38. NED

Eli llega, sombrío, melancólico, completamente lleno de una melancolía rabínica, personificación de la espalda corvada del Muro de las Lamentaciones, llevando a sus espaldas dos mil años de tristeza. Tiene la moral baja. Muy baja. Me había dado cuenta, como todos nosotros, hasta qué punto parecía adaptarse a la vida del Monasterio de los Cráneos. Se alegraba, estaba radiante como no lo había visto nunca, pero, de pronto, todo aquello terminó. Desde hace una semana, ha descendido bajo tierra. Y estas jornadas de confesión parecen haberle sumergido en el más profundo de los abismos. Mirada tierna, las comisuras de los labios curvadas hacia abajo. Expresión de duda, de desprecio hacia sí mismo.

Emana de él una aureola helada. ¿Qué te preocupa, Eli de mi corazón?

Hablamos un poco de todo, me sentía libre, ligero y de buen humor, como me había sentido los días anteriores, después que me expansioné contando mi historia de Julián y del otro Oliver en el regazo de Timothy. El hermano Javier sabía lo que hacía. Airearme de toda aquella basura era exactamente lo que necesitaba. Sacarlo todo a la luz del día, analizarlo, descubrir cuál era la parte de la historia que más daño hacía. Así que, con Eli, estaba de humor sosegado y expansivo, mi ligero sarcasmo habitual estaba ausente. No tenía ningún deseo de contrariarle, esperaba simplemente, más sereno que nunca, a que se aligerase de su confesión. Esperaba que se lanzara a un monólogo brusco, rápido, liberador del alma, pero no, con Eli la línea recta no es nunca el camino más corto. Quería hablar antes de otras cosas. ¿Cómo evaluaba yo nuestras posibilidades en la Prueba? Me encogí de hombros y le dije que raramente pensaba en estas cosas, que me limitaba a realizar la rutina cotidiana del jardín, de la meditación, de los ejercicios físicos y de los coitos, diciéndome a mí mismo que cada día, desde cualquier punto de vista, me acercaba un poco más a la meta. Sacudió la cabeza, le obsesionaba un presentimiento de derrota. Al principio, tuvo confianza en el éxito de nuestra Prueba, y le habían abandonado sus últimos vestigios de escepticismo. Creía implícitamente en el contenido de El Libro de los Cráneos, y creía también que la recompensa prometida nos sería dada. Ahora su fe en el Libro seguía intacta, pero su confianza en sí mismo se había roto. Estaba convencido de que se preparaba una crisis, que rebajaba todas nuestras esperanzas. El problema, decía, era Timothy. Eli estaba convencido de que estaba al límite de sus fuerzas, que no podía soportar más el permanecer en el monasterio, y que dentro de dos o tres días, se iría, dejándonos colgados con un Receptáculo incompleto.

—Pienso lo mismo que tú —le dije.

—¿Qué podemos hacer?

—No gran cosa. No podemos obligarle a quedarse.

—Si se va, ¿qué nos pasará?

—¿Cómo voy a saberlo, Eli? Pienso que tendremos problemas.

—¡No le dejaré irse! —exclamó con súbita vehemencia.

—¿No? ¿Y qué harás para impedírselo?

—Todavía no he decidido nada, pero no dejaré que se vaya.

Su rostro se transformó en una trágica máscara.

—¡Por Dios! ¡Ned! ¿No ves que todo se estropeará?

—Pensaba, por el contrario, que lo conseguiríamos.

—Al principio, al principio. Pero no ahora. No hemos tenido mucha influencia sobre Timothy; y ahora ni siquiera se molesta en ocultar su impaciencia, su desprecio… —Eli hundió la cabeza entre los hombros, como las tortugas—. Y esas orgías con las sacerdotisas. Estoy a punto de estropearlo todo, Ned. No consigo controlarme. Es agradable follar a todo pasto, sí, pero no consigo dominar las disciplinas eróticas.

—Te descorazonas muy pronto.

—No realizo ningún progreso, no he conseguido todavía llegar nunca a la tercera; dos, sí, algunas veces, pero tres, nunca.

—Es cuestión de práctica.

—¿Tú lo consigues?

—Perfectamente.

