Texto. A lo largo de su vida, o al menos eso le pareció, John Glass había corrido detrás de las mujeres en busca de solaz. Más de un conocido había comentado, cuando era joven, la enorme proximidad que compartía con su madre; una de sus tías tenía por costumbre decir, con un gesto desdeñoso y agrio, que era más bien su novio que su hijo. También en Louise había buscado recogimiento, protección. Sospechaba que era sobre todo ésa la razón de que se hubiera casado con ella, para que ella fuera su escudo frente a las insidias del mundo. ¿Y ella? ¿Qué esperanzas había puesto en él?
Cuando llegó a Bleecker Street y apretó el timbre del portero automático, éste emitió un zumbido molesto, como tantas veces, y contestó Alison O'Keeffe. Él le dijo quién era.
– ¿Por qué sabía yo que ibas a ser tú? -dijo ella con cansancio y tristeza-. ¿Cómo podía yo saberlo?
Refugiado en la entrada, empañando la rejilla de metal con el aliento, Glass se acordó de las sudorosas sesiones que tuvo que vivir tantos años antes en el confesionario.
– Necesito que hablemos.
Nueva pausa.
– En ese caso será mejor que subas.
Al salir del ascensor la encontró esperándole en el umbral, con su blusa azul de pintora. Lo condujo arriba, al apartamento pequeño y frío, en donde tomó asiento en un sillón y encendió un Gauloise. Expulsó una trompeta de humo aparentemente con enojo, hacia el techo.
– ¿Y bien? -dijo-. ¿De qué tienes necesidad de que hablemos con tanta urgencia?
A la caída de la tarde, el sol arrancaba destellos de la ventana amansardada, encima de ambos, proyectando un rayo de luz pálida y dorada que entraba al sesgo por detrás del sillón que ella ocupaba. Él encendió un Marlboro.
– ¿Tú sabes algo de física cuántica? -le preguntó. Ella no dijo nada-. Yo tampoco. O más bien no sé casi nada, la verdad. Pero hay un experimento que los científicos realizan a veces, y que consiste en lanzar una partícula atómica contra una superficie en la que hay dos estrechas ranuras, y esperar del otro lado de la superficie a ver qué pasa. Lo que pasa es que se forma un patrón de interferencia, como si la partícula no fuese una partícula, sino una onda. Dicho de otro modo, esa partícula única parece entrar al mismo tiempo por ambas ranuras, con lo cual -rió- es como si interfiriese consigo misma -Alison lo miraba con ademán impasible. Las volutas de pálido humo azul ascendían de sus cigarros al unísono, entrelazándose en la luz del sol, a espaldas de ella-. Es muy extraño -dijo-, pero más extraño aún es que la partícula se comporte de esa manera, como una onda, cuando no está sujeta a observación. Cuando uno la mira, la partícula sigue siendo eso, una partícula; cuando no la mira nadie, se convierte en una onda.
Ella aguardaba. Dio una calada al cigarro, mirando aquí y allá sin demasiada atención, frunciendo el ceño.
– ¿De qué me estás hablando? -preguntó.
– Estoy hablando de lo difícil que es tener alguna certeza. Yo pensé que sabía quién había matado a Dylan Riley, creí que lo sabía con certeza, pero no es así.
Se hizo un largo silencio, al cabo del cual Alison rió un momento.
– Y yo que pensaba que habías venido a hablar de nosotros… -apartó la mirada con enojo-. En fin, dime una cosa -añadió-: ¿Quién lo mató?
– Eso no importa. Yo estaba en un error -buscó un cenicero donde apagar el cigarro-. Ahora tendría que marcharme.
– Sí -dijo ella, con el rostro aún apartado de él-. Deberías marcharte.
Estuvo caminando por la calle durante largo rato, a la vez que moría el día e iban encendiéndose un millón de luces en Manhattan. Nunca se había sentido tan forastero en la ciudad. Se refugió en un garito, en Broadway, y bebió whisky; se apoyó con los dos codos en la barra, en la penumbra ambarina y rosada, rodeado de figuras tan indistintas como él mismo, cuyos rostros se materializaban sólo un instante, al acercarse a la áspera luz blanca que emanaba de un neón situado debajo de la barra y dar un trago de sus copas, antes de retirarse de nuevo a la zona en sombra. Trasterminar el tercero, dejó un billete de veinte dólares en la barra y se largó de nuevo a la noche.
