Glass bajó del ascensor y entró en el apartamento; su mujer salió veloz de las sombras, como si quisiera impedirle el paso, y le preguntó en voz baja, tensa y contrariada, dónde se había metido, por qué llegaba tan tarde. Fue una pregunta retórica; sabía más o menos dónde había estado. Lo tomó del brazo de una manera muy similar a como lo hizo Alison O'Keeffe una hora antes, con urgencia, con decisión, sin cariño.
– Ha venido Billones, y quiere hablar contigo. Está cabreado con algo, lo sé con certeza -Glass no dijo nada. Podría haberse dado cuenta de que su suegro se encontraba en la vivienda. En el ambiente ocurría algo cuando el Gran Bill Mulholland ocupaba una parte del espacio. Avanzaron juntos; los tacones altos de Louise hacían un ruido seco en el parqué, que sonó de manera parecida a como habría sido si chasqueara la lengua. La luz era baja, sin que ninguna lámpara de techo estuviera encendida; todas las lámparas apantalladas proyectaban una luminosidad matizada y descendente, como en un gesto de deferencia ante la presencia del gran hombre.
Se encontraba sentado en un sillón de la sala, con una copa de cristal en alto, tan sólo un dedo de brandy en ella, y contemplaba las ambarinas profundidades del licor con un ojo entornado, dejando ver su perfil de ave rapaz. A sus setenta y muchos años de edad seguía siendo un hombre de una apostura imposible, con la cabeza de un atleta de la antigua Grecia, rematada por un gran penacho erguido de cabello oscuro, sin teñir. Sólo al volverse fue visible el único defecto de su belleza viril: sus ojos, con un extraordinario parecido a los de su nieto, se hallaban demasiado juntos, lo cual le daba el aire de hallarse perpetua, mezquinamente sumido en algún cálculo complejísimo, artero, maligno.
– Ah, John -dijo explayándose-. Por fin apareces, hombre -sin levantarse del sillón, tendió a Glass una mano esbelta, bronceada, de manicura perfecta. En el meñique lucía un anillo de rubí, un sello; en la otra mano, con la que sujetaba la copa de brandy, llevaba una fina alianza de oro-. Ya nos estábamos preguntando dónde te habrías metido.
Glass estrechó por un segundo la mano firme y seca, y tomó asiento en el sofá blanco, de frente a su suegro. Se percató de que Louise, como si flotase, se encontraba a su espalda, en la tenue penumbra. Se preguntó por un momento si tal vez no estaría haciendo señas a su padre. Mulholland lo miró con afecto aparentemente hondo, con una sonrisa deslumbrante, inconfundible, asintiendo al tiempo, como un caudillo que desde un balcón concediera su aprobación imprecisa a la muchedumbre de sus súbditos, congregados a sus pies.
– Supongo que habrás estado trabajando hasta tarde -dijo-. ¿Qué, husmeando en mi picante pasado? ¿Qué tal va el libro?
– Pues me temo que va lento -dijo Glass en tono neutro.
Mulholland no pareció sorprenderse, ni tampoco inmutarse.
– Bueno -dijo-, yo tampoco contaba con que te dieras mucha prisa. Eso sí: recuerda que no soy inmortal, al margen de lo que quieran decir por ahí.
– Aún estoy haciendo acopio de materiales -dijo Glass, y alzó las manos para modelar un globo invisible entre los dos-. Es increíble todo lo que hay.
Mulholland había vuelto a asentir, olvidado de la sonrisa que se le quedó prendida en el rostro bronceado, de halcón. Estaba pensando en otra cosa, Glass se dio perfecta cuenta; los minúsculos y pulidos engranajes habían vuelto a girar, las palancas se accionaban por sí solas.
Louise acudió a sentarse en el brazo del sofá, junto a su marido, e incluso apoyó una mano ingrávida en su hombro.
– Va al despacho a diario, de nueve a cinco -dijo, y rió con ligereza, un tanto falta de aplomo. En presencia de su padre, su voz siempre tenía un temblor en los agudos que ella trataba de dominar a toda costa, y que aún despertaba en Glass su mermado instinto de protección. Puso una mano sobre la mano que ella había apoyado en su hombro. Mulholland los miró hasta que una luz endurecida y sardónica asomó en su rostro.
– ¿Qué tal el despacho? -preguntó-. ¿Te has aclimatado? ¿Tienes todo lo que necesitas? -dio un sorbo de brandy, tragó, lo olisqueó-. No quisiera pensar que estás incómodo allá abajo.