—Evidentemente. Es porque las mujeres no te interesan. Para ti es solamente un ejercicio físico, como balancearte en un trapecio. Pero yo, me siento «implicado» con esas chicas. Ned: las considero como objetos sexuales, lo que hago con ellas es enormemente importante para mí, y yo… y yo… ¡Por Dios! ¡Ned! Si no consigo franquear este obstáculo, ¿para qué matarme con el resto?

Un abismo de compasión hacia sí mismo le había engullido. Le prodigué los ánimos necesarios: «No te dejes llevar, tío, no abandones la lucha.» Luego, le recordé que, en principio, había venido a hacerme una confesión. Asintió silenciosamente. Durante uno o dos minutos se quedó callado, distante, balanceándose de adelante atrás, luego, de pronto, dijo, sin que tuviera nada que ver, de forma chocante:

—¿Sabías que Oliver era homosexual?

—Necesité unos cinco minutos para darme cuenta.

—¿Ya lo sabías?

—Hace falta serlo para reconocer a uno. ¿Nunca oíste decir eso? Lo vi en su cara la primera vez que le conocí. Me dije a mí mismo, ese tío es marica. Consciente o no, es uno de los nuestros. Mirada rígida, mandíbula apretada, ese aire de deseo reprimido, la ferocidad apenas disimulada de un alma apresada en vivo, que sufre porque no tiene derecho a hacer lo que desea con ardor. Todo en él lo proclama: el trabajo que se impone como autocastigo, su forma de considerar el deporte, incluso su forma de relacionarse con las mujeres. Es un caso típico de homosexualidad latente.

—No tan latente —dijo.

—¿Cómo?

—No es solamente homosexual en potencia, ya ha tenido una experiencia. Solamente una vez, es verdad, pero eso ha bastado para marcarle profundamente desde los catorce años. ¿Por qué crees que te pidió que vivieras con él? Era para probar el control que ejercía sobre sí mismo. Era una prueba de estoicismo, todos estos años en que no te ha dejado tocarle, pero te desea, Ned. ¿Nunca te habías dado cuenta? No es solamente latente, es consciente superficialmente.

Le lancé a Eli una extraña mirada, lo que me estaba diciendo era algo que yo podía aprovechar. Pero, aparte de esta esperanza de ganancia personal que me traía la revelación de Eli, estaba estupefacto y fascinado, como se está siempre cuando a uno le hacen una confidencia tan íntima. Me producía un extraño efecto. Me recordaba algo que pasó el verano que estuve en Southampton, durante una velada en que todo el mundo estaba borracho. Dos hombres que habían vivido juntos cerca de veinte años, se habían peleado violentamente, y uno de ellos arrancó con violencia la túnica de algodón rizado del otro, desvelando su desnudez ante todo el mundo, revelando un vientre fofo, unas entrepiernas casi sin vello, y unos órganos genitales sin desarrollar, como los de un niño de diez años, exclamando que había tenido que apañarse con aquello durante todos los años pasados. Aquel momento de la verdad, de desenmascaramiento catastrófico, había sido motivo de deliciosas conversaciones de salón durante semanas, pero a mí me asqueó, porque había sido testigo de los sufrimientos privados de otro, y sabía que lo que todo el mundo había visto esta tarde, no era solamente un cuerpo desnudo. No tenía necesidad de conocer lo que entonces me fue revelado. Y, ahora, Eli me había dicho algo que podía serme útil en cierto modo, pero que también me había forzado a introducirme sin pedirlo en el alma de otra persona.

—¿Cuándo lo has descubierto? —pregunté.

—Oliver me lo dijo ayer por la noche.

—¿En su conf…?

—En su confesión, sí. Todo sucedió en Kansas. Había ido a cazar al bosque con uno de sus amigos, un chico un año mayor que él, y se pararon para bañarse, y, cuando salieron del agua, el otro le sedujo, y a Oliver le gustó. No lo ha olvidado nunca, la intensidad de la situación, el placer físico que le produjo, pero se ha abstenido cuidadosamente de renovar la experiencia. Tienes mucha razón cuando dices que se puede explicar en gran parte la rigidez de Oliver, su carácter obsesionado, los continuos esfuerzos que hace para rechazar su…

—¿Eli?

—¿Sí, Ned?

—Eli, estas confesiones están consideradas como confidenciales.

Se mordió el labio inferior:

—Lo sé.

—Estás atentando contra la vida interior de Oliver al repetirlo, sobre todo a mí.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

—He pensado que te interesaría.

