2. Louise

Louise Glass tenía cuarenta y ocho años, pero aparentaba treinta. Era alta y delgada, y pelirroja, aunque de un tiempo a esta parte el tinte rojizo y el brillo de su melena eran producto de la cosmética. Tenía la piel pálida, punto menos que traslúcida, y las facciones marcadas de su rostro resultaban deliciosas desde ciertos ángulos, aunque desde otros producían una áspera fascinación. Glass volvió a reconocer para sus adentros, por enésima vez, que era una mujer espléndida, y él ya no la amaba. Era extraño. Un buen día, más o menos a la vez que renunció a su profesión de periodista, todo cuanto había sentido por ella, toda la pasión desvalida, a medias atormentada, descendió al grado cero. Era como si la mujer de carne y hueso, igual que una princesa hechizada en un cuento de hadas, se hubiese vuelto de piedra cada vez que la estrechaba entre sus brazos. Allí seguía, donde siempre había estado: una belleza matizada, esbelta, broncínea, ante la mera visión de la cual en otros tiempos algo clamaba en su interior pidiendo clemencia, una suerte de angustia feliz, cuya presencia ahora sólo despertaba en él una melancolía tenue y desdibujada.

Llevaba un traje verde oscuro y un sombrero de Philip Treacy, un minúsculo rectángulo de terciopelo negro, rematado con unas hilachas de algo que podría ser algodón de azúcar.

– ¿Qué te pasa? -le dijo ella-. Tienes una pinta horrible.

– Es por este lugar.

Ella miró en derredor con el ceño fruncido. Fue quien sugirió que tomara prestado el despacho, pues su padre era el dueño del edificio.

– ¿Y qué le pasa a este lugar?

No quiso él reconocer que le producía miedo estar a casi cuarenta pisos por encima de la calle.

– Es demasiado impersonal. No sé si podré escribir aquí.

– Podrías trabajar en el apartamento.

– Ya sabes que en casa no soy capaz de escribir.

Ella posó en él sus ojos verdigrises.

– ¿Es por la casa? -el silencio que siguió a su pregunta fue un abismo al que ambos se asomaron un momento antes de dar un rápido paso atrás-. También podrías marcharte a Silver Barn -Silver Barn era la casa que tenían, o que más bien poseía ella, en Long Island-. El estudio está preparado. Aquello es tranquilo, no te molestaría nadie -él torció el gesto-. En fin -añadió tensando los labios-; si no puedes trabajar aquí, al menos podrás llevarme a comer a algún sitio.

Echaron a caminar por la Calle 44 y Glass por fin pudo encender un cigarro. Llovía de un modo distraído, como si la lluvia fuese un ectoplasma. Lo malo de fumar era que el deseo de fumar resultaba mucho mayor que la satisfacción que se obtenía con el acto de fumar en sí. A veces, cuando tenía un cigarro encendido, se olvidaba, y buscaba el paquete para encender otro. Tal vez fuera eso lo que debería hacer, fumar seis cigarros al tiempo, sujetando uno en cada uno de los huecos de los dedos, en ambas manos, y conseguir un efecto análogo al de una ametralladora Gatling.

Mario's estaba repleto, como era habitual últimamente. Los manteles, de cuadros rojos y blancos, y las sillas temblequeantes, de madera alabeada, eran toda una proclama de sencillez rústica, reñida por completo con los asombrosos precios que figuraban en la carta. Los Glass habían acudido al restaurante desde que se abrió, mucho antes de que se mudaran a vivir a Nueva York, cuando era Mario en persona quien estaba aún al frente del local, que era de veras sencillo en todos los sentidos. Entre ellos lo llamaban afectuosamente «el Caballo Sangrante», por razones que ya ninguno de los dos recordaba. Louise entregó el paraguas empapado a un camarero y les hicieron pasar a su mesa de costumbre, junto a la cristalera que daba a la calle, puesta sin embargo, según reparó Glass nada más verla, para tres comensales. Les llevaron de inmediato sendas copas aflautadas, llenas de Prosecco hasta el borde.

– Ojalá tuviese yo el valor -murmuró Louise- de decirles que este vino me parece una vulgaridad.

Glass no dijo nada. Le gustaba el Prosecco. También le agradaba el detalle, que las copas llegasen a la mesa sin haber tenido que pedirlas, y que se las sirviesen con un gesto teatral. Le parecía sentir en todo ello una mano puramente neoyorquina a la vez que antañona; casi alcanzaba a ver el pie de foto que llevaría la imagen: «Glass en el Caballo Sangrante, uno de sus locales predilectos a la hora del almuerzo en Manhattan». A menudo pensaba en su propia vida y la veía en términos periodísticos, en titulares y pies de foto; era un hábito muy enraizado. Se preguntó si a Louise también le parecería vulgar, como el vino.

