John Glass despertó temprano y en medio de un tumulto de sueños vividos y trastornados, todo recuerdo detallado de los cuales desapareció de su mente en el instante en que abrió los ojos. Permaneció tendido en la penumbra, sintiéndose paralizado por el terror. ¿Qué estaba ocurriendo, qué era aquello tan tremebundo que no terminaba de localizar? Recordó entonces el asesinato de Dylan Riley, el negro peso del cual lo envolvía como un sudario. ¿Cómo era posible que el día anterior se hubiera sentido tan tranquilo, tan desgajado de todo, cuando se enteró del asesinato del joven y el capitán Ambrose lo citó en la comisaría de policía? Se maravilló, y no por primera vez, ante el modo en que el yo se aísla y se protege de los sobresaltos que la vida le reserva. Volvió a cerrar los ojos y se enterró en el calor de las sábanas, en su desagradable, familiar olor corporal. Supo que las cosas tendrían otro aspecto cuando saliera el sol y comenzase el día con toda normalidad. En esos momentos, no obstante, le hubiera venido bien el calor de un cuerpo ajeno a su lado, en el cual buscar algún solaz. Pero Louise tiempo atrás lo había condenado, sin armar el menor alboroto, al dormitorio que estaba al fondo del pasillo, pasada la biblioteca. No le importó nada; casi siempre prefería dormir solo, si es que se trataba solamente de dormir, y ya había transcurrido bastante tiempo desde que hubo otras cosas en la cama entre Louise y él.
Quiso volver a dormirse, pero no pudo. Sus pensamientos se habían desbocado. Tuvo la impresión no de estar pensando, sino de que sus pensamientos pasaban a través de él. Recuerdos, presentimientos sin nombre, especulaciones y conjeturas, todo apelotonado en el ceniciento resplandor de los sueños que había olvidado ya. Se tumbó boca arriba a mirar las sombras del techo. Como tantas otras veces, bien entrada la noche, o al amanecer, se preguntó si había cometido un error al mudarse de Irlanda a Estados Unidos; no, no se preguntó si había cometido un error, sino más bien cuál era la magnitud del error que había cometido. Tampoco era que Louise y él hubiesen sido mucho más felices viviendo en Irlanda, en la sombría mansión de piedras grises que tenía el padre de Louise en el monte Ardagh, ni tampoco era que hubiesen estado juntos demasiado. Los dos habían dedicado la mayor parte del tiempo a viajar, él aceptando encargos en el extranjero, ella promocionando obras de caridad en los cinco continentes. Era consciente de que no debía, pero en lo más profundo de su ser despreciaba el trabajo de su esposa, su dedicación a las embajadas de las llamadas «buenas obras».
Quizás debieran haber tenido hijos.
Cambió de postura con un gruñido de irritación. La almohada estaba demasiado caliente, y la chaqueta del pijama la tenía húmeda de sudor; lo inmovilizaba como si fuera una camisa de fuerza. Oyó a Clara trajinar en la cocina, disponer lo necesario para que su señora comenzara el día con buen pie. Louise era amiga de madrugar. A él le inquietaba tener una criada que residía en la casa. Su padre murió siendo joven, su madre, viuda, fue criada en la casa de un rico abogado de Dublín para que su hijo pudiera tener estudios. Grosero, volvió a pensar, más grosero que una alcachofa. Suspiró. Era hora de levantarse.
El Times no traía la noticia del asesinato de Dylan Riley, o al menos él no encontró ninguna mención. Louise se negaba a que entrasen en la casa el Post o el Daily News, así que tuvo que salir a comprarlos. Se los llevó al estudio -donde nunca estudiaba, ni trabajaba- y se sentó en la tumbona tapizada de seda que Louise le regaló cuando estrenaron la casa seis meses antes. El Post sí dedicaba dos párrafos al asesinato, pero en el Daily News se le dio mayor cobertura, en la página cinco: «Misterioso asesinato de un genio de la informática». Ninguno de los dos reportajes le informó de nada que no supiera. El capitán Ambrose, del Departamento de Policía de Nueva York, decía textualmente que tanto él como su equipo tenían unas cuantas pistas concretas. Apareció la fotografía de la novia de Riley, una tal Terri Taylor, saliendo de la comisaría de Vandam acompañada por una mujer policía. Vestía vaqueros; tenía una larga melena negra; apartaba la cara de las cámaras.