—No, Eli, no es eso. Alguien que tiene tu capacidad de discernir, tu conocimiento existencial… No, tío, no te veo en el papel de difusor de chismes. Has venido aquí con la deliberada decisión de traicionar a Oliver. ¿Por qué? ¿Intentas maquinar algo entre Oliver y yo?

—No exactamente.

—Entonces, ¿por qué me lo has dicho?

—Porque sabía que estaba mal.

—¿Qué coño viene a significar eso?

Emitió una extraña sonrisa forzada.

—Eso me da algo que confesar. Considero lo que acabo de hacer como el acto más odioso que he hecho en mi vida. Revelar el secreto de Oliver a la persona más capaz de aprovecharse de su vulnerabilidad. Ya está. Está hecho y ahora lo confieso oficialmente. Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. El pecado se ha cometido delante de tus ojos: ahora, dame la absolución, ¿quieres?

Hablaba a un ritmo tan rápido y brusco que durante un instante fui incapaz de seguir las bizantinas circunvoluciones de su razonamiento. Incluso cuando comprendí, tuve dificultad en creer que hablaba seriamente. Finalmente, le contesté:

—¡Esta forma de escabullirte me parece asquerosa!

—¿Tú crees?

—Tu cinismo ni siquiera es digno de Timothy, viola el espíritu y probablemente la letra de las instrucciones del hermano Javier. El hermano Javier no dijo en ningún momento que quería que cometiéramos pecados por encargo para arrepentirnos de inmediato. Tienes que confesarte de algo real, algo que pertenezca a tu pasado, algo profundamente enraizado en ti, que te envenene la sangre desde hace años.

—¿Y si no tengo nada de ese género que confesar?

—¿Absolutamente nada, Eli?

—Absolutamente nada.

—¿Nunca deseaste que tu abuela cayera rígida, muerta, porque te había hecho poner un traje nuevo? ¿No has mirado nunca en los vestuarios de chicas por el agujero de la cerradura? ¿Nunca arrancaste las alas de una mosca? ¿Cómo puedes decir honestamente que no tienes ninguna falta escondida que reprocharte?

—Nada que cuente realmente.

—¿Acaso eres tú quien debe juzgarte?

—¿Quién si no? —estaba cada vez más nervioso—. Escucha, te hubiera contado cualquier otra cosa si hubiera habido algo más. Pero no hay nada. Pequeños pecados, como arrancarle las alas a una mosca, he cometido miles. De todas formas, no podría contarte algo como eso. La única forma para mí de obedecer las instrucciones del hermano Javier, era violar el secreto de Oliver y es lo que he hecho. Pienso que eso debe ser suficiente. Ahora, si no tienes inconveniente, me voy.

Se dirigió hacia la puerta.

—¡Espera! —le grité—. No acepto tu confesión, Eli. Intentas, a todas luces, colarme un pecado prefabricado, una culpabilidad a la medida. ¡Eso no vale! ¡Quiero algo verdadero!

—Lo que te he dicho sobre Oliver, es verdad.

—Sabes muy bien lo que quiero decir.

—No tengo nada más que decirte.

—No es por mí, Eli. Es por tu bien, es por tu propio rito de purificación. He pasado por eso, y Oliver, e incluso Timothy. ¿Y tú quieres hacerme creer que todo lo que has hecho no te ha hecho nunca sentirte culpable…? —me encogí de hombros—. ¡De acuerdo! Es tu inmortalidad la que estás estropeando, no la mía. ¡Puedes irte! ¡Venga! ¡Venga!

