20. NED

Henos aquí transformados en detectives, rastreando Phoenix para intentar descubrir las huellas del monasterio. Lo encuentro divertido: venir desde tan lejos para ser incapaz de efectuar la unión final. Pero todo lo que tiene Eli es ese recorte de periódico que sitúa el monasterio «no muy lejos del norte de Phoenix». Esto es enorme, sin embargo «no muy lejos al norte de Phoenix» cubre todo el territorio. Desde aquí hasta el Gran Cañón, de un lado a otro del Estado. No podemos apañarnos solos. Esta mañana, después de desayunar, Timothy fue a enseñar el recorte de Eli al recepcionista. Eli se encontraba tímido y demasiado inseguro para ir él mismo. El tipo jamás había oído hablar de un monasterio por allí, pero nos recomendó dirigirnos a las oficinas del periódico, enfrente, al otro lado de la calle. El susodicho periódico, que aparecería por la tarde, no abría hasta después de las nueve, y como todavía funcionábamos con la hora del Este, nos despertamos muy pronto esa mañana. Sólo eran las ocho y cuarto. Vagamos por las calles de la ciudad para matar los cuarenta y cinco minutos que faltaban. Mirábamos las peluquerías, los kioscos de periódicos, los escaparates de las tiendas donde vendían cacharros indios de barro y accesorios para cowboy. El sol pegaba fuerte y el termómetro de un rascacielos bancario marcaba veintidós grados. La jornada se anunciaba calurosa. El cielo tenía el feroz azul del desierto, las montañas, que lindaban con la ciudad, eran de un pardo pálido. La ciudad estaba silenciosa, apenas había coches en las calles.

Apenas hablamos. Oliver tenía todavía la cara larga por culpa del circo que nos montó con lo del autoestopista; tenía razones para estar molesto. Timothy jugaba al aburrido con cierto aire de superioridad. Había esperado encontrar en Phoenix una ciudad mucho más dinámica: la metrópolis activa en el centro económico de una Arizona en plena expansión, y la calma que reinaba le desilusionó. Más tarde, descubrimos que el verdadero dinamismo está a dos o tres kilómetros, en el norte de la ciudad que es donde se desarrolla la expansión. Eli estaba tenso y reservado, se preguntaba, sin duda, si no nos había hecho atravesar la mitad del continente para luego nada. ¿Y yo? Nervioso, con los labios y la garganta resecas. Un tirón del escroto que sólo me pasa cuando estoy nervioso, muy nervioso, tensando y destensando los glúteos. ¿Y si el monasterio no existiese? ¿Cómo reaccionaría? Siempre la amenaza del Noveno Misterio se agazapaba entre bastidores, tenebrosa, hipócrita, tentadora. Cada eternidad debe compensarse con una extinción. Dos viven para siempre, dos mueren rápidamente. Esta proposición encubre una música suave, vibrante, la veo brillar a lo lejos, la oigo resonar, seductora, en las colinas desnudas. La temo y, no obstante, no puedo resistir el desafío que me lanza.

A las nueve en punto estábamos en la oficina del periódico. Habla Timothy: sus modales desenvueltos de alta sociedad, le permiten salir con bien de cualquier situación. Nos presenta como estudiantes que preparan una tesis acerca de la vida monástica contemporánea, de tal manera que se nos deja franquear la puerta de un secretario y un redactor para introducirnos, finalmente, en el despacho de otro redactor, que examina el recorte del periódico y dice no saber nada de ningún monasterio (¡desconcierto!), pero que existe un tipo que sí era especialista en comunidades, cultos sagrados y otras instituciones marginadas de la ciudad (¡esperanza!).

—¿Y ahora, dónde podemos encontrar a este hombre?

—¡Oh! Está de vacaciones —nos dice el redactor (¡desconcierto!).

—¿Y cuándo vuelve?

—Pues… a decir verdad, no ha salido de la ciudad —¡de nuevo esperanza!—. Pasa las vacaciones en su casa. Puede que les reciba.

