30. OLIVER

Pequeño accidente mientras trabajábamos esta mañana antes del desayuno. Pasaba entre dos hileras de pimientos y de pronto mi pie descalzo chocó contra una gran piedra cortante que sobresalía del suelo. Sentí cómo el filo me cortaba la planta del pie y me apresuré para echar el peso del cuerpo sobre la otra pierna. El pie ileso no estaba preparado para recibir la carga. Se me empezó a torcer el tobillo. No podía hacer otra cosa que dejarme caer, como enseñan a caer en la cancha de baloncesto cuando se pierde el equilibrio y se puede elegir entre dar unas cuantas vueltas o romperse un montón de ligamentos. Así que me dejé caer de culo: patapaf. No me hice nada de daño, pero aquella parte del terreno había sido abundantemente regada la noche anterior y estaba todavía embarrada. Aterricé en un lugar viscoso, esponjoso, que produjo un terrible ruido de succión cuando me levanté. Mis pantalones estaban hechos un asco, y hasta los calzones estaban llenos de barro. Nada grave, naturalmente, aunque la sensación de humedad pegada a la carne resultaba bastante desagradable. Inmediatamente el hermano Franz vino a ver si me había hecho daño y le tranquilicé, enseñándole cómo habían quedado mis pantalones y preguntándole si podía ir a cambiarme; me sonrió, sacudió la cabeza y me dijo que era completamente inútil. No me quedaba más salida que quitarme la ropa y colgarla de una rama; el sol la secaría en medía hora. Además, ¿por qué no? Me importaba un pito pasearme en pelotas y, de todos modos, ¿qué miradas indiscretas podía tener en medio del desierto? Me quité el pantalón lleno de viscosidad y lo colgué por allí, me limpié el barro que llevaba pegado en el culo y me puse a trabajar otra vez.

Sólo habían pasado veinte minutos desde que saliera el sol, pero ya estaba bastante alto y la temperatura, que debía haber bajado hasta los diez grados durante la noche, escalaba rápidamente hacia regiones más altas del termómetro. Sentía el calor sobre mi piel desnuda, el sudor que me empezaba a correr a raudales por la espalda, nalgas y piernas, y me decía que así es cómo se debería trabajar siempre en el campo cuando hace calor; no hay nada más sano que estar desnudo bajo el sol, así que ¿para qué ir cargado con un montón de ropas sudadas cuando de esta manera es mucho más fácil? Cuanto más pensaba en ello, más me apabullaba la idea de ir vestidos. Cuando hace calor y el cuerpo desnudo de uno no ofende a nadie, ¿por qué cubrirlo? Desde luego, hay montones de personas que resultan desagradables de mirar y quizá sea mejor que sigan vestidos. Pero también hay otros tipos de personas. Me sentía contento por haberme librado de aquel pantalón lleno de barro. Y, encima, estamos entre hombres, ¿no?

