8. OLIVER

«No vayas», me había dicho LuAnn. «Sea lo que sea, no vayas, no te mezcles en eso. No me inspira confianza.» A decir verdad, no le había contado casi nada. Solamente las apariencias. Un grupo de religiosos en Arizona, viviendo en un monasterio; según Eli, si fuéramos a visitarles, sería para nosotros una fuente de enriquecimiento espiritual. Podríamos sacar un gran provecho, le expliqué a LuAnn. Su reacción inmediata fue de miedo. El síndrome del ama de casa: si no sabes de qué se trata, no te acerques. Asustada, recogida en su caparazón. No es ñoña, ni mucho menos, pero tiene los pies demasiado en la tierra. A lo mejor, si le hubiera hablado del aspecto inmortal del asunto, hubiera reaccionado de diferente manera. Pero había jurado no decir ni una palabra. Además, supongo que hasta la inmortalidad hubiera espantado a LuAnn. «No vayas», me hubiera dicho. «Es una trampa. Nada bueno saldrá de todo eso. Es extraño, diabólico y misterioso, y, dentro de la voluntad del Señor, no entra que esas cosas existan. Beethoven murió. Jesucristo murió. El presidente Einsenhower murió. ¿Crees acaso que tú vas a salvarte de morir cuando ellos han tenido que hacerlo? Te lo ruego, no te mezcles en eso.»

La muerte. ¿Qué sabe la pequeña LuAnn de la muerte? Incluso sus abuelos viven todavía. Para ella, la muerte es una abstracción, cosas que le pasaron a Jesucristo y Beethoven. Yo conozco mejor la muerte, LuAnn. Cada noche veo su calavera. Paseo con ella. La escupo. Y Eli viene un día a buscarme y me dice: «Conozco un sitio donde te evitarán la muerte, Oliver. Está en Arizona. Haces una visita a la Hermandad y les sigues el juego, y ellos te arrancarán de la rueda del fuego. No sigas a los demás, no bajes a la tumba, no aceptes la descomposición. Saben cómo sacarte el aguijón de la muerte.»

¿Cómo dejar escapar semejante oportunidad?

La muerte, LuAnn. Piensa en la muerte de LuAnn Chambers, el jueves que viene, por ejemplo. No en mil novecientos noventa y siete, sino el próximo jueves. Vas a visitar a tus abuelos a Elm Street, cruzas la calle y un coche se echa sobre ti después de derrapar, como el de esos pobres portorriqueños la otra noche… no, retiro lo dicho. No creo que la Hermandad de los Cráneos pueda evitar una muerte accidental, violenta. Sea cual sea su método, no es milagroso, solamente retrasa el proceso físico. Volvamos al principio, LuAnn. Vas por Elm Street para visitar a tus abuelos y de pronto una vena te estalla en las sienes traidoramente. Hemorragia cerebral. ¿Por qué no? Imagino que también sucede a los veintiún años. La sangre empieza a hervir dentro de tu cráneo, tus piernas parecen de algodón, caes sobre el bordillo de la acera revolviéndote como un gusano. Sabes que está pasando algo horrible, pero ni siquiera te da tiempo a gritar; y en diez minutos has muerto. Has sido borrada del universo, LuAnn, o mejor dicho, te han quitado el universo. No hablemos de lo que le va a pasar a tu cuerpo: los gusanos en tus entrañas, tus ojos azules convertidos en lodo… Piensa simplemente en lo que has perdido, en todo lo que te dejas atrás. Los amaneceres y los atardeceres. El aroma de un filete a la plancha. El fino contacto de un jersey de cachemira. El suave roce de mis labios sobre los bordes de tus senos. Has dejado a tus espaldas el Gran Cañón, Shakespeare, Londres y París, el champán y tu boda por todo lo alto en alguna iglesia, a Peter Fonda, a McMacney, el Misisipí, la Luna y las estrellas. Nunca tendrás hijos, nunca probarás el verdadero caviar, porque te has muerto en la acera y los jugos ya fermentan en ti. ¿Para qué pasar por todo eso, LuAnn? ¿Por qué traernos a este magnífico mundo para después quitárnoslo todo? ¿Voluntad divina? No, LuAnn. Dios es amor, y jamás nos hubiera hecho algo tan cruel; así que Dios no existe, sólo existe la muerte. Y tenemos que procurar evitar a la Muerte. ¿Que sólo una minoría muere a los diecinueve años? Es cierto, LuAnn. En ese punto he forzado un poco las cosas. Digamos que vives hasta mil novecientos noventa y siete. Te casas en la iglesia, tienes hijos, ves París y también Tokio, brindas con champán y pruebas el caviar verdadero. Y hasta te vas a la Luna con tu marido para pasar las vacaciones, con tu marido el rico doctor. Y entonces llega la muerte y te dice: O.K., LuAnn, ha sido un paseo muy agradable, pero ya se ha terminado. ¡Hop! Tienes cáncer de útero, se te pudren los ovarios, o cualquiera de esas enfermedades de mujer; durante las noches se ramifica, te vas en hemorragias y acabas en el hospital envuelta en un mar de fluidos apestosos. ¿Acaso el hecho de haber vivido cuarenta o cincuenta años te da suficientes fuerzas como para hacer las maletas? ¿Acaso la broma no es todavía más cruel cuando te das cuenta de lo maravillosa que es la vida para palmar luego? Nunca has pensado en esas cosas, LuAnn, pero yo sí. Y te lo digo: cuanto más se vive, más se desea vivir, por supuesto, a menos que estés enfermo o seas anormal, o estés solo en el mundo y la vida sólo sea un tormento para ti. Pero si amas la vida, nunca tendrás suficiente. Yo no tengo ganas de dejar esto. He pensado en la muerte de Oliver Marshal, puedes creerme, y es algo que rechazo totalmente. ¿Por qué empecé medicina? No para forrarme recetando píldoras a las ricachas, sino para poder especializarme en geriatría; en los fenómenos de la senectud y la prolongación de la vida: para poder meterle a la muerte un dedo en el ojo. Era mi gran sueño, todavía lo es; entonces Eli viene y me cuenta lo de los Cráneos, y yo le escucho. Rodamos a cien kilómetros por hora hacia el Oeste. La muerte de Oliver Marshal puede llegar dentro de ocho segundos —¡crac!, ¡bang!, ¡clonk!—, o dentro de noventa años. También podría no producirse nunca. No producirse nunca.

