13. NED

Hacía una noche fresca en los montes Ozark. Agotamiento. Anoxia. Náuseas. Los dividendos de la fatiga del coche. Basta ya, basta. Paramos aquí. Cuatro robots con los ojos enrojecidos bajamos titubeando del coche. ¿Realmente hemos hecho más de mil seiscientos kilómetros hoy? Illinois, Missouri, Oklahoma: largos trayectos a ciento veinte, ciento treinta por hora. Si hubiera dependido de Oliver, hubiéramos hecho quinientos más antes de parar. Pero ya no podíamos más. Incluso Oliver reconoce que su forma decayó después de los mil primeros kilómetros. A la salida de Joplin, estaba grogui, tenía los ojos vidriosos, las manos anquilosadas incapaces de seguir el giro que su cerebro registraba, y le faltó poco para echarnos a la cuneta. Timothy ha conducido tal vez unos doscientos mojones hoy. Yo he tenido que hacer el resto, en varios trozos, en total unas tres o cuatro horas de auténtico terror. Se hace lo que se puede. El desgaste físico es demasiado fuerte; la duda, la desesperación, la desmoralización, se han colado entre nosotros. Hastiados, deshechos y desilusionados, nos arrastramos hacia el motel que hemos elegido, cada uno de nosotros preguntándose en su fuero interno cómo ha podido lanzarse hacia semejante aventura. ¡Sí! El Motel del Momento de la Verdad, Ninguna Parte, Oklahoma. ¡El Motel del Borde de la Realidad! ¡El Albergue del Escepticismo! Veinte habitaciones, estilo colonial, fachada de plástico imitando ladrillos y columnas de madera blanca a cada lado de la entrada. Aparentemente somos los únicos clientes. La chica de la recepción, unos diecisiete años, más o menos, mascando chicle, con el pelo sujeto en forma de fantástico moño postizo, a la moda de los años sesenta, debe sujetarlo con algún fluido especial, una especie de fijador. Nos mira con una plácida languidez. Muy maquillada; párpados turquesa bordeados de negro, una cualquiera, una tirada, demasiado creída para ser una puta conveniente.

—La cafetería cierra a las diez —nos dijo con extraño y arrastrado acento.

Timothy piensa invitarla a pasar la noche en su habitación, está claro. Debe querer incorporarla a no sé qué especie de colección de figuras típicamente americanas que está haciendo. En fin, si me permiten dar mi opinión en calidad de observador imparcial a la orden de los perversos polimorfos, no estaría tan mal si se quitara todo aquel maquillaje y el postizo que lleva como peinado. Pechos pequeños y altos bajo su uniforme verde, pómulos y nariz salientes. Mirada bovina, labios fofos, eso no podría arreglarse. Oliver lanza a Timothy una furiosa mirada, advirtiéndole que no inicie nada con ella. Por una vez, Timothy cede. La atmósfera depresiva reinante le ha hecho ser razonable. Nos da dos habitaciones contiguas de dos camas cada una, veintiséis dólares en total; Timothy saca su todopoderosa cartulina plastificada.

—Está nada más pasar la esquina de la izquierda —nos dijo metiendo la tarjeta en la máquina; una vez terminados los gestos mecánicos, hace total abstracción de nuestra presencia y se sumerge en el espectáculo que ofrece un televisor japonés puesto sobre el mostrador.

Doblamos la esquina de la izquierda, pasamos delante de una piscina vacía y encontramos nuestras habitaciones. Hay que darse prisa si queremos llegar a tiempo para cenar. Dejamos las maletas, nos refrescamos un poco, y corrimos hacia la cafetería. Había una sola camarera, hombros cargados, también mascando chicle. Podía ser hermana de la anterior. También ella había tenido un día agotador. Un acre olor a coño nos ataca cuando se inclina sobre la mesa de formica para dejar los cubiertos ruidosamente.

¿Qué van a tomar? Esta noche nada de escalopes de ternera ni de pato con cerezas. Hamburguesas como suelas, café aceitoso. Comemos en silencio. Después volvemos silenciosamente a nuestras camas. Nos desnudamos, la ropa está húmeda del sudor. Luego una ducha. Eli primero, después yo. La puerta que une las dos habitaciones puede abrirse, de hecho, está abierta. Unos golpes sordos provienen del otro lado: Oliver, desnudo, arrodillado ante el televisor, manosea los botones. Le contemplo. Las nalgas tensas, la ancha espalda, los genitales colgándole entre los musculosos muslos. Rechazo mis lúbricos pensamientos. Estos tres humanistas han resuelto de una vez por todas el problema de convivir con un amigo bisexual. Hacen como si mi enfermedad, mi estado, no existiera, y ajustan su comportamiento a este principio. Primera regla liberal: no ser paternalista con los tarados. Hacer como si el ciego viera, como si el negro fuera blanco, como si el marica no sintiera escalofríos ante el blanco culo de Oliver. Nunca le he hecho proposiciones abiertas, pero lo sabe muy bien. No es tan estúpido como para no darse cuenta.