– Será más bien allá arriba -intervino Louise-. A John le dan miedo las alturas.
Glass volvió la cabeza para mirarla, pero ella se limitó a sonreírle con un gesto de travesura.
– ¿De veras? -dijo Mulholland sin ningún interés-. En fin, me temo que en estos tiempos no se te puede echar en cara. Nunca nos dimos cuenta de que estábamos construyendo tantas afrentas, y tan imperdonables, para el mundo entero -volvió a mirar la copa-. Nunca nos dimos cuenta de muchas cosas que… Después del 89 creímos que nos esperaba un largo período de paz, y no reparamos en lo que se nos venía encima, en lo que ya nos acechaba desde los enconados desiertos de Arabia. Ahora sí lo sabemos.
A Glass siempre le impresionaba la complacencia con que desgranaba su suegro esas solemnes alocuciones; se preguntaba si no sería todo pura fachada, mero afán de juguetear con la tolerancia de quienes le rodeasen, una prueba con la que pretendía comprobar si existía de veras un límite que pusiera coto a todo aquello con lo que se podía salir como si tal cosa. Tal vez de ese modo se entretuvieran todos los ricos y poderosos, diciendo banalidades con la certeza de que siempre habría alguien que les escuchara.
– No, aquello está bien -dijo Glass-. Tampoco necesito gran cosa. Sólo algo de espacio y tranquilidad.
Mulholland le lanzó una mirada veloz, y pareció reprimir una sonrisa.
– Bien, bien -dijo-. Eso es bueno -tendió la copa vacía hacia su hija-. Lou, cariño, ¿te parece que podría tomarme otro culín de este añejo pálido tan especial?
Ella tomó la copa de su mano y se alejó sin hacer ruido a la zona en sombra del salón, donde abrió una puerta y la cerró en silencio; pasaría unos minutos fuera, Glass lo supo con certeza; Louise sabía interpretar a la perfección las señales de su padre. El viejo se adelantó en su sillón y apoyó los codos sobre las rodillas, para unir las manos junto al mentón. Vestía un traje gris oscuro, hecho en Savile Row, y una camisa de seda hecha a mano, además de zapatos de John Lobb. Glass imaginó que percibía su colonia, un aroma intenso, con toques de maderas nobles.
– Ese tipo, ese tal Cleaver -dijo el Gran Bill-… ¿Sabes a quién me refiero? Es uno de esos mosquitos que pululan por la vida. Lleva años zumbando a mi alrededor. No me cae nada bien. No me gustan sus tácticas. Los tipos de su estilo piensan que soy el enemigo sólo porque soy rico. Se les olvida que este país se cimenta sobre el dinero. Yo he hecho más por él y por su gente, o más bien el Fondo de Inversiones Mulholland ha hecho más por ellos, que la suma de todos los Carnegie Mellon y los Bill Gates y demás figurones.
Se frotó las manos tras desentrelazarlas, y chasqueó los nudillos. No miró a Glass al hacerle la pregunta.
– ¿Y quién es ese tal Riley?
Glass no movió un músculo.
– Un investigador -dijo.
El anciano lo miró de reojo, protegido por sus boscosas cejas.
– ¿Tú lo contrataste?
– Hablé con él -dijo Glass.
– ¿Y?
– Y entonces alguien le pegó un tiro.
– Espero que no me vayas a decir que una cosa se ha seguido de la otra… -Mulholland sonrió de pronto, mostrando cien mil dólares gastados en dientes limpios, blancos, iguales-. Dime que no me vas a decir eso, hijo.
– Eso no te lo voy a decir.
La luz de las lámparas formaba charcos alrededor de los pies de ambos, mientras que por encima, en la penumbra, pendía en pliegues sucesivos, como el techo de una tienda de campaña.