A petición nuestra, el redactor llamó por teléfono y nos concertó una cita con aquel especialista en chifladuras de todas clases.

—Vive detrás de Bethany Home Road, pasado Central Street, en el número 64.000, ¿ven dónde se encuentra? Suban Central Street, pasen Camelback, y Bethany Home…

Diez minutos en coche. Dejamos atrás la ciudad adormecida, siguiendo hacia el norte por los barrios industriales, los rascacielos de vidrio y los gigantescos centros comerciales. Atravesamos un impresionante barrio de casas modernas casi disimuladas por sus exuberantes jardines de vegetación tropical. Luego, una zona residencial más modesta, y llegamos a casa de quien nos podía informar. Se llama Gibson. Cuarentón, bronceado, ojos azules y frente despejada y brillante. Un tipo agradable. Ocuparse de comunidades marginales era para él un capricho y no una obsesión. No era la clase de individuo obsesivo. Sí, había oído hablar de la Fraternidad de los Cráneos, aunque él no la llamaba así. «Los padres mexicanos», aquel era el nombre que les daba. El nunca había ido, pero había hablado con alguien que les había visto, un visitante de Massachusetts, el mismo, probablemente, que había escrito el artículo. Timothy preguntó a Gibson si podría indicarnos el emplazamiento del monasterio. Gibson nos invitó a entrar: casita coqueta, típico decorado del sudoeste. Tapicerías navajo colgadas de las paredes, en los estantes había media docena de vasijas de barro hopy, rojas y cremas. Sacó un mapa de Phoenix y sus alrededores.

—Ustedes están aquí —dijo señalando el mapa con el dedo—. Para salir de la ciudad, sigan así: Black Canyon Highway, es una autopista, cójanla y continúen hacia el norte, siguiendo las indicaciones para Prescott, aunque no tienen que ir tan lejos. Aquí, ¿ven?, después del límite de la ciudad, no muy lejos, a dos o tres kilómetros, dejen la autopista. ¿Tienen un mapa? Tengan, les pongo una cruz. Y sigan esta carretera… recorran unos diez kilómetros… —traza una serie de zigzags en el mapa, luego pone una segunda cruz—. No —dice—. No es éste el lugar donde se encuentra el monasterio. Aquí hay que dejar el coche y seguir a pie. Ya verán que la carretera se convierte en un simple sendero por el que ningún coche, ni siquiera un jeep, puede pasar. Pero, para gente joven, como ustedes, no será problema. Hay que caminar cinco o seis kilómetros, siempre recto hacia el este.

—¿Y si no lo encontramos? —pregunta Timothy—. No me refiero a la carretera, sino al monasterio.

—No arriesgan nada —respondió Gibson—. Pero, si llegan a la reserva india de Fort McDoogel, se darán cuenta de que han ido demasiado lejos. Y si ven el lago Roosevelt es que han ido mucho, mucho más lejos.

Cuando nos despedimos, nos pidió que pasáramos por su casa a nuestro regreso para ver qué habíamos visto por allí.

—Me gusta tener al día mis fichas —explicó—. Hace mucho tiempo que tengo intención de echar una ojeada, pero ya saben lo que pasa, hay tantas cosas que hacer y tenemos tan poco tiempo…