– ¿Y qué tal va el trabajo? -preguntó su esposa sin levantar los ojos de la carta-. ¿Has empezado ya en serio?

La luz lluviosa que entraba por la cristalera le daba el aire de una Madonna florentina de comienzos del Renacimiento, allí sentada con el rostro alargado y anguloso, inclinado, tan pálida. La carta que estudiaba sin prestar apenas atención podría haber sido un salterio.

– No -repuso-. Aún no me he puesto. Es decir, no he empezado a escribir. Hay algunas cosas que debo resolver antes de empezar en serio.

– ¿Quieres decir que has de hacer una labor de investigación?

Él la miró con dureza. No, era sencillamente imposible que supiera nada de Dylan Riley; a nadie había dicho ni palabra del Lémur. Ella seguía leyendo la carta, pero poniendo ahora toda su atención embelesada y radiante, como la ponía en todo lo que hiciera, incluso, pensó él compungido, el amor.

– Sí, claro. Investigación, esas cosas -murmuró.

Llegó el camarero y Glass pidió unos linguini con almejas. Louise se conformó con una ensalada verde. Nunca comía otra cosa a la hora de almorzar. En cuyo caso, se preguntó Glass, ¿por qué dedicaba tanto tiempo a examinar la carta? Tras tomar la comanda, el camarero señaló con el lápiz el cubierto del tercer comensal como si fuese a preguntar algo, pero Louise negó con un gesto.

– Es posible que venga David -dijo a Glass-. Le dije que saldríamos a almorzar y que se viniera a tomar café si quería.

Glass no hizo comentario alguno. David Sinclair era el hijo que había tenido Louise de su primer matrimonio, con un abogado de Wall Street que parecía haber pasado por su vida sin dejar apenas rastro, al margen, naturalmente, del joven que para ella ocupaba el centro de su mundo. Glass buscó al camarero con la mirada y estudió entonces la carta de vinos; si su hijo adoptivo se iba a reunir con ellos, a él le haría falta algo más que una simple copa de Prosecco.

Llegaron los platos y ambos comieron en silencio al principio. La lluvia menuda lloraba sobre el cristal; los coches y los taxis que pasaban de largo rebrillaban y parecían deslizarse como en un espejismo húmedo. Glass se preguntaba por qué sentiría la necesidad de no decir ni pío sobre Dylan Riley. La vida de Bill Mulholland era todo un emblema de los últimos dos tercios del siglo caótico, violento, deslumbrante en su innovación y por fin concluido no muchos años antes. Nadie contaría con que un biógrafo llevara a cabo sin ayuda de nadie la muy extensa investigación que precisaría para escribir la vida de un hombre como él; nadie, tal vez, salvo el hombre en sí. Bill Mulholland era el auténtico individualista inquebrantable, a prueba de bomba, y exigía que quienes se hallaran a su alrededor estuviesen hechos de la misma pasta, que poseyeran su misma resistencia. ¿Qué clase de escritor amariconado iba a contratar a otra persona para que le hiciera el trabajo de acarreo? Había ofrecido el encargo a su yerno, junto con unos honorarios de un millón de dólares: como él mismo dijo, confiaba en él; confiaba en él, lo cual se traducía, como bien entendió Glass, a no tirar de la manta en unos cuantos puntos. Era el propio Glass -y no su suegro, al contrario de lo que dijo a Dylan Riley- quien deseaba conocer todos los hechos con todo detalle, incluidos los más inoportunos, o especialmente ésos. Glass creía que Aristóteles tenía toda la razón: quien conoce un secreto tiene el poder.

Tomó un trago de vino y estudió a su esposa. Estaba pendiente de su plato de verduras con la misma concentración remilgada y maniática que una garza a la orilla del agua. Ella le había apremiado insistentemente para que aceptara la oferta de su padre. «Antes no había nada que te gustara tanto como un desafío -le dijo en su día-, y escribir la vida de mi padre será un desafío en toda regla». Él también reparó entonces en el tiempo verbal que había empleado: «no había». «Y un millón de dólares -añadió ella con una sonrisa sesgada, irónica- nunca dejará de ser un millón de dólares, digo yo».

No fue el dinero lo que le llevó a aceptar el encargo. En tal caso, ¿qué rué? Supuso que Louise tenía razón. ¿Qué mayor desafío podía salirle al paso, qué reto mayor que escribir la biografía oficial de su suegro, uno de los más despiadados y controvertidos integrantes de la última cohorte de guerreros en activo durante la guerra fría, los que habían logrado, o al menos así lo creían ellos, arruinar del todo y hacer añicos el Imperio del Mal?