Encendió el pequeño televisor que tenía en una esquina de la mesa. En las noticias del canal 5 de la Fox dieron un escueto reportaje de lo ocurrido. Los de New York 1 habían enviado a un cámara y a un periodista; apareció una fugaz imagen de Terri Taylor caminando por la acera, a la entrada del almacén. Estaba pálida y parecía desamparada; tenía el rostro pequeño, puntiagudo, y los ojos angustiados. No parecía del todo hecha trizas; tenía más bien un aire de desconcierto, de consternación, como si se preguntase, aturdida, cómo se había visto envuelta en un lío semejante. El cámara logró acorralar al capitán Ambrose. En pantalla aún tenía un aspecto más preciso de santo atormentado, con su traje marrón y sus grandes zapatos negros. Allí también habló de «pistas concretas» antes de alejarse de la cámara con su tranco de explorador indio. En común a todos los reportajes sobre el asesinato se percibía un tono que tal vez no fuera exactamente de indiferencia, pero sí de desgana, de leve impaciencia, como si todos pensaran que allí estaban perdiendo el tiempo, habiendo asuntos de mayor trascendencia que reclamaban la atención de los informadores. Eso sólo podía significar, y Glass se dio cuenta, que nadie contaba con que el asesinato se resolviera. Dylan Riley había sido una persona solitaria, al menos según el Daily News, de modo que nadie apremiaría a la policía para que entrase en acción. La propia Terri Taylor, era evidente, prefería abandonar el escenario del crimen a toda la velocidad que le permitieran sus flacuchas piernas.
Glass entró en la cocina a buscar un café y una tostada, pero allí estaba Clara, que insistió en ser quien le preparase el desayuno. Se quedó apoyado en la nevera fingiendo leer las páginas de deportes del Daily News. Louise ya había desayunado y se había marchado; tenía una reunión en Naciones Unidas con alguien de la UNESCO. Glass se preguntó sin mucho afán si su esposa se reuniría alguna vez con alguien que no fuese de veras importante. Furtivamente miró a Clara trajinar en la habitación sin ventanas. No sabía casi nada de su vida. Su familia era del Caribe. ¿De Puerto Rico, o tal vez de la República Dominicana? No se acordaba. Según Louise, tenía novio, pero por el momento no habían visto ninguno de los dos al fantasmagórico amante. ¿A qué se dedicará por las tardes, se preguntó, encerrada en la habitación del servicio, junto a la cocina? Supuso que a ver la televisión. ¿Leía? En cuyo caso… ¿qué podía leer? No se la imaginaba leyendo. Le llamó la atención que, para ser periodista, sintiera muy poca curiosidad por los demás, por lo que pensaran, por lo que sintieran. Dylan Riley, por ejemplo: ¿qué sabía de él, quitando que parecía un lémur y que no se aseaba con la frecuencia que debiera? Tal vez ésa fuera la razón de que hubiese abandonado el periodismo, pensó, porque en el fondo tenía una preocupación mínima por los seres humanos. Eran los acontecimientos lo que le interesaba, las cosas que estuvieran sucediendo, y no las personas que tomaran parte en ellas.
Clara le sirvió el café.
– Fuerte de verdad, señor Glass, como a usted le gusta -sonrió con un destello de sus dientes blanquísimos. La tostada tenía la textura de un trozo de estuco de París abrasado.
El día estaba fresco, borrascoso, y la luz del sol difundía un tinte de limón. Tomó un taxi para ir a la Calle 44 a echar un vistazo al correo. Como de costumbre, no había recibido nada. Se sentó con los pies sobre la mesa y las manos en la nuca a estudiar el cielo, o al menos lo que alcanzaba a ver del cielo entre los edificios aglomerados. Creyó que veía incluso el viento, las tenues estrías como restregaduras grabadas en el límpido azul. Ojalá pudiera sentir, se dijo, algo sólido, algo auténtico sobre el asesinato de Dylan Riley: ira, indignación, una comezón de curiosidad incluso. Pero todo lo que acertó a pensar fue que Riley estaba muerto, ¿y qué más daba quién lo hubiera matado?