Claro, respondimos. Le contaremos todo. Al coche. Oliver conduce y Eli traza la ruta con el mapa abierto frente a él. Black Canyon Highway al oeste. Una autopista de seis vías, aplastada bajo el sol de la mañana. Poca circulación con la excepción de algunos enormes camiones. Tomamos dirección norte. Las preguntas encontrarán pronto una respuesta y sin duda se plantearán otras. Nuestra fe o ingenuidad tal vez sean recompensadas. A pesar del calor aplastante, sentía escalofríos. Subiendo del foso de la orquesta, percibía los sombríos acentos wagnerianos de los trombones y las tubas de mal augurio. El telón se levantaba pero ignoraba si era el comienzo del primero o del último acto que íbamos a tocar. Ahora ya no dudaba de la existencia del monasterio. Gibson no se puso misterioso. No era un mito, sino la manifestación de esa necesidad de espiritualidad que el desierto parece despertar en el hombre. Pronto encontraríamos el monasterio, y sería el de verdad, el heredero de aquel que se describe en El Libro de los Cráneos. Otro escalofrío delicioso. ¿Y si nos encontráramos frente a frente, fuera de todo tiempo, con el autor de este antiguo y milenario manuscrito?

Cuando se tiene fe, todo es posible.

La fe. ¿Qué proporción de mi existencia ha estado marcada por esta pequeña palabra de dos letras? Retrato del artista adolescente y morboso. La escuela parroquial. El tejado que vuela, el viento que silba a través de las desvencijadas ventanas, los pálidos monjes que nos miran severamente con sus austeros anteojos mientras jugamos en el patio. El catecismo. Los niños pequeños, muy limpios, camisa blanca y corbata roja. El padre Burke dándonos clase. Joven, regordete, rostro rosa, siempre con gotas de sudor encima del labio superior, una masa de carne fofa que sobresale por el cuello almidonado de su traje. Debía tener veinticinco o veintiséis años el joven sacerdote consagrado al celibato, con el pito fresco. Por la noche debía preguntarse si merecía la pena. Para el pequeño Ned, de siete años, él encarnaba las Escrituras, sagradas e imponentes. Siempre tenía una varita de mimbre en la mano, y la utilizaba: había leído a Joyce, y representaba el papel haciendo terribles molinetes con ella. Me toca ser interrogado. Me levanto temblando. Tengo ganas de mearme en los pantalones. La nariz me gotea (siempre tuve mocos en la nariz hasta los doce años; mis recuerdos de infancia están manchados con la imagen de una estalactita mugrienta, un bigote chorreante y pegajoso. El grifo sólo se cerró con la pubertad). El revés de mi mano se levanta rápido hacia los morros. Un acto reflejo.

—No sea repugnante —dice el padre Burke con los ojos azules echando chispas. Dios es amor. Dios y amor; y el padre Burke, ¿qué es entonces? La varita rasga el aire con un silbido. Irritado, se dirige hacia mí—: El Credo, ahora, ¡enseguida!

Comienzo balbuceando:

—Creo en Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo… y en Jesucristo…

Es el vacío. Detrás, un ronco susurro, Sandy Dolan:

—… su único hijo, nuestro Señor…

Me tiemblan las piernas. Se me estremece el alma. El domingo anterior, después de la misa, Sandy Dolan y yo fuimos a espiar a su hermana mayor de quince años, se cambiaba a través de los cristales, senos pequeños con el pezón rosa, pelos morenos. También nosotros tendremos pelos ahí, me susurra Sandy. ¿Acaso Dios me ha visto espiar a su hermana? El Día del Señor; semejante pecado. Ahora la varita gira de manera amenazadora.

—… su único hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de la Virgen María… —sí, ahora estoy lanzado, llegamos a la parte melodramática que tanto me gusta. Recupero la confianza, mi voz adquiere seguridad— … padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos, y subió a los cielos… subió a los cielos…

Otra vez me había perdido. Sandy, ¡ayúdame! Pero el padre Burke está demasiado cerca. Sandy no osa hablar.

—… subió a los cielos…

—Ya está allí, hijo mío —dice el cura sarcásticamente—. ¡Termina de una vez! Subió a los cielos…

Tengo la lengua pegada al paladar. Todas las cabezas se vuelven hacia mí. ¿No podría sentarme? ¿No podría Sandy seguir por mí? Solamente siete años, Señor, ¿y es preciso que me sepa entero el Credo?