¿Por qué estamos todos tan deprimidos esta noche? ¿Por qué esta falta de confianza?

Eli ha debido contagiarnos. Ha estado todo el día con un humor siniestro, perdido en abismos de desaliento existencial. Pienso que se trata de una melancolía personal nacida de las dificultades de Eli para integrarse en su entorno inmediato y en el cosmos en general; una melancolía que está sutil, insidiosamente, generalizada entre nosotros. Se presenta con la forma de una cuádruple duda:

1. ¿Por qué nos hemos molestado en hacer este viaje?

2. ¿Qué esperamos ganar exactamente?

3. ¿Podemos encontrar lo que verdaderamente buscamos?

4. Y, si lo encontramos, ¿lo queremos?

Y otra vez al principio, el trabajo de la autopersuasión. Eli ha vuelto a sacar todos sus documentos y los estudia atentamente: el manuscrito de su traducción de El Libro de los Cráneos, la fotocopia del artículo que le ha llevado a asociar el sitio a donde nos dirigimos en Arizona con el antiguo culto representado en el libro, así como toda una masa de documentos y referencias periféricas. Al cabo de un momento levantó la cabeza y leyó:

Todo lo que se conoce en medicina no es nada comparado con lo que queda por conocer. Podríamos evitarnos infinitud de enfermedades, tanto del cuerpo como de la mente, y probablemente la debilidad de la vejez, si tuviéramos suficiente conocimiento de sus causas y de todos los remedios que la naturaleza nos ha dado,

Está escrito por Descartes en El Discurso del Método. Y también de Descartes es lo siguiente, escrito a la edad de cuarenta y dos años, en una carta al padre de Huygens:

Nunca he tenido tanto interés como ahora en conservarme, y en lugar de mis anteriores ideas de que la muerte lo único que podía hacer era quitarme unos treinta o cuarenta años de vida como mucho, desde ahora no me sorprendería que me quitara la esperanza de más de un siglo. Me parece ver de forma evidente que si ahorráramos solamente determinadas faltas, que acostumbramos a cometer en el régimen de nuestra vida, podríamos, sin más, conseguir una vejez mucho más larga y feliz.

No es la primera vez que oigo eso. Eli nos lo leyó hace tiempo. La decisión de hacer el viaje a Arizona ha madurado con mucha lentitud y ha ido acompañada de infinidad de discusiones pseudofilosóficas. Repetí lo mismo que dije entonces:

—Descartes murió a los cincuenta y cuatro años.

—Un accidente. Por sorpresa. Además, todavía no había perfeccionado su teoría sobre la longevidad.

—Es una lástima que no trabajara más deprisa —dijo Timothy.

—Sí, es una lástima para todos nosotros —respondió Eli—. Pero tenemos a los Guardianes de los Cráneos para dirigirnos a ellos. Ellos sí que han tenido tiempo para perfeccionar su técnica.

—Eso lo dices tú.

—Porque estoy seguro —dijo Eli intentando tomar un aire convincente. Y el proceso, tan familiar, comienza de nuevo. Eli, erosionado por el cansancio, titubeante y al borde del escepticismo, vuelve a sacar sus argumentos para intentar ordenar su cabeza. Con las manos tendidas hacia delante, abiertas, y gesto pedagógico—: Estamos todos de acuerdo en que la frivolidad no es admisible, el pragmatismo debe eliminarse, la incredulidad sofisticada está ya superada. Todos hemos intentado esas actitudes. Y no conducen a nada. Nos alejan de lo fundamental. No responden a las verdaderas cuestiones. Nos hacen parecer buenos y cínicos, pero igual de ignorantes, ¿estamos de acuerdo?

Oliver, con mirada fija, asiente. Timothy hace lo mismo mientras bosteza. Incluso yo opino con una sonrisa sarcástica.

