16. ELI

Qué aspecto más extraño tiene el mundo aquí. Texas, Nuevo México. Paisajes lunares. ¿Qué ha podido llevar a la gente a querer establecerse en semejante país? Sólo esmirriadas llanuras, marrones, plantas bajas, verdosas, polvorientas. Montañas heladas, malvas, se alzan contra el azul del horizonte como macizos erosionados. Creía que las montañas en el Oeste eran más altas que esto. Timothy, que ha viajado por todas partes, dice que las verdaderas montañas están en Colorado, en Utah, en California. Aquí no son más que colinas, mil quinientos, dos mil metros de altura. Me ha producido una sensación rara. La montaña más alta al este del Misisipí es el Monte Mitchell, en Carolina del Norte, algo así como dos mil doscientos metros. Perdí una apuesta al respecto cuando tenía diez años, y no se me olvidará fácilmente. La montaña más alta que había visto antes de hacer este viaje era el Monte Washington, dos mil cien metros, en New Hampshire, a donde me llevaron mis padres el único año que no fuimos a los Catskills. (Había apostado por el Monte Washington, y perdí.) Y aquí, a mi alrededor, tenía montañas de la misma altura, y eran simples colinas. A lo mejor ni siquiera tienen nombre. El Monte Washington se elevaba en el cielo como un árbol gigante hasta el punto de caer sobre mí y aplastarme. Por supuesto, aquí el panorama es muy amplio, y las montañas quedan empequeñecidas por la inmensa perspectiva. El aire es intenso y gélido. El cielo es de un azul límpido, increíble. Es el país del Apocalipsis. En cualquier momento, espero oír el eco de un toque de trompetas procedente de las colinas. Podemos andar cincuenta, sesenta kilómetros sin ver una sola población: sólo liebres y ardillas. Las ciudades parecen completamente nuevas; las gasolineras, los moteles alineados, las casitas rectangulares de aluminio que parece que puedan ser remolcadas por un coche para cambiarlas de sitio (probablemente es así). En contraposición, hemos pasado dos poblados antiguos, de unos seiscientos o setecientos años, y pasaremos muchos más. La idea de que aquí hay indios, verdaderos indios de carne y hueso, exalta mi espíritu de muchacho de Manhattan. No faltaban indios en las películas en tecnicolor que iba a ver todos los sábados por la tarde durante años a la esquina de Broadway con la Calle 73. Pero yo no era tonto, sabía que eran portorriqueños, o incluso mexicanos, llenos de plumas de pacotilla. Los verdaderos indios pertenecían al siglo XIX, habían muerto hacía ya tiempo, no quedaba ninguno salvo en las monedas de cincuenta, con el bisonte al otro lado, y, ¿dónde están ya? (¿Dónde se encuentran todavía bisontes?) Los indios eran arcaicos. Los indios eran una raza extinta. Para mí estaban clasificados al lado de los mastodontes, del dinosaurio, de los sumerios y de los cartagineses. Pero no, heme aquí en el salvaje Oeste por primera vez en mi vida, y el hombre de cara plana y tez apergaminada que nos vendió antes una cerveza en una tienda de ultramarinos era un indio, y el crío mofletudo que nos llenó el depósito era un indio, y las chabolas de ahí, al otro lado de Río Grande, están habitadas por índios, incluso aunque veamos un bosque de antenas de televisión alzándose por encima de los techos. ¡Mirad a los indios! ¡Mirad los cactus gigantes! ¡Mirad ese indio conduciendo un Volkswagen! ¡Mirad a Ned haciéndole al indio un corte de mangas! ¡Escuchad al indio tocando la bocina como un loco!

Me da la impresión de que nuestro compromiso en esta expedición se ha reafirmado desde que hemos llegado al umbral del desierto. El mío, por lo menos. La horrible jornada llena de dudas, cuando pasamos el Missouri, parece ahora tan alejada como los dinosaurios. Ahora sé (¿y, cómo puedo saberlo?) que lo que he leído en El Libro de los Cráneos es real, y que, si perseveramos, encontraremos lo que queremos. Oliver también lo sabe. Una curiosa ansiedad ha aparecido en él en estos últimos días. ¡Oh! ¡Estuvo siempre ahí esa tendencia hacia la monomanía! Pero siempre se las ha arreglado para disimularla. Ahora sentado ante el volante, diez o doce horas al día, no parando más que cuando virtualmente le forzamos a hacerlo, ya no puede ocultar que no hay nada más urgente e importante para él que llegar a nuestro destino y someterse a la disciplina de los Guardianes de los Cráneos. Incluso nuestros dos no creyentes parecen contagiados. Ned oscila entre la aceptación total y el rechazo total, como siempre, y defiende a menudo las dos posturas a la vez, burlándose de nosotros, excitándonos, y, sin embargo, estudia los mapas y los kilometrajes como si también a él le devorase la impaciencia. Ned es la única persona que conozco capaz de asistir a una misa blanca al amanecer y a una misa negra a medianoche, sin experimentar por ello ningún sentimiento de incongruencia, y participando con igual fervor en cada uno de los dos ritos. Timothy es el único que permanece distante, gentilmente burlón, y protesta diciendo que el único motivo que le ha llevado a emprender este viaje es complacer a sus originales amigos. Pero, ¿en qué medida esa postura no es simplemente una fachada, una demostración de aristocrática flema? En bastante medida, supongo. Timothy tiene probablemente menos razones que el resto de nosotros para aspirar a metafísicas prolongaciones de vida, pues su propia existencia, tal y como se le presenta actualmente, le ofrece una infinidad de posibilidades, siendo los que son sus recursos financieros. Pero el dinero no lo es todo, incluso aunque se haya heredado toda la fortuna de Fort Knox, hay un límite en lo que puede hacerse en una corta vida humana. Creo que le tienta la visión del Monasterio de los Cráneos. ¿A quién no le tentaría?

Antes de llegar a nuestro destino, mañana, pasado mañana, creo que habremos conseguido esa cohesión de cuatro lados que El Libro de los Cráneos designa con el nombre de Receptáculo, es decir, un grupo de candidatos. Esperémoslo. ¿Fue el año pasado, creo, cuando se habló tanto de esos estudiantes de Middle West que hicieron un pacto para suicidarse? Sí, pues bien, un Receptáculo puede considerarse como la antítesis filosófica de un pacto suicida. Los dos representan una misma simbolización de la alienación de la sociedad actual. Rechazo vuestro repugnante mundo, dicen los miembros del pacto del suicidio; consecuentemente, elijo morir. Rechazo vuestro repugnante mundo, dicen los miembros del Receptáculo; consecuentemente, elijo no morir nunca, y espero vivir para ver mejores días.

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