Me lanzó una terrible mirada, una mirada de miedo, de resentimiento y de angustia, y salió rápidamente, sin darse la vuelta. Solamente cuando se hubo ido me percaté de que mis nervios estaban tensos, al límite, mis manos temblaban, y un músculo del muslo izquierdo me temblaba violentamente. ¿Qué me había transformado de aquella manera? ¿La cobarde evasión de Eli? ¿O la revelación sobre Oliver? Las dos, decidí. Las dos. Pero lo segundo más que lo primero. Me preguntaba qué pasaría si me iba ahora a buscar a Oliver. Hundiría mi mirada en sus ojos azules, glaciales. Lo sé todo, le diría con voz tranquila. Sé cómo fuiste seducido por tu amigo a los catorce años. Sin embargo, no intentes hablar de seducción conmigo, tío, porque no me lo creo. Y conozco bastante sobre esa cuestión, hazme caso. Uno no se convierte en homosexual porque lo hayan seducido. Se vuelve uno porque ya lo es. Está escrito en los genes, en los huesos, en los cojones y sale en la primera ocasión favorable. Alguien llega, te da la ocasión que buscas y, entonces, sólo entonces, lo descubres. Has tenido tu oportunidad, Oliver, y te ha gustado. Después has pasado siete años luchando contra eso. Pero, ahora, lo vas a hacer conmigo. No porque mis medios de seducción sean irresistibles, no porque te haya drogado, no porque te haya emborrachado, sino porque quieres, siempre has querido. No has tenido el valor de dejarte llevar. Y bien, te doy la oportunidad, le diré. Heme aquí. Y me acercaré a él, y le tocaré, y sacudirá la cabeza haciendo un ruido bronco en el fondo de su garganta, luchando, pero, súbitamente, algo se romperá en él, una tensión de siete años se liberará, y dejará de luchar. Se abandonará y por fin podremos hacerlo juntos. Después quedaremos apretados el uno contra el otro, agotados, sudorosos, pero el fervor se enfriará pronto, como sucede siempre después, y la culpabilidad y la vergüenza podrán con él, y veía todo esto como si realmente sucediera, me daría una hostia mortal, me tiraría al suelo, me golpearía la cabeza contra la piedra del suelo, mi sangre estará por todos lados. Se pondrá de pie encima mío mientras me retuerzo de dolor y me lanzará su rabia porque le habré dado la verdadera imagen de sí mismo, y no podrá soportar mirarla cara a cara con sus propios ojos. Pero qué le vamos a hacer, Oliver. Si tienes que destruirme, destrúyeme, me da igual porque te quiero, y acepto todo lo que quieras hacerme. Así, el Noveno Misterio se realizará, ¿no es verdad? He venido aquí para poseerte y después morir, y te he poseído, y ahora es el momento místico elegido para que desaparezca. Me es igual morir por tu mano, Oliver. Esos potentes puños me triturarán los huesos y mi dislocado cuerpo se retorcerá agonizante. Después volveré a caer inmóvil mientras la voz estática del hermano Antony canta el Noveno Misterio acompañado de un espejo invisible: ¡dong!, ¡dong! Ned ha muerto. Ned ha muerto. Ned ha muerto.

La escena tenía un realismo tan intenso que me puse a temblar; sentía la fuerza de aquella visión en cada molécula de mi cuerpo, tenía la impresión de haber ido ya donde Oliver, de haber compartido ya con él su apasionada intimidad, de haber muerto ya bajo su encendido odio. Ya no tenía necesidad de hacer todo aquello ahora. Habían terminado, habían sido realizaciones, todo pertenecía al pasado. Saboreaba mis recuerdos de él, el contacto de su piel fina con la mía, la dureza de sus músculos de granito bajo mis acariciantes dedos, el gusto de su piel en mis labios. El gusto de mi propia sangre cayendo por la comisura de mis labios mientras empezaba a golpearme. La sensación de abandonar mi cuerpo. El éxtasis. El hielo. La voz venida de arriba. Los hermanos entonando un Réquiem a mi memoria. Estaba perdido en un sueño visionario. En determinado momento me di cuenta de que alguien había entrado en mi habitación. La puerta se había abierto y luego vuelto a cerrar. Un ruido de pasos tenues se había oído. Aceptaba aquello como parte de mis sueños. Sin darme la vuelta, decidí que Oliver había venido a verme. En el estado en que estaba, tenía tal obsesión con que era él y con que no podía ser otra persona que tuve un instante de confusión cuando terminé de darme la vuelta y vi que era Eli. Se había sentado en el suelo tranquilamente apoyando la espalda en la pared opuesta a la cama.

En su primera visita tenía un aspecto simplemente deprimido, pero ahora, diez minutos más tarde, ¿o media hora?, parecía totalmente desintegrado. La mirada baja, los hombros hundidos; «no comprendo», dijo con voz cavernosa, «cómo esta historia de las confesiones puede tener algún valor, simbólico, real, metafórico o de otro tipo. Creí que había captado lo que el hermano Javier quería decir cuando nos habló de ello la primera vez; pero ahora ya no lo sé. ¿Es eso lo que hay que hacer para salvarnos de la muerte? ¿Y por qué? ¿Por qué?»