Eli continúa:

—En nuestra vida moderna ya no quedan misterios. La generación científica ha acabado con todo. La purga racionalista va a la caza de lo inverosímil y de lo inexplicable. La religión se ha vuelto hueca en los últimos cien años. Dios ha muerto, dicen. Eso seguro: matado, asesinado. Miradme: soy judío. He recibido lecciones de hebreo como un buen muchacho, he leído el Thorá, he hecho mi Bar Mitzvah, me han regalado plumas estilográficas… pero, ¿me han hablado alguna vez de Dios en algún contexto que sea digno de ser escuchado? Dios fue alguien que habló a Moisés. Dios fue una columna de fuego hace cuatro mil años. ¿Dónde está Dios ahora? No es precisamente a un judío a quien hay que hacerle esa pregunta. Hace muchísimo tiempo que no le vemos. Adoramos sus órdenes, sus leyes dietéticas, sus costumbres, las palabras de la Biblia, el papel sobre el que está impresa, incluso el libro en sí, pero no adoramos a seres sobrenaturales como Dios. El viejo, cuyos fieles le cuentan sus pecados, no, eso es para el shvartzer, eso es para el goyin. Pero, ¿qué tenéis vosotros tres? Vuestras religiones también están vacías. Tú, Timothy, la High Church: tienes nubes de incienso, tejidos con brocados, niños cantores, que entonan a Vaugham Williams y a Elgar. Tú, Oliver, metodista, baptista, presbiteriano, ni siquiera me acuerdo, son palabras vacías, vacías de todo contenido espiritual, de misterio, de éxtasis, como si hubiera judíos reformistas. Y tú, Ned, papista: ¿qué es lo que tienes? ¿La virgen? ¿Los santos? ¿El niño Jesús? No puedes creer en todas esas tonterías. Eso es para los campesinos, para el proletariado. Los iconos y el agua bendita. El pan y el vino. Te gustaría creer en ello, ¡desde luego! ¡A mí también me gustaría creer! La religión católica es la única completa en esta asquerosa civilización, la única que intenta, incluso, abordar lo misterioso, las resonancias con lo sobrenatural, la intuición de fuerzas superiores; pero, lo han estropeado todo, nos han estropeado todo, no hay nada en ella que sea aceptable. Es Bing Crosby o Ingrid Bergman, son los Berrigan publicando manifiestos, o polacos poniendo al país en guardia contra la existencia de comunidades sin Dios, y películas sólo para adultos. La religión se ha acabado. Y, ¿en qué lugar nos deja esto? Nos deja completamente solos y sin un cielo de pesadilla para esperar el final. Esperar el final.

—Hay mucha gente que todavía va a la iglesia —hizo notar Timothy—, incluso, imagino, a las sinagogas.

—Por costumbre. O por miedo. O por una necesidad social. ¿Acaso abren las almas a Dios? ¿Cuándo abriste tu alma a Dios por última vez? ¿Y, tú, Oliver? ¿Ned? ¿Y yo? ¿Cuándo hemos pensado, incluso un solo instante, en hacer algo parecido? Parece absurdo. Dios está tan contaminado por los evangelistas, los arqueólogos, los teólogos y los falsos devotos, que no es nada extraño que muriera. Suicidio. ¿Pero en qué lugar nos deja esto? ¿Vamos a transformarnos en sabios y a explicarlo todo en términos de neutrones, protones y ADN? ¿Dónde está el misterio? ¿Dónde lo profundo? Debemos hacerlo todo nosotros mismos. Pertenece al hombre moderno e inteligente el crear una atmósfera donde sea posible abandonarse a lo inverosímil. Un espíritu cerrado es un espíritu muerto.

Eli empezaba a acalorarse. Una especie de fervor se apoderaba de él. El Billy Graham de la era de los hippies.

—Durante los ocho o diez últimos años, todos hemos intentado acercarnos, cueste lo que cueste, hacia cualquier síntesis que resulte viable, una estructura correlativa que mantenga el mundo para nosotros en medio de todo este caos. La droga, las comunas, el rock, todo el rollo trascendental, la astrología, la macrobiótica, el budismo zen, buscamos, es verdad. Buscamos continuamente. A veces encontramos algo. No siempre. Buscamos en un montón de sitios estúpidos, porque, en resumen, somos idiotas. Hasta los mejores de nosotros. Y también porque no podemos hallar respuesta hasta que no hayamos planteado más preguntas. También corremos tras platillos volantes. Nos ponemos escafandras y descendemos en busca de la Atlántida. Nadamos en la mitología, en lo fantástico, en la paranoia, en mil clases de irracionalidades. Todo lo que «ellos» han rechazado lo recogemos nosotros, a menudo, simplemente por el hecho de que lo han rechazado. No defiendo la huida de lo racional. Lo único que digo es que es necesaria. Es un estado por el cual estamos obligados a pasar. El fuego, el endurecimiento. El hombre occidental ha escapado de la ignorancia supersticiosa para caer en el vacío materialista. Ahora debemos continuar, a veces iremos a parar a callejones sin salida, o seguiremos pistas falsas, pero debemos continuar hasta aceptar el universo con todos sus formidables e inexplicables misterios, hasta que descubramos qué estamos buscando, la síntesis, el principio que nos permitirá vivir como queremos. Entonces podremos ser inmortales. O casi, realmente no hay demasiada diferencia.

