17. NED

Albuquerque. Ciudad siniestra, kilómetros de suburbios, una interminable hilera de espantosos moteles repartidos a todo lo largo de la carretera 66, una antigua ciudad turística y despreciable perdida al otro lado del mundo. Si usted quiere hacer turismo por el Oeste, por lo menos, vaya a Santa Fe, con sus tiendas de adobe, calles en pendiente, auténticos restos del pasado colonial español. Pero no vamos en esa dirección. Aquí, dejamos la carretera 66 para dirigirnos hacia el sur por la 85 y la 25, casi en la frontera de México, hasta Las Cruces, donde encontramos la carretera 70 que nos lleva derechos a Phoenix. ¿Durante cuánto tiempo rodamos hasta llegar aquí? ¿Dos, tres, cuatro días? A base de ver conducir a Oliver he perdido la noción del tiempo. A veces, le relevamos Timothy o yo, y las ruedas muerden mi alma, el carburador escupe sobre mis entrañas y desaparece el distanciamiento entre vehículo y pasajeros. Todos integramos este monstruo aullador que corre hacia el Oeste. Tras nosotros, América yace como una explanada. Chicago no pasa de ser un recuerdo. Saint Louis un mal sueño. Joplin, Springfield, Tulsa, Amarillo… irreales, sin sustancia. Un continente de rostros estrechos y almas encogidas. Cincuenta millones de casos de dolores menstruales agudos irrumpen en el este, y, en principio, nada nos hace diferentes. Una epidemia de eyaculaciones precoces invade las grandes aglomeraciones urbanas. Todos los machos heterosexuales mayores de diecisiete años de Ohio, Pensilvania, Michigan y Tennessee han sido afectados por una crisis de hemorroides sangrantes, y Oliver sigue conduciendo, y a todo el mundo le importa un pito. Me gusta este país, grandes espacios libres, abiertos, vagamente wagnerianos, con esta atmósfera del Oeste: se ve a los hombres con la corbata de lazo y sombrero cowboy, se ven indios adormecidos ante el porche de las casas, la artemisa que crece al pie de las colinas. Uno se dice: es así, exactamente así, como lo imaginaba. Vine aquí el mismo verano en que cumplía los dieciocho años. Casi todo el tiempo estuve en Santa Fe, acompañado por un negociante de objetos de artesanía india, amable, cuarentón, de rostro curtido. Un auténtico miembro del Marica’s Club internacional. Dicen que, pare reconocerlos, hay que ser uno de ellos, pero en su caso no era difícil adivinarlo: tenía acento, amanerado, maricón 100 por 100. Entre otras muchas cosas, me enseñó a conducir. Durante todo el mes de agosto, me dediqué a visitar a sus proveedores. Compraba cerámicas viejas por cinco dólares y las revendía a cincuenta a los turistas coleccionistas de antigüedades. Gastos mínimos, ventas rápidas. Solo, emprendía terroríficos viajes al final de los cuales apenas diferenciaba el codo de la palanca de marchas. Iba hasta Bernalillo, Farrington, bajaba hasta Río Puerco: una vez, hasta exploré las tierras de los Hopis, visitando todos aquellos lugares en los que, violando las leyes locales en cuestiones de arqueología, los campesinos penetraban en los pueblos abandonados y cogían toda la mercancía que consideraban vendible. Conocí a muchos indios y (¡oh, sorpresa!) había bastantes maricas. Recuerdo con dulzura a cierto navajo increíblemente divertido. Y a un glorioso cornudo de Taos que, en cuanto supo quién era, me hizo descender con él a una kiva y me inició en ciertos misterios tribales, proporcionándome ciertos conocimientos etnográficos por los cuales muchos investigadores perderían sin duda su prepucio. Una profunda experiencia. Un lujo del espíritu. Permítanme decirles que el agujero del culo no se ensancha solamente cuando se es marica.

Pequeño incidente con Oliver esta tarde. Yo estaba conduciendo, corriendo a través de la 25 por algún lugar entre Belén y Socorro, espíritu al viento, y, por primera vez, controlaba al automóvil sin ser una pieza más del engranaje. Aprecié una silueta que caminaba a un lado del camino, a quinientos metros de nosotros. Seguro que era un autoestopista. Instintivamente, aminoré la marcha. Era un autoestopista, y algo más, un hippie, el auténtico modelo del sesenta y siete, con una gran pelambrera, chaleco de piel de cordero sobre el torso desnudo, descoloridos vaqueros, enarbolando la bandera americana en el trasero. Saco al hombro, descalzo. Supongo que iría buscando alguna comuna del desierto, errando solitario de ningún lugar a otro. En cierta forma, también nosotros íbamos a reunirnos con una comuna, y pensé que teníamos sitio para él. El automóvil estaba a su altura, casi parado. Tornó la mirada hacia nosotros, quizás atrapado un instante por cierto reflejo paranoide después de ver Easy Rider más veces de las convenientes, esperando una descarga de los cabrones de los fachas, pero, cuando vio que éramos jóvenes, el miedo desapareció de su rostro. Sonreía, exhibiendo sus carcomidos dientes y le oí mascullar unas palabras de agradecimiento: «Está muy bien, tíos. Está muy bien que os paréis por mí. En el pueblo no son muy simpáticos con los tipos como yo», mientras que Oliver simplemente dijo:

—No.

