41. NED

Intenté pedirle a Oliver que nos ayudara a enterrar a Timothy, pero permanecía cabizbajo en su habitación, como Aquiles en su tienda, así que todo el trabajo recayó sobre Eli y sobre mí. Oliver se negaba a abrir la puerta; ni siquiera un gruñido saludó mis insistentes golpes. Le dejé y fui a reunirme con el grupo que esperaba frente al monasterio. Eli, de pie al lado del cuerpo, tenía un aspecto seráfico, transfigurado. Su rostro estaba rojo y su cuerpo relucía a la luz de la mañana a causa del sudor.

A su lado había cuatro hermanos, los cuatro Guardianes: el hermano Antony, el hermano Miklos, el hermano Javier y el hermano Franz. Estaban serenos y parecían satisfechos por lo que había pasado. El hermano Franz había traído las herramientas de enterrador, picos y palas. El cementerio, nos comunicó el hermano Antony, estaba en el desierto, no muy lejos de allí.

Tal vez por razones de pureza ritual, los hermanos se negaban a tocar el cuerpo. Tenía mis dudas de que Eli y yo fuéramos capaces de transportarlo más de una decena de metros, pero Eli no parecía preocupado por aquello. Se arrodilló, cruzó los pies de Timothy uno sobre otro y pasó su cabeza entre las pantorrillas, luego me indicó que le levantara por el medio. ¡Hop! Alzamos aquella inerte masa de cien kilos titubeando un poco. El hermano Antony presidía el cortejo, mal que bien, nos dirigimos hacia el cementerio, mientras los demás hermanos nos seguían a distancia.

Aunque el amanecer estaba todavía cerca, el sol era ya implacable, y el esfuerzo de transportar aquella terrible carga a través del brumoso calor brillante del desierto, me sumergió en un estado casi alucinatorio. Tenía dilatados los poros, las rodillas dobladas, mi mirada se nublaba. Sentía algo así como una mano agarrándome la garganta. Entré en un «trip» en que volví a ver todas las escenas del gran momento de Eli a cámara lenta, la cámara se paraba a intervalos críticos. Vi a Eli corriendo, a Eli recogiendo el pesado bloque de basalto. Eli persiguiendo nuevamente a Tímothy, alcanzándole, estirándose como un lanzador de peso, los músculos de su lado derecho tomaron un extraordinario relieve, el brazo se lanzaba hacia adelante con una soltura majestuosa, llevando con precisión el pesado cráneo de piedra contra el más frágil de Timothy, que estalló. Timothy derrumbándose, cayendo inerte. Y todo aquello recomenzaba. Otra vez. Otra vez. Otra vez. La persecución, el ataque, el impacto, en una película sin fin desarrollándose en mi cerebro. En medio de aquellas imágenes a cámara lenta se interponían otras, como fantasmas de gasa: el asombrado rostro de Lee Harvey Oswald cuando Jack Ruby se acercó a él, el cuerpo retorcido de Bobby Kennedy sobre el suelo de la cocina, las cabezas cortadas de Mishima y sus compañeros alineados en el despacho del general, un soldado romano atravesando con su lanza la silueta en la cruz, el hongo desplegando sus venenosos colores sobre el cielo de Hiroshima. Y otra vez Eli, otra vez en primer plano la trayectoria del antiguo objeto, otra vez el impacto. El tiempo se detiene. La poesía de la estática. Tropecé, casi caí, la belleza de aquellas imágenes me sostuvo irrigando mis crujientes articulaciones, infundiendo nueva fuerza a mis músculos de forma que conseguía, por lo menos, mantenerme en pie, portador titubeante y diligente del despojo mortal. De la misma forma que por el hecho de nuestra vida morimos cada día, por el hecho de nuestra muerte viviremos eternamente.

—Hemos llegado —declaró el hermano Antony.

¿Era aquello el cementerio? No veía ni tumbas ni ningún tipo de señal. Las plantas bajas de hojas grises del árido desierto brotaban al azar sobre un terreno vacío. Pero, mirando más atentamente, mis percepciones estaban extrañamente intensificadas debido al agotamiento, reconocía algunas irregularidades del terreno, un lugar parecía unos centímetros más hundido, otro parecía alzado, como si la superficie hubiera conocido algunos cambios. Posamos en el suelo el cuerpo de Timothy cuidadosamente. Una vez liberado de la carga, tuve la impresión de que mi propio cuerpo flotaba, de que iba verdaderamente a elevarse sobre el suelo. Mis piernas temblaban y mis brazos se levantaban solos hasta los hombros. El respiro fue corto. El hermano Franz nos tendió las herramientas y empezamos a cavar la tumba. Solamente él nos prestó su mano de obra, los otros guardianes se mantenían al margen, inmóviles, distantes, como estatuillas votivas. El suelo estaba rugoso, había perdido sin duda todo poder de unión bajo la acción, durante millones de años, del sol de Arizona. Cavamos como esclavos, como hormigas, como máquinas; hundo, levanto, hundo, levanto, hundo, levanto, cavando cada uno su pequeña fosa, y haciendo después unirse a las tres. A veces, invadíamos el terreno de otro, y a Eli le faltó poco para empalar mi pie desnudo con su pico. Pero por fin acabamos el trabajo. Quedó una fosa grande de unos dos metros de largo, un metro cincuenta de ancho y un metro cincuenta de profundidad, abierta a nuestros pies.