Timothy preguntó:

—¿Quieres hacernos creer que El Libro de los Cráneos nos indica el camino?

—Es una posibilidad. Digamos que nos da una posibilidad finita de acceder al infinito. ¿No te basta con eso? ¿No crees que vale la pena intentarlo? ¿A dónde nos han llevado los sarcasmos? ¿A dónde la duda? ¿A dónde nos ha conducido hasta ahora el escepticismo? ¿Por qué no intentarlo? ¿Por qué no acercarse a echar un vistazo?

Eli había recuperado la fe. Estaba sudando, gritaba, desnudo como un gusano, agitando los brazos. Su cuerpo estaba fogoso. En esos momentos, incluso bello. ¡Eli, bello!

Dije:

—Estoy inmerso hasta el cuello en esta historia, y, sin embargo, no creo ni una palabra de todo esto. ¿Lo entendéis? Capto muy bien la dialéctica del mito. Lo improbable batalla con mi escepticismo y me empuja a seguir. Las tensiones y las contradicciones son mi fuerza motriz.

Timothy, el abogado del diablo, sacudió la cabeza. Un gesto pesado, taurino, hacía oscilar su cuerpo como un péndulo:

—Veamos, dinos en qué crees realmente. Los Cráneos, ¿sí o no? ¡La salvación o nada! Realismo o imaginación, ¿cuál de las dos?

—Las dos —contesté.

—¿Las dos? No puedes elegir las dos.

—¡Sí puedo! —exclamé—. ¡Las dos! ¡Sí y no! ¿Puedes seguirme, Timothy? ¿Puedes seguirme hasta el lugar en que el «sí» se codea estrechamente con el «no»? ¿Dónde se rechaza y se acepta simultáneamente la existencia de lo inexplicable? ¡La vida eterna! Mierda, ¿no? ¿El viejo sueño como el agua de un lavabo? Y, sin embargo, también es real. Podemos vivir mil años si queremos. ¡Pero es imposible! ¡Lo afirmo! ¡Lo niego! ¡Aplaudo! ¡Me río!

—No haces más que decir estupideces —refunfuñó Timothy.

—Claro, sólo tú dices cosas sensatas. ¡Me cago en tus cosas sensatas! Eli tiene razón: necesitamos el misterio, la sinrazón, necesitamos lo desconocido, lo imposible. Toda una generación está intentando aprender a creer en lo increíble, Timothy. ¡Y tú, con tu corte de pelo a cepillo, nos dices que son tonterías!

Timothy se encogió de hombros:

—De acuerdo, sólo soy una pobre cría de carca. ¿Qué voy a hacerle?

—Eso es sólo una actitud, una careta. ¡Una pobre cría de carca! Cualquier tipo de compromiso te aísla, te evades de él, se trate de un compromiso emocional, político, ideológico o metafísico. Declaras que no entiendes nada y te das media vuelta sonriendo. ¿Por qué ser un zombie, Timothy? ¿Por qué desconectarte de esa forma?

—No puede evitarlo, Eli —dije—. Ha sido educado por un Caballero. Está desconectado por definición.

—¡Me estáis cabreando! —lanzó Timothy empleando su más bella voz de gentleman—. ¿Qué sabréis vosotros? ¿Qué pinto yo aquí? Recorriendo la mitad del hemisferio arrastrado por un judío y por un marica para ir a verificar la existencia de un cuento de hadas que tiene mil años.

Le hice un corte de mangas:

—¡Bravo, Timothy! La marca de un verdadero hombre de mundo: sólo hiere intencionadamente.

—Eres tú quien ha planteado la cuestión —dijo Eli—. Contesta, ¿qué pintas en todo esto?

—Y no digas que te he arrastrado yo —añadí—. Fue idea de Eli. Soy tan escéptico como tú, quizá más.

