la boca, con los labios apretados, como si mordiese algo pequeño y duro.
– ¿Llegaste a conocerle bien? -preguntó Glass.
– ¿A quién? ¿A Charlie? Fue primero empleado de Billones y luego fue su socio, y luego murió. En la vida que llevábamos en aquellos tiempos, la gente entraba y salía de ese modo. Eran tiempos muy movidos. Las cosas cambiaban radicalmente de un día para otro. Un día estaba alguien, al día siguiente ya no estaba. Así era aquel mundo, qué quieres.
– Y a ti te desagradaba en lo más hondo -sólo en el momento en que lo dijo le llamó la atención que era absolutamente cierto.
– ¿Qué era lo que me podía desagradar? -dijo con un repentino tono de cansancio-. Era mi vida. Era lo que yo conocía. Eso no había forma de cambiarlo.
– ¿Quieres decir -apostilló él- que no había forma de escapar?
Ella sonrió, ya él le pareció que era su primera sonrisa en mucho tiempo.
– Se supone que tú ibas a ser mi vía de escape -dijo.
– ¿Y el señor Sinclair?
– Oh, él no pasó de ser… -volvió a hacer un gesto de cansancio aparente-. Nunca fue más que uno de los muchos que hubo en el camino.
– ¿En el camino que te había de llevar a mí?
– Más o menos… En el camino.
El tenue calor del sol arrancaba un olor alquitranado de la mesa que los separaba.
– Lo lamento -dijo Glass sin saber con exactitud qué era lo que lamentaba.
Con gran sorpresa por parte de él, ella alargó la mano y le rozó el dorso de la suya con las yemas de los dedos.
– No lo lamentes -dijo-. Yo personalmente no lo lamento. La verdad es que no.
Apartó entonces la taza de café y se levantó, ciñéndose mejor el echarpe.
– Brr -dijo-, tengo frío. Vámonos. La misa ya habrá terminado.
Cuando volvieron a la iglesia, el Gran Bill y su nieto ya esperaban en el coche. Allí sentado, muy erguido, la mitad superior del Gran Bill parecía un monumento en ruinas, en honor de un jefe guerrero de tiempo inmemorial, el perfil aguileño y el cabello oscuro muy semejantes a los de una raza valiente y belicosa y tiempo atrás extinta.
– Ya te dije que le habías alterado el ánimo -murmuró Louise.
David Sinclair los vio y los saludó con un gesto.
– Hemos oído un magnífico sermón, muy edificante -dijo-. Sobre el dios pagano del dinero, los medios de comunicación, el afán de fama. Qué modernos se han vuelto los curas de repente. No hace mucho hablaban sólo del fuego del infierno y de la esperanza de alcanzar la salvación. ¿Qué habrá sido de aquella religión tan sencilla, la de los viejos tiempos? Me gustaría saberlo, en serio.
Su abuelo permanecía inmóvil, como si no le escuchara. Cuando pestañeó, los párpados cayeron como dos solapas de lona en miniatura. Volvieron a la casa en silencio, exceptuando el tarareo feliz de Sinclair. Al adentrarse en tierra, el olor a salitre dejó su lugar a los olores de los prados y los pinares. En el asiento de atrás, Glass intentó captar la mirada de su esposa, pero ella no apartó los ojos de la carretera, dejando que el viento le agitara el cabello.
Manuela había servido los refrescos en el salón, la limonada que era su especialidad y una infusión para el Gran Bill y para Louise, así como la habitual tónica con ginebra y hielo que tomaba Glass. Pero a Glass no le apetecía beber, y se fue caminando al porche para fumar allí un cigarro. Las aves, más calladas, asomaban a veces entre los árboles con sus trinos y parloteos. Al poco rato salió David Sinclair con un vaso alto de limonada en la mano. Glass no le prestó ninguna atención, pues tenía la esperanza de que se largase, pero el joven en cambio tomó asiento en uno de los balancines y comenzó a mecerse, sin tocar el suelo con los pies.
– Están pensando en celebrar una reunión en la cumbre para hablar de mi futuro -dijo-. Mi madre y Billones, claro está. Se supone que debería sumarme a ellos, pero la verdad es que no puedo afrontar una cosa así -sonrió comprimiendo los labios, tan rosas que podría llevarlos pintados-. Tú toda esta historia no te la has creído ni siquiera un momento, ¿verdad? Quiero decir, que yo llegue a ser el sumo pontífice del santo, católico y apostólico Fondo de Inversiones Mulholland.
– Yo creo -dijo Glass- que el Fondo realiza un buen trabajo.
– Oh, desde luego -dijo David con un suspiro histriónico-. Por eso resulta tan aburrido.
Glass se oyó respirar como le sucedía siempre que estaba enojado. Lanzó a lo lejos el cigarro y se volvió murmurando alguna cosa antes de entrar en la casa e ir a su dormitorio, donde cerró la puerta y tomó asiento en la cama. Tomó el teléfono y marcó.
– ¿Está el capitán Ambrose? -dijo instantes después-. Quisiera hablar con él, por favor. Soy John Glass.