Cuando salió del ascensor en el piso de su despacho, en la Torre Mulholland, no quiso mirar por el enorme ventanal que cerraba el pasillo por un extremo, y entró en el despacho, con su pared acristalada, donde ya no hubo forma de evitar el vértigo de la ciudad allí fuera, erizada sobre sus pilares, enjoyada con toda pulcritud en el resplandor de la oscuridad. Tampoco hubo forma de evitar a Louise, sentada en silencio, en el sillón de acero y cuero en el que se había arrellanado Dylan Riley aquella primera vez, cuando todo lo que había de ocurrir no había ocurrido aún, y el mundo era todavía distinto. Se había abstenido de encender la luz, y con el relumbre que entraba del exterior podría haber pasado por una estatua de acero, de rasgos pronunciados, bruñida, inmóvil.
– El portero de noche me ha abierto la puerta -dijo-. Espero que no te importe.
Él estaba fumando un cigarro que había encendido en el ascensor, desafiando la alarma, que de todos modos no se activó, y en ese momento buscó a tientas en la mesa un cenicero que no existía. También tuvo que localizar el interruptor de la lámpara de mesa. Proyectó un cono de luz cuya franja de penumbra iluminó de soslayo la cara de Louise, un ojo, una oreja, la comisura de la boca.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -le preguntó.
– Oh, no mucho -eran como dos viajeros varados en una sala de espera, en plena noche, lejos de casa-. Supuse que estarías aquí.
Aún llevaba el abrigo verde y el sombrero ridículo. Tenía las manos en el regazo. Miraba de frente. Glass se acercó al ventanal y miró los oscuros cañones que se abrían a sus pies, y que de noche le resultaban inexplicablemente menos alarmantes que de día.
– No sé qué decirte, Louise -dijo.
La oyó moverse a su espalda, cambiar de postura en el sillón, acomodarse mejor.
– No debes creer… -empezó a decir, y calló-. No debes creer en todo eso que crees que sabes. De verdad, te has confundido en todo -se volvió a mirarle, pese a que él estaba de espaldas, y el sillón emitió su chirrido de protesta-. Por favor te lo pido -dijo-, ven a sentarte.
A lo lejos, en las calles, allá abajo, detectó el gimoteo de una sirena de la policía, y entornando los ojos llegó a ver no el coche patrulla, sino la luz azul que destellaba intermitente, a gran velocidad, por la Calle 44. Se dio la vuelta y regresó a la mesa, ante la cual se sentó apoyándose en los codos. Había estado tirando la ceniza del cigarro en la palma de la mano, y de pronto, con impaciencia, la derramó en el suelo, junto al sillón. Louise seguía sentada de lado, mostrándole el perfil esculpido a la luz de la lámpara. Pensó en Alison O'Keeffe, la recordó sentada allí mismo: dos mujeres, dos rostros femeninos enfrentados a él.
– Hay algunas cosas que he de contarte -dijo Louise-, cosas que debería haberte contado hace mucho tiempo -bajó la mirada-. No sé por dónde empezar. Charlie… Charlie Varriker… -calló de nuevo.
– Estabas enamorada de él, ¿no es eso? -dijo Glass.
Ella asintió, apretó los labios y cerró los ojos.