Mientras trabajaba entre los pimientos, sudando sanamente, mi desnudez me trajo a la memoria la época —hace ya unos cuantos años— en que descubrí mí cuerpo y el de los demás. Supongo que es el calor lo que remueve dentro de mí este fermento de memoria, estas imágenes que deambulan libremente por mi cabeza, esta nube de brumosas reminiscencias. Cerca del arroyo, una tórrida tarde de julio, cuando tenía… cuántos… ¿once años? Sí, fue el año en que murió mi padre. Yo estaba con Jim y Karl, mis amigos, mis únicos y verdaderos amigos. Karl tenía doce años, Jim era de mi edad. Andábamos buscando el perro de Karl, un bastardo que se había escapado aquella misma mañana. Seguimos su rastro, emulando a Tarzán, remontando el lecho del torrente, encontrando una cagarruta aquí, un charco al pie de un árbol por allí, hasta que nos hicimos dos o tres kilómetros para nada salvo para empaparnos de sudor. Nos encontrábamos en la parte más profunda de la corriente, exactamente detrás de la granja de los Madden, un sitio donde había la profundidad suficiente para poder bañarse uno. Karl propuso: «Vamos a nadar», y yo le contesté: «Es que no nos hemos traído los bañadores», y los dos se miraron riendo mientras empezaban a quitarse la ropa. Desde luego, yo ya había estado desnudo delante de mi padre y mis hermanos, incluso un par de veces había ido a nadar en cueros, pero todavía era tan convencional, tan púdico, que la exclamación se me escapó sin que me diera cuenta. De todas formas, también yo me desvestí. Dejamos la ropa sobre la orilla y caminamos por encima de las oscilantes piedras del fondo hasta el centro de la corriente. Primero Karl, después Jim, luego yo. Nos zambullimos, resoplamos durante veinte minutos y, claro, al salir, como estábamos mojados y no teníamos toallas, nos tumbamos sobre la hierba para secarnos. Era la primera vez que lo hacía —quedarme desnudo en pleno campo delante de otras personas sin que el agua ocultara mi cuerpo. Y nos mirábamos. Karl, que tenía un año más que Jim y yo, ya había empezado a desarrollarse: sus testículos eran más grandes y tenía una buena mata de pelo. Yo también tenía pelos, pero no muchos y, como eran rubios, no se veían demasiado. Karl estaba tan orgulloso que abombaba el vientre. Vi que también él me miraba y me pregunté que qué estaría pensando. Se reiría de mi pilila: era la de un chaval y la suya la de un hombre. Pero de todos modos, estaba bien aquello de estar tendido al sol, dejando que el vientre se broncee en aquellos lugares en que siempre está blanco como la leche. Y entonces, Jim, súbitamente, emitió algo parecido a un rugido y encogió las piernas, apretándolas contra sí y cubriéndose el vientre con las dos manos. Volví la cabeza y vi a Sissy Madden, que ya debía tener dieciséis o diecisiete años. Había sacado a dar una vuelta a su caballo. Su aparición todavía perdura en mi memoria: una adolescente un poco regordeta, con largos cabellos rojos, pecas, un pantalón corto y ajustado de color marrón, un polo blanco literalmente a punto de estallar bajo la presión de sus enormes senos, montada sobre su yegua, mirándonos mientras se pavoneaba y no dejaba de reír. Nos levantamos como pudimos y, en un momento, nos pusimos a correr como locos, zigzagueando, sin saber dónde ir, con la esperanza de encontrar un lugar donde Sissy Madden no pudiese ver nuestra desnudez. Recuerdo la urgente necesidad de escapar de la mirada de aquella chica. Pero no había ni un solo sitio para esconderse. Los únicos árboles existentes estaban a nuestra espalda, en el lugar donde nos habíamos bañado, pero allí, junto a los árboles, estaba Sissy Madden. Delante de nosotros no había más que zarzas y una hierba muy poco alta. Eramos incapaces de reaccionar. Corrí unos cien o doscientos metros destrozándome los pies, poniendo el mayor espacio posible entre los dos. Mi pequeña verga tamborileaba sobre mi vientre —nunca antes había corrido desnudo y estaba a punto de descubrir los inconvenientes. Por fin, me dejé caer, aplastando la cara contra la hierba, doblado sobre mí mismo, escondiéndome como un avestruz, lleno de vergüenza. Debí permanecer así por lo menos un cuarto de hora hasta que escuché unas voces y comprendí que Jim y Karl me andaban buscando. Me puse en pie lentamente. Ellos ya se habían vestido y a Sissy no se la veía por ningún lado. Tuve que volver completamente desnudo hasta la corriente de agua para recuperar mis ropas. Me dio la impresión de caminar kilómetros y me daba vergüenza ir desnudo a su lado ahora que estaban vestidos. Cuando me puse la ropa, les di la espalda.

Cuatro días más tarde, encontré a Sissy Madden en el vestíbulo del cine. Hablaba con Joe Falkner, y, cuando me vio, me sonrió y me guiñó un ojo. Quería que la tierra me tragara. Sissy Madden me ha visto todo, me decía, y aquellas seis palabras debieron resonar por mi cabeza cosa de un millón de veces durante la película, de tal modo que no lograba siquiera seguir la historia.

Pero la vergüenza que experimenté a los once años, ese embarazo producido por una virilidad a medio hacer, desapareció muy pronto. Me formé, me desarrollé físicamente, me hice fuerte y ya no hubo razón para avergonzarme de mi cuerpo. Hubo muchos más baños y nunca más me lamenté de haber olvidado mi bañador. Algunas veces, incluso había chicas con nosotros y toda la panda se bañaba en cueros, cuatro chicas y cinco tíos, quizá nos desvestíamos detrás de árboles diferentes, los chicos de un lado, las chicas del otro, y después corríamos todos juntos, como locos, hacia el agua, pililas y tetitas balanceándose al unísono. Y ya en el agua todo se veía muy bien cuando ellas saltaban. Más tarde, a los trece, catorce años, nos emparejábamos haciendo nuestros primeros pinitos con los besos. Recuerdo mi sorpresa la primera vez que vi el cuerpo de una chica, tan blanco, tan vacío entre las piernas. Y sus caderas, mucho más anchas que las nuestras, y sus nalgas más grandes y más dulces, como cojines rosas. Todos aquellos baños en pelotas me hacían pensar con frecuencia en Sissy Madden, y me burlaba de mi propio pudor estúpido. Especialmente en aquella ocasión en que Billie Madden vino a nadar con nosotros. Tenía nuestra misma edad, pero se parecía mucho a su hermana mayor, y mientras estaba allí, desnudo al borde del arroyo mirando a Billie, mirando sus pecas que descendían hasta el valle que separaba sus macizos senos, los hoyuelos que modelaban su gran trasero, y sentí que toda la vergüenza que había experimentado años atrás ante Sissy Madden había desaparecido, que la desnudez de Billie nos liberaba a las hermanas Madden y a mí, y que todo aquello carecía de ninguna importancia.