Entonces recordó algo y bajó los pies de la mesa para alcanzar el teléfono, a la vez que pescaba la tarjeta de visita del capitán Ambrose que guardaba en la cartera.
Cuando dijo quién era, el policía no pareció sorprenderse. ¿Estaría mirando ese mismo celaje, ese azul a franjas desiguales?
– ¿A quién más había llamado Dylan Riley? -le preguntó Glass-. Antes de llamarme a mí, quiero decir.
Oyó una respiración rara en la línea, qué podría haber sido una risa apagada.
– Llamó a mucha gente -respondió el policía-. ¿Piensa usted en alguien en particular?
– No, lo que quería saber es si tiene usted registrados todos los números marcados desde su teléfono, si los ha identificado todos.
– Claro, los hemos registrado. Su novia, su experto en higiene dental, su madre, que vive en Orange County, Florida» Y usted.
– ¿No llamó a nadie más de mi familia? ¿No llamó a mi suegro?
– ¿Al señor Mulholland? No. ¿Por qué? ¿Piensa que podría haberle llamado por esa investigación que pretendía encargarle usted?
– Le dije expresamente que no lo hiciera.
– Usted dijo que el señor Mulholland no estaba al corriente de que usted pensaba encargarle a otra persona que se pusiera a husmear en su historial.
Glass cerró los ojos un momento y se apretó con el dedo índice la frente.
– Ya se lo dije: al final no llegué a decidirme, no supe si iba a contratar a Riley o si no.
– Cierto. Eso me dijo, lo recuerdo -se hizo el silencio, que zumbó en el oído de Glass-. Es a usted a quien llamó -dijo el policía-. En dos ocasiones. Por eso le pedí que viniese a verme. Usted era el único, de todas las personas a las que llamó, que no encajaba. Era el único que no encajaba con el resto: su novia, su dentista o su madre -nueva pausa-. ¿Hay alguna cosa que desee decirme, señor Glass? ¿Algo tal vez acerca del señor Mulholland?
– No -dijo Glass, y expulsó el aire-. Sólo tenía curiosidad.
– ¿Y tal vez también inquietud?
– ¿Inquietud?
– O preocupación. Por saber si Riley tal vez hizo saber a su señor suegro que usted había contratado, o que estaba pensando en contratar a un fisgón.
– No -dijo Glass, y dio un tono neutro a su voz-. No estaba inquieto. Ni preocupado.
Se dio cuenta de que el capitán estaba pensando, sopesando las posibilidades.
– El señor Mulholland y yo tenemos un acuerdo. El confía en mí.
Volvió a oír un ruido que le pareció una risa contenida.
– Pero usted no le había dicho nada de Dylan Riley.
– Lo hubiera hecho… llegado el caso -dijo Glass con el mismo tono neutro, apagado.
– Claro, señor Glass. Sin duda lo hubiera hecho… a su debido tiempo.
Cuando colgó, permaneció un buen rato tamborileando con los dedos sobre la mesa y mirando sin ver lo que tenía delante, procurando concentrarse en sus pensamientos. Aún tenía la cabeza nublada, con los restos de los sueños olvidados de la noche anterior. Tomó el teléfono y llamó a Alison O'Keeffe para proponerle que almorzase temprano con él. Ella le dijo que estaba trabajando, pero él insistió y ella cedió al final, como él sabía que había de ser. Llamó por teléfono para reservar una mesa en Pisces, un restaurante pequeño, especializado en pescados, en Union Square. Había sido uno de sus sitios preferidos en los primeros tiempos de la relación. Como Marios, empezaba a estar de moda, lo cual resultaba deprimente, y a Glass le inquietó que algún día apareciese Louise con alguno de los gerifaltes con los que se codeaba, y que lo encontrase con Alison en la acogedora mesa que ocupaban. Sería un mal trago.