– Es algo que necesito saber -dijo Mulholland-. Necesito saber si te encuentras en un apuro, porque, con toda franqueza, si estás en un apuro, lo más probable es que yo también lo esté, y si yo lo estoy lo está mi familia, y eso no me gusta nada. ¿Lo entiendes? -se levantó del sillón sin el menor esfuerzo, según comprobó Glass, y se acercó a la chimenea, donde se quedó de pie con las manos en los bolsillos-. Permíteme que te cuente una historia -dijo-. Un cuento de k›s viejos tiempos, de la época en que estaba yo en la Compañía -rió unos instantes, y tuvo que toser. Tenía un aspecto espectral, de pie con la mitad superior del cuerpo envuelta en la penumbra, por encima de las luces, como si fuese un individuo trunco-. Había un amigo mío, un amigo personal, además de ser amigo mío en lo profesional, que se las ingenió para enemistarse con J. Edgar Hoover, o para ponerse en su contra sin siquiera darse cuenta de cómo pudo ser. Estoy seguro de que lo sabes: ése no era un buen sitio en el que pudiera uno estar, teniendo en cuenta que J. Edgar era… en fin, era J. Edgar, qué quieres. Te hablo de los años sesenta, después de Kennedy. Lo de menos es quién fuese mi amigo; llamémosle Mac para entendernos. Y tampoco importa ahora qué hizo Mac para caer en desgracia con aquel gordo, aquel maricón, aquel vejestorio. La verdad es que a mí me pareció bastante estúpido por su parte, teniendo en cuenta cómo eran las circunstancias. Hoover era en aquel entonces el cerebro de la organización, y el FBI era intocable -la luz difusa de las lámparas destacaba algunos elementos en sombra: el brillo de la esfera de un reloj, un destello en la madera lustrosa, una chispa en el anillo de rubí del Gran Bill-. Fuera como fuese -continuó-, Hoover se había cabreado de verdad con mi amigo Mac, y decidió llevárselo por delante. Mac ocupaba un puesto de relevancia, en lo más alto, en Langley, pero eso a J. Edgar no le iba a arredrar. Lo que hizo fue organizar una operación con cebo, una celada, aunque no es así como se llamaba entonces -hizo una pausa-. Ahora que lo pienso, no me acuerdo de cómo lo llamábamos entonces. Me empieza a fallar la memoria. Én fin, lo mismo da. La trampa consistía en que Mac estuviera en un determinado lugar, a una hora determinada, para recibir la entrega de unos papeles, de unos documentos, ya sabes, presuntamente remitidos desde la embajada de la Unión Soviética en Washington. Lo cierto es que en ese paquete, aunque Mac no tuviera ni idea, no había papeles: había un montón de dinero contante y sonante, una suma realmente seria, y tan pronto estuviera en manos de Mac los hombres de J. Edgar tenían que echársele encima y colgarle el mochuelo por ser un agente corrupto que había aceptado un dineral de una potencia extranjera, de la potencia extranjera, nuestro enemigo número uno. Da lo mismo: alguien que estaba en la oficina de Hoover, alguien que tenía aprecio por Mac y no tenía ninguno por su jefe, le puso sobre aviso. Mac no se presentó a la hora de la cita en el lugar convenido. ¿Entiendes? Al día siguiente, Mac, que estaba bien jodido, como seguramente te puedes imaginar, bajó al hotel Mayflower, donde almorzaba Hoover todos los días con su compañero infalible, Clyde Toisón. El maître le dio el alto a Mac a la entrada, supongo que preocupado por la cara de pocos amigos con que llegó, y cuando Mac le dijo que quería ver a Hoover inmediatamente, a J. Edna, que es como nosotros lo llamábamos, el maître le dijo que había recibido la firme instrucción de que al señor Hoover no se le interrumpiese jamás cuando estuviera tomándose el queso y bebiéndose el consabido vaso de leche. Dígale a ese pedazo de cabrón, le dijo Mac, que a menos que venga aquí con su culo gordo en este preciso instante, voy a anunciar ahora mismo y ante todos los comensales que el jefe del FBI es un maricón que se pone faldas a la primera que puede. Total, que Hoover sale hecho un basilisco y Mac le acusa de haberle tendido una trampa.
Hoover, ya se sabe, niega tener la menor noticia de toda la celada que se le ha tendido a Mac, y le promete iniciar una investigación sin más tardanza para averiguar quién es el responsable; le dice que no piensa descansar hasta haber localizado al bellaco, etcétera, etcétera. Total, que al cabo de una semana Mac y su señora se marchan de viaje a México en la avioneta particular de Mac, los dos solos, Mac en el puesto del piloto. Al cabo de media hora de sobrevolar Houston, ya en el golfo de México, ¡bam!, se acabó. Una bomba bajo el asiento del piloto. Los despojos del aparato, esparcidos en un radio de casi un kilómetro cuadrado. El cuerpo de Mac sí se encontró, el de su esposa nunca. En el funeral, a Hoover se le vio secarse una lágrima -volvió a reírse un instante-. No se hicieron las medias tintas para el bestia de John Edgar.