—¿No?

—Acelera.

—Tenemos sitio —dije.

—No quiero perder tiempo.

—¡Por Dios, Oliver! Este tipo es inofensivo. Y por aquí debe pasar un coche cada hora. Si estuvieras en su lugar…

—¿Y quién te dice a ti que es inofensivo? —preguntó Oliver.

El hippie estaba ahora a unos treinta metros del automóvil parado.

—A lo mejor es de la banda de Charles Manson y se dedica a cortar el cuello a todos los que se portan bien con los hippies —añadió Oliver.

—Esto es totalmente alucinante —dije.

—¡Sigue! —dijo con una voz llena de espantosos augurios, con una voz que presagiaba tormentas—. No me gustan esta clase de tipos. Desde aquí huele a podrido. No quiero tenerle al lado.

—¡El que conduce soy yo! —respondí—. Me corresponde decir si…

—¡Sigue! —dijo Timothy.

—¿Tú también?

—Ned, Oliver no quiere tenerle al lado. ¿No irás a imponerle su presencia si él no quiere?

—Pero, Timothy…

—Además, el coche es mío y yo tampoco le quiero aquí. Ned, ¡acelera!

La voz de Eli surgió del asiento de atrás, dulce, perpleja:

—Un momento, tíos, creo que aquí se plantea un problema moral que hay que considerar. Si Ned quiere…

—¿Vas a arrancar? —dijo Oliver en algo que era lo más parecido a un grito de todo lo que había emitido hasta entonces. Le miré a través del retrovisor. Su rostro aparecía rojo, empapado en sudor, y con una vena hinchada en la frente. La cara de un psicópata. Era capaz de todo. No podía arriesgarme a comprometerlo todo por un autoestopista hippie. Moviendo la cabeza con tristeza, apreté el acelerador y, justo cuando el hippie ponía la mano en la portezuela de atrás, en la de Oliver, el coche arrancó en tromba, dejándole atónito entre la nube de humos del tubo de escape. En favor suyo, debo decir que no nos enseñó el puño, que ni siquiera escupió, se contentó con curvar aún más los hombros y reemprender el camino. Es posible que desde el principio estuviera esperando la putada. Cuando el hippie desapareció del retrovisor, miré de nuevo a Oliver. Su rostro parecía más sereno. La vena estaba otra vez en su sitio y el acaloramiento había cedido. Pero en su mirada persistía una fijación que era capaz de helarme la sangre, y, en medio de sus mejillas de efebo se estremecía un músculo de vez en cuando.

Rodamos silenciosos durante treinta kilómetros hasta que explotó la tensión en el interior del coche. Después pregunté:

—Oliver, ¿por qué lo has hecho?

—¿Qué cosa?

—Lo de obligarme a joder al hippie.

—Porque tengo ganas de llegar. ¿Acaso me has visto recoger a algún autoestopista alguna vez? Los autoestopistas sólo traen complicaciones. Te hacen perder el tiempo. Tendrías que haberle llevado hasta su comuna por una carretera pequeña. Una hora, dos horas de retraso con respecto al horario.

—No es cierto. Además, has hablado de su olor. Tenías miedo de que te degollara. ¿Qué quiere decir eso, Oliver? ¿No has oído ya suficientes jilipolleces sobre tu limpio pelo largo?

—No debía tener las ideas muy claras —respondió Oliver que, aparte de sus claras ideas, no ha tenido otra cosa en su vida—. Quizás esté tan ansioso por llegar que digo cosas que no pienso —añadió Oliver, que nunca habla sobre los planes que se ha trazado—. No sé. No tenía ganas de que subiera. Me ha dado por ahí —continuó Oliver que carecía de antojos desde que aprendió a no cagarse en los pañales.

—Siento haberte obligado, Ned —después de diez minutos de silencio, concluyó—: Hay una cosa en la que tendremos que ponernos de acuerdo. A partir de ahora y hasta que acabe el viaje, nada de autoestopistas. ¿De acuerdo? Nada de autoestopistas.

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