La varita… la varita…

Incomprensiblemente, el padre me sopla:

—Sentado a la diestra…

Bendita frase. Me agarro ahí…

—Sentado sobre la diestra…

¡A la diestra! —y mi mano recibe el golpe de la varita. El choque vibrante, sonoro, hace que mi mano se abarquille como la hoja de un árbol al contacto del fuego. Amargas lágrimas invaden mis ojos. ¿Puedo sentarme ahora? No; he de continuar. Eso esperan de mí. La vieja monja María Josefa leyendo en el auditorio uno de mis poemas, una oda al Domingo de Pascua, con su rostro cubierto de arrugas, diciendo que me encuentra muy dotado. Ahora, continúa, ¡el Credo! ¡El Credo! No es justo, tú me has pegado. Ahora debería tener derecho a sentarme.

—Continúa —dice el inexorable cura—. Sentado a la diestra…

Estoy conforme.

—Sentado a la diestra del Dios Padre, Todopoderoso, que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. —¡Uf! Lo peor ya ha pasado. Con el corazón palpitante, suelto el resto a toda marcha—: Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la Comunión de los Santos, el Perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la Vida Eterna. ¡Amén!

¿Hacía falta terminar con amén? Me lío de tal manera que ya no sé. El padre Burke me lanzó una sonrisa agridulce. Vacío, me dejo caer en el asiento. Esto representa para mí la fe. La fe. El Niño Jesús en el pesebre y la varita cayendo sobre los dedos. Pasillos helados. Rostros siniestros. El seco y polvoriento olor de lo sagrado. Un día, el cardenal Cushing nos hizo una visita. Toda la escuela estaba aterrorizada. No nos hubiéramos asustado tanto si el propio Redentor llega a surgir de pronto de un armario. Miradas furiosas, susurradas advertencias: «Quédense en filas.» «Canten entonados.» «No hablen.» «Sean respetuosos.» Dios es amor, y los rosarios, los retratos a pastel de la Virgen, el viernes de vigilia, la pesadilla de la primera comunión, el terror ante la idea de entrar en un confesionario, todo el tinglado de la fe, el vertedero de los siglos. Claro que sería necesario desembarazarse de esto lo antes posible. Huir de los jesuitas, de mi madre, de los apóstoles y los mártires, de san Patricio, de san Brendan, san Dionisio, san Ignacio, san Antonio, santa Teresa, santa Thais, la cortesana penitente, de san Kevin y san Ned. Me convertí en un hediondo apóstata, pero no era el primero de la familia que se desviara del buen camino. Cuando vaya al infierno, me encontraré con mis primos y tíos dando vueltas en el asador. Y ahora, he aquí que Eli Steinfeld me pide que tenga fe otra vez. «Como todos sabemos», explica Eli, «Dios es anacrónico, molesto; admitir en esta época moderna que creemos en su existencia, sería como admitir que tenemos granos en el culo. Nosotros, los sofisticados, que hemos visto todo y sabemos hasta qué punto son pamemas, no podemos decidirnos a contar con El, aunque no nos falten ganas de dejar que este viejo y pasado chivo tome todas las decisiones en nuestro lugar». «¡Un momento!», grita Eli. «¡Deja el cinismo para otro momento, abandona tu desconfianza hacia lo invisible! Einstein, Bohr y Thomas Edison destruyeron nuestra capacidad para abrazar el más allá, pero, ¿no estás dispuesto a abrazar alegremente el más acá, el aquí mismo? ¡Cree!», dice Eli. «Cree en lo imposible. Cree porque es imposible. Cree que la historia del mundo que nos han enseñado es un mito, y que este mito es lo único que sobrevive de la historia real. Cree en los Cráneos y en sus Guardianes. Cree. Haz un acto de fe, y la vida eterna será tu recompensa.» Así hablaba Eli. Y nosotros avanzamos hacia el este, el norte, el norte, el este, una vez más, zigzagueando en el desierto cubierto de maleza, y es necesario que tengamos fe.

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