11. Terri, con «i» latina

Por la mañana, Glass estaba sentado después de desayunar en el pequeño balcón de hierro forjado, en la sala de estar, saboreando en soledad un tercer cigarro y una cuarta taza de café, cuando su hijo adoptivo apareció de nuevo. Glass tuvo que esforzarse para que no se le notara la irritación. Por lo común, era la única persona que utilizaba el balcón, compartiéndolo con la herrumbre y las telarañas y los restos enmohecidos de las hojas que cayeran en el otoño anterior. Abajo había un patio -¡un patio en pleno Manhattan!- y un jardincillo con un ailanto, un álamo plateado, un falso cerezo y otras especies de arbustos y arbolillos cuyos nombres desconocía. En determinados días, y en todas las estaciones del año, un hombre de edad muy avanzada, con un delantal de cuero, aparecía allí abajo, dedicándose a rastrillar la grava despacio, con la meticulosidad de un monje japonés. Ese día lucía un sol débil, como un inválido que se aventurase tras un largo invierno postrado en cama, pero por fin había llegado la primavera, y de cuando en vez asomaba algo provisto de un brillo fugaz y sedoso entre los árboles, dando visos de plata a los nuevos brotes y arañando los cristales de las ventanas de enfrente antes de aquietarse de improviso, como un niño que hace un alto en pleno juego del escondite. El cuadrado de cielo que presentaba el patio era de un azul claro, granuloso.

Glass pensó en Dylan Riley, en el balazo en todo el ojo; se acabaron para él las mañanas primaverales.

– Vaya, así que es aquí donde te escondes -dijo David Sinclair.

Aunque disponía de un dúplex en Columbus Circle, el joven a menudo pasaba la noche en lo que insistía en denominar el apartamento de su madre, imaginando sin duda que de ese modo excluía limpiamente a Glass del círculo doméstico. Se encontraba en el umbral de la puertaventana, sonriendo mientras miraba desde arriba a su padre adoptivo con esa particular mezcla de burla y de autosatisfacción que nunca dejaba de producir en Glass un amago de dolor de muelas, y que tan difícil le resultaba de afrontar o de esquivar. Esa mañana vestía unos pantalones de color crema y una camisa de seda del mismo color, con unos zapatos en dos tonos, marrón y crema, y punteras adornadas con líneas curvas perforadas. Se había echado sobre los hombros un jersey de jugar al criquet con una franja azul clara en el cuello en pico. Se marchaba a jugar al squash. Con el cabello repeinado y los ojillos negros, protuberantes, tenía un marcado parecido con un Cole Porter de tira cómica.

– Buenos días -dijo Glass fríamente.

Sinclair rió y salió al balcón, pasando con cuidado y rozando sin embargo la mesita de metal para sentarse en una silla de hierro forjado. Cruzó una rodilla sobre la otra y entrelazó los dedos sobre el regazo, contemplando felizmente a su padre adoptivo, que seguía soñoliento, sin despertar del todo, y con un poco de resaca debido a los cuatro o cinco whiskys que se había bebido solo en el sofá, la noche anterior, cuando el resto de la casa se fue a acostar.

– Pues has conseguido que se enoje el abuelo -dijo el joven a la ligera-. ¿En qué estabas pensando?

Abajo, una bandada de aves lacadas, marrón oscuro, descendió de algún alero para posarse de un modo irritante entre las ramas del ailanto, batiendo las alas y parloteando con mecánica estridencia.

Glass encendió otro cigarro y dejó el paquete de tabaco y el mechero sobre la mesa.

– ¿Has empezado ya en tu nuevo puesto de trabajo? -le preguntó, y siguió mirando el afanoso bullicio de las aves.

David Sinclair extendió una mano y tomó de la mesa el encendedor de Glass, que se estuvo pasando de una mano a otra, por el aire, tal como había hecho la noche anterior con un objeto que Glass no llegó a ver del todo.

– No, todavía no. Mi madre no está aún tan dispuesta a ceder las riendas, no tanto como le agrada pensar que está. Ya sabes cómo es -sonrió y enarcó las cejas; por su tono de voz, por su forma de mirarle, dio a entender que ni por un solo instante había pensado que su padre adoptivo realmente supiera cómo era su madre, ni qué sentimientos tenía ella en torno a la presidencia del Fondo de Inversiones Mulholland, ni sobre ninguna otra cosa.

– Esto que está haciendo por ti es algo realmente grande -dijo Glass con gravedad-. Confío en que te hayas dado cuenta. Confío también en que lo reconozcas al menos de vez en cuando.