No había hablado con Alison desde el día anterior. No le agradaba pensar que ella pudiera estar implicada, aunque fuese de manera periférica, en el asunto de la muerte de Dylan Riley, y lamentaba de hecho haberle hablado de Riley. Aún no era capaz de pensar en cómo se habría enterado Riley de su historia con Alison; suponía que era un ingenuo por haber supuesto que Nueva York era grande e impersonal en la medida suficiente para entablar una historia de amor sin que nadie se enterase.
En el restaurante se sentó de espaldas a la pared, atento a la puerta, impaciente consigo mismo por el nerviosismo que sentía. ¿Y si realmente apareciese Louise y lo encontraba con Alison? No eran lo que se dice unos niños; estaban cada uno al corriente de la vida que llevaba el otro. Era probable que si apareciera se limitase a otear el local de un vistazo, como hacía siempre, y que pasara con la mirada por encima de la feliz pareja antes de ocupar la mesa más alejada de ellos que pudiera.
En su honor, Alison se había cambiado el blusón de pintora por una falda y una blusa de seda azul. Cuando le besó, él captó tras su perfume un débil olor a pintura acrílica, un olor que siempre le recordaba los juguetes nuevos que le regalaban por Navidad. Aguardó a que ella hablase de Dylan Riley, pero no lo hizo; seguramente no había visto las noticias sobre su muerte. Llevaba el cabello recogido, tenso, sujeto en la base del cuello por una goma elástica. Ella le tocó la mano, sonrió y le preguntó qué celebraban.
– Nada -respondió él-.Nosotros.
Ella asintió con gesto de escepticismo y sin dejar de sonreír con las pestañas entornadas; sabía cómo era Glass en lo tocante a la espontaneidad.
Comieron los dos lubina importada de Chile y una ensalada, y Glass pidió una botella de tinto de Friuli, aun cuando Alison dijo que quería trabajar por la tarde y. que sólo iba a beber agua. Se ventiló la primera copa de vino en dos sorbos, y se sirvió otra antes de que el camarero, de aire autoritario, tuviera tiempo de arrebatarle la botella de la mano. Alison, mirándole, frunció el ceño.
– ¿Por qué estás tan tenso? -le preguntó-. A este paso, te vas a emborrachar en dos minutos, y tendré que llevarte a casa y dejarte con tu mujer.
Tenía razón: el vino ya se le había subido a la cabeza. Cuando la miró, allí sentada ante él, con el local lleno de gente a su espalda, le pareció que resplandecía su blusa azul, que era un ser realmente vivo, de sangre caliente. Le pareció que nunca se había fijado en sus orejas, dos apéndices intrincados, en espiral, graciosos, exquisitos, adheridos a ambos lados de su delicioso rostro. Quiso alargar la mano sobre la mesa y tocarla. Quiso tener en brazos su cabeza, ese óvalo frágil, delicado, y estrecharla entre las palmas de las manos; quiso decirle que la amaba. Las lágrimas le asomaban a los ojos; tenía un nudo hinchado en la garganta. Se sentía ridículo y feliz. Estaba vivo y estaba allí, con aquella muchacha, en medio de la clamorosa animación del mediodía; era primavera, iba a vivir por siempre.
– Por cierto -dijo ella-. ¿Conoces a un tipo que se llama Cleaver?
Él pestañeó.
– ¿Cómo? No. ¿Quién dices?
Ella le sonrió con el ceño fruncido, con lo que se le arrugó la nariz en el puente.
– Cleaver -dijo-. Wilson Cleaver -meneó la cabeza-. Vaya nombre… Cleaver: así llaman aquí al cuchillo del carnicero.
A él le costaba trabajo respirar.
– ¿Y quién es?
– No lo sé.
– ¿Qué quieres decir? ¿Cómo que no sabes quién es?
– Es un periodista, me parece. Un reportero, vaya. Ayer me llamó por teléfono, justo después de ti. Quería hablar contigo. Me pareció extraño.
Se quedó mirándola. La euforia achispada que tuvo poco antes se había evaporado por completo.
– ¿De dónde ha sacado tu número?
– Creo que conoce al tipo del que me hablaste ayer. ¿Cómo se llamaba? ¿Era no sé qué Dylan? No, era Dylan no sé cuántos.
– Riley.
– Eso es. Dylan Riley. ¿Cómo lo llamaste?
– El Lémur.