Timothy resopló. Supongo que se sentía en una posición minoritaria. Tranquilamente, declaró:

—Para darme una vuelta.

—Para darme una vuelta.

—Me dijiste que viniera, ¿no? Dijisteis que hacían falta cuatro personas, y no tenían ningún plan mejor para esta Semana Santa. Mis compañeros, mis amigos. Acepté. Mi coche, mi dinero. Soy capaz de llegar al final de cualquier prueba. Margo está encaprichada con la astrología. Que si Libra por aquí, que si Piscis por allá, Marte transita por la décima estación del Sol y Saturno… nunca hace el amor sin consultar antes las estrellas, lo que a veces resulta realmente molesto. Y, sin embargo, ¿acaso me burlo de ella? ¿Acaso me entra la risa por eso, como le pasa a su padre?

—Sólo en tu fuero interno —manifestó Eli.

—Eso es cosa mía. Acepto lo que puedo aceptar. Con el resto, ¡no tengo nada que hacer! Pero tengo una mente abierta de todas formas. Tolero sus creencias como tolero las tuyas, Eli. Una marca más del hombre de mundo, Ned. Es amable, no hace proselitismo. No insiste nunca para vender su mercancía a costa de la de otro.

—No tiene ninguna necesidad de hacerlo —dije.

—Es verdad, no tiene ninguna necesidad de hacerlo, de acuerdo. Estoy aquí. ¿Quién paga las cuentas? Yo. Coopero en un 400 por 100. Además, ¿también hace falta que tenga fe? ¿Tengo obligatoriamente que entrar en vuestra religión?

—Y, ¿qué piensas hacer cuando estés en el Monasterio y los Guardianes nos ofrezcan someternos a la Prueba? ¿Seguirás siendo tan escéptico? ¿Tu costumbre de no creer en nada te impedirá dejarte llevar?

—Cuando disponga de algunos elementos más para hacerme una idea, ya veré —contestó Timothy lentamente. Y, volviéndose súbitamente hacia Oliver, añadió—: No hablas mucho, ¿eh?

—¿Qué quieres que diga? —respondió Oliver. Su gran cuerpo delgado estaba tendido frente al televisor. Cada músculo destacaba bajo su piel: un manual ambulante de anatomía humana. Su imponente aparato rosa colgando entre su bosque dorado me inspiraba perversos pensamientos. Retro me, Satanás. Tal no es el camino de Gomorra, sino el de Sodoma.

—¿No tienes nada que decir para contribuir un poco a la discusión?

—Realmente, no he prestado demasiada atención.

—Estamos hablando de la expedición. De El Libro de los Cráneos. Y del grado de fiabilidad que cada uno de nosotros le concede —dijo Timothy.

—Ya…

—¿Tendrías la amabilidad de confesarnos tu fe, doctor Marshal?

Oliver parecía estar a medio camino de un viaje intergaláctico. Declaró:

—Concedo a Eli el beneficio de la duda.

—Entonces, ¿crees en los Cráneos? —preguntó Timothy.

—Creo.

—¿Aunque sepas que todo esto es absurdo?

—También era ésa la postura de Tertuliano —intervino Eli—. Credo quia absurdum est. Creo porque es absurdo. El contexto, por supuesto, es diferente, pero la psicología es la misma.

—¡Esa es exactamente mi posición! —exclamé—. Creo porque es absurdo. Ese viejo Tertuliano ha expresado exactamente lo que yo siento.

—Yo no —dijo Oliver.

—¿Tú no? —preguntó extrañado Eli.

—No, creo aunque sea absurdo.

—¿Por qué? —preguntó Eli.

—¿Por qué, Oliver? —pregunté yo también al cabo de un rato—. Sabes que es absurdo y sin embargo crees. ¿Por qué?

—Porque no tengo otra elección —dijo—. Porque es mi única esperanza.

Me miraba fijamente a los ojos. Tenía una expresión completamente desolada, como si hubiera visto a la muerte de cerca y, sin embargo, hubiera conseguido salir vivo pero con cada una de sus opciones aniquiladas, cada una de sus posibilidades marchitas. Había escuchado los cantos y los tambores del desfile mortal al borde del universo. Su mirada glacial me petrificaba. Su voz ronca me traspasaba. «Creo», había dicho, «aunque sea absurdo. Porque no tengo otra elección. Porque es mi única esperanza». Era una especie de comunicado de otro planeta. Sentí la presencia de la muerte, aquí, entre nosotros, en esta habitación, rozando silenciosamente nuestra tierna carne de jóvenes muchachos.

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