11. ELI

Entramos en Chicago en el crepúsculo, después de haber viajado todo el día. Ciento diez, ciento veinte por hora durante horas y horas apenas entrecortadas con algunas paradas. Las últimas cuatro horas las hemos hecho sin parar. Oliver aceleraba como un loco por la autopista. Las piernas dormidas. El culo dolorido. Ojos vidriosos. El cerebro embotado. El poder hipnótico de la carretera. Mientras el sol descendía por el horizonte, el color parecía haber abandonado el mundo. Un azul uniforme se deslizaba por todas partes, cielo, campo, carretera. El conjunto de tonos del espectro estaba siendo atraído hacia el ultravioleta. Era como cuando uno se encuentra en mitad del océano, incapaz de distinguir lo que está por encima o debajo del horizonte. Dormí muy poco la noche anterior. Como mucho dos horas, probablemente menos. Cuando no hablábamos o hacíamos el amor, estábamos tumbados uno junto al otro en una especie de sopor. ¡Ah, Mickey! ¡Mickey! Todavía tengo tu olor en la punta de los dedos. Te respiro. Tres veces entre las doce y el amanecer. Lo tímida que fuiste al principio en la estrecha habitación, pintura verde descascarillada, posters psicodélicos, John Lenon y Yoko, nalgas fláccidas, mirando cómo nos desnudábamos, y tú adelantando los hombros, metiéndote apresuradamente entre las sábanas. ¿Por qué? ¿Encuentras tu cuerpo tan deficiente? De acuerdo, estás delgada, tienes los codos puntiagudos y no demasiado pecho. No eres Afrodita. ¿Acaso necesitabas serlo? ¿Soy yo Apolo? Por lo menos, no te has crispado en mis brazos. Me pregunto si habrás gozado. Nunca me entero. ¿Dónde están los espasmos gimientes, los gritos de que hablan en los libros? No será mi tipo de chica, supongo. Las mías son demasiado educadas para semejantes erupciones orgásmicas. Hubiera debido meterme a cura. Dejar joder a los que saben y consagrar mis energías a la investigación de lo profundo. Puede que no sea muy bueno en fornicología. Que Orígenes sea mi guía: en alguno de mis momentos de exaltación, me practicaré una autoorquidectomía y pondré los cojones en ofrenda ante el santo altar. Así no sufriré nunca más las distracciones de la pasión. ¡Pues, no! ¡Me gusta demasiado! Señor, hazme casto, pero espera todavía un poco. Tengo el número de teléfono de Mickey. La llamaré cuando vuelva de Arizona (¡Cuándo esté de vuelta! Si vuelvo. ¿Qué pareceré entonces?). Mickey es exactamente la chica que necesito. Debo fijarme unos modestos objetivos sexuales. No son para mí las rubias espectaculares, ni las deportistas, ni las sofisticadas contraltos. Para mí son las pequeñas y dulces sonrisas. La LuAnn de Oliver acabaría con todos mis métodos en un cuarto de hora; aunque creo que la aguantaría sólo una vez, por las tetas. ¿Y la Margo de Timothy? En eso más vale ni pensar. Mickey es la que más me conviene. Mickey pálida, Mickey deslumbrante, Mickey cerca, Mickey alejada. Mil doscientos kilómetros a mi derecha. Me pregunto qué les dirá de mí a sus amigas. Que me idealice, que me engrandezca. Lo necesito tanto.

Henos pues en Chicago. ¿Por qué Chicago? ¿No está un poco alejado de la línea recta que une Phoenix con Nueva York? Me da la impresión de que sí. Si yo hubiera organizado el viaje, habría trazado un itinerario que fuera de una punta del continente hasta la otra, pasando por Pittsburgh y Cincinnati, pero es muy probable que las autopistas más rápidas no sigan el camino más corto, y, de todas maneras, Timothy quería pasar por Chicago. Pasó aquí toda su juventud. O más bien, la parte de su infancia que no pasó en la hacienda de su padre, en Pensilvania, la pasó aquí, en casa de su madre, un poco más arriba de Lake Shore Drive. ¿Existe algún anglicano que no se divorcie cada dieciséis años? ¿Hay alguno que no tenga un par de padres o madres como mínimo? Desde aquí veo los anuncios de bodas para el domingo:

Mtss Rowan Demarest Hemple, hija de Mrs. Charles Holt Wilmerding, de Grosse Pointe, Michigan, y de Mr. Dayton Belknap Hemple, de Bedford Hills, Nueva York y Montego Bay, Jamaica, ha contraído matrimonio esta tarde en la capilla anglicana, con el doctor Forrester Chiswell Birdsall, cuarto, hijo de Mr. Forrester Chiswell Birdsall, tercero, de East Islip, Long Island.