—Esto bastará —dijo el hermano Franz.

Jadeantes, sudorosos, atontados, dejamos caer nuestras herramientas y nos apartamos. Estaba a punto de caer de agotamiento. Iba a ahogarme. Combatí la falta de aire y lo que conseguí, estúpidamente, fue tener hipo. El hermano Antony ordenó:

—Enterrad el cuerpo.

¿Así? ¿Sin ataúd, sin mortaja de ningún tipo? ¿La cara directamente sobre el polvo? ¿El polvo volviendo al polvo? Así parecía ser.

Encontramos nuevas energías y levantamos a Timothy, lo colocamos sobre el agujero y lo bajamos dulcemente. Estaba de espaldas. Su ensangrentada cabeza descansaba sobre un cojín de tierra. Sus ojos, ¿tenían acaso expresión de sorpresa?, estaban levantados hacia nosotros. Eli se inclinó, cerró sus párpados y giró su cabeza hacia un lado, en una posición bastante parecida a la del sueño, una posición más cómoda para afrontar el descanso eterno. Después, los cuatro Guardianes tomaron posición en las cuatro esquinas de la tumba. Los hermanos Miklos, Franz y Javier llevaron la mano hasta sus colgantes y besaron el cráneo. El hermano Antony, mirando fijamente hacia el frente, pronunció una breve oración en aquel lenguaje fluido, ininteligible, que utilizan cuando se dirigen a las sacerdotisas (¿azteca?, ¿atlante?, ¿el mutterprach de los cromagnones?); pasando después al latín para las frases finales, pronunció lo que supuse era —Eli me lo confirmó más tarde— el texto del Noveno Misterio. Después de todo, nos indicó que tapáramos la tumba. Recogimos las palas y empezamos a tirar tierra. ¡Adiós, Timothy! ¡Digno cachorro de la burguesía anglosajona, heredero de ocho generaciones de buenos modales! ¿Quién heredará tu patrimonio? ¿Quién perpetuará tu apellido? Polvo eres y en polvo te convertirás. Una delgada capa de arena de Arizona recubre ahora tu macizo cuerpo. Como robots trabajamos, Timothy, y desapareces de nuestra vista. Como estaba escrito desde el principio. Como se escribió en El Libro de los Cráneos hace diez mil años.

—Todas las actividades habituales quedan anuladas por hoy —anunció el hermano Antony cuando terminamos el trabajo—. Pasaremos este día meditando, en ayuno, consagrados a la contemplación de los Misterios.

Pero todavía teníamos trabajo antes de que pudiera empezar la contemplación. Volvimos al Monasterio de los Cráneos con la intención de darnos un baño, pero descubrimos al hermano León y al hermano Bernard en el pasillo ante la habitación de Oliver. Sus rostros eran impasibles máscaras. Señalaron hacia el interior. Oliver estaba tendido sobre la cama. Debió coger un cuchillo de la cocina, como el cirujano que le hubiera gustado ser, y había realizado sobre él un extraordinario trabajo: el vientre, la garganta, incluso el traidor que llevaba entre los muslos a quien no había sabido perdonar. Las incisiones eran profundas y habían sido hechas por una mano decidida. Disciplinado hasta el final, el rígido Oliver, se había inmolado con el metódico arte que le caracterizaba. Yo jamás hubiera sido capaz de acabar un proyecto tan siniestro una vez empezado. Pero Oliver tenía un poder de concentración inhabitual. Estudiamos el resultado de forma curiosamente indiferente. Yo soy, por lo general, bastante sensible, y Eli también, pero, en este día, el de la realización del Noveno Misterio, estábamos eximidos de toda culpabilidad de este género.

¿Hay alguno entre vosotros —recitó el hermano Antony— que renunciara de buen grado a la eternidad en beneficio de sus hermanos de la figura de los cuatro lados, para que éstos ganen la comprensión de la auténtica abnegación?

Sí. De esta forma tuvimos que volver titubeando hasta el cementerio. Y, después de eso, froté las manchas que deshonraban lo que había sido la habitación de Oliver por todos mis pecados. Después tomé un baño y me quedé solo en mi habitación, examinando en mi mente los misterios del Cráneo.

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