– Sí -lo dijo en voz tan queda que más pareció un suspiro angustiado-. Era… Ay, no podría decirte cómo era. Es decir, no puedo explicártelo. Lo era… todo -volvió a bajar la mirada; se daba espasmódicos tirones en uno de los dedos, como si quisiera quitarse un anillo que no llevaba puesto-. Yo era muy joven, claro está. Dios santo, ¿qué edad tenía? ¿Veintidós años? Y Charlie… Charlie era maravilloso, así de sencillo. Era dueño de una belleza de la que no suelen estar en posesión los hombres, pero él la tenía, te lo aseguro. No es que fuera cuestión de belleza física, no es eso, sino que era algo que emanaba de dentro, algo que… algo que brillaba en su exterior, pero no estaba ahí. Además, era un hombre divertido. Es un tópico, ya lo sé; las mujeres nos enamoramos de un hombre que nos haga reír. Pero es que reír con Charlie era algo… era… Era una bendición. Eso te hará gracia, ya lo sé. Me doy perfecta cuenta de que es una ridiculez. Pero así era: una bendición. «¿Sabes una cosa, Lou?», me dijo alguna vez. «En todos los evangelios no se ve a Jesucristo reír una sola vez, y ni siquiera estamos seguros de que sonriera. ¿Quién va a creer en un Dios que no ríe?» -Glass tomó otro cigarro-. Alquiló una habitación para nosotros dos en una de esas callecitas que hay cerca de Morningside Park. ¡Vaya un barrio! Suerte tuvimos que no nos asesinasen sólo por quedarse con nuestros zapatos. Es extraño, pero aquella sordidez daba a todo lo nuestro una mayor ternura, una mayor pureza. ¿Me explico? Y entonces… -de pronto le había vencido la prisa, las palabras brotaban de sus labios atropellándose-. Entonces llegó el niño, yo no supe qué hacer, era demasiado joven, y Charlie, naturalmente, Charlie se sintió del todo incapaz, impotente, indefenso: feliz, cariñoso, desde luego, pero incapaz. Rubin llevaba un tiempo dando la lata. Rubín Sinclair, claro está. Con sus dólares amasados en la guerra, eso decía Charlie de él. Y Billones, como es lógico, insistía en que me casara con él, tanto que me parece que lo vio como un matrimonio al estilo de los Medid, la fusión de dos grandes familias, bla, bla, bla. Le dije a Charlie que era la salida más obvia que teníamos a mano, que me casaría con Rubin Sinclair, que al cabo de poco tiempo él y yo podríamos volver a estar juntos, que incluso nos quedaríamos con el niño nosotros dos. Qué sueño, qué idiotez, qué niñería. Charlie no quiso saber nada más de la idea. Ni siquiera soportaba el pensar en que yo estaría un instante con Rubin. Eso acabaría con él, dijo, eso lo mataría…
– ¿Por qué no te casaste con él? -preguntó Glass.
Louise hizo un gesto de impaciencia.
– No seas absurdo. Billones nos hubiera destruido en un abrir y cerrar de ojos. Aborrecía a Charlie porque le había sido indispensable para conservar su fortuna. ¿Qué sentimientos hubiera tenido si además se casara con su hija? -calló unos momentos, y dio sucesivos tirones de un hilo suelto en la costura del abrigo-. Le compré un billete para ir a París. Charlie adoraba París, siempre dijo que París era su patria espiritual. Ve allí, le dije, ve a París, y cuando vuelvas ya estará todo hecho. De ese modo, no te dolerá tanto. Pero él no quiso irse. Dijo que no podía vivir sin mí. Era el último de los románticos. Se apropió de la pistola de Billones y se encerró en la habitación que tenía en Morningside Avenue, y allí se pegó un tiro -hizo una pausa. Respiraba deprisa, con jadeos superficiales, sin dejar de acariciar el hilo suelto del abrigo. Un helicóptero sobrevolaba algún lugar cercano, y las aspas emitían un golpeteo sordo en el aire-. Fui yo quien lo encontró -dijo Louise-. Lo llevé a la cama y aún no entiendo cómo, porque era un hombre corpulento. Tampoco sé por qué, pero tuve que hacerlo, era importante. Estuve toda la tarde sentada con él. Nunca he conocido un silencio como aquél. Y una semana después me casé con Rubin Sinclair -alzó una mano y se cubrió los ojos, como si quisiera protegérselos de un resplandor que cayera desde lo alto-. Cuando nació David, yo creo que Rubin lo supo. Nunca dijo nada, pero creo que lo supo. No era tonto. Y fue bueno conmigo, lo fue a su manera. No reveló lo ocurrido, no me denunció ante nadie, no exigió que Billones me castigase y me fustigase en público. Siguió adelante, hasta que llegó el día en que todo se había hecho pedazos sin ningún ruido. Y fue entonces cuando te conocí a ti.
– ¿Llegó tu padre a saberlo? -dijo Glass-. Quiero decir, lo de David. ¿Supo alguna vez de quién es hijo?
– No lo sé -repuso ella-. Es probable que sí. Siempre ha sabido todo acerca de cualquier cosa. ¿Por qué no iba a saberlo todo acerca de esto?
– ¿Y tú estás segura de que Varriker se suicidó?
Ella no le miró.
– Tengo que estarlo -dijo en un susurro-. ¿No crees? Cualquier otra cosa es para mí inconcebible -en ese momento sí alzó los ojos y afrontó la mirada con que él la interrogaba-. Sé lo que es mi padre, pero no puedo permitirme el lujo de creer que sea un malvado -permanecieron un largo instante mirándose el uno al otro. Al cabo, ella se recostó en el sillón y suspiró-. Creí que todo aquello estaba olvidado hasta que aquel joven llamó el otro día al apartamento.