«Sabes de sobra que tendrás que someter el manuscrito, antes de la publicación, a los chicos de Langley. Te tienen que dar el visto bueno -le había dicho su suegro a la vez que le guiñaba el ojo de un modo que ya era famoso-. Hay algunas cosas que nunca se podrán contar». Y Glass, al acordarse de ese apunte, volvió a pensar en Nixon, en el pobre Dick el Tramposo, sudoroso bajo la iluminación del plato, en una época ya muy lejana.

Llegó David Sinclair. Era alto, de una pulcra delgadez, como su madre, pero de cabello negro, moreno, tal como ella era pelirroja y de tez nacarada; Rubín Sinclair, su padre, era un pazguato hirsuto y práctica-; mente sin civilizar, procedente de Kentucky. David era apuesto, y lo era a la manera de un dandi, aunque tenía los ojos un tanto saltones y, por desgracia, demasiado juntos; siempre que Glass veía a su hijo adoptivo se acordaba de aquello que dijo Truman Capote sobre Marlene Dietrich, y es que si hubiera tenido los ojos un poco, sólo un poco, más juntos, habría sido una gallina. Siempre tan mordaz, tan anglosajón, tan perverso el bueno de Truman. Glass había intentado entrevistarlo una vez, luego de un almuerzo ineludiblemente regado con vino en abundancia, en el Four Seasons, en medio del cual el novelista, que estaba como una cuba, apoyó la mejilla sobre el mantel y terminó por quedarse dormido y ponerse a roncar de manera ruidosa. Glass era en aquel entonces tan joven que no pasó ninguna vergüenza ajena, y encantado de la vida se terminó el pichón asado que había pedido, así como el resto de una botella de Mouton Rothschild, tan campante, a sabiendas de que semejante lujo corría de cuenta del Sunday Times de Londres.

– Hola -dijo David Sinclair a Glass, y se deslizó sinuosamente en su asiento a la vez que desdoblaba una servilleta para ponérsela sobre el regazo. La actitud que tenía con su padre adoptivo era por lo general de un escepticismo entre desdeñoso y socarrón-. ¿Y cómo sigue el gran mundo?

Glass sonrió de manera casi imperceptible.

– No era tan grande -dijo- la última vez que me asomé a echar un vistazo.

David pidió un té a la menta. Vestía un traje de lana oscura, camisa blanca, de seda, y corbata también de seda. Llevaba un Patek Philippe en la muñeca, uno de los modelos más discretos. Su madre lo mimaba hasta la extenuación; él era la única debilidad verdadera que tenía.

– David tiene una noticia para ti -dijo ella en ese momento-. ¿No es verdad, cariño?

El joven enarcó las cejas y cerró los ojos un instante, en su característica versión de un encogimiento de hombros.

– Ah, pensé que ya se lo habrías dicho tú, claro. Estabas tan emocionada… -dijo.

Louise se volvió hacia su marido.

– David pasará a formar parte de la fundación.

– ¿La fundación?

– ¡Por Dios, John! El Fondo de Inversiones Mulholland. A decir verdad, va a ser el nuevo director.

– Oh.

– ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? ¿Un simple «oh»?

– Pensé que eras tú la directora.

– Correcto. Lo era. Empezaba a ser demasiado para mí, ya te lo dije. A partir de ahora, prefiero ocupar un puesto menos vistoso.

– ¿Y él no es -a Glass le produjo cierto placer hablar marcadamente de su hijo adoptivo como si no estuviera delante de él-… quiero decir, no es un poco joven para asumir tan gran responsabilidad?

David rió un instante por alguna razón inescrutable, y probó el té.

– Yo al principio seguiré pendiente y estaré atenta para echarle una mano en todo lo que necesite -dijo Louise con un punto de malhumor. Siempre le causaba resentimiento que alguien le pidiera explicaciones^-. Además, está el personal de la fundación… Todos tienen una enorme experiencia.

Glass contempló al joven, sentado de espaldas a la cristalera y tan sonriente.

– Bueno -dijo al fin, y levantó la copa de vino-, pues mi más cordial enhorabuena, joven- tendía a no interpelar a su hijo adoptivo por su nombre de pila, al menos mientras pudiera ahorrárselo.

– Gracias, papá -dijo David con sarcasmo, y levantó la taza de té para corresponder al brindis.

