5. Vaya par de piezas

La comisaría de policía, si es que ése era su nombre -¿qué otra cosa podía ser? ¿Un cuartel general, un cuartelillo acaso?-, era igual que las de las películas. A John Glass lo condujeron por una sala espaciosa, de techo bajo, con bastante ruido ambiente, repleta de mesas y de minúsculos despachos, en la que mucha gente en mangas de camisa, unos de uniforme y otros no, iban de un lado a otro con gran resolución, llevando documentos y vasos de papel llenos de café, gritándose unos a los otros. Glass se paró a pensar con despreocupación en que, si se viese por medio de una toma cenital, todo aquel barullo aparentemente desordenado, como si obedeciera sólo al azar, se resolvería en una serie de patrones, formándose y reformándose figuras como las de un musical de Busby Berkeley. Todos parecían destilar aburrimiento o malhumor. A las mujeres, en su mayoría rubias teñidas, se les notaban las ojeras; se movían con lentitud, como si no hubiesen dormido la noche anterior, y tal vez no hubiesen dormido, pues a Glass le daba más de una vez la impresión de que todas las mujeres trabajadoras de Nueva York eran madres solteras, o divorciadas, o abandonadas. Aquella sala de gran tamaño presentaba en cierto modo un aire familiar, algo más que el mero recuerdo de incontables películas de cine negro, y al cabo de dos minutos lo entendió: semejaba con toda exactitud la redacción de un periódico.

El capitán Ambrose tenía la cara de un mártir de El Greco, con unos ojos castaños, profundos, cargados de sufrimiento, y una nariz que parecía un hacha de piedra afilada con todo esmero. Era alto y cadavérico, y tenía la piel olivácea, clara, en apariencia sin nada de vello. Glass pensó que podría ser indio, un navajo, o quizás un hopi. Su acento, en cambio, era genuinamente neoyorquino, de vocales abiertas, algo nasal. Llevaba un traje marrón oscuro, del mismo tono que sus ojos, una camisa blanca, una corbata anodina y unos zapatos negros, de piel, grandes, de suela gruesa. No había en la sala nada que no tuviera que estar en donde estaba. La mesa ante la que tomó asiento demostró que era un fanático del orden y la limpieza, con los documentos bien colocados, clasificados, alineados, los bolígrafos dispuestos según tamaño y color, los lápices bien afilados. En la pared había dos fotografías enmarcadas, una del presidente, otra del difunto Papa Juan Pablo II.

– Siéntese, señor Glass -dijo el policía-. Y gracias por haber venido.

Una mujer de ancas poderosas, a la que se le veían las raíces negras del cabello bajo el tinte rubio, casi blanco, entró sin llamar y dejó un fajo de papeles sobre la mesa.

– ¿Le parece, Rhoda, que dos tipos sedientos como nosotros dos podríamos tomar una taza de café? -preguntó el capitán Ambrose.

La mujer lo fulminó de una mirada.

– La máquina se ha estropeado -dijo-. Walensky la ha vuelto a aporrear.

Salió, y el panel de cristal de la puerta retembló a su paso.

– ¿Cómo ha conseguido mi número de teléfono?-preguntó Glass.

El policía alcanzó los papeles que le había llevado Rhoda y los puso en vertical para golpearlos contra la mesa y alinearlos a la perfección.

– Estaba en el registro de llamadas hechas desde el teléfono móvil de Riley -respondió-. ¿Cuándo habló con él?

– Esta mañana. A las diez cuarenta y siete.

El capitán enarcó una ceja.

– Es que estaba mirando el reloj que tengo delante de la mesa.

– Ah. Entiendo. Ojalá fueran todos los testigos tan precisos.

Testigos. La palabra a Glass le provocó una especie de pequeña descarga eléctrica en la columna vertebral. Le pareció que absolutamente todo lo que había vivido en los seis meses de jaquecas, de ruido incesante y de vértigo, todo el tiempo que llevaba en Nueva York había sido una sucesión de pasos que le encaminaron hasta ese instante, el momento en que tuvo que comparecer en el despacho de un policía, con la boca seca y una leve sensación de náusea, con un cosquilleo en la espina dorsal, con un molesto siseo en las venas. Lo que estaba ocurriéndole era algo normal y corriente y era a la vez algo completamente anómalo; era inevitable y era contingente, como en un sueño.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. Es decir, ¿cómo ha sabido usted…?

El capitán se había apoyado sobre la mesa, uniendo las manos de tez oscura delante de sí, lo cual intensificaba su aire de santidad.

