2. NED

La parte más fascinante para mí, la más excitante estéticamente, es que dos de nosotros deban morir para que se exima a los otros dos del pesado fardo de la mortalidad. Esos son los términos propuestos por los Guardianes de los Cráneos, suponiendo, claro está, que la traducción que ha hecho Eli del manuscrito sea correcta, y, también, que lo que nos ha dicho sea verdad. Creo que la traducción es correcta —Eli es terriblemente puntilloso en cuestiones filológicas—, pero siempre hay que considerar la posibilidad de que se trate de una broma, tal vez montada por el propio Eli. O que el mismo sea víctima de un engaño. ¿No estará jugando con nosotros? Ese pequeño judío con la cabeza llena de tradiciones del guetto es capaz de todo, y, por supuesto, capaz de imaginar una historia fantástica para embarcar a tres pobres goyim indefensos hacia algún horrible destino: un baño de sangre ritual en el desierto. Ocúpate primero del delgado, del homosexual; métele tu ardiente espada por el agujero de su culo impío. Pero es probable que le atribuya a Eli mucha más depravación de la que realmente tiene, proyectando sobre él toda mi inestabilidad febril de andrógino perverso. Me parece sincero, es un judío honesto. En el grupo de cuatro candidatos que deben presentarse a la Prueba, uno debe someterse voluntariamente a la muerte, y otro debe convertirse en víctima de los demás. Sic dixit líber calvarium, que dice El Libro de los Cráneos. Dos mueren y dos viven. Un exquisito equilibrio de mandala de cuatro esquinas. Tiemblo ante la terrible tensión entre la extinción y el infinito. Para Eli, el filósofo, esta aventura es una versión más siniestra de la apuesta de Pascal, un juego al doble o nada existencial. Para Ned, el supuesto artista, es una cuestión de estética, un problema de forma y realización de sí mismo. ¿Qué suerte correremos cada uno de nosotros? Oliver, con su feroz sed de vida: nos quitará a la fuerza el frasco de la inmortalidad. No puede hacer otra cosa. No admitirá nunca, ni por un instante, la posibilidad de estar entre los que se retiran para que otros puedan vivir. Y Timothy. Naturalmente, volverá de Arizona intacto e inmortal, esgrimiendo la misma cuchara de plata que llevaba en la boca cuando nació. Los tipos como él están hechos para ser los vencedores. ¿Cómo iba a dejarse matar, o matarse él mismo, con toda esa pasta pariendo para él? Imaginad un momento: un seis por ciento de interés compuesto, durante, digamos, dieciocho millones de años. ¡Poseería el universo! ¡Fantástico! Así que, esos dos, son nuestros candidatos para la inmortalidad. Eli y yo, consecuentemente, tendremos que cederles el sitio. Nos guste o no. Sin necesidad de esperar, los papeles eligen a sus actores. Matarán a Eli, naturalmente, ¿acaso el judío no desempeña siempre el papel de víctima? Le prodigarán palabras amables, como señal de reconocimiento por haber encontrado la clave de la vida eterna en los polvorientos archivos; y, en el momento ritual preciso, le sujetarán y le harán respirar un poco de ciclón-B. La solución final al problema de Eli. Y sólo quedo yo como voluntario para la autoinmolación. La decisión, nos dijo Eli, citando el capítulo y verso adecuado de El Libro de los Cráneos, debe ser auténticamente voluntaria, resultado de un puro deseo de sacrificio, pues, en caso contrario, no producirá las vibraciones deseadas. Bien, señores, estoy a su disposición. No tenéis que decir más que una palabra y haré lo que será, con muchísimo, el mejor acto que haya realizado nunca. Un deseo desinteresado y puro, probablemente el primero. Sin embargo, hay dos condiciones: Timothy, hurgarás entre tus millones de Wall Street y subvencionarás una edición decente de mis poemas, bonita encuademación, bonito papel, con un prólogo de alguien conocido, Trilling, Auden, Lowell, o alguno de la misma categoría. Si muero por ti, Timothy, si vierto mi sangre para que vivas eternamente, harás eso por mí, ¿no? A ti también tengo algo que pedirte, Oliver, sí, señor. Causa sine qua non, como diría Eli. El último día de mi vida me gustaría pasar una hora contigo, mi bello y querido amigo, para plantar mi pene en tu suelo virgen. ¡Que seas por fin mío, querido Oliver! Prometo ser generoso con la vaselina. Tu cuerpo liso, casi imberbe, tus nalgas finas y atléticas, tu dulce e inviolado agujerito rosa. Todo eso mío, Oliver. ¡Mío, mío, mío! Te doy mi vida si me prestas tu culo sólo por una tarde. ¿No te parece romántico? ¿No es delicioso tu dilema? O pasas por la piedra, o nada. Pero pasarás. No tienes nada de puritano, eres práctico, un yo-primero. Comprenderás las ventajas del negocio. No tienes otra elección. Complace al marica, Oliver; si no, nada.

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