El joven ensanchó la sonrisa con auténtico deleite; le causaba un gran contento irritar a su padre adoptivo. Sabía jugar con la sensibilidad de Glass y lo hacía con destreza de virtuoso, tocando todas las teclas adecuadas, oprimiendo los pedales en los momentos más indicados.

– De todos modos, cuéntame el asunto ese de Riley -^dijo Sinclair-. ¡Un asesinato, nada menos, y por poco en la familia! ¿Sabe la policía quién lo hizo, o sabe al menos por qué?

– Yo no sé qué sabe la policía. A mí no me lo van a decir.

Sinclair lo remiraba con regocijo malicioso.

– ¿Eres sospechoso?

– ¿Por qué iba a serlo?

– Ah, no sé. Mientras fisgaba en el turbio mundo de Billones, a lo mejor el tal Riley descubrió algo sobre ti, algo que tú quizás prefirieses que nunca hubiera descubierto. ¿No?

Glass lo miró a fondo y dio una calada al cigarro antes de volverse y expulsar una bocanada de humo por encima de la barandilla del balcón, dando clara muestra de absoluta indiferencia. Una vez, cuando llevaba poco tiempo casado con Louise, dio una bofetada a su hijo adoptivo. No supo recordar en ese momento las circunstancias exactas. Algo le dijo al muchacho, para reprenderle por alguna razón de peso, y David le respondió con un insulto; antes de darse cuenta, antes de poder contenerse, abofeteó al cabroncete con la mano abierta en la mejilla. No fue un bofetón severo, aunque David nunca se lo había perdonado, y en el fondo era comprensible, Glass tuvo que reconocerlo. En ese momento le hubiese gustado darle otro sopapo, y no por pasión, no por ira, sino haciéndolo incluso de un modo juicioso, soltando el puño para asestarle un golpe seco en el pómulo, o en el lateral de su bonita nariz, tan parecida a la de su madre, para desviarle el tabique lo justo.

– ¿Tú conoces a mi padre? -preguntó Sinclair-. Me refiero al señor Sinclair, el orgullo de Wall Street.

Parecía encontrar cualquier título de una comicidad irresistible.

– Lo he visto alguna vez -dijo Glass con cautela-, pero no diría yo que lo conozco.

El joven apartó el rostro para mirar al patio, donde las aves habían redoblado el pillaje del álamo y del falso cerezo, como si pretendieran sacudir las ramas para que algo cayera de ellas. Debió de haber descifrado los pensamientos de Glass.

– A mi madre le pegaba -dijo de pronto. Glass lo miró con extrañeza-. ¿No te lo había dicho ella? Bueno, tampoco es que fuera para tanto. Un bofetón, un puñetazo de vez en cuando. Era un exaltado… -se volvió a mirarle de nuevo-. Igual que tú. Una vez quise intervenir. Yo no era más que un niño. Le mordí en la mano y él quiso lanzarme por la ventana. Estábamos en el Waldorf Astoria, en la planta decimoctava. Lo hubiera hecho, estoy seguro, sólo que la ventana no podía abrirse. Fue al día siguiente de que Clinton saliera elegido presidente por primera vez, así que supongo que estaba jodido -sonrió-. No es muy amigo de los demócratas, como seguramente sabes.

Glass carraspeó y se puso en pie; las patas metálicas de la silla arañaron el suelo de cemento del balcón.

– Tengo que marcharme -dijo-. Me está esperando el trabajo.

Sinclair se quedó mirándole con una sonrisa de insinuación inconcreta, la cabeza un tanto ladeada.

– Claro -dijo en voz queda-. Claro, faltaría más.

Glass ya había atravesado la puertaventana y cruzaba la sala de estar cuando Sinclair lo llamó.

– ¡Ah! ¿Papá?

– ¿Sí?

– Toma -le tendió una mano-. Se te olvidaba el encendedor.

Era hora punta, y a Glass le costó trabajo encontrar un taxi. Las calles parecían electrizadas gracias a la repentina llegada de la primavera, como si hubiera sido de la noche a la mañana; los árboles que se apiñaban en la linde de Central Park daban la impresión de disponerse a saltar la verja y emprender la marcha en busca del East River. Louise detuvo a Glass cuando ya llegaba el ascensor para decirle que iba a marcharse a Bridgehampton con su padre y con David, y le preguntó si le apetecía ir con ellos. Él respondio que tal vez sí, aunque más tarde; no tenía nada claro que pudiera afrontar el hecho de verse de pronto varado en Long Island, sujeto a la acerada genialidad de su suegro y al sonriente desprecio de su hijo adoptivo.