—Porque nos lo piden —contesté.

—¿Y entonces?

—Es cuestión de obediencia. De la obediencia nace la disciplina, de la disciplina nace la maestría y en la maestría se incuba el poder de conquistar las fuerzas de la degeneración. La obediencia es antíentrópica. La antientropía es nuestra enemiga.

—Pareces muy elocuente —dijo.

—La elocuencia no es pecado.

Rió y no contestó. Veía que estaba sobre una cuerda rígida en el límite entre la locura y la salud de espíritu. No era yo, que había andado toda la vida sobre aquella cuerda, quien iba a empujarle.

Pasó un largo momento. Mi visión de Oliver y de mí se esfumó y se convirtió en algo irreal. No odiaba por eso a Eli. Esta noche le pertenecía. Finalmente, se puso a hablarme de un ensayo que había escrito a los dieciséis años, el último año en el instituto, sobre la decadencia moral del imperio romano occidental visto a través del aspecto de la degeneración del latín, en cierto número de lenguas románicas. Todavía recordaba, casi de memoria, lo que había escrito, y me citó largos pasajes que escuché con aspecto de atención cortés, ya que, aunque sus argumentos me parecían brillantes, particularmente por haber sido escritos por un chico de dieciséis años, no tenía demasiadas ganas en ese preciso momento de oír hablar de las sutiles implicaciones de este punto de vista étnico que ocultan las respectivas evoluciones del francés, del español y del italiano. Pero, gradualmente, comprendí a dónde quería llegar Eli con su historia, y le escuché más atentamente. Estaba, en definitiva, haciéndome su confesión.

Había escrito aquel ensayo para participar en un concurso organizado por alguna prestigiosa sociedad de investigación, y había ganado el primer premio, lo que le había asegurado una beca de investigación. Había, en resumen, cimentado toda su carrera universitaria posterior en aquel primer éxito, el ensayo había sido ya publicado en una revista filológica importante y le había valido la celebridad en su pequeña esfera universitaria. Aunque sólo era un estudiante de primero, era citado con elogios en los trabajos de otros eruditos. Las puertas de todas las bibliotecas estaban abiertas para él, y no hubiera tenido nunca, a decir verdad, la posibilidad de descubrir el manuscrito que nos había llevado al Monasterio de los Cráneos si no hubiera escrito aquel prestigioso ensayo del que dependía su renombre. Pero, y me dijo en el mismo tono desprovisto de expresión que había empleado un momento antes para exponerme sus teorías sobre los verbos irregulares, el concepto esencial sobre el que había cimentado su tesis, no era fruto de su propio trabajo. Se lo había robado a otra persona.