LuAnn, piensa por ejemplo en Kansas. Tú sólo conoces Georgia, pero piensa por un momento en Kansas. Kilómetros y kilómetros de cereales, un viento arenoso azotando la llanura. Creces en un pueblo de novecientos cincuenta y tres habitantes. ¡Oh, Señor! ¡Danos también en este día nuestra muerte cotidiana! El viento, el polvo, la carretera, las caras alargadas y angulosas. ¿Quieres ir al cine? Medio día de viaje hasta Emporia. ¿Quieres comprar un libro? Para eso es mejor ir a Topeka. ¿Comida china? ¿Pizza? ¿Enchiladas? Bromeas. En nuestra escuela hay ocho cursos y diecinueve alumnos. Sólo un profesor. También él nació aquí y no sabe muchas cosas. Como era endeble para la agricultura, pidió trabajo en la escuela. El polvo, LuAnn. El trigo ondulante, las largas tardes de verano. El sexo. ¿Sabías, LuAnn, que el sexo allí no es ningún misterio, sino una necesidad? A los trece años te vas detrás de la granja, al otro lado del río. Es la única diversión que hay. Todos hemos jugado. Christa se baja los vaqueros. Es curioso, no tiene nada entre las piernas salvo algunos rizos rubios. Ahora, déjame mirar a mí, te dice. Ven, súbete encima de mí, así. ¿Te parece excitante, LuAnn? No tiene nada de excitante. Hacemos eso porque no tenemos otra cosa que hacer. A los dieciséis años, todas las chicas están gordas, y la rueda sigue girando. Es la muerte, LuAnn, la muerte en vida. No podía más. Necesitaba evadirme. No a Wichita, ni a Kansas City, sino hacia el Oeste, hacia el verdadero mundo, el mundo de la televisión. ¿Imaginas todo lo que he tenido que revolver para salir de Kansas? ¿Ahorrar dinero para comprar libros? ¿Hacer cien kilómetros diarios para ir y volver del instituto? Soy un digno imitador del digno Abe Lincoln, sí, porque era la única e irreemplazable vida de Oliver Marshal la que estaba viviendo y no podía permitirme el lujo de derrocharla haciendo crecer cereales. Bien, una beca para una de las universidades de Ivy League. Notas brillantes en primero de medicina. Soy como un alpinista, LuAnn. El diablo me quema la cola y necesito llegar cada vez más alto. Pero, ¿para llegar a dónde? ¿Para pasar cuarenta o cincuenta años agradables y luego un hasta luego y gracias por todo? No, no me resigno. A lo mejor la muerte era buena para Beethoven o para Jesucristo o para el presidente Eisenhower, pero, sin pretender ofender a nadie, creo que yo soy diferente. Simplemente porque no puedo sentarme y dejarme llevar. ¿Por qué tiene que ser tan corta la vida? ¿Por qué ha de terminar tan deprisa? ¿Por qué no nos dejan que nos bebamos el universo? La muerte ha estado rondando a mi alrededor durante toda mi vida. Mi padre murió a los treinta y seis años. Cáncer de estómago. Un día empezó a echar sangre por la boca y dijo: «Me parece que he adelgazado algo últimamente.» Diez días más tarde parecía un esqueleto, y diez días más y era un esqueleto. Le habían otorgado treinta y seis años de vida. ¿Qué vida es ésa? Cuando murió, yo tenía once años. Tenía un perro y murió. Hocico gris, orejas colgantes, rabo juguetón; hasta la vista. También tenía abuelos, como tú, precisamente cuatro. Murieron, uno, dos, tres, cuatro, caras curtidas, losas en el polvo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Quisiera ver tantas cosas, LuAnn! África, Asia, el Polo Sur, Marte y los planetas de Alfa Centauro. Me gustaría ver amanecer cuando empezara el siglo XXI, y, también, el XXII. ¿Pido demasiado? Sí, en efecto. Ahora tengo todo eso a mi disposición, y, sin embargo tengo que perderlo todo, como los demás; pero me niego a resignarme. Por eso me dirijo al Oeste, el sol del amanecer brilla en el espejo retrovisor, Timothy ronca a mi lado, y Ned escribe una poesía sentado en el asiento de atrás, Eli está taciturno por el asunto de la chica que Timothy no le ha dejado traerse. Y todo esto lo pienso por ti, LuAnn. Todas estas cosas que no sabría explicarte. Las meditaciones sobre la muerte de Oliver Marshal. Pronto llegaremos a Arizona. Entonces conoceremos las decepciones y desilusiones, y nos iremos a tomar una cerveza diciéndonos que era evidente, desde el principio, que esta historia era un camelo, y cogeremos otra vez la ruta del este para continuar el proceso que lleva a la muerte. Pero, ¿quién sabe, LuAnn? ¿Quién sabe? Por lo menos, existe una posibilidad. Una pequeña y minúscula posibilidad de que el libro de Eli diga la verdad. ¿Quién puede negarlo?

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