Et caetera ad infinitum. Qué cónclave debe ser una boda semejante, con todos esos matrimonios múltiples reuniéndose para celebrarlo, donde cada uno es el primero de todo el mundo, cada uno casado dos, tres veces, por lo menos. Los nombres, los triples nombres santificados con el tiempo, las hijas llamadas Rowan y Choate, y Palmer, y los chicos Amory y McGeorges, y Harcourt, han sido educados entre nombres como Bárbara, Loise, Claire, Mike, Dick y Sheldon. McGeorges puede convertirse en Mac, pero, ¿cómo le llama uno a un joven Harcourt cuando juega con él a policías y ladrones? ¿Y a una chica que se llame Palmer o Choate? Es un mundo diferente, un mundo aparte. ¡Y el divorcio! La madre (Mrs. X… Y… Z…) vive en Chicago, el padre (Mr. A… B… C…) vive en un barrio residencial de Philadelfia. Mis padres celebrarán sus treinta años de matrimonio en el mes de agosto, y no han cesado de lanzarse el uno al otro a la cara durante toda mi juventud: ¡El divorcio! ¡El divorcio, estoy harto! ¡Me iré de esta casa para no volver nunca más! La incompatibilidad burguesa normal y corriente. Pero, ¿divorciarse realmente? ¿Llamar a un abogado? Antes que eso mi padre se hubiera descircuncidado y mi madre hubiera entrado completamente desnuda en Gimbels. En todas las familias judías existe una tía que se divorció antaño, hace tiempo, y hoy ya nadie habla de ella. Uno se entera, una de esas mañanas en que se sorprende una conversación entre dos parientes de edad avanzada, evocando recuerdos mientras meten la nariz en la taza de té. Pero nunca se habla de ello delante de los niños. Nunca encontraréis entre los judíos racimos de familias que necesiten complicadas presentaciones: os presento a mi madre y a su marido, a mi padre y a su mujer.

Durante nuestra estancia en Chicago, Timothy no visitó a su madre. Paramos muy lejos de donde vive, un poco más al sur, en un motel al borde del lago, frente al Grand Park (Timothy pagó la habitación con su tarjeta de crédito, no podía ser menos), pero ni siquiera la telefoneó. Los sólidos y afectuosos lazos de las familias goyishe. Sí, verdaderamente. (¿Por qué no llamarla y hablarle un poco por teléfono?) En lugar de eso nos llevó a hacer una visita nocturna a la ciudad, comportándose en parte como si fuera el propietario, y en parte como si fuera un guía a bordo de un autobús de excursionistas de la Gray Line. Aquí tenéis las torres gemelas de Marina City, aquí el rascacielos John Ancok, y aquí el Instituto de Arte, y ahí el conocido barrio comercial de Michigan Avenue. Al final, quedé impresionado, yo nunca había ido hacía el Oeste más allá de Parsippany, en New Jersey, pero me había hecho una idea muy precisa de la probable naturaleza del gran corazón de América. Esperaba encontrarme un Chicago mugriento y estrecho, cima de la desolación del Middle West, con viviendas de ladrillo rojo de siete pisos, del siglo XIX, y con una población compuesta en su totalidad por trabajadores polacos, húngaros e irlandeses, todos vestidos con monos. Sin embargo, lo que tenía ante mí era una ciudad llena de anchas avenidas y deslumbrantes rascacielos. La arquitectura era sobrecogedora. En Nueva York no hay nada comparable a esto. Por supuesto, sólo hemos visto el Chicago de las cercanías del borde del lago. Vete solamente cinco calles hacia el interior y verás toda la miseria que desees. Aquello, al menos, era lo que Ned prometía. En todo caso, la pequeña parte de Chicago que habíamos visto era deslumbrante. Timothy nos llevó a cenar a un restaurante francés que conocía, frente a un curioso monumento antiguo conocido como Water Tower. Una ocasión más para verificar la veracidad de la máxima de Fitzgerald sobre los ricos: «Son diferentes de vosotros y de mí». Yo conocía los restaurantes franceses como vosotros conocéis a los tibetanos o a los marcianos. En las grandes ocasiones, mis padres nunca me habían llevado al Pavillon o al Chambord: cuando aprobé el examen que me abría las puertas del instituto, me concedieron el derecho de ir al Brass Rail, y al Scharff el día que me dieron la beca. Comida para tres por más o menos trece dólares, y con aquello podía considerarme feliz. Las raras ocasiones en que voy a un restaurante con alguna chica nunca pido más allá de una pizza o de un kung-po-chi-din. La carta del restaurante de Timothy era una extravagancia de letras doradas grabadas sobre hojas de vitela, más anchas que el New York Times; para mí resultaba misterioso. Timothy, mi compañero de curso y de habitación, se movía a sus anchas a través de los jeroglíficos de la carta, sugiriéndonos las quenelles aux buîtres, crêpes farcies et roulées, escalopes de veau à l’estragon, tournedos sauté chasseur, l’homard a l’americaine. Oliver, naturalmente, estaba tan perdido como yo, pero, para mi sorpresa, Ned, cuyo medio pequeño burgués no era muy diferente del mío, destacó como un gran conocedor en la materia y discutió competentemente los respectivos méritos del gratin de ris de veau, de los rognons de veau à la bordelaise, del caneton aux cerises y del suprême de volaille aux champignons. (El verano que cumplió dieciséis años, nos explicó más tarde, había servido de pinche a un distinguido gourmet de Southampton.) Finalmente, me declaré incapaz de hacer nada con tal carta, y fue Ned quien decidió por mí mientras Timothy elegía por Oliver. Recuerdo las ostras, la sopa de tortuga, el vino blanco seguido del tinto, un suntuoso no sé qué más de cordero, unas patatas que sobre todo parecían hechas de aire, y broccoli sumergido en una espesa salsa amarilla. Después, coñac para todos. Legiones de camareros se apresuraban a nuestro alrededor como si fuéramos cuatro banqueros de paso en lugar de cuatro estudiantes vestidos de forma miserable. De pasada vi la cifra del total: ciento doce dólares, servicio no incluido. Me faltó poco para caerme de espaldas. Con gesto noble, Timothy exhibió su tarjeta de crédito. Me sentía febril, atontado, absolutamente lleno. Temía vomitar sobre la mesa, en medio de todas aquellas lámparas de cristal, de todos aquellos terciopelos rojos y del elegante mantel. El espasmo pasó sin que sucediese ninguna desgracia. En cuanto salimos a la calle me sentí mejor, aunque todavía un poco mareado. Me prometí a mí mismo consagrar cincuenta o sesenta años de mi inmortalidad a estudiar seriamente las artes culinarias. Timothy habló de ir después por la zona de las cafeterías, un poco más hacia el norte. Pero la idea fue rechazada unánimemente, pues estábamos agotados. Volvimos andando al hotel, durante una hora más o menos, en medio de un frío atroz.