Glass estaba acariciando el paquete de Marlboro sin sacarlo del bolsillo de la chaqueta. Oyó abrirse la puerta casi en absoluto silencio al otro extremo del salón, y momentos después apareció Louise con una bandeja y tres copas. Glass se preguntó si habría pegado la oreja al otro lado de la puerta. A veces tenía la impresión de que no conocía en absoluto a su esposa, de que era una perfecta desconocida que había entrado de rondón en su vida y, a saber cómo, se había quedado a vivir en ella.
– Disculpas por la tardanza -dijo-. John, te he traído un Jameson.
Se inclinó ante ambos hombres, uno primero y luego el otro, para ofrecerles las copas, y después dejó la bandeja en la mesa baja para tomar la suya, Canadá Dry con una rodaja de lima, y sentarse junto a su marido en el sofá, cruzando las piernas y alisándose el dobladillo de la falda sobre la rodilla.
– Estábamos hablando de J. Edgar Hoover y de sus perversidades -le aclaró su padre.
– ¿En serio? -dijo ella. Glass se dio cuenta de que no le miraba. Probó el whisky.
– Tu padre me estaba contando -dijo- cómo organizó Hoover el asesinato de un agente de la CÍA y de su esposa.
– ¿Quién ha dicho que fuese Hoover? -dijo el Gran Bill manifestando su inocente sorpresa-. Te acabo de decir que lloró en el funeral -agitó el brandy en la copa, sonriendo otra vez de modo que se le vieran bien los dientes.
Louise seguía alisándose el vestido con las yemas de los dedos.
– Billones en el fondo quiere saber -dijo, y no levantó los ojos- qué es lo que le dijiste exactamente a ese tal Riley.
El ambiente del salón se había tensado de pronto. Desde la biblioteca llegaba el tañido argentino del reloj estilo Luis XV que Mulholland les había regalado cuando contrajeron matrimonio.
– No recuerdo haberle dicho nada -dijo Glass-. Hablamos por teléfono, él vino al despacho, le conté qué estaba escribiendo, qué necesitaba…
– ¿Qué necesitabas? -dijo Mulholland. De pronto pareció más que nunca un ave rapaz, de ojos penetrantes, inmóvil-. ¿Ves? Eso es lo que no entiendo, John. No entiendo por qué pudiste tener la necesidad, si es que lo fue, de introducir a nadie más en el proyecto. Yo te hice este encargo porque eres de la familia. Te lo dije en su momento. Te dije: John, quiero contar con alguien en quien pueda confiar, y sé que puedo confiar en ti. No entiendo cómo pudiste pensar que eso no significara «tú», exactamente tú, y no por cierto con un chalado de la informática a tu lado -se volvió a su hija-. ¿Se entiende lo que estoy diciendo, Lou? ¿Estoy siendo irracional?
Louise no dijo nada, y Mulholland contestó por ella.
– No, no creo que esté siendo irracional, ni mucho menos. No estoy siendo nada irracional. Eso no puede estar más claro.
Durante un rato, Glass había tenido la impresión de que la estancia formaba un ángulo a su espalda, un rincón en el que se iba viendo acorralado.
– Lo lamento -dijo-. No habría supuesto nada del otro mundo, pienso yo, la contratación de un investigador adjunto. En el fondo, eso es lo más normal. Los historiadores lo hacen continuamente.
Mulholland abrió los ojillos oscuros tanto como le fue posible.
– Pero es que tú no eres un historiador, John -dijo como si estuviera explicando algo elemental a un niño pequeño.
– Tampoco soy un biógrafo.
Su suegro siguió mirándole durante unos momentos casi como si se doliese de algo, y entonces dejó la copa de brandy y se dio una palmada con ambas manos sobre las rodillas, antes de ponerse en pie y volver caminando junto a la chimenea.
– El problema que tengo ahora, John, consiste en cómo resolver todo esto, quiero que te des cuenta. Aquí nos hemos encontrado con lo que antes llamábamos un fallo de los servicios de inteligencia. No sé qué es lo que le dijiste a Riley, y no sé qué es lo que Riley le pudo decir al tal Cleaver. Cuando te encuentras con un fallo de los servicios de inteligencia, es necesario pensar en términos realmente creativos. Eso es algo en lo que podrías echarme una mano, porque tengo que decidir cómo tratar al señor Wilson Cleaver y qué hacer con sus insinuaciones.
Se oyó una voz desde el fondo de la estancia.
– ¿Y qué tal una interpretación especial? -se volvieron los tres, escrutaron la penumbra, y apareció David Sinclair caminando tan campante hacia ellos, pasándose algo pequeño y reluciente de la palma de una mano a la otra -sonreía-. Seguro que tú puedes arreglar una cosilla tan simple como ésa, abuelo.