– Entonces… ¿habló contigo?
– Pues claro. ¿Con quién, si no?
– ¿Y cómo había llegado a saber lo de Varriker y todo lo demás?
– No me lo quiso decir. En su día, hubo ciertas personas a las que confié lo ocurrido. Amigos, o presuntos amigos. Imagino que los habría localizado. No lo sé. Tuve que hacer algo, como es natural. Si hubiese llegado a contactar con Billones, todo habría terminado, todo: el Fondo de Inversiones* el futuro de David, todo. Le dije que iría a verle. Tomé la pistola. Yo…
– Basta -dijo Glass-. Quiero que me cuentes la verdad.
– Es lo que estoy haciendo. Te estoy contando la verdad… -se llevó la mano rápidamente al bolsillo del abrigo verde y extrajo algo compacto, oscuro, brillante, que depositó en la mesa, delante de él. Leyó con toda claridad el nombre del fabricante en el cañón corto y aflautado-. Ahí tienes -dijo ella-. ¡Ahí tienes, por si no me crees!
Él tomó la Beretta y la sopesó en la mano.
– ¿De dónde has sacado esto?
Ella no dijo nada. El helicóptero había desaparecido. Con su ausencia, el silencio reinante en el despacho resultaba de pronto hueco. Él dejó el arma sobre la mesa, entre los dos.
– ¿Cómo lo sabía?-preguntó.
– ¿Quién? ¿El qué?
– David. ¿Cómo sabía lo de Riley? ¿Estaba contigo cuando llamó Riley? -cerró el puño y lo descargó de un golpe sobre la mesa, con lo que la pistola dio un brinco-. ¿Estaba contigo, sí o no? -a ella, en ese momento le afloró a la cara algo que él nunca había visto: fue la expresión desolada, desvalida, perdida, que tendría cuando envejeciera. Ella miraba el arma sobre la mesa sin levantar los ojos, a la vez que asentía con languidez. Dijo algo, pero con voz tan queda que él no la oyó, y tuvo que pedirle que lo repitiera. Ella carraspeó.
– Tenía razón -dijo ella-. Lo hemos hecho todos nosotros, lo hemos hecho entre todos: tú, yo, todos nosotros. ¿Qué más dará quién apretase el gatillo?
– Importa, Lou -dijo él-. Dímelo.
Ella enterró las manos en los bolsillos del abrigo y encorvó los hombros recogiéndose en su cuerpo como si de pronto tuviera frío.
– Sí -dijo-, David estaba conmigo cuando llamó por teléfono Dylan Riley. Vio cómo me quedé cuando oí todo lo que quiso decirme Riley. Y él me obligó a decírselo. Dijo que se ocuparía de ir a hablar con Riley, que trataría de razonar con él, que le ofrecería dinero si fuera necesario. Yo no sabía… -extendió la mano como si fuese a tocarle, pero flaqueó y en cambio se sujetó al canto de la mesa-. Yo no sabía qué iba a hacer. Está muy perjudicado, John. Rubin lo trató de una manera espantosa, y luego tú lo has rechazado… Sí, lo has rechazado, no lo niegues ahora. Podrías haber intentado tomarle afecto. Podrías haber sido un padre para él.
Sus palabras se posaron con pesadez entre los dos, una penumbra más oscura, a la que no llegaría la luz de la lámpara.
– ¿David estaba enterado de lo de Varriker? -preguntó Glass. Ella asintió-. ¿Cuándo se lo dijiste?
– Hace mucho tiempo. Supongo que no debería haberlo hecho. Pero pensé que tenía derecho a saber.
– Así que el balazo que le metió a Dylan Riley en todo el ojo fue un homenaje a su padre, ¿no?
– John, te digo que está muy perjudicado!
– Y eso es algo que también hemos hecho todos nosotros, ¿es eso lo que me estás diciendo? -miró el llamativo relumbre de la noche-. Bueno, ahora por lo menos al fin ya sé quién es el cabeza de turco que hay en la sala.
– ¿Cómo?
– Nada. Es una cosa que me dijo alguien hace mucho tiempo.
Ella se puso en pie muy despacio, como si tuviese un dolor considerable.
– Me marcho -dijo-. Eres tú quien debe decidir qué hacer. Ya tienes… -rió un instante-. Ya tienes «la carnaza» que buscabas -le lanzó una mirada casi compasiva-. De ti depende, John -dijo-. Lo lamento, pero de ti depende.