Habíamos tomado una suite. Dos habitaciones, Ned y yo en una, Timothy y Oliver en la otra. Dejé caer mi ropa en un montón y me metí en la cama. No tenía mucho sueño, demasiada comida: espantoso. Agotado como estaba, me quedé relativamente despierto, en un estado de sopor. La cena, demasiado cara, pesaba como una piedra en mi estómago. Una buena vomitona, decidí unas horas más tarde, sería lo mejor. Me levanté desnudo y me dirigí titubeando hacia el cuarto de baño que separaba las dos habitaciones. En el oscuro pasillo me encontré con una visión aterradora. Una chica desnuda, más alta que yo, con los pechos pesados y oblongos, caderas asombrosamente anchas, una corona de pelo castaño y rizado. ¡Una aparición nocturna! ¡Un fantasma engendrado por mi calenturienta imaginación!

—¡Hola, guapetón! —me dijo guiñándome un ojo, pasando ante mí en medio de una nube de perfume y olor a carne. Quedé atontado, la mirada fija sobre sus opulentas nalgas hasta que cerró la puerta del cuarto de baño. Temblaba de frío y de lubricidad. Ni el ácido me había provocado nunca semejante alucinación. ¿Aquel restaurante francés era más fuerte que el LSD? ¡Era bella, bien hecha, elegante! Oí la cadena y el agua del retrete, miré hacía la otra habitación. Mis ojos estaban ya acostumbrados a la oscuridad. Lencería femenina por todas partes. Timothy roncaba en su cama. En la otra, Oliver, y sobre su almohada una segunda cabeza, femenina. No era una alucinación. ¿Dónde habían encontrado a aquellas chicas? ¿En la habitación de al lado? No. Empezaba a comprender. Unas call-girls proporcionadas por la dirección del hotel. La fiel tarjeta de crédito ha servido una vez más. Timothy obtiene de la civilización americana un partido que yo, pobre estudiante del ghetto, nunca podría soñar con tener. ¿Necesitas una chica? Coges el teléfono y no tienes más que pedir una. Tenía seca la garganta y la verga tiesa. Sentía tronar mis tripas. Timothy está dormido. Muy bien, ya que la han contratado para toda la noche, la tomaré prestada un momento. Cuando salga del baño, iré decidido hacia ella, una mano en el pecho, la otra en el culo, la hablaré con voz cavernosa tipo Bogart y la invitaré a que se acueste conmigo. Qué os habéis creído. La puerta se abrió. Salió contoneándose, los pechos balanceándose, ding-dong, ding-dong. Otro guiño. Pasó por delante de mí. Desapareció. Mis manos se cerraron en el vacío. Su espalda arqueada acababa en dos nalgas asombrosamente carnosas; perfume barato; andaba suavemente siguiendo el ritmo de su contoneo. La puerta de la habitación se cerró en mis narices. Está alquilada, pero no para mí. Es de Timothy. Entré en el cuarto de baño, me arrodillé ante el trono, y me pasé una eternidad intentando vomitar. Después, volví a mi cama con mis sueños fríos de intento fallido.

Por la mañana, ya no había ninguna chica a la vista. Estábamos en la carretera antes de las nueve. Oliver conducía. Próxima escala, Saint Louis. Me hundía en una morbosidad apocalíptica. Hubiera roto imperios aquella mañana si hubiera tenido el dedo sobre el botón adecuado. Hubiera liberado al Doctor Strangelove o al lobo Fenris. Hubiera hecho saltar en pedazos al universo entero si me hubieran dejado.

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