– Nos llamó su novia. Había estado fuera de la ciudad, y al regresar se encontró con el cuerpo aún caliente -Glass no había supuesto que Dylan Riley pudiese tener novia. ¿Qué clase de chica podía ser?-. Por el momento no hemos sacado gran cosa de ella -siguió diciendo el capitán-, y es lógico. No pudo ser ella. Lo hemos verificado: estaba a bordo de un Boeing, sobrevolando algún lugar de Pensilvania, cuando se cometió el asesinato. Dice que ha echado en falta algunas pertenencias. Dos, tal vez tres ordenadores.

– Entonces han tenido que ser varios.

– ¿Y eso?

– Lo digo por haberse llevado tanto peso.

Un brillo tímidamente compasivo asomó a los ojos del policía.

– Hoy en día los ordenadores son compactos y ligeros, señor Glass. Por eso los llaman portátiles -se levantó de la silla apoyándose en la mesa con los dedos de una mano. Era un hombre realmente muy alto-. Mire, yo necesito tomarme ese café. ¿Me acompaña? Hay un sitio ahí mismo, nada más cruzar la calle.

Salieron a la gélida luz del sol con el gentío de última hora de la tarde. El capitán caminaba un tanto inclinado hacia delante, con los brazos ligeramente curvados y la cabeza algo vuelta hacia un lado, como un explorador indio, tal vez uno de sus antepasados, atento a percibir el rumor lejano de la caballería. Llegaron al café antes de que a Glass se le ocurriese encender un cigarro. Fumar le habría calmado, aunque tampoco mucho.

El sitio estaba lleno. Mientras esperaban a que se quedara una mesa libre, el policía le habló con reposo, meneando las monedas en el bolsillo del pantalón, sobre las circunstancias en que había muerto Dylan Riley. Otros clientes que también esperaban podrían haberle oído, pero no prestaron mayor atención; al parecer, un asesinato no pasaba de ser allí un tema de conversación más bien corriente, tal vez por estar tan cerca de la comisaría.

– Un trabajo muy fino -dijo el capitán-. Una bala de pequeño calibre en el ojo izquierdo. Creemos que se utilizó una Beretta, es muy posible. Luego, dejaron, o dejó, si fue uno solo, el piso perfectamente arreglado; se tomó o se tomaron la molestia de dejar a la víctima en la cama y todo, a la espera de que llegasen los del depósito de cadáveres. Pero le pegaron el tiro cuando estaba sentado ante su mesa.

– ¿Cómo lo sabe?

De nuevo, en los ojos del capitán asomó una mirada compasiva.

– Por las manchas en la silla -dijo-. Ya lo dicen los manuales de medicina: no hay defunción sin defecación.

Una camarera que mascaba chicle, con un delantal a cuadros, les hizo pasar a una mesa de un rincón. La superficie estaba pegajosa al tacto. Glass empezó a tener verdaderas ganas de fumar un cigarro.

– Usted es irlandés, ¿verdad? -dijo el capitán-. Y… ¿cuánto tiempo lleva aquí?

– Desde el pasado noviembre.

La camarera del delantal de cuadros les llevó los cafés.

– ¿Tiene previsto quedarse?

– Eso parece. Mi esposa es norteamericana -el policía asintió con un gesto, y Glass se dio cuenta de que sabía mucho más acerca de él, no sólo que su esposa era norteamericana-. Mi suegro me ha encargado que escriba su biografía -a él mismo le sonó completamente inverosímil-. Se trata de William Mulholland.

El capitán Ambrose asintió otra vez, al tiempo que observaba su mano revolver el azúcar. Glass volvió a tener la impresión de hallarse en un sueño, a punto de exculparse de algo innombrable que él no había hecho, de ofrecer a la desesperada cualquier clase de prueba ante un interrogador omnisciente, pero ensimismado y sobre todo impávido.

– Yo estudié en los jesuitas -dijo el policía. Glass se quedó mirándole sin poder evitarlo, e imaginó que era un pez anaranjado en una pecera llena de agua turbia. ¿Qué nueva estrategia era ésa?-. En Saint Peter, un colegio de Jersey City. ¿Usted conoce Jersey City? No, supongo que no, claro. ¿Se educó en un colegio de curas?

– El mío era un colegio diocesano. En Irlanda. Y también se llamaba Saint Peter, qué curioso. Pero ha caído en desgracia.

– ¿Por culpa de los curas pedófilos? Claro, nosotros también hemos tenido de eso. En aquellos tiempos a nadie le importaba que sucedieran cosas así. Y nunca hablábamos de ello, me refiero a los alumnos. ¿Quién nos hubiera hecho caso? -sacudió la cabeza con un gesto compungido-. Eran tiempos duros.

– Y tampoco hace tanto de aquello.

– Es cierta -removía el café despacio, muy despacio. Glass trataba de recordar a qué personaje de Alicia en el país de las maravillas le recordaba el capitán. ¿No había un perezoso? ¿Un armadillo? ¿O era acaso la Oruga? Y entonces le formuló por fin la pregunta-: Dígame, señor Glass. ¿Qué relación había con Dylan Riley?