¡Vaya! ¡Vaya! El pecado de Eli Steinfeld. Ni un pecadillo sexual, ni un extraviamiento juvenil hacia la homosexualidad o la masturbación recíproca, ni un horrible incesto contra una madre protestando débilmente, sino un crimen intelectual, el género más condenable de todos. No es extraño que haya esperado tanto antes de hacer su confesión. Pero, ahora, la verdad corría a raudales por su boca. Su padre —decía—, un día que estaba comiendo en un autoservicio de la Sexta Avenida, se sintió atraído por un señor pequeño, marchito, canoso, sentado solo en una mesa, hojeando un gordo y embarazoso volumen. Era un libro de Somerfelt sobre el análisis lingüístico titulado Aspectos diacrónicos y sincrónicos del lenguaje. Aquel título no hubiera significado nada para el padre de Eli si no hubiera, algunos momentos antes, desembolsado la apreciable cantidad, para él, de 16,50 $ para comprarle a Eli un ejemplar, que había decidido que no podía seguir viviendo sin él. Shock al reconocer la pasta del libro. Reacción de orgullo paternal: mi hijo, el filólogo. Presentaciones, conversaciones, simpatía inmediata: un refugiado de avanzada edad en un autoservicio no tiene nada que temer de otro refugiado. «Mi hijo», dijo el señor Steinfeld, «tiene el mismo libro que usted». Expresión de asombro. El otro es natural de Rumania, antaño profesor de lingüística en la Universidad de Kluj. En 1939, huyó de su país esperando entrar en Palestina, pero en resumen, después de haber transitado por la República Dominicana, México y Canadá, acabó en Estados Unidos, donde, incapaz de encontrar un trabajo en una universidad, vive en Manhattan, en una tranquila pobreza trabajando donde puede, de lavaplatos en un restaurante chino, corrector de pruebas de un efímero diario rumano, archivero en un servicio de información para marginados, y así sucesivamente. Pero, durante ese tiempo, prepara con ardor el trabajo de su vida, un análisis estructural y filosófico sobre la decadencia de la lengua latina en la Alta Edad Media. El manuscrito está virtualmente completo, en rumano, explicó al padre de Eli, y acababa de empezar la indispensable traducción al inglés, pero el trabajo avanza todavía muy despacio pues no tiene soltura en esta lengua, él, que tiene la cabeza llena de tantos idiomas. Sueña con terminar su libro, encontrarse un editor y retirarse a Israel con el dinero que gane. «Me gustaría conocer a su hijo», dijo abruptamente. Sospecha instantánea por parte del viejo Steinfeld. ¿Se trataría de algún perverso loco, algún maníaco sexual? ¡No! Es un judío decente, un erudito, un melamed, un miembro de la confraternidad internacional de las víctimas. ¿Cómo podría querer hacerle daño a Eli? Intercambio de teléfonos. Se arregla una cita. Eli va a casa del rumano. Una habitación minúscula repleta de libros, de manuscritos, de periódicos de investigación en una docena de idiomas. Tome, lea esto, dice el digno viejo, esto y esto. Mis ensayos, mis teorías. Y amontonó los papeles en las manos de Eli, pellejos de cebollas entre los caracteres dactilografiados apretadamente, sin espacio, sin margen. Eli se lleva todo a su casa, lee, se extasía, ¡formidable! ¡Este hombrecillo es un genio! Entusiasmado, Eli se propone aprender rumano para convertirse en el secretario de su nuevo amigo y para ayudarle a traducir su manuscrito al inglés lo antes posible. Febrilmente, hacen proyectos de colaboración. Construyen castillos en Rumania. Eli, pagándolo con su propio dinero, fotocopia los manuscritos para evitar que un goy cualquiera en la habitación de al lado, durmiéndose con el cigarro encendido, destruya el trabajo de toda una vida en un estúpido incendio. Cada día, después de clase, Eli se precipita en la pequeña habitación repleta. Después, una tarde, nadie contesta a su llamada. ¡Calamidad! El portero viene, protestando, el aliento embebido de whisky. Utiliza su llave para abrir la puerta. El rumano está tirado en el suelo, amarillo, rígido. Una asociación de refugiados paga el entierro. Un ahijado, nunca nombrado hasta entonces, se materializa y embarca todos los libros y manuscritos hacia un destino desconocido. Eli se queda con las fotocopias. Y, ahora, ¿qué? ¿Cómo ser el vehículo por el que esta obra será revelada a la Humanidad? ¡Ah! El concurso de ensayos para la beca. Se sienta en trance ante su máquina durante horas. La distinción entre su propio amigo desaparecido y él mismo es incierta. Son colaboradores ahora. Gracias a mí, piensa Eli, este gran hombre puede hablar desde su tumba. El ensayo está terminado, y no hay ninguna duda en la cabeza de Eli sobre su valor: es una pura obra de arte. Además, siente un placer especial sabiendo que ha salvado la obra de una vida, de un erudito injustamente olvidado. Somete los seis ejemplares reglamentarios al jurado del concurso. En primavera llega una carta certificada, informándole que ha ganado. Le convocan a un vestíbulo de mármol para recibir un rollo de papel envuelto con una cinta, un cheque que representaba más dinero del que podía imaginar, y las felicitaciones de una cohorte de distinguidos universitarios. Poco después, llega la primera solicitud de una revista profesional. Su carrera está lanzada. Sólo más tarde Eli se da cuenta de que en su ensayo ganador ha olvidado totalmente mencionar al autor de las ideas sobre las que su trabajo estaba basado. Ni un agradecimiento, ni una nota, ni una cita.