En el vestíbulo de entrada de la Torre Mulholland, estaba a punto de mostrar su pase ante el ojo electrónico del torno de entrada cuando oyó que Harry lo llamaba desde el mostrador de seguridad, haciéndole un gesto para que se acercase.

– Ha recibido una visita, señor Glass -Harry la señaló-. Lleva una hora esperándole.

Estaba sentada en un banco, bajo la placa de latón en la que aparecía retratado en relieve, en toda su apostura, el Gran Bill Mulholland. Le pareció conocida, aunque Glass por el momento no acertó a saber quién era. Parecía empequeñecida, perdida en medio de aquel espacio enorme, de mármol, en el que reverberaba el eco. Vestía una falda sinuosa y una blusa corta, de flores, además de una gabardina de hombre, de color rata, tres o cuatro tallas mayo)* de lo que le convendría. Se acercó a ella, y ella se puso en pie con demasiada prisa, sacando con dificultad las manos de los bolsillos de la gabardina. Llevaba la cintura al aire, y le vio una tachuela metálica en el ombligo.

– Soy Terri -dijo-, Terri Taylor.

– Ah, ya -dijo Glass, y se acordó: la novia del Lémur.

– Terri. Con «i» latina.

Esbozó una sonrisa tristona, mínima, a la vez que se mordía el labio por una de las comisuras. Era pecosa y tenía los incisivos prominentes, y el cabello largo y lacio, teñido de negro, de mala manera. Permanecieron un momento contemplándose el uno al otro, los dos por igual sin saber qué hacer. Él le preguntó si deseaba subir a su despacho, pero ella negó rápidamente con un gesto. Entonces, ¿quizá quisiera salir a tomar un café?

– Salgamos a pasear -dijo ella. Salieron a la calle. El estuvo a punto de sujetarla con una mano por el codo, pero se lo pensó mejor. Ella soltó una risa como un resoplido-. Es como si no hubiera hecho otra cosa además de pasear desde que… -no continuó.

Por la calle corrían juguetonas las rachas de viento. Un repartidor de DHL, que hablaba rápidamente consigo mismo, empujó una carretilla cargada por una puerta abierta. Un sin techo con pelos de rastafari y una sudadera de los St. Louis Cardinals discutía con un policía gordo. Junto a un desagüe, tres gorriones se peleaban por un trozo de bollo tan grande como ellos mismos. Glass sonrió para sus adentros. Nueva York.

– ¿Cómo se las va arreglando? -le preguntó, aunque no dejaba de extrañarle que hubiese ido a verle, pues no acertaba a imaginar qué podría querer de él-. Tiene que ser muy duro.

– Oh, estoy bien, supongo que estoy bien -dijo ella. Se había ceñido la gabardina y se la apretaba contra el cuerpo; debía de haber sido de Riley. Tenía los pies torcidos hacia dentro, e iba con las piernas descubiertas, y un tanto moteadas por el frío-. Dylany yo no llevábamos mucho tiempo juntos. Sólo desde Navidad. Nos conocimos en una fiesta, en Wino's -le miró de reojo-. ¿Lo conoce, ha estado alguna vez en Wino's? Es un sitio que está muy bien -asintió, tragando saliva con dificultad-. A Dylan le gustaba -pareció que contenía con dificultad un sollozo. Glass confió en que no se echara a llorar.

– ¿Tiene usted familia en la ciudad, o amigos? -le preguntó.

– No. Soy de Des Moines. Des Moines, en Iowa -rió-. Capital mundial de las aseguradoras. Hay que verlo, qué edificios, todos ellos propiedad de una compañía de seguros. Joder…

Se desviaron para sortear una cagada de perro de tamaño descomunal -como mínimo, pensó Glass, de un gran danés- y llegaron a Madison Avenue. No había logrado aún acostumbrarse a las sorpresas que se llevaba cada vez que salía de una tranquila bocacalle a una de las grandes avenidas, repletas de viandantes que iban de compras con los ojos despavoridos, de manadas de taxis, de coches de policía con la sirena a todo volumen.

– Usted le caía bien, no sé si lo sabe -dijo Terri Taylor-. Me refiero a Dylan. Le tenía mucho aprecio.

– ¿En serio? -dijo Glass, e intentó no parecer incrédulo.

– Me dijo que usted era uno de sus héroes. Tenía recortados muchos artículos de prensa que usted había escrito; tenía un archivador entero. Estaba muy emocionado cuando le propuso que trabajase para usted… Estaba como un niño con zapatos nuevos. John Glass, decía continuamente. ¡Imagínatelo, John Glass!