Glass se oyó tragar saliva.

– ¿Relación?

– Sí, qué relación tenía él con usted, o usted con él -seguía frunciendo el ceño mientras miraba la taza de café, como si allí mismo, grabada en la espuma, pudiera presentarse en cualquier momento la respuesta-. ¿Por qué le llamó él por teléfono?

– Como ya le he dicho, estoy escribiendo una biografía del señor Mulholland.

– Una biografía. Ya.

– Y Dylan Riley es… era un investigador. Yo le había contratado. Mejor dicho, estaba pensando en contratarle para que trabajase conmigo en el libro.

– Ya -volvió a decir el policía-. Ya me lo imaginaba, tenía que ser eso.

A lo cual siguió una larga pausa.

A lo largo de su vida, John Glass había experimentado el miedo en muchas ocasiones. Una vez, en un avión que sobrevolaba Líbano bajo el fuego de los misiles antiaéreos de las baterías israelíes, poco le faltó para cagarse encima. Fue un momento de humillación y escarmiento que nunca olvidaría, ni podría perdonar nunca. Lo que sintió en esos momentos no fue miedo, no exactamente. Aún notaba la boca seca, pero tenía en las tripas, en lo más profundo, la sensación de que era tanto por emoción como por ansiedad. De un modo extraño se encontraba transido, y se dio perfecta cuenta: le emocionaba estar allí, envuelto en un asesinato, sometido a interrogatorio por aquel peculiar agente del orden, y le emocionaba de algún modo que al cabo de todos aquellos meses pudiera afirmar con todas las letras que por fin había llegado a Nueva York, a una ciudad tan vivida, tan violenta, tan asesinamente viva. Se acordó de una frase de Emerson a propósito de la muerte y de cómo pensamos en ella: «Allí al menos existe una realidad que no nos ha de eludir».

Dio un sorbo del café solo, amargo.

– ¿Dónde vivía? -preguntó-. Me refiero a Dylan Riley.

– En el SoHo, cerca del río. Tenía una vivienda en un almacén de Vandam Street, estaba lleno de artilugios de vigilancia. ¿Se acuerda de Gene Hackman en La conversación. Sospecho que nuestro amiguito era un cinéfilo realmente muy activo.

– Tengo entendido que era muy bueno en lo suyo.

– No me diga… ¿Y quién lo dice, por cierto?

Glass se retrajo en el acto, como un caracol al que acabasen de rozar.

– Personas que conozco. Periodistas. Así me enteré de su existencia.

El capitán había sacado un encendedor metálico, gris plomo, y le daba vueltas entre los dedos. ¡Un fumador, un compañero de fatigas! Glass experimentó una descarga de calor fraterno por esa figura larguirucha, enjuta, con pinta de santo varón. Ambrose lo vio mirar con avidez el encendedor y sonrió.

– Lo he dejado hace seis meses. Es decir, más o menos cuando llegó usted a nuestra bella y portentosa ciudad -se movió de lado en la silla para tener más sitio y estirar las piernas. Detrás de la barra, la máquina del café expreso empezó a silbar como una caldera industrial; tuvo que levantar la voz para hacerse oír-. Mi problema, señor Glass, consiste en que alguien le ha pegado un tiro al tal Dylan Riley, lo cual significa que alguien tenía un motivo para pegarle un tiro, y yo no sé cuál podría ser ese motivo. Era un investigador, dice usted, pero a juzgar por el aspecto del almacén en que vivía era mucho más que eso, o aspiraba a ser mucho más -tomó la taza vacía y miró al interior como si le invadiera la nostalgia, como si ya nunca más fuera a tomarse una taza de café. Tenía los párpados caídos-. Se trata de secretos, señor Glass -añadió-. Secretos peligrosos.

Se hizo un nuevo silencio entre ambos. El policía mantuvo la mirada baja, como si meditase sobre los males de este mundo.

– No creo -dijo Glass, y midió sus palabras*- que yo pueda resultarle de gran ayuda, capitán. No conocía a Dylan Riley, no al menos en el sentido en que usamos el verbo «conocer».

Alzó de golpe los párpados, oliváceos y más oscuros que el resto de la piel, y lo traspasó con una mirada húmeda, castaña, brillante.

– Pero usted llegó a verle -no fue una pregunta.

– Sí, yo… él, esto es, él vino a mi despacho, y hablamos de la posibilidad de que trabajara conmigo en el libro. No llegamos a ningún acuerdo.

El policía no le quitaba el ojo de encima.

– ¿Qué clase de investigación habría querido que hiciese para usted en caso de haber «llegado a un acuerdo»?