Este error u omisión le avergüenza, pero se dice a sí mismo que es muy tarde para repararlo. A medida que pasan los meses, que el trabajo está publicado y que aparecen las críticas universitarias, vive en el terror de ver un día levantarse a un viejo rumano llevando en la mano una especie de paquetes de oscuros periódicos publicados en Bucarest antes de la guerra y exclamando que este joven e impúdico hombre ha usado vergonzosamente el pensamiento de su distinguido y querido colega, el infortunado señor Nicolescu. Pero ningún rumano levanta su brazo acusador. Los años pasaron. El ensayo fue universalmente aceptado como algo de Eli. El final de sus estudios se acerca y varias universidades rivalizaban para tener el honor de que figurase entre sus investigadores avanzados.

Este episodio, sórdido, declara Eli como conclusión, simboliza el conjunto de su vida intelectual, una simple fachada sin profundidad a base de ideas prestadas. El plagio llevado a su punto culminante, además de una cierta e inefable habilidad para asimilar la síntesis de las lenguas arcaicas. Ni una sola vez ha aportado su contribución, por modesta que fuera, para el aumento de los conocimientos humanos. Sería perdonable, a su edad, si no hubiera ganado fraudulentamente la reputación prematura de ser uno de los pensadores más penetrantes en el dominio de la lingüística desde Benjamín Whirf. Y, ¿qué es en realidad? Un golem. Un conjunto ficticio, un nuevo Potemkin ambulante de la filosofía. Se esperaban ahora de él milagros de intuición y, ¿qué tenía que ofrecer? Ya no tenía nada, confesó amargamente. Desde hace tiempo había utilizado el último de los manuscritos rumanos.

Un silencio monstruoso descendió sobre nosotros. No podía mirarle. Era más que una confusión, era un harakiri, Eli acababa de destruirse ante mí. Siempre tuve algunas dudas, sí, sobre la supuesta profundidad de Eli, ya que, si bien estaba indudablemente bien dotado de una mente brillante, sus percepciones me daban a menudo la impresión de que las hubiera recibido indirectamente. Sin embargo, nunca hubiera imaginado de él este tipo de robo, esta impostura. ¿Qué podría decirle? Hacer castañear mi lengua como un cura, diciéndole: «Sí, hijo mío, has pecado gravemente.» El lo sabía; decirle que Dios le perdonaría porque es un Dios de amor, ni yo me lo creía. Probablemente, podría intentar con una dosis de Goethe diciéndole que la redención de los pecados por el bien es siempre posible. Vete, Eli, vete a construir hospitales y a secar pantanos y todo irá bien para ti.

Se quedó sentado en el suelo, esperando la absolución, esperando la palabra que le liberase de su yugo. Su rostro estaba vacío de toda expresión, su mirada devastada. Hubiera preferido que confesara cualquier insignificante pecado de la carne. Oliver había follado con su amigo, nada más. Un pecado que, para mí, ni siquiera lo era, que era más bien un buen rato de diversión. La angustia de Oliver no tenía base real, no era más que un conflicto entre el deseo natural de su cuerpo y el condicionamiento que la sociedad le había impuesto. En la Atenas de Pericles, no hubiera tenido nada que confesar. El pecado de Timothy, fuera el que fuera, era seguramente igual de vacío, basado, no sobre razones morales absolutas, sino sobre tabúes locales: a lo mejor se había acostado con una sirvienta, a lo mejor había espiado a sus padres mientras copulaban. El mío era una transgresión un poco más compleja, ya que había sentido alegría por la desgracia de los demás, pero eran una serie de sutiles circunstancias, a lo Henry James, y, en último análisis, insustanciales. Para Eli no era lo mismo. Si el plagio estaba en la base de sus espectaculares éxitos universitarios, entonces, ¿qué había en la base de Eli? No había nada, vacío, y, ¿qué absolución podía ofrecerle por eso?

Había tenido antes su pequeña evasión, y yo ahora tuve la mía. Me levanté, fui hacia él, tomé sus manos entre las mías y le levanté, luego pronuncié las palabras mágicas: expiación, contrícción, perdón, redención. Dirígete hacia la luz, Eli. Ningún alma está condenada eternamente. Trabaja duro, aplícate, persevera, intenta conocerte mejor, y la piedad divina caerá sobre ti, ya que tu debilidad viene de El y El no te castigará si tú le demuestras que eres capaz de trascender más allá de ella. Levantó la cabeza con aire absorto y se fue. Pensé en el Noveno Misterio, preguntándome si volvería a verle alguna vez. Recorrí la habitación de arriba abajo, meditando. Después, Satán me tentó y salí a ver a Oliver.

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