De pronto, sin venir a cuento, Glass recordó la primera vez que se vieron Louise y él, una tarde de abril, en la mansión de John Huston, cerca de Loughrea, en la húmeda y tempestuosa costa oeste de Irlanda. Él era entonces un joven precoz, de diecinueve años tan sólo, y había ido a entrevistar al director de cine para el Irish Times. Allí se encontró con Bill Mulholland y su hija. Habían llegado a caballo desde la mansión que había adquirido Mulholland no mucho antes, en el valle, y Louise llevaba unos pantalones de montar ligeramente sucios, y una pañoleta verde al cuello. Apenas tenía diecisiete años. Se le habían arrebolado las mejillas y el cuello tras la cabalgata, y tenía una rociadura de pecas en el puente de una nariz por lo demás perfecta. Glass casi no fue capaz de decir palabra debido al enorme esfuerzo que le costó no quedarse embobado mirándola. Huston, el viejo sátiro, de un simple vistazo se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo en las entrañas del joven, y sonrió como acostumbraba, como un orangután, a la vez que le puso un dry martini en la mano.

– Ten, chaval -le dijo-, tómate algo que te anime. Falta te hace.

David Sinclair había terminado la taza de té. Se levantó a la vez que se estiraba los puños de la camisa. Iba con prisa, señaló como de pasada, con lo que dio la impresión de que se le esperaba en un sitio demasiado importante para decir su nombre en público.

Glass se dio cuenta de que el joven estaba realmente encantado de haberse conocido. Director del Fondo de Inversiones Mulholland a los… ¿qué edad tenía? ¿Veintitrés? Sobradamente joven, pensó Glass con satisfacción, para meterse en un berenjenal del que sólo saldría a duras penas. Su madre, como es natural, podría escudarle de la peor de sus meteduras de pata, pero el Gran Bill, fundador del Fondo de Inversiones, no tenía por su nieto todo el cariño que Louise hubiese querido, y el Gran Bill no era un hombre precisamente dado a perdonar.

Cuando se marchó el joven, Louise hizo una seña al camarero para que le trajera la cuenta y se volvió hacia su marido.

– No sé si eres consciente -le dijo- de lo clarísimamente que se te notan los celos.

Glass se quedó mirándola.

– ¿Y de quién tengo celos yo?

Ella entregó la tarjeta platino al camarero, que se marchó y volvió en el acto con la cuenta. Estampó su espléndida firma con firmeza, y el empleado le dio la copia antes de marcharse. Glass la observó doblar el recibo cuidadosamente, con cuatro dobleces, e introducir el papelito en su bolso. Así era Louise: doblar y archivar, doblar y archivar.

– Me sorprende que en American Express aún no hayan hecho una tarjeta especial para ti -dijo Glass con cautela-. Por ejemplo, de kriptonita.

Ella no hizo caso. Sus chistes mordaces los pasaba siempre por alto. Miró el mantel, palpó con los dedos la hilatura.

– El Fondo de Inversiones lleva a cabo un trabajo muy valioso, date cuenta -dijo-. Mucho más valioso de lo que pueda parecer, y no sólo por echar una mano en la resolución de ese lamentable conflicto que de un tiempo a esta parte persiste en tu tierra natal.

A él le maravilló su manera de hablar, siempre con frases bien moldeadas, con una precisión insólita, haciendo sutilezas, separando el heno de la paja. Sus tres años de estudios en Inglaterra, así como el curso de doctorado que hizo entre los positivistas lógicos de Oxford, habían puesto a punto su dicción y le habían prestado una finura esplendente.

– Lo sé -dijo, e intentó no parecer petulante-, sé muy bien qué obras lleva a cabo el Fondo de Inversiones.

Ella desbarató la aparente protesta con un gesto.

– Tú, para variar, eres demasiado cínico. Y, además, qué duda cabe, estás demasiado celoso. Te resultaría imposible admitir la importancia de todo lo que hacemos. Francamente, me da igual. Hace mucho tiempo que dejó de importarme lo que pienses o dejes de pensar. Ahora bien: no voy a consentir que contagies tu amargura a mi hijo. Tus fracasos no son culpa suya. No son culpa de nadie, salvo tuya. Así que guárdate tus sarcasmos, no los necesito -alzó la vista del mantel para mirarlo. Lo hizo con un rostro tan inexpresivo como el del carísimo reloj que lucía su hijo, tras cuya esfera se sucedía una miríada de movimientos invisibles e infinitamente intrincados-. ¿Lo has entendido?

– Salgo a fumar un cigarro -dijo él.

Había dejado de llover, y la calle humeaba bajo la acuosa luz del sol. Volvió caminando al despacho, con el fresco de la primavera aún incipiente traspasándole la tela ligera de la chaqueta. Pensaba en Dylan Riley, al que imaginó en algún loft del Village encorvado encima de sus máquinas, con el brillo espectral y nocturno de las pantallas en la cara, las imágenes impresas en los óvalos brillantes y oscuros de sus ojos. Había de pasar una semana hasta que Glass recibiera noticias suyas, y entonces sabría con toda claridad cuan afilado y penetrante era el mordisco del Lémur.


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