La necesidad de fumarse un cigarro estaba poniendo a Glass más nervioso aún.

– Pues… más bien algo muy general. Fechas, lugares, personas a las que hubiese visto el señor Mulholland, el dónde, el cuándo. Esas cosas que es necesario conocer con precisión.

El capitán abrió la tapa del encendedor, pero no prendió la llama. Glass apreció un difuso olor a gas que emanaba de la cápsula, o tal vez imaginase haberlo captado, y sus ansiosos nervios aún cedieron otro poco más a la tensión.

– El señor Mulholland -dijo el capitán- es un hombre francamente interesante. Quiero decir que ha llevado una vida francamente interesante. Algunas cosas habrá en su pasado, digo yo, sobre las que no pueda usted escribir ni palabra.

– En el pasado de todos nosotros hay cosas que no aguantarían si salieran ala luz del día.

El policía soltó una risa grave, despectiva.

– Pero eso no es lo mismo, ¿verdad? Lo que quería decir es que el señor Mulholland muy probablemente tenga secretos que no es posible permitir que vean la luz del día. Sobre todo si se tiene en cuenta a qué se dedicó antes de crear Mulholland Cable.

– En ese caso me temo que estoy perdiendo el tiempo.

No pareció que su sentenciosa observación precisara de comentario, por lo que de nuevo cayó el silencio sobre ambos, un silencio incómodo, levemente rencoroso. Glass estaba calculando el número de mentiras que a lo largo del día había dicho al agente de policía. O no, tal vez no fueran mentiras en el sentido más estricto, el sentido que podrían haber atribuido a la palabra, sin duda con insistencia, los jesuitas del colegio de Saint Peter, en Jersey City, si bien eran énfasis desplazados de lugar, informaciones estratégicamente no reveladas. ¿Cómo se decía aquello? ¿Pecados de omisión? Sí, desde luego. Con todo, no le correspondía a él incriminarse. Se detuvo a meditar ese pensamiento. Incriminarse… ¿en qué? Él no había disparado contra Dylan Riley. Todo lo que pretendía era encubrir la posibilidad, la inequívoca posibilidad de que lo que hubiese averiguado el Lémur fuera en efecto la aventura amorosa que tenía Glass con Alison O'Keeffe, y de que en efecto se hubiera dispuesto a chantajear a Glass amenazándole con descubrirles todo el pastel a su esposa y a su suegro. ¿Qué hombre, qué marido, por más distanciado que estuviera de su esposa, no querría impedir a toda costa semejante revelación y preservar incólume el acuerdo que tan buenos réditos había prestado a todos durante tanto tiempo? Asimismo, aun cuando pudiese negar el pensamiento, estaba el millón de dólares…

– Una vez leí un artículo que escribió usted -dijo el capitán-, una cosa en una revista, no sé cuál, acerca de los hermanos Menéndez -Glass se quedó mirándole, y el capitán movió sus hombros de espantapájaros en una parodia de timidez llena de orgullo-. Pues sí, ¿qué pasa? Yo también leo, y sin necesidad de mover los labios -volvió a remover el café-. Era un buen artículo, Lyle y Erik Menéndez. Vaya par de piezas. ¿Los llegó a conocer en persona?

– Sí, claro.

– ¿Y?

– Un par de piezas.

El capitán rió por lo bajo, y apartó la taza antes de levantarse. Salieron juntos hacia la puerta. Glass sacó la cartera, pero el policía levantó una mano.

– Nosotros no pagamos aquí -dijo con un gesto pétreo-. Un chanchullo. ¿O es que no ha oído hablar de los polis de Nueva York? -acto seguido sonrió-. Era una broma. Tengo cuenta abierta en el local.

Ya en la calle, Glass se detuvo a encender un cigarro, y el capitán se plantó a mirarle con las manos en los bolsillos, negando con un gesto.

– Debería dejarlo -dijo-. Créame, la diferencia vale la pena. Incluso en la cama. Uno tiene más resuello.

Esperaron en un semáforo antes de cruzar.

– ¿El señor Mulholland está al corriente de lo suyo con Dylan Riley? -preguntó el policía.

– No había gran cosa de la que estar al corriente.

Se hallaban en la puerta de comisaría. Glass no estaba seguro de que pudiera marcharse; era posible que el auténtico interrogatorio aún no hubiese comenzado. Por el momento sólo había conocido al poli bueno; el malo tenía que aparecer de un momento a otro. El capitán se detuvo y se volvió hacia él.

– ¿Sabe que fue usted la última persona a la que llamó Dylan Riley? Eso le convierte en el último que habló con él cuando aún vivía.

– Querrá decir el penúltimo.

El capitán Ambrose volvió a esbozar una sonrisa.

– Sí. Tiene razón.


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