– Me alegra saberlo -¿realmente le alegraba? En su fuero interno distaba mucho de estar seguro-. Me halaga.

– Él era así. Era un entusiasta, señor Glass. Un auténtico entusiasta.

Glass estaba acordándose del Lémur, y lo vio despatarrado en el sillón de cuero de su despacho, aquel día, en la planta 39 del edificio, y lo oyó reír por lo bajo, moviendo las mandíbulas como si masticase un chicle imaginario y estirándose el tiro de los vaqueros caídos. Las mujeres ven en sus parejas a un hombre que nadie más acierta a ver.

– ¿Tiene alguna idea de quién… de quién podría…?

Ella negó con un gesto vehemente, comprimiendo tanto los labios que se le pusieron blancos.

– Es una locura -dijo-. Una locura. ¿Quién puede haber querido hacer una cosa tan terrible? Él no había hecho ningún daño a nadie. No era más que un niño grande, sólo se dedicaba a sus juegos de ordenador, a navegar por internet, a recoger información -rió-. ¿Sabe una cosa? Mi abuelo aún guarda los cromos de jugadores de béisbol que coleccionaba cuando era pequeño. Los tiene todos guardados en una caja de zapatos, debajo de la cama. Se los enseña a todo el que desee verlos y charlar un rato con él. ¡Cromos de jugadores de béisbol! Yo tiré mis muñecas Barbie a la basura cuando tenía diez años.

Glass vaciló.

– ¿Tiene usted alguna idea -se aventuró a decir, como si la acera que pisaba de pronto estuviese tapizada de cascaras de huevos- de qué tipo de cosas había averiguado Dylan acerca de mi?

Habían llegado a la esquina de la Calle 45. Una mujer de corta estatura, con un inmenso abrigo de pieles y un dachshund sujeto por una correa tachonada de brillantes echó a caminar pese a estar el semáforo en rojo, y un taxi frenó bruscamente, con un chirrido; el taxista, otro rastafari -con gruesas trenzas-, alzó las manos soltando el volante y echó la cabeza hacia atrás riendo de manera furiosa, con los dientes relucientes. Terri Taylor sonrió al presenciar la escena.

– ¿Cómo? -dijo volviéndose a Glass. Se puso verde el semáforo y echaron a caminar.

– Él sólo me llamó por teléfono, dese cuenta -dijo Glass-. Por lo visto, había dado con algo, no sé de qué puede tratarse, aunque a él le pareció, creo yo, algo… significativo.

– ¿Y de qué puede tratarse?

– Ésa es la cuestión. No lo sé.

Ella pareció meditar. Pasaban por delante de una librería, y en el interior un hombre se volvió hacia la joven que le acompañaba y señaló a Glass y le dijo algo, y la joven miró a Glass quizás con interés, pero sin modificar su expresión. Aún había gente que lo recordaba de aquellos tiempos, ya tan lejanos, en que tuvo una fama fugaz y, si acaso, moderada.

– Yo pensaba -dijo Terri Taylor- que usted lo había contratado para que realizara una investigación acerca de su suegro, no acerca de usted. ¿O no fue así? -estaba perpleja. No acertaba a entender qué le estaba preguntando él.

– Sí, así fue -dijo Glass-. O más o menos fue así. No cerramos un acuerdo formal.

– Bueno, pues él estaba trabajando sobre el señor Mulholland, eso sí lo sé, él me lo dijo.

– ¿Y qué fue lo que le dijo?

Terri Taylor rió en tono lastimero.

– No dijo nada. Le gustaban los secretos, ¿sabe usted? Aunque… -hizo una pausa, y redujo la velocidad con que caminaba, y se miró los pies torcidos hacia dentro, los zapatos de terciopelo negro, rozados y desgastados-. Ahora que lo pienso, sí que dijo un nombre.

Glass aguardó con el corazón en vilo.

– ¿Sí? -dijo, tratando de mantener la voz bajo control.

– Era alguien con el que había trabajado el señor Mulholland. ¿Cómo era…? Mmm… -contrajo el rostro en el intento por recordar-. Era algo así como «varicoso», como cuando se dice que se tienen las venas varicosas. Era…

– Varriker -dijo Glass-. Charles Varriker.

– Eso es. Varriker. Un nombre gracioso. ¿Lo conoce usted?

– No -dijo Glass-. Ha muerto. Murió hace mucho tiempo.


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