Volví a pensar en todo esto mientras arrancaba las malas hierbas en el bancal de pimientos de los hermanos, con el culo recalentado por los rayos del sol que se iba elevando. Volví a pensar también en otras cosas enterradas en alguna oquedad de mi memoria, viejos acontecimientos sombríos y desagradables que no tenía necesidad alguna de desenterrar de entre el enredo de mis recuerdos. Otras ocasiones en que yo había estado desnudo en compañía de otras personas. Juegos de niños, juegos no siempre inocentes. Imágenes no deseadas afluían como una fuente en primavera. Ya no osaba moverme. Me recorrían oleadas de miedo. Los músculos tensos, el cuerpo reluciente por el sudor y de pronto tuve conciencia de algo que me dio vergüenza. Sentí una pulsación familiar, sentí algo abajo que comenzaba a hincharse y a erguirse, bajé los ojos. Sí, no hay duda, estaba en erección. Hubiera querido morir. Hubiera querido tirarme al suelo. Era como el día en que Sissy Madden nos había visto nadar y yo retorné completamente desnudo al arroyo mientras Jim y Karl estaban vestidos a mi lado. Sentí otra vez la vergüenza de estar desnudo frente a personas vestidas. Ned, Eli y Timothy tenían puestos sus pantalones, y también los hermanos, y yo estaba desnudo y me importaba un bledo hasta que esto pasó; pero ahora me sentía tan expuesto a las miradas como si estuviera en la pantalla de la televisión. Todos iban a mirarme preguntándose qué me habría excitado, qué estúpidas ideas se me han cruzado por la cabeza.

¿Dónde esconderme? ¿Cómo hacer para cubrirme? ¿Me mirará alguien?

De hecho, nadie parecía interesarse por mí. Eli y los hermanos estaban mucho más arriba. Timothy, que se arrastraba como siempre, estaba detrás de nosotros y prácticamente fuera del alcance de nuestra vista. El único cercano a mí era Ned, cinco o seis metros por detrás. Como yo le daba la espalda, mi vergüenza se disimulaba. Sentí que empezaba a dominarme. En unos instantes todo volvería a estar normal y yo podría ir negligentemente a recuperar mi pantalón de la rama del árbol. Sí, se había acabado ya. Me di la media vuelta.

Ned se sobresaltó con aire de culpabilidad. Enrojeció y apartó la mirada. Comprendí. No tenía necesidad de verificar la parte delantera de su pantalón para saber qué ideas le rondaban la cabeza. Sin duda llevaba quince o veinte minutos dándose un buen atracón a base de contemplar mis nalgas. Se le hacía la boca agua imaginando sus fantasías de marica.

Pero, después de todo, no hay nada más normal. Ned es homosexual. Siempre me ha deseado, aunque jamás se haya atrevido a dar el paso decisivo. Y yo estaba en cueros justo delante de él: era una tentación, una provocación. Pero, a pesar de ello, yo estaba estupefacto al ver la intensidad del deseo reflejada en su rostro; ser el objeto de tales sentimientos, de tal pasión por parte de otro hombre, me producía una curiosa impresión. Y él parecía tan cogido de improviso, tan incapaz de reaccionar cuando pasé por delante de él para coger mi pantalón, como si se hubiera visto sorprendido en plena exhibición de sus intenciones. ¿Y yo? ¿Qué intenciones había exhibido yo en este caso? Intenciones que apuntaban a quince centímetros delante de mí. Estamos en presencia de algo muy complejo y muy claro. Me produce un cierto temor. ¿Se habrán introducido en mí las derivaciones homosexuales de Ned por medio de alguna suerte de telepatía que remueve las viejas vergüenzas? Es extraño que se me haya puesto tiesa justo en ese momento. ¡Señor! Yo creía comprenderme. Pero no ceso de descubrir que no sé nada sobre mí. No sé ni siquiera quién soy. Ni qué tipo de persona quiero ser. Dilema existencial, es verdad, Eli, es verdad. Elegir el propio destino. Expresamos nuestra identidad a través de nuestro yo sexual, ¿no es cierto? Yo, particularmente, no lo creo. Ni tengo necesidad de creerlo. Y entre tanto… no sé. El sol me calentaba los riñones. Estaba tan tenso que, durante unos instantes, me hizo daño. Y Ned que respiraba fuerte detrás de mí. Y el pasado se removía. ¿Dónde estará ahora Sissy Madden? ¿Dónde Jim y Karl? ¿Y dónde está Oliver? ¿Dónde está Oliver? ¡Oh! ¡Señor! Creo que Oliver es un chico